octubre 4, 2023

11º Entrega: Erendira

 

Eréndira. 1996 | 11. A los pies del Maigmó, la niebla reducía considerablemente la visibilidad de los conductores. Pero, a pesar de ello, Sandra mantuvo todo el tiempo el pie sobre el acelerador del Audi. Tenía prisa. Eran sólo las once de la mañana, pero tenía prisa por regresar a su casa.

Veinte minutos antes, tras impartir la primera clase, le dieron el aviso de que le habían llamado desde casa. Al telefonear, Esperanza le informó de lo que habían descubierto los albañiles en el aljibe que había en la cocina de la casa grande.

—¡Es algo horrible, señora! ¡Horrible! —le dijo atropelladamente y muy excitada—. Al abrir la tapa ha salido un olor… Mare de Déu quina pudor! Y, al mirar dentro con las linternas, han encontrado unos esqueletos. Creo que son dos… ¡Es horrible!

Sandra le pidió que se tranquilizara para que pudiera explicarle mejor qué era lo que había pasado, pero en realidad poco más pudo contarle. Hacía ya una hora de aquel hallazgo y Esperanza tenía todavía los nervios muy alterados.

—Habrá que avisar a la Guardia Civil. Pero será mejor que esperes a que yo llegue. ¿De acuerdo?

—Ya la ha avisado el encargado —informó Esperanza—. Estaba asustado y no ha querido esperar a que usted llamara. Deben estar a punto de llegar.

Y efectivamente, para cuando Sandra entró en su casa, los guardias civiles llevaban ya casi media hora allí dentro.

Durante el resto de la mañana, en la masía reinó la confusión. Fue un constante ir y venir de vehículos y de gente sin control aparente. A los habitantes de la finca, los albañiles y los guardias civiles, se unieron dos enfermeros, el médico forense y el secretario del juzgado de Ibi. Todos entraban y salían de la casa como hormigas en un hormiguero, hasta que por fin el sargento de la Benemérita, siguiendo las instrucciones del funcionario judicial, decidió restringir el acceso a la cocina. Pero para entonces ya todos los presentes habían tenido oportunidad de ver, remirar y casi memorizar los restos que había en el fondo del aljibe. Naturalmente, Sandra también pudo verlos y, cuando lo hizo, todavía se respiraba en la cocina esa peste nauseabunda que había surgido de aquella especie de tumba, en cuanto los obreros levantaron la trampilla. Con ayuda de una de las muchas linternas que repentinamente habían aparecido no se sabía muy bien de donde, Sandra examinó los dos esqueletos que quedaban a unos cinco metros por debajo de la cocina. Se apreciaban perfectamente los dos cadáveres, con algunos cabellos todavía prendidos en fragmentos de piel, así como los huesos de las manos; el resto estaba tapado por jirones de ropa, excepto un pie, cuyo tobillo estaba unido a una cadena por medio de un aro; habiendo en el extremo opuesto otra argolla suelta, si bien era de suponer que en su momento debía de haber estado clavada al suelo o a la pared.

El proceso de levantamiento de restos, reconocimiento del lugar y toma de declaraciones duró varias horas, pero los funcionarios ibenses se marcharon de la finca en cuanto las dos osamentas fueron trasladadas a la ambulancia por los enfermeros. Ya entonces eran conocedores de algunos datos concretos, que no tuvieron inconveniente en compartir con el sargento de la Guardia Civil: se trataba de dos esqueletos humanos relativamente bien conservados debido a las condiciones de aislamiento; casi con toda seguridad correspondían a un varón y a una mujer; ésta llevaba puesta una prenda de abrigo de lana y un pantalón vaquero, y había sido inmovilizada encadenándole una pierna a la pared; él en cambio no parecía haber sido inmovilizado, aunque tenía una cuerda alrededor del tronco, y los restos de su ropa eran más difíciles de precisar; por último, la identificación de ambos se complicaba al no haberse hallado documentación alguna.

—¿Y cuánto tiempo hace que fueron encerrados? —preguntó el sargento.

—Todavía no puedo responder a esa pregunta —le contestó el forense—. Antes he de examinar con más detenimiento los restos. Quizás esta noche o mañana por la mañana pueda adelantarles algo de mi informe.

Entretanto, Sandra se hallaba en su habitación. Una vez hubo declarado formalmente que no sabía de quiénes podían ser los restos hallados, se había refugiado en su alcoba con el pretexto de sufrir una fuerte jaqueca. A Esperanza le había ordenado que no la molestaran y sólo consintió la compañía de su hija. Carmen estaba asustada, así que le permitió que se quedara con ella hasta la hora de cenar. Tumbadas en la cama con dosel, las dos permanecieron juntas toda la tarde; pero en tanto Carmen se entretuvo mirando el televisor que habían instalado recientemente sobre el chifonier, su madre se dedicó a proseguir con la lectura del segundo libro de actas.

A Sandra ya no le importaba la forma de la escritura; sólo le interesaba saber si, leyendo aquel manuscrito, podía confirmar la terrible sospecha que le había asaltado al ver los dos esqueletos que habían sido descubiertos en el aljibe.

XIII

Pocos días después de mi regreso a Castalla, el señor Marín llegó a L’Olivar para ocupar el puesto de mayordomo que yo le había ofrecido y que él había aceptado tan contento como agradecido. La Castellana recibió a su nuevo compañero con resignación, comprendiendo que la razón principal por la que había sido contratado no cuestionaba de ningún modo su capacidad de trabajo. Enseguida ambos se acomodaron a la nueva situación y al reparto de tareas domésticas, sintiéndose él cómodo por hallarse de nuevo al servicio de alguien conocido y ella aliviada por tener más tiempo a partir de entonces para dedicarse a las faenas que más le gustaban, como las culinarias.

No volví a viajar a Madrid hasta unos meses más tarde, en la primavera del año siguiente, cuando fui requerido por mis asesores financieros para la firma de unos documentos. Enterado de mi estancia en la capital por Ramón, Fulgencio Boj me telefoneó al hotel para convidarme a cenar en su casa. Cuando me enteré de que se trataba de otra de esas reuniones periódicas de aquel grupo que integraban él, Miguel Ángel, Ramón y Paco, busqué una excusa con que justificar mi ausencia, pero Fulgencio insistió, aludiendo varias veces a la existencia de una sorpresa que me tenía preparada y que, estaba seguro, sería de mi agrado, por lo que terminé aceptando su invitación.

Fulgencio Boj vivía en un palacete situado en el centro de Madrid, al que se accedía atravesando una cancela de hierro forjado y el pequeño jardín que había entre el edificio y el muro de sillería que lo circundaba.

En el umbral de la puerta principal, un mayordomo de impecable uniforme esperaba a los invitados para guiarles hasta la estancia donde se hallaba el señor de la casa, tal y como hizo conmigo en cuanto me apeé del taxi. Después de cruzar el vestíbulo, salimos a un patio interior, el cual rodeamos por un lado del pórtico hasta llegar a una puerta repujada. Al otro lado de esta puerta había una vasta sala, en la que se percibía un suave olor a incienso. El suelo estaba cubierto por alfombras orientales y las paredes habían sido forradas con multitud de cuadros valiosos, tapices de seda y mascarones de yeso, rematadas por un techo artesonado en el que cada casetón encerraba una minuciosa y rica representación heráldica. Entre los añejos y preciosos muebles, además de las lámparas de plata virgen que alumbraban la estancia, destacaban las vitrinas de diversos tamaños en las que se exhibían las numerosas y antiguas piedras grabadas que componían, quizá, la gliptoteca más completa del país.

En uno de los extremos de aquel salón, cerca de la chimenea de ancho tiro, encontré al guasón, sagaz y rollizo dueño de la casa hablando con varios invitados.

—¡Ah, querido Vicente, qué placer siento al verte! —exclamó mientras me abrazaba, aplastándome contra su fina camisa de muselina de seda con arabescos dorados.

A continuación, me presentó a los tres desconocidos que acompañaban a Miguel Ángel Amorós, el cual me saludó con una amplia sonrisa, medio oculta por su pipa. El primero al que estreché la mano era un hombre corpulento, cargado de hombros y desgarbado, de nombre olvidado por mí y de apellido muy común, algo así como López o Pérez, que ocupaba un alto cargo en el Ministerio de la Gobernación, y que había sido convidado por Miguel Ángel.

El segundo me fue presentado con un nombre que tampoco recuerdo, pero seguido por su título nobiliario:

—Pero marqués auténtico, como yo, y no como aquél sedicente y aburrido príncipe búlgaro que nos presentó tu primo Ramón hace un año —puntualizó el anfitrión con su habitual sarcasmo, mientras su maduro y elegante amigo me ofrecía la más aristocrática de sus sonrisas.

Y, por último, saludé a un joven de pelo rizado y llamativos ojos de color miel que, aun siendo también neófito en esas reuniones, se apreciaba con facilidad que gozaba del distingo especial de Fulgencio:

—Y este es Fermín Larrainzar, quien ha sido dotado por Talia para la perfecta interpretación de los personajes más difíciles de la historia del Teatro.

Pero, por la forma como le miraba, bien se veía que Fulgencio estaba mucho más interesado en otras dotes que debía de poseer aquel joven actor.

Poco después llegaron juntos Ramón y Paco Donati. En tanto se repetían las salutaciones, un criado nos sirvió unas copas de Dom Perignon y, durante un rato, permanecimos allí, charlando y riendo animadamente. Luego pasamos a un comedor aledaño, donde nos esperaba una amplia mesa rectangular de madera de sándalo, en la que ya estaban pulcramente colocadas, alrededor de un bello centro de rosas rojas, la cubertería de plata, la vajilla de porcelana y la cristalería de Bohemia.

Fulgencio se sentó en un extremo de la mesa, entre Ramón y el actor, «entre Escila y Caribdis», como diría el anfitrión en un momento de la comida, pese a haberlos comparado poco antes con los adorables Hiacinto e Hilas. Previamente al inicio del ágape, elevó su voz para conjurar a los dioses de manera histriónica:

—Que el cuerno de Amaltea vuelque su rico contenido sobre esta mesa, adornada con las flores teñidas por la sangre de Afrodita, y que Como y Momo, dioses de la alegría, nos acompañen durante la celebración de este banquete.

Después de que brindáramos y bebiéramos nuestras copas de champán, mientras descubría el delicioso olor a benjuí que desprendía mi servilleta, admiré a ese personaje tan peculiar, tan sibilino, y que tanto me recordaba a aquel proustiano monsieur de Charlus: soltero y culto, cano y gordo, insolente y malévolo, mucho más barón que varón, y noble por alcurnia pero innoble por perverso.

El mayordomo y el criado cubrieron con rapidez la mesa de fuentes con ostras, langostas, vieiras gratinadas y cócteles de marisco, al mismo tiempo que procuraban tener nuestras copas permanentemente llenas de champán.

La conversación entre los comensales empezó siendo plural y caótica, pero enseguida llegué a dos conclusiones evidentes: que Miguel Ángel gozaba de gran predicamento sobre López, o Pérez, el alto cargo del Ministerio de la Gobernación, con quien había participado en varios conciliábulos políticos, y que Paco Donati se había aprovechado del valimiento de este hombre para salvarse de la cárcel, como consecuencia de una imprevista redada policial, o como dijo él:

—Gracias a que tiene banca, no fui a parar a la cárcel tras caer en la volteada con que nos sorprendieron los cuicos en el quilombo.

Y para cuando los criados nos sirvieron los platos de lubina al vino, cocochas o rodaballo, Paco se quedó momentáneamente como único orador, contándonos aquella aventura reciente que había vivido en un conocido burdel madrileño, en el que trabajaban algunas de sus pupilas y que él poseía, «en asocio» con otras personas:

—Todo se debió a un acusete que batió a la Policía lo del quilombo. Fue en venganza por haberlo fletado de allá en cierta ocasión, de la que le quedó como souvenir una linda caricia en la cara.

Tanto el marqués como el joven actor expresaron su confusión con sendas y significativas muecas, pero fui yo quien le preguntó a Paco:

—¿Quieres decir que un hombre denunció la existencia de ese burdel porque tú le heriste en la cara?

Pero Paco no quiso entretenerse con aclaraciones, limitándose a afirmar con la cabeza.

—Era un cliente que yo conocía de algunas timbas en las que habíamos coincidido. Su aspecto era el de un hombre pudiente, un bacán, como decimos allá, pero que resultó ser un ventajero que empezó a frecuentar el quilombo empilchado como un dandy, gastando mucho dinero, pero compadreándose como un pavo real y cargoseando a las minas y demás clientes con su comportamiento en cuanto tomaba varias copas. Hasta que una noche hube de entrar en una recámara en auxilio de Eréndira, a la que maltrataba. Así que entré allá con bronca y armado con mi facón, pero el muy boludo estaba sufriendo una taranta, un arrebato de locura, que le hizo reaccionar de forma muy distinta a la que yo esperaba y, en vez de cuartearse, me retó. Me dieron ganas de achurarle como a una bestia, pero solamente le corté la cara con mi filudo cuchillo de gaucho, antes de echarle como a un perro.

—¿Y cómo quedó Eréndira? —le preguntó Miguel Ángel.

—Ahorita ya está bien, pero se llevó un buen susto. Y yo también, pues es la mejor joya de mi corona.

—Una joya que vale mucho más que tu corona y tú juntos —opinó Fulgencio.

—¿Qué nombre es ese? Nunca antes lo había oído —preguntó Fermín.

—Así se llamaba una antigua princesa mexicana. Viene del tarasco Iréndira, que significa «la que sonríe, la risueña». Y en verdad que mi Eréndira tiene una linda sonrisa.

—Además de una boca preciosa, con labios tan carnosos que, cuando te besa, parece que vaya a chuparte entero —dijo Ramón con gesto tan obsceno, que me resultó insoportable seguir mirándole.

—Es cierto que tiene una bemba muy sensual, como la mayoría de las mestizas, pero tampoco es tan trompuda como una negra —matizó Paco.

—Y ese cuerpo perfectamente moldeado… —dijo mi primo, quien parecía estar viéndola.

—Ramón está enamorado de Eréndira —se burló Miguel Ángel.

—Y a vos sos empañan los espejuelos cuando pensás en ella —se rió Paco.

—Deberíais mostrar más respeto al hablar de esa mujer —advirtió Fulgencio—. Al fin y al cabo, os estáis refiriendo a un moderna Afrodita, a la más dulce de las diosas del amor que jamás habéis conocido y jamás conoceréis.

—¿Es mexicana, pues? —preguntó Fermín, mientras uno de los criados le servía un plato de pavo relleno con castañas.

—Sí. Es tapatía.

—¿Cómo?

—Tapatía. De Guadalajara, capital del estado de Jalisco —aclaró Paco—. Pero la conocí en la ciudad de México. Era la esposa de un inmigrante español, un gachupín, que se pasaba el día en su mecedora, más preocupado del tequila que de tener contenta a su joven mujer.

—¿Acaso era el mismo que te dio trabajo en su estudio fotográfico cuando vivías como un vagabundo? —le inquirí.

—Cierto. ¡Vos sos un balazo, che!

—¿Y así fue como le agradeciste su hospitalidad?

La sonrisa de Paco se heló bruscamente, convirtiéndose en un rictus desagradable que tardó unos segundos en desaparecer. Fulgencio soltó una risita que vino a romper oportunamente el embarazoso silencio que se produjo tras mis palabras, pero que pareció aumentar el enojo de Paco, quien me miró con dureza mientras decía:

—Ese viejo pinche no sólo era incapaz de timonear un boliche, sino que además maltrataba a todos cuantos dependían de él, especialmente a su mujercita. Es verdad que me dio trabajo, pero para aprovecharse de mí tratándome como a un esclavo.

De nuevo un silencio tenso se prolongó tras las palabras de Paco, durante el cual me pregunté angustiado si acaso esa Eréndira no sería la misma mujer que yo había conocido como Irma. Tantas coincidencias me habrían convencido de que eran la misma persona, si no llega a ser por esa discrepancia en los nombres; una discrepancia a la que me aferré desesperadamente para salvar la ilusión que, desde aquella noche, guardaba dentro de mí y tan fervientemente como un adolescente enamorado. Pero esta vez fue López, o Pérez, quien acabó con esa tensión al preguntarle a Paco:

—Tengo entendido que más tarde nos acompañarán algunas amigas suyas, ¿tendremos entonces ocasión de conocer a tan famosa dama?

—Lo siento de verdad, pero Eréndira está hoy comprometida —se disculpó Paco, añadiendo con una sonrisa y alegría recuperadas—: Pero no se preocupen, les aseguro que las minas que vendrán son tan lindas que serán de su agrado.

Y en ese preciso momento, mientras los criados nos servían los postres, tomé la decisión de marcharme de allí antes de que aparecieran las amigas de Paco Donati. Pero cuando nos volvíamos a la sala donde estaba enclavada la gliptoteca, una vez finalizada la comida, y me acerqué a Fulgencio para despedirme, éste me convenció para que no me fuera sin conocer antes la sorpresa que me tenía reservada, «un regalo especial para ti». Mientras los demás convidados se sentaban, charlando, riendo y saboreando los licores que les servían los criados, el anfitrión me cogió del brazo y me llevó hasta la puerta repujada, donde se hallaba el mayordomo, al cual ordenó que me acompañara hasta la habitación de invitados.

—No tengas prisa. Estás en tu casa —me dijo Fulgencio a modo de despedida.

Ya anochecía cuando, siguiendo al mayordomo, circundé el patio, que se hallaba iluminado por varias farolas, ascendí por unas escaleras de pórfido, recorrí un largo corredor y arribé por fin a una de las estancias que había en la parte trasera del palacete. Después de tranquear la puerta con incrustaciones doradas que abrió mi acompañante, éste volvió a cerrarla, dejándome solo en un vestidor pequeño y oscuro que crucé con pasos titubeantes, hasta llegar a una alcoba sumida en la penumbra. En el extremo opuesto de donde yo me encontraba, encima de una cómoda, había una bujía encendida. La llama que titilaba en aquella bujía danzaba sobre el pábilo al son de una suave corriente de aire que provenía de la ventana entreabierta que había frente a mí, cubierta por unos visillos de gasa fina que flotaban con tanta voluptuosidad como el baldaquín de la cama que había en medio del dormitorio.

Merced a la luminosidad que desprendía aquella bujía y la tenue claridad que todavía entraba por la ventana, vislumbré a través del transparente cendal de seda la silueta de una persona que yacía sobre la cama. Mientras me acercaba a ella despacio, aquella figura se fue incorporando, hasta quedar sentada, observándome. A cada paso que daba, percibí con mayor intensidad el olor a rosas que envolvía el lecho y la respiración de la persona que se hallaba en él acostada.

—Acércate, mi amor. No tengas miedo —me musitó con voz enmelada y acogedora.

—¿Irma? —le pregunté, reconociendo su voz.

—Soy Eréndira.

Y en tanto esto decía, sus brazos salieron a recibirme por un intersticio del pabellón. Sus manos cogieron las mías y, tirando de ellas suavemente, me ayudó a atravesar el vaporoso cendal. Sentado ya en el lecho, me encontré muy cerca de un cuerpo desnudo y cálido, del que emanaba un embriagador perfume de rosas. Sus manos acercaron las mías a unas caderas bien torneadas, ampulosas, por las que ascendí hasta unos pechos turgentes, los cuales acaricié con la misma delicadeza con que Gabrielle d’Estrées pellizca el pezón de su hermana en el Louvre. Jamás hasta entonces había imaginado pechos y caderas tan maravillosas. Tampoco antes había visto unas trenzas como las suyas, que semejaban filigranas de noche serena. Sin embargo, sus ojos negros, uno de los cuales se mostraba ligeramente bisojo al mirarme, así como esos labios carnosos que me besaban con suavidad, eran los mismos con los que yo tanto había soñado. Sí, sin duda alguna, eran los de aquella mujer que, hacía unos meses, se me había presentado como Irma. Por eso murmuré:

—Sí, eres Irma.

Noté cómo sus labios, pegados a los míos, sonrieron.

—Abrázame —me pidió con voz melodiosa y en tanto acariciaba con su lengua el lóbulo de mi oreja. Su aliento era como la brisa marina o el céfiro perfumado por el jazmín, y su saliva sabía tan dulce como el néctar. Me ayudó a quitarme la ropa sin dejar de besarme y, cuando me hube quedado tan desnudo como ella, apretó su cuerpo al mío, del que ya no se despegó hasta el amanecer.

En el transcurso de aquella noche, experimenté sensaciones que nunca antes había sentido. Siempre había sospechado que mis relaciones sexuales con Felisa habían sido una caricatura, un simulacro, de lo que debía de ser una experiencia sexual plena, pero ni siquiera mi imaginación se había aproximado a aquella sensación tan prolongada e intensa de enajenación extática que sentí en los brazos de Irma, o Eréndira, a lo largo de esa noche. El excitante cimbreo de sus poderosas caderas; las caricias linguales que prodigó por todo mi cuerpo; la ternura de sus manos; el ardor de sus murmullos; el estremecimiento de sus nalgas, moviéndose como olas de un mar de canela; el acogedor abrazo de sus muslos, duros como el bronce y suaves como el terciopelo; y la calidez de su vulva, en cuyo glorioso seno al fin derramé mi licor viril, lograron que cientos de insólitas glándulas secretaran por vez primera dentro de mi cerebro con una fuerza inusitada. Y, en esos momentos, comprendí gozoso lo muy alejado que siempre había estado de aquella maravillosa sensación, y lo muy cerca que entonces me hallaba del paraíso que tanto había anhelado en el transcurso de mi vida.

XIV

El amor apareció en mi vida del mismo modo que el romántico piano de Chopin irrumpe en su primer concierto: tardía, apasionada y arrebatadoramente.

Irma y Eréndira eran en efecto la misma persona. Este último era su nombre de «trabajo», elegido por Paco cuando llegaron a España, ya que resultaba más exótico, y realmente ella se transformaba tanto cada vez que cambiaba de nombre, que parecía en verdad otra persona distinta.

La Eréndira que conocí aquella noche en el palacete de Fulgencio Boj tenía muy poco que ver con la Irma que me auxiliara unos meses antes en el portal de Paco Donati. Sólo tenían en común el físico y la manera tan dulce de hablar. Eréndira era una excelente profesional: amable, simpática, condescendiente y, al menos en apariencia, apasionada; pero en todo ello había una sombra de artificialidad que convertía nuestra relación en una especie de farsa, a la que yo no estaba acostumbrado y que me exasperaba. Sólo algunas veces, muy esporádicamente, había ciertos instantes en que me parecía atisbar a Irma, a la auténtica Irma, como una copia pálida de la Eréndira que tenía delante. Luego, paulatinamente, aquellas fugaces apariciones de Irma se fueron haciendo más frecuentes, llegando un momento en que me resultaba casi imposible distinguir entre una y otra. Era como cuando te encuentras mirando por una ventana y, de repente, te das cuenta de que se está reflejando en el cristal lo que hay detrás de ti. Si te fijas en ese reflejo, puedes apreciar perfectamente lo que sucede a tu espalda, pero entonces ya no captas lo que hay más allá de la ventana. Están ahí, ante tus ojos, esas dos realidades, pero sólo puedes estar atento a una de ellas. Cuando te fijas en una, miras, pero no ves, la otra. Del mismo modo, cuando veía a Eréndira, estaba mirando también a la Irma en ella reflejada, que sin embargo pasaba casi inadvertida para mí, y viceversa.

Eréndira era una mujer muy joven, de veintidós años, pero con una gran experiencia, una «canchera» me diría Paco en cierta ocasión, en lances eróticos. En mis ansiados encuentros con ella, disfruté de momentos verdaderamente increíbles de felicidad y éxtasis. Sus caricias tenían la cualidad de relajarme y excitarme indistintamente, descubriéndome sensaciones hasta entonces inconcebibles para mí, como cuando acariciaba con sus labios y lengua los pulpejos de mis orejas, de mis manos o de mis pies. También yo me pasaba largos ratos silueteando con mis dedos su talle esbelto y flexible; o besando las partes más mórbidas de su anatomía; o simplemente contemplando su rostro, en especial aquellos ojos de largas pestañas, donde creía descubrir con mayor facilidad la Irma que tanto añoraba. Pero era sin duda al retozar abrazados, con su cuerpo contoneándose con la precisión y delicadeza de una sierpe, cuando ambos alcanzábamos los momentos más álgidos y de mayor furor.

Después de aquella noche en casa de Fulgencio, mis encuentros con Eréndira se llevaron a cabo en la casa de citas donde ella «trabajaba» habitualmente, previo pago a la encargada de mil quinientas pesetas por hora. Todo aquello me parecía demasiado sórdido, ominoso, pero mi deseo de estar con ella superaba mis prejuicios. En efecto, ella era una prostituta, pero trataba de convencerme a mí mismo de que tal circunstancia no debía ser óbice para amarla; al fin y al cabo, me decía, hay mujeres que se venden para un rato y mujeres que se venden para toda la vida. Y aunque aquél no era precisamente un lugar romántico, acorde con mis emociones, era el único sitio donde podía verla… Varias veces le insistí para que nos encontrásemos fuera de allí, de aquel burdel, pero todas las veces Eréndira rechazó esa idea, ya que era allí donde ella «trabajaba», y además Paco no le permitía que se relacionara con los clientes en ningún otro sitio.

—Fuera de esta casa soy su compañera, soy Irma —me decía—. Así que, cuando quieras estar conmigo, no más tienes que venir por acá.

De modo que me resigné a verla únicamente en aquella habitación alquilada, a la que acudía casi a diario, pese al precio tan elevado que debía pagar por cada cita, pues había veces en que estaba en su compañía muchas horas seguidas.

Pero aquella insistencia mía obtuvo su recompensa. Debido al trato tan asiduo que manteníamos, poco a poco Irma fue aflorando, en detrimento de la calculadora y profesional Eréndira. Muchas tardes, después de hacer el amor, comoquiera que yo me resistía a separarme de ella, nos quedábamos sentados en la cama, charlando y sin importarme siquiera que ella fumara continuamente cigarrillos rubios, y algún que otro de marihuana, en un lugar tan cerrado. Al principio nuestras pláticas eran triviales, durante las cuales, según me reconocería más tarde, ella me comparaba con otros clientes. Pero luego, conforme nos íbamos conociendo mejor, Irma fue descubriendo su verdadero corazón, si bien Eréndira nunca dejó de interponerse entre ambos.

Irma nació en las orillas de Guadalajara, en el jacal donde vivían sus padres, que eran aboneros, es decir, comerciantes callejeros. Quedó huérfana siendo aún una chamaquita, por lo que fue recogida por unos tíos suyos. Trabajó con su tía de afanadora, limpiando establecimientos públicos, hasta que conoció a un gachupín muy elegante que se prendó de ella y la pidió en matrimonio. Este inmigrante español era mucho mayor que Irma, pues él era cincuentón mientras que ella todavía no había cumplido los dieciséis, pero eso no fue obstáculo para que se casaran. Vivieron en la casa de su marido, en ciudad de México, donde además tenía su estudio fotográfico, el negocio del que vivía a pesar de que no pensaba más que tomar tequila y comer en abundancia. La vida de Irma con él fue muy triste, hasta que apareció Paco, quien se dedicaba a vagabundear sin rumbo fijo.

—Cuando quiere, Paco sabe ganarse la voluntad de cualquiera —me explicó ella.

Y así fue como, con zalamerías y halagos, Paco no sólo se ganó la confianza del marido de Irma, sino también el corazón de ella. Enamorada, Irma recogió sus «tiliches» y un buen día huyó con su amante de la casa de su marido. Durante cierto tiempo intentaron sobrevivir haciendo fotografías en sitios públicos, plazas y fiestas, pero como no ganaban dinero suficiente, ella se dedicó a alternar con los hombres, más o menos platudos, que él le presentaba.

—Fue decisión mía —me repetía Irma cada vez que hablábamos de cómo se inició en la prostitución. Pero, por más que trataba de mostrarse convincente, mirándome a los ojos mientras exculpaba a Paco con voz firme, yo sabía que la verdad era muy otra. Una muchacha de dieciocho años recién cumplidos, que apenas conocía el mundo que se extendía más allá de las casas de su padre, tíos y marido, no podía haber decidido libremente prostituirse. Como mínimo, debió ser inducida por Paco, si bien pudo hacerlo de manera tan taimada que ella terminó engañándose a sí misma, convenciéndose de que tal decisión fue exclusivamente suya.

—Paco no es mi padrote. Es mi pareja, mi compañero, mi amante. A todos los efectos, es mi verdadero esposo— me explicó una Irma tan enamorada, que sentí cómo los celos me roían el corazón con sus afilados colmillos.

A partir de entonces, cada vez que ella pronunciaba su nombre, cada vez que mencionaba a Paco, notaba esa horrible punción en mi pecho y sentía cómo se despertaba dentro de mí un sentimiento de angustia y rencor, que nunca antes había experimentado.

—Si tan enamorados estáis, no comprendo cómo él permite que tú…

—Nunca lo comprenderás. Nuestra relación es especial, muy distinta de la convencional, pero te aseguro que se basa en un auténtico amor. Paco sabe perfectamente que yo sólo hago el amor con él. Y te ruego que no me pidas que te lo explique mejor. Seguro que no te gustaría escucharlo.

Pero, a pesar de su advertencia, le pregunté:

—¿Quieres decir que conmigo lo haces mecánicamente, sin sentir ninguna emoción?

Eréndira y no Irma me miró con sus grandes ojos de noche, respondiéndome con otra pregunta:

—¿De verdad quieres que te conteste con franqueza?

Y aunque aquella respuesta me produjo un dolor tan agudo e intenso que mi alma estuvo a punto de romperse, quise seguir indagando en sus relaciones, con el ánimo de encontrar un lunar negro que me sirviera de consuelo y me ayudase a mantener viva mi moribunda esperanza:

—Pero, ¿te trata bien?

—Muy bien —me contestó Irma, sonriendo—. Alguna vez me regaña, pero lo hace porque se preocupa por mí.

—¿Y por qué os vinisteis a España?

—Porque Paco empezó a tener problemas en uno de sus negocios de fayuca.

—¿De fayuca?

—De contrabando. No era nada importante ni peligroso, pero decidimos venirnos una temporada, aunque nuestra estadía acá ya va para tres años.

Llegó el día en que mis continuas socaliñas dieron su fruto, pues, como diría Eréndira:

—Tanto has insistido, que Paco ha aceptado platicar contigo sobre la posibilidad de que nos veamos fuera de este sitio.

Me parecía humillante tener que ajustar previamente con Paco mis encuentros con Irma, pero no tuve más remedio que entrevistarme con él en una cafetería para obtener lo que tanto deseaba.

—Si te parece, Vicente, como los dos sabemos qué es lo que queremos, podemos evitar la tratativa y entrar directamente a transar cuanto antes un acuerdo que nos satisfaga a ambos. ¿Qué me dices?

Me resultaba difícil asimilar que aquel hombre que me fuera presentado por mi primo Ramón, aquel tiralevitas de rasgos andróginos que tan caóticamente mezclaba el tuteo con el voseo, fuera el mismo hombre que ahora se hallaba delante de mí, tratando de mi felicidad futura con la frialdad de un notario y hablando de mi relación con Irma con la misma soltura que un chalán trata del arriendo o venta de una acémila.

—Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que mi negocio no es una chingana ni Eréndira es una cualquiera. Por otra parte, vos tampoco sos un orillero con quien haya que regatear los trueques, ¿verdad? No hay más que ver el saco tan elegante que llevás puesto y las colleras de tus puños, para comprender que puedes pagar muy bien tus caprichos. Y no digamos ya si encima estás tan enculado como pareces de Eréndira. De modo que, si lo que deseas es tenerla fuera del quilombo, si lo que querés es verla en una casa normal, como si fuera tu amante exclusiva, o hacerte la ilusión de que es tu esposa, deberás pagar tú el pisito de marras.

—Tengo un piso que reúne las condiciones que ella merece. Puede disponer de él en cuanto queráis.

—¿Amueblado?

—Os compraré los muebles.

—Seguro que ella preferirá amueblarlo a su gusto. ¿Qué tal si nos das cincuenta mil pesetas para ello?

—De acuerdo. ¿Y eso a qué me dará derecho?

—A verla fuera del quilombo, ¿no es eso lo que vos querés?

Sí, pero, ¿tendré que seguir pagando…?

—Por supuesto. Pero no te preocupes, la tarifa será la misma que hasta ahora: mil quinientas por hora. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repetí con resignación.

Okay, Vicente. ¿Has visto qué fácil? —pero cuando ya estábamos a punto de despedirnos, el Apolo de Perugino apostilló con una sonrisa tan amplia como cruel—: A propósito: que quede claro que todo esto es porque tú así lo deseas, pero de ninguna manera te da derecho a tenerla en exclusividad. Eréndira seguirá viendo a otros clientes, aunque naturalmente tú tendrás preferencia y dependerá de ti el que tengas que compartirla más o menos: cuanto más tiempo estés con ella, menos tiempo dispondrá para ocuparse de otros.

—¿En mi piso?

—Por supuesto. No pretenderás que, a partir de ahora, teniendo su propio apartamento, vaya por ahí de quilombo en quilombo como una vulgar putita, ¿verdad?

—¿Y cuánto me costaría tenerla conmigo todo el día?

La sonrisa de Paco se amplió aún más:

—Diez mil pesetas.

—Son unas condiciones leoninas.

—Ya sabes, el que algo quiere… Es la ley de la oferta y la demanda, amigo mío. Y Eréndira tiene mucha demanda.

Así, pues, a principios de 1967, Irma se mudó a un céntrico y confortable apartamento que Paco amuebló con mi dinero. Durante las primeras semanas pagué diez mil pesetas diarias para que Eréndira no recibiese a ningún otro hombre más que a mí. De hecho, me quedé a vivir con ella en el apartamento, lo que sirvió para que nos conociéramos mucho mejor y para ganarme su cariño. Un cariño relativo, que de ninguna manera podía compararse al amor que ella sentía por Paco, tal y como me advirtió en más de una ocasión, pero que a mí me animó a pensar que, tal vez, con el tiempo, podría llegar a cambiar sus sentimientos.

Su cruda sinceridad era fruto de un pacto que habíamos alcanzado al principio de nuestra convivencia, según el cual siempre nos diríamos la verdad de nuestros pensamientos y emociones, y si bien su franqueza algunas veces me dañaba, en cierto modo me servía para sentirla más cercana y auténtica.

A lo largo de ese tiempo apenas si salimos del apartamento. Irma se pasaba los días desnuda entre mis brazos o luciendo un déshabillé mientras comíamos, jugábamos al billar americano o bailábamos al son de la variada música que reproducía un pequeño tocadiscos. Nunca antes había bailado a causa de mi cojera, pero en aquellos días dancé con Irma sin miedo al ridículo y sin hacer distinciones entre rancheras y mañanitas, valses y pasodobles, canciones de Elvis Presley y de los Beatles. Tampoco hasta entonces había jugado al billar, pues siempre me había parecido una manera muy estúpida de perder el tiempo, y sin embargo durante esos días aprendí entre bromas y risas a golpear las bolas con el taco hasta colarlas en las troneras, «revirando» las apuestas que siempre perdía con Irma y que, algunas veces, alcanzaban sumas considerables de dinero.

Pero todo aquel dinero que gastaba a diario no me importaba, pues me sentía feliz, e incluso llegó el momento en que me planteé la posibilidad de salir de aquel pisito para compartir con Irma mi pasión por las pinacotecas y la ópera. Pero, para conseguirlo, nuevamente debí rebajarme a pedirle permiso a Paco, el cual aceptó que ella viajase conmigo al extranjero durante un mes, previo pago de trescientas cincuenta mil pesetas.

En el transcurso de aquel mes de 1967, desde mediados de marzo a mediados de abril, Irma y yo estuvimos en París, Roma, Florencia, Venecia y Viena, alojándonos en excelentes hoteles, comiendo en restaurantes de lujo, visitando los más célebres museos y asistiendo a cuantas óperas y conciertos se representaban en los mejores escenarios de estas ciudades. Y precisamente porque sabía que no era muy aficionada a aquella música y que no le entusiasmaban las obras de arte, le agradecí mucho más la discreción y paciencia con que me acompañó a las pinacotecas y teatros.

Durante aquellos días mi felicidad fue tan completa que, una noche, mientras me hallaba abrazado a ella en la cama, mi alma le susurró en el oído:

—Ahora me doy cuenta de cómo he desperdiciado mi vida. ¡Cuánto tiempo he pasado matando el tiempo! ¡Y cuánto tiempo disfrutando! La diferencia es enorme, cruel, brutal.

En el decurso de aquel mes gasté mucho dinero, pero me olvidé de que Irma estaba conmigo precisamente porque había pagado por ello. La veía feliz, radiante con la ropa que le había comprado en las mejores tiendas, contenta por estar alejada de aquella vida de sexo rutinario que llevaba en Madrid desde hacía tres años, alegre por conocer unas ciudades tan maravillosas, e incluso la notaba más fogosa y apasionada cuando hacíamos el amor, pero no me atreví a preguntarle si todo aquello se debía simplemente a las circunstancias o por el contrario era el resultado de un esperanzador cambio sentimental hacia mí. Ni siquiera cuando, regresando a Madrid en el avión, estuvimos casi todo el tiempo abrazados, acariciándonos y besándonos, me atreví a averiguar si, por su parte, tal amartelamiento era sincero o comprado. Tenía miedo de que aquella ilusión que había durado treinta felices días, se rompiese bruscamente al comprobar que yo seguía siendo para ella un cliente, rumboso y amable si acaso, pero mero cliente a fin de cuentas. Y, sin embargo, no hizo falta que transcurriera mucho tiempo para que descubriese la cruda verdad: en cuanto Irma vio a Paco Donati en el aeropuerto de Barajas, a quien había avisado de nuestra llegada por teléfono desde París, se echó en sus brazos para besarle como una amante jubilosa y sin pudor.

Aquel desengaño, o mejor dicho, aquella vuelta a la realidad, me dolió tanto que me encerré en una habitación de hotel para restañar mis heridas, al mismo tiempo que trataba de recapacitar sobre la situación en que me hallaba. Al cabo de dos días y dos noches durante las cuales apenas comí ni dormí, llegué a la conclusión de que debía de zanjar mi relación con aquella mujer. Sabía que ello supondría un gran esfuerzo y que mi alma sufriría enormemente, pero sabía también que aquella decisión era la correcta. Una decisión en la que no había influido el factor crematístico, ya de por sí bastante importante, pues el trepidante ritmo de gastos que llevaba amenazaba con quebrar seriamente mi economía, ni tampoco mi dejación de responsabilidades empresariales y, sobre todo, domésticas, pese a que llevaba casi un año sin apenas aparecer por L’Olivar y sin saber de Mariano ni de Rafael Amorós. En aquella decisión únicamente influyó mi convicción de que, a pesar de todo, yo no había dejado de ser un cliente ante los ojos de Irma y, aunque podía haber seguido viéndola como antes de irnos de viaje, precisamente aquel viaje se había convertido en un hito en nuestras relaciones, tras el cual me resultaba imposible volver a contratar su compañía. Y, lo que era aún peor, sabía que, en cuanto dejara de pagarle, volvería a estar con otros hombres, y esa idea me martirizaba, de modo que tomé la determinación de intentar olvidarla cuanto antes, regresando inmediatamente a Castalla.

XV

Así que fui a refugiarme a L’Olivar, donde me enclaustré durante varios meses, sin más contacto externo que el que mantuve ocasionalmente y por teléfono con Rafael Amorós. También Fulgencio Boj me llamó un par de veces para interesarse por mi situación anímica, pues estaba al tanto a través de Paco y Ramón de mi aventura amorosa con Eréndira, pero nuestras conversaciones siempre fueron tan cortas como amables.

En cierta ocasión, mi primo me visitó para pedirme que le ayudara, ya que se encontraba en completa quiebra económica, con la casa a punto de ser embargada por una entidad bancaria, pero hubo de conformarse con un leve incremento de su asignación mensual.

—Necesito más —me dijo, aduciendo una relación amorosa que había iniciado con una rica heredera—. Espero poder anunciar pronto nuestro compromiso. A partir de ese momento estoy seguro de que mi suerte cambiará radicalmente, pero hasta entonces es preciso que me ayudes a salvaguardar mi imagen.

Pero su simple presencia me hacía recordar a Irma y, quizá por eso, en vez de quitármelo de encima accediendo a sus súplicas, lo que hubiera sido más sencillo y rápido, me mostré intransigente, concediéndole un pequeño aumento de las cantidades que le transfería puntualmente cada mes.

Entretanto, en el seno de L’Olivar se produjeron algunos cambios. En el curso del último año, la Castellana había envejecido mucho. Si bien seguía madrugando y cumpliendo con sus cometidos diarios, se la veía más torpe y cansada. Sus siestas duraban más, tal vez porque el televisor que hice instalar en el salón acrecentaba su amodorramiento, y aunque repetía que «antes la obligación que la devoción», lo cierto era que no se levantaba de su sillón hasta que no terminaban sus programas televisivos preferidos. También su salud se deterioró sensiblemente en esa época, agravada además por los remedios que ella misma se proporcionaba y que tenían un denominador común: el vino. El resultado fue un consumo más elevado de alcohol y un deterioro mayor de sus facultades físicas y mentales. En vez de encontrarse más despejada y a tono, se hallaba cada día más agotada y aturdida, de manera que lo que nunca le había sucedido antes, le empezó a ocurrir por esas fechas: olvido de ingredientes fundamentales en la comida, costuras mal hechas, roturas de objetos más o menos valiosos, con vajillas descabaladas y jarrones partidos… Al mismo tiempo, su cuerpo, siempre robusto y orondo, empezó a enflaquecer debido a la pérdida de apetito y la mala alimentación. Y aun cuando el señor Marín intentó compensar discretamente aquellas carencias de la Castellana, pese a estar ocupado en arreglar la casa que fuera de Tono para su propio disfrute, no tuve más remedio que contratar a una mujer para que realizara algunas de las tareas de la casa.

Esta mujer, madura y soltera, oriunda de Villena, se llamaba Virtudes y, durante una temporada, estuvo viniendo a pie y a diario desde Castalla para ponerse a las órdenes del señor Marín, el cual, tan serio, silencioso y tieso como un macero, supervisaba a conciencia su labor. Luego, una vez que el mayordomo me informó de la seriedad y bien hacer de Virtudes, le ofrecí, y ella aceptó, ocupar una de las tres habitaciones que hice construir en el desván del mas.

En aquel verano de 1967 estuvisteis de nuevo aquí, pasando varias semanas conmigo. Tú tenías diez años y tu alegría de niña llena de vida alivió durante esos días la amargura que sentía desde que volviera de Madrid. Pero ni siquiera tu compañía, para mí tan querida, eliminó del todo aquella angustia.

Por el día eran muchas las veces en que me acordaba de Irma y, cada vez que esto ocurría, notaba un intenso dolor en mi alma; pero era sobre todo por las noches, una vez que todos os habíais retirado a vuestros respectivos dormitorios y yo me quedaba solo, cuando aquella melancolía alcanzaba niveles casi insufribles. Paseando por el jardín, sentado en el porche o acostado en mi cama, mi mente evocaba, casi siempre en contra de mi voluntad, las maravillosas noches que había pasado con Irma. Veía su sonrisa, reveladora del más bello collar de perlas; y también, entre medio de aquellos pétalos oscuros que eran sus párpados, veía sus ojos aztecas, tan brillantes que temía fueran a provocar la cólera de Huitzilopochtli, el Colibrí del Sur, el dios del sol de sus antepasados. Olía su perfume a rosas, y su aliento fresco, y el aroma de su piel cobriza cuando transpiraba muy pegada a la mía. Oía sus jadeos y su risa armoniosa. Saboreaba sus labios carnosos: suaves como la seda, dulces como la miel; así como ese caramelo derretido que era su saliva. Y entretanto mis dedos añoraban la textura de sus cabellos, la solidez de sus caderas, la rotundidad de sus senos y la redondez de sus nalgas.

Y tal angustia no decrecía con el paso del tiempo, sino todo lo contrario. Cada día, cada noche, era más fuerte mi nostalgia. De tal manera que, pocos días después de que vosotros os volvierais a Madrid, yo os seguí para buscar a Irma.

 

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