octubre 4, 2023

13º Entrega: Irma en Castalla

Irma en Castalla | LIBRO II | XX. Una vez que Irma se acostumbró a la cotidianidad del Cabeço del Pla, para evitar el tedio que le producía vivir en un sitio que cada vez se le achicaba más, intentó organizar fiestas y participar en los festejos popularesde Castalla, especialmente en los Moros y Cristianos, de cuyo boato se quedó prendada. Pero resultaba difícil encontrar invitados que acudieran a los saraos y además se tropezó con la recalcitrante intolerancia de los castallenses, que no podían tolerar que una extranjera que vivía amancebada, pretendiera hacer vida social con la gente honrada del pueblo.


Los principales impulsores de esta actitud intolerante fueron el padre Valeriano y doña Isabel. El párroco, que no se molestaba en disimular el odio que sentía hacia mí por declararme agnóstico, encontró en mi relación de pareja con Irma la excusa perfecta para criticarme abiertamente.

—La finca de los Berbegal se ha convertido en Sodoma —decía a sus parroquianos en cuanto tenía la menor oportunidad.

En cuanto a mi suegra, la Castellana se refería a ella como «la piadosa hipócrita».

—Siempre ha tenido fama de rezadora, y creo que eso es justo por partida doble. Primero, porque es verdad que va todos los días a la iglesia a rezar. Y segundo porque critica con tanta seguridad y rapidez como reza. Y pese a ser ya una anciana y estar enferma, todavía tiene fuerzas para engendrar esos rumores calumniosos que son capaces de amargar la vida de cualquiera, pues ya se sabe que al músico viejo siempre le queda el compás. Y si encima tiene motivos, como el que vosotros le ofrecéis viviendo juntos sin estar casados…

Aquellas palabras de la Castellana me dolieron más por lo que me hacían recordar, que por los rumores que por esos días se difundían acerca de mis relaciones con Irma. De manera definitiva, me convencí de que, en efecto, fue ella, doña Isabel, la culpable de que mi madre fuera repudiada por el pueblo y, por ende, la culpable de su enfermedad y posterior muerte. Me la imaginaba murmurando en la puerta de la iglesia, en medio de un corrillo de mujeres enlutadas, o en las reuniones que organizaba en su casa, o en las fiestas ajenas, nasalizando con esa voz suya, tan aguda, tan venenosa, calumniando a mi madre, mintiendo sin compasión sobre su romance con Ferrán. Y aquello hizo que el corazón se me encogiera, angustiado. Una angustia que creció aún más cuando, a continuación, recordé el modo como la había recibido en mi casa, en la propia casa de su víctima, poco después de que mi madre muriese. Y la angustia se trocó en rabia. Una rabia que sin embargo no era comparable con la que sentía Irma.

—Esa hija de la gran chingada no hace más que tijeretear contra mí —se lamentaba, indignada—. Esta mañana la he visto en el mercado —me contó una tarde mientras paseábamos por el jardín—. La vieja criticona estaba hablando con otras mujeres y, en cuanto me vio, se calló, para quedarse mirándome fijamente y con desprecio. Pero no te creas que yo me achucharré, no. Que le mantuve la mirada y hasta aproveché para maldecirla del mismo modo que lo hacen los naguales de mi tierra.

—Te aseguro que aquí también entienden mucho del mal de ojo. Así que ten cuidado con esa bruja —le dije.

XXI

Por aquellas fechas, Irma empezó a cartearse con una prima suya que vivía en México y con la que, a pesar de no haber contactado desde su llegada a España, esperaba poder restablecer aquella relación de confidencialidad e íntima amistad que trabaron mientras crecían juntas en casa de sus tíos. A partir de entonces, los sobres con matasellos mexicanos llegaron al Cabeço del Pla con cierta regularidad y, tal y como ella tenía dicho, cada vez que se recibía uno de ellos se le entregaba inmediatamente a ella en mano. Nunca me mostró el contenido de aquellas cartas, pero siempre supe que lo que Irma ansiaba conocer era el momento en que su esposo, un hombre ya mayor y enfermo, según me contaba, la convertiría en viuda, «para así casarme contigo y poder darte una familia de la que puedas enorgullecerte».

Pero, entretanto llegaba aquella noticia, y en vista de las dificultades que se presentaban para divertirse en Castalla, Irma me convenció para que viajásemos con asiduidad.

Estuvimos en varios países extranjeros, incluso atravesamos el Atlántico para conocer la costa este de los Estados Unidos, pero ni siquiera estando tan cerca aceptó ella mi propuesta de ir a México.

—Cuando vuelva a mi país —me decía—, será para recoger el certificado de mi viudedad.

Ya más cerca, dentro de España, fueron varias las veces en que nos desplazamos a Madrid y Barcelona, casi siempre para comprar en las mejores boutiques y para asistir a algún concierto o representación operística; pero entonces era yo quien procuraba evitar las antiguas amistades, como las de Ramón y Miguel Ángel, pues temía que tales personas me evocaran un pasado que deseaba sepultar y a una persona a la que deseaba olvidar: Eréndira.

Sin embargo, fue durante uno de aquellos viajes a Madrid cuando os presenté a Irma. Hasta entonces, tu padre se había mostrado remiso, pues aun apreciando mi sinceridad al no ocultarle el pasado de Irma, era renuente a aceptarla en el seno de la familia. Pero llegó el día en que accedió a ello y, tal encuentro, aunque breve, resultó satisfactorio, ya que durante el verano siguiente reiniciasteis vuestra costumbre de venir a pasar unas semanas en Castalla. No obstante, ya en esos días estivales, Ximo empezó a advertirme sobre el carácter tan voluble y caprichoso que decía apreciar en Irma. Tú todavía eras una niña y probablemente no reparaste siquiera en ello, pero lo cierto es que sufrimos momentos tensos debido a la incomodidad con que tus padres vivieron los últimos días que pasasteis en la finca. A mí aquella actitud me pareció injustificada, e incluso llegué a enojarme con Ximo, si bien me guardé muy bien de manifestárselo con claridad. Entendía que tal vez la forma de ser de Irma no complaciera por completo a tus padres, pero no creía que eso fuera tan importante, por lo que deduje que tenía que deberse a una predisposición negativa hacia ella a causa de su pasado. Y eso me irritaba, sobre todo cuando comprobaba que mi hospitalidad era, como siempre, absoluta, y además me esmeraba para que la convergencia entre ambos mundos: el sentimental y el familiar, tan importantes para mí, fuese lo mejor posible. Pero el resultado de todo aquello fue nuestro alejamiento.

Por otra parte, y también en contra de mis deseos, nuestro reencuentro con las antiguas amistades fue irremediable, ya que, tres años después de que Irma viniese a vivir conmigo a L’Olivar, en el verano de 1970, me vi obligado a aceptar la invitación de Rafael Amorós para que pasáramos una temporada en El Acebuche. Pese a que eran frecuentes nuestros desplazamientos a Benidorm durante la época estival, en donde nos hospedábamos precisamente en un hotel construido por la empresa que poseía junto con los Amorós, Irma pensó que podía resultar entretenido pasar unas semanas en aquella finca veraniega de La Alfubereta alicantina. Y realmente pasamos unos días apacibles en compañía de Rafael y de su madre… hasta que llegaron al principio del mes de agosto Miguel Ángel y Ramón desde Madrid.

A partir de entonces, la tranquilidad se volvió en diversión frenética, en salidas continuadas de la finca para bañarse en la playa, navegar con el velero, desplazarse a Campello, Villajoyosa o Santa Pola para comer y trasnochar bailando en las salas de fiesta que empezaban a proliferar por la costa. Y aquel ajetreo me disgustó, aunque traté de disimularlo lo mejor que pude, ya que Irma sí parecía divertirse.

Pero lo peor fueron los celos. Unos celos que me asaltaron al ver lo bien que ella congeniaba sobre todo con mi primo, quien derrochó jovialidad y vitalidad desde el mismo momento de su llegada.

—Vamos, Vicente, anímate y ven mañana con nosotros a Tabarca en el velero —me exhortó una de aquellas noches mientras estábamos sentados en el porche de El Acebuche—. Alégrate, hombre, la vida te sonríe. Tienes cuanto puedes desear: te van bien los negocios, posees una casa envidiable y a la mujer de tus sueños —me dijo delante de Irma y al mismo tiempo que los hermanos Amorós discutían en presencia de su madre—. Y encima la única persona que podía alterar tanta felicidad, sigue encerrada entre rejas —agregó Ramón.

—¿Qué quieres decir? —le interrogué—. ¿Quién está en la cárcel?

—Pero, cómo, ¿no lo sabes? —se sorprendió mi primo—. ¿No sabías que Paco está en la cárcel?

—No.

—¿No te lo había dicho?

—Pues no —insistí.

—¡Qué raro! Estaba convencido de que te lo había comentado. Pero bueno, la noticia continúa siendo buena para ti, ¿no? El caso es que, a pesar de sus influencias, la Policía lo detuvo por proxenetismo, traficar con material pornográfico y no sé cuántas cosas más. Ahora está cumpliendo condena en prisión…

—Pero, ¿cuándo fue eso?

—Pues muy poco después de que Irma y tú os fuerais de Madrid.

En aquel preciso momento, Rafael alzó la voz para reprender a su hermano:

—¡Sigues siendo un maldito irresponsable! —marchándose a continuación hacia el interior de la casa, manejando con brusquedad la silla de ruedas.

La madre le siguió y, durante unos tensos instantes, los demás nos quedamos en silencio. Hasta que Miguel Ángel, con total naturalidad, como si acabáramos de ser interrumpidos inoportunamente por un criado, se dispuso a comentarme la delicada situación política que todavía estaba atravesando el país como consecuencia del escándalo MATESA, acrónimo de la sociedad Maquinaria Textil del Norte de España, fabricante y exportadora de modernos telares que había sido favorecida por los ministros económicos vinculados al Opus Dei.

Pero mi atención no estaba puesta en las palabras del catedrático, sino en las miradas de complicidad que me había parecido interceptar entre los ojos de Irma y Ramón. A mi pesar, hube de reconocer que la belleza de mi primo no se había marchitado todavía con el paso de los años, y que su cabello rubio, ahora adornado con mechones canosos, incrementaba aún más su atractivo físico. Entonces recordé cómo, al ver una fotografía de juventud de mi padre en el álbum familiar que le mostré al poco de nuestra llegada a L’Olivar, Irma exclamó con admiración:

—¡Cómo se parecen! Ramón es puro a tu padre. No más se diferencian en el color del pelo. En lo demás, tu padre era igual de guapo que Ramón.

Pero en cuanto vio la contrariedad reflejada en mi rostro, enseguida añadió que no obstante mi primo siempre le había parecido «encolado», un petimetre pedante que se había hecho cuate de Paco Donati a lo que vio la forma tan fácil que tenía de conseguir a través suyo mujeres bonitas y asequibles.

—Es verdad que al final se portó muy bien con nosotros, pero creo con sinceridad que es un cobarde que no sabe más que presumir.

Y aunque el recuerdo de estas palabras sirvieron para desalojar momentáneamente los celos de mi mente, aquellas miradas entre Ramón e Irma me torturaron durante los días y las noches siguientes, sobre todo cuando yo me quedaba en El Acebuche y ellos se marchaban a navegar en compañía de Miguel Ángel.

—Vente con nosotros. Ya verás cómo te lo pasarás bien. Que te mareases hace años, no quiere decir que siempre te vaya a ocurrir lo mismo —me animaba mi primo cada vez, antes de que se montaran en el cabriolé de Irma con el que se desplazaban al puerto. Pero todas las veces rechazaba acompañarles, arguyendo mi fobia a la navegación y asegurándoles que no me importaba quedarme ese día en El Acebuche con Rafael, aunque la realidad era que durante esas horas mi alma zozobraba sin cesar ante los embates de unos celos terribles. Una zozobra que, si bien algo menor, pervivía cuando ellos regresaban al anochecer y que, por más que intentaba disimularla, Irma llegó a descubrir.

—No debes estar celoso. Tu primo es un hombre muy divertido, pero también muy fanfarrón y hueco. Es un rajón. Tú en cambio eres más serio, pero también más equilibrado, inteligente y cariñoso: el tipo de hombre con el que toda mujer se siente a gusto y con quien yo deseo vivir el resto de mi vida —me dijo una noche cuando ambos nos hallábamos acostados en nuestra alcoba, abrazados y contemplando la luna llena a través del ventanal—. Pero, si quieres, mañana mismo nos volvemos a casa.

—No deseo echar a perder el veraneo… Es sólo que no puedo dejar de pensar en lo mucho que te quiero y en lo imposible que sería para mí volver a vivir sin ti. Me da miedo perderte, Irma. No podría resistirlo… Pero sé que te lo estás pasando bien y no puedo permitir que, por culpa de estos celos injustificados, anticipemos nuestra vuelta a Castalla para que enseguida te sientas agobiada, encerrada…

—Y yo no puedo permitir que sigas sufriendo de esta manera —me musitó dulcificando su voz—. Así que mañana nos volvemos a casa. Está decidido.

XXII

Y así fue. Pero, al poco de nuestro regreso, también se cumplieron mis temores e Irma comenzó a dar signos de una preocupante veleidad, en la que sobresalía un comportamiento melancólico y taciturno. Pues si bien aquella Irma alegre y espontánea de los primeros tiempos, con su sonrisa resplandeciente y contagiosa, reapareció en algunos momentos, éstos fueron más bien breves, ya que la mayoría de las veces solía estar triste y apática, con miradas hieráticas que impedían adivinar sus pensamientos y con las que parecía evadirse de la realidad que la rodeaba.

Y es que esa realidad se le volvía cada día más hostil, en parte por culpa de su propia hosquedad, en parte como consecuencia de sus enfrentamientos cada vez más frecuentes con la servidumbre, y en gran medida a causa de los rumores que arreciaban desde el pueblo, los cuales desvelaban su pasado impúdico y que, si bien se sabía quién era su precursora, nadie sabía con certeza cómo se había enterado doña Isabel de ello.

Todo esto contribuía a que el carácter de Irma fuera agriándose paulatinamente. Y que su paciencia con las pullas de la Castellana, cada vez más descaradas, se acabase con mayor rapidez. Irma se me quejaba entonces de aquella «vieja destorlongada» que la provocaba, insultándola incluso delante de los demás sirvientes.

—¡Malhaya sea! Y todo por culpa del vino. ¿Sabes qué fue lo que se atrevió a decirme esta mañana, a lo que me encontraba tomando el sol en la alberca? Me dijo: Una mujer honrada no debe afeitarse el pendejo, que eso es costumbre de casquivana. No sé por qué la sigues manteniendo. No sirve para nada, no más que para enchincharme. Y si no quieres abandonarla, si no tiene adonde ir porque siempre ha vivido acá, al menos podías pensar en ingresarla en un asilo.

—Por favor, Irma, no me pidas eso. Te lo imploro. Nunca podría hacerle eso. Nunca. Y te ruego que no vuelvas a mencionarme esa posibilidad —le dije con rotundidad. Pero, con la misma firmeza, a continuación me dirigí a la Castellana, a quien encontré en la cocina bebiendo hasta las lías un vaso de vino, para reprocharle nuevamente su actitud ante Irma.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Pero es que no ves cómo zanganea, cómo se pavonea por la casa, medio desnuda, exhibiendo sus carnes jóvenes ante todo el mundo? Sería bueno recordarle que ninguna cosa hay tan dura que el tiempo no la madura, y que esos pechos y nalgas que ahora enseña con tanto descaro, llegará el día en que le colgarán como a todas las demás mujeres. Que por mucho que se empeñe, ella no es más que el resto de los mortales.

—¡Por Dios, Adela, basta ya! No te consiento que hables así de ella, con tanta falta de respeto. Y todo por culpa del exceso de vino —le recriminé señalando el vaso vacío que acababa de dejar en la encimera.

—Ya te he dicho muchas veces que ajo pío y vino puro, pasan el puerto seguro. Y que, a cierta edad…

—¡Déjate de tantos refranes y aplícate tus propios consejos: que lo poco agrada y lo mucho enfada! —la interrumpí enfurecido—. Mírate bien: tienes la cara abotagada, congestionada, como si estuvieras a punto de reventar por culpa del alcohol. —Por un breve instante me recordé a mi propio padre, cuando así la regañaba siendo yo un niño. Pero enseguida reprimí mi cólera y, dulcificando la voz y la mirada, le dije—: Por favor, Adela, cuídate más, que tienes que durarme todavía muchos años. Y pórtate bien con Irma. No la provoques, no la irrites, que si ella no es feliz tampoco lo soy yo —y tras besarle en la mejilla, le pregunté mirándole con ojos risueños—: ¿Lo harás?

—¡Ay, pequeño mío, qué bueno has sido siempre! Está bien, te prometo que procuraré no volver a decir nada delante de esa mujer que pueda molestarla. Pero te advierto que no me resultará fácil, pues se me llevan los diablos cuando pienso en el mucho daño que ella te puede hacer.

—¿Por qué dices eso? Irma me quiere y nunca me hará daño. Por lo menos, conscientemente.

—¿Estás seguro? Entonces contéstame con sinceridad: ¿es verdad lo que de ella se dice por ahí? —No hizo falta que concretara la pregunta ni que yo le respondiera con palabras. Sus ojos, fijos en los míos, adivinaron la respuesta—. Recuerda entonces que donde ha habido siempre queda.

A pesar suyo, la Castellana no pudo cumplir con su promesa, pues sus ataques a Irma llegaron a ser mucho más duros y directos; pero aquello sucedió después de que cayera gravemente enferma.

Pues acaeció que, pocos días más tarde, la Castellana sufrió un infarto que a punto estuvo de acabar con su vida. Tras regresar del hospital alcoyano en donde estuvo ingresada un par de semanas, debió guardar reposo absoluto en su cama, y aquella inactividad tan prolongada acabó por deteriorar su capacidad mental, ya que poco a poco, día a día, se la veía perderse por la ciénaga de la senilidad. Su cuerpo también fue estropeándose de manera visible según pasaba el tiempo, «espichándose» según decía Irma, hasta convertirse en poco más que un «cacastle», un esqueleto, que no obstante seguí hablando con palabras claras, aunque con ideas cada vez más confusas.

—En consejos, oye a los viejos —me decía cuando me acercaba a su lecho para ver como se encontraba—. Por eso harías bien en hacerme caso cuando te digo que tengas mucho cuidado con esa mujer, que amor de puta y convite de mesonero, siempre cuesta dinero.

Yo le regañaba, marchándome airado de su vera, desesperado por ver como se volvía más impertinente conforme iba perdiendo la cabeza. Y aunque Irma no apareció por su dormitorio desde que la echara de él, diciéndole: «¡Venga, aire! Cada mochuelo a su olivo y cada puta a su rincón», no por ello dejó de oírla, puesto que había veces en que la Castellana gritaba sus diatribas contra ella. Y entonces Irma, encolerizada, volvía a manifestarme la conveniencia de llevarla a un asilo, planteándome en cierta ocasión inclusive un ultimátum:

—No puedo vivir más así. Esa vieja se pasa el día insultándome. O se va ella, o me voy yo.

Pero no cumplió aquella amenaza, a pesar de que, una vez más, me negué a deshacerme de la Castellana.

Precisamente aquella resistencia a abandonar a la vieja Adela, pese a la insistencia de Irma, es la única cosa acaecida en esa época de la que estoy orgulloso. De todos modos, las provocaciones de la Castellana remitieron al mismo ritmo que avanzaba su demencia y aparecía la paramnesia, una alteración mental consistente en revivir situaciones pretéritas o inventarlas con personas reales. Siempre acostada, continuamente asistida por Virtudes o el señor Marín, que se turnaban en tal menester de forma voluntaria y desinteresada, la anciana Adela se pasaba las horas durmiendo o hablando con imaginarias visitas de gente ya desaparecida. El timbre de su voz cambiaba cuando hablaba el visitante y, prestando atención a tales conversaciones, era fácil deducir con quién estaba hablando en cada ocasión, si con su madre, con la mía, con Tono o con Sole.

—Ten cuidado con los hombres, que no hay nada más ingenuo que una jovencita virgen —oí cierta vez que le aconsejaba a una Sole invisible—. Nada más ingenuo y a la vez más fértil, pues sólo es comparable a la tierra libre de mala hierba y vicio. Tierra de roza y coño de moza, ya se sabe. Y luego las consecuencias sólo serán para ti.

Según me relató Virtudes en otra ocasión, una noche en que entró en la alcoba de la Castellana portando la jofaina llena de agua para lavarla, tropezó con algo al pasar por un espacio estrecho que había entre la cama y el armario. Por suerte, la palangana no llegó a caérsele, pero entonces la Castellana se incorporó ligeramente apoyando un codo en el colchón y, señalando el armario con su mano huesuda, la amonestó:

—Pero, mujer, ¿es que no has visto a Tono? ¡Menudo pisotón le has dado al pobre! —y volviendo la mirada hacia el armario, preguntó—: ¿Te duele?… No, no. No te acerques más. Ja, ja, ja. ¡Qué pícaro que eres! No te acerques más, que no quiero darle pábulo a las malas lenguas.

Según me contó una Virtudes todavía pálida, al ver cómo la Castellana le hablaba con tanta seguridad a un muerto, no pudo sobreponerse del susto y salió corriendo de la habitación con la jofaina aún en sus manos.

También a mí me ocurrió algo parecido, si bien resultó mucho más divertido. Atendiendo a sus llamadas, una tarde de su último invierno acudí a su dormitorio. Estaba muy contenta, pues acababan de venir a verla mis padres, los cuales se hallaban sentados en las sillas que había al pie de la cama, según deduje por sus miradas. Tan excitada estaba por tan inesperada visita, que sus dedos no cejaban en su empeño de formar pegujones con los hilos de lana que arrancaba de la manta.

—No se preocupe, señora, que no hay nadie tan viejo ni enfermo que no piense vivir otro año. Y yo estoy segura de que todavía me quedan varios años. —En eso, se le escapó una ventosidad que resonó bajo la ropa de la cama como un petardo; pero, en vez de avergonzarse, se volvió hacia el lugar donde supuestamente se encontraba sentado mi padre, para decirle—: ¡Oh, no se preocupe! Es muy natural y también lo más sano: cuando te duelan las tripas, házselo saber al culo.

Dicho lo cual continuó la conversación con mi madre con toda naturalidad. Aquella escena me provocó la hilaridad, por lo que hube de salir de la alcoba, tras disculparme precipitadamente y casi ahogándome por culpa de las carcajadas que retenía en la garganta.

Pero, a pesar de que la tensión entre la Castellana e Irma fue desapareciendo según avanzaba la enfermedad de aquélla, el estado de ánimo de ésta no mejoró. Todo lo contrario, su irritabilidad fue creciendo día a día y hasta tal punto que, durante aquel verano de 1972, no hacía falta la presencia de una avispa para que sus nervios se desataran de manera inesperada, pues bastaba que un mosquito se le acercara insistentemente para que explotara maldiciendo aquel lugar lleno de «zancudos chupasangres».

Y si esa era su reacción ante un simple mosquito, no cabía sorprenderse por el modo como empezó a tratar a los humanos. Así, el señor Marín se convirtió para ella en un zote que no sabía ni hablar y que encima se permitió, cierta vez, la osadía de censurarle el modo tan denigrante como hablaba de la ya moribunda Castellana:

—La señora no debería referirse a ella de ese modo tan emigrante, sobre todo tratándose de una pobre oriunda.

También Migueli, el Raspa, no era más que un sandio que no hacía más que tartalear cada vez que se dirigía a ella y que se pasaba la vida haciendo cambalaches con los que engañar a los demás. Pero fue sin duda el pobre Joanet quien recibió por aquel entonces las pullas más crueles de Irma. No conformándose con apodarle «el monstruito», llegó incluso a ironizar en mi presencia sobre las necesidades sexuales que el masero debía de tener, insinuando una supuesta tendencia a la zoofilia:

—¿Se le conoce alguna relación amorosa? —me preguntó mientras le observábamos dirigiéndose hacia su casa, después de haber traído, como cada mañana, la colodra llena de leche.

—Lo cierto es que no —reconocí.

—¿Y cómo satisfará sus necesidades sexuales? Porque seguro que sabrá que eso existe. Hasta puede que él mismo ayude a empadrar a sus animales, ¿verdad?

Sorprendido, asentí:

—Supongo que sí. Pero, ¿a qué viene esto?

—Oh, por nada. Pura curiosidad —pero después de soltar una risita maliciosa, añadió—: Se me acaba de ocurrir uno de esos refranes que tanto le gustan a la Castellana: Pastor sin pastora, cabra feliz. ¿Qué te parece?

Y sin dejar de observar al masero jorobado, que a punto estaba ya de desaparecer por la pinada más alejada, estuvo durante un buen rato riéndose de su propia ocurrencia.

Pero ni siquiera entonces mi adoración por ella sufrió la más mínima mella. Mi perplejidad no sólo se disipó en cuanto dejó de reírse, sino que además se trocó en pasión cuando dulcificó su mirada y me besó tiernamente con sus sensuales labios. Y es que Irma no era para mí la mujer que los demás veían. Ella era la personificación de todos mis deseos y anhelos.

Curiosamente, además de Virtudes, que era la única sirvienta de la finca que, según criterio de Irma, se ganaba a diario su «raya», su salario, sólo Mariano se llevaba bien por esas fechas con la arisca señora. Ya no le molestaba que le interrumpiera mientras estaba en su despachito y hasta le dedicaba sus mejores sonrisas cuando ella le preguntaba por algunos detalles de su trabajo. Pero, aunque el administrador complacía con agrado la curiosidad de Irma, era a mí a quien se dirigió varias veces en esa época para advertirme acerca de la importante merma que habían ocasionado en mi peculio los muchos gastos que llevábamos haciendo durante los últimos años.

XXIII

Pero, a pesar de la advertencia de Mariano, los regalos, viajes y caprichos siguieron sucediéndose. Incluso aquel año, para su vigésimo séptimo cumpleaños, accedí por fin a que Irma organizase en la finca una gran fiesta, a la que fueron convidados nuestros escasos amigos: Ramón, Fulgencio Boj y los hermanos Amorós, pero a la que acudió también un inesperado invitado con su familia.

Pues sucedió que, pocos días antes de aquel veintisiete de abril, regresó a Castalla un Ferrán fondón y desfigurado por la vejez, al que acompañaban su esposa e hija. Según me contó aquella tarde en que se presentó de improviso en mi casa, después de haber vivido un lustro en Buenos Aires, la editorial para la que trabajaba lo envió a la ciudad de México con la misión de hacerse cargo de la delegación que allí tenía abierta para América Central.

—Fue un ascenso importante, pero también un cambio brusco en mi vida —me reconoció con un acento que ya me resultaba familiar—. Pero allá fue donde conocí a Berta, y en donde he fundado una familia.

Sin embargo, el gran salto profesional lo dio poco después de llegar a México, cuando abandonó la industria editorial para aceptar el puesto de asesor que le ofreciera uno de los más influyentes dirigentes del PRI.

—A partir de entonces dejé de leer lo que escribían los demás y empecé a escribir discursos políticos.

La esposa de Ferrán, una mujer tan morena como seria, debía ser bastante más joven que él, pero su enorme cuerpo, que se hallaba rayando la obesidad, le hacía aparentar muchos más años, equiparándola en edad a su marido. Por el contrario, Marina, la hija de ambos, era tan simpática como joven. Todavía no había cumplido los quince años, pero su figura adolescente ya mostraba las ondulaciones propias de su femineidad.

—Ahora que ya estoy jubilado, he querido volver para enseñarles a ellas el lugar donde nací y viví, antes de irme a América —me dijo ese anciano gordo y con gafas de montura negra, que durante los últimos años se había enriquecido colaborando con el poder político y, por ende, con la institución estatal. Nada tenía que ver con aquel Ferran joven que fuera mi preceptor, enteco, de románticos quevedos e ideología anarquista, que entendía la literatura como alimento imprescindible del alma. Mis ojos, que no mis palabras, debieron delatar tal decepción, pues su mirada así me lo hizo ver en más de una ocasión. Una mirada que parecía disculparse, diciendo: «¿Qué esperabas de mí? Seguramente te sentirías más orgulloso de mí si hubiese vivido todos estos años como Crates de Tebas, viajando como un cosmopolita antiguo, sin más ambiciones y equipaje que las ganas de vivir, y apareciendo ahora ante ti como un vagabundo viejo pero cargado de sabiduría. Mas, ya ves, no es así. He vivido como cualquier mortal, como cualquier pequeño burgués, con las mismas ambiciones mezquinas que la inmensa mayoría de los hombres que se han acomodado a la vida adocenada que nos procura la sociedad. Y realmente tampoco yo me encuentro muy satisfecho conmigo mismo, pero ¿qué le voy a hacer? Así ha sido y así soy ahora». Pero seguidamente su mirada se tornaba más firme, más intensa, para replicarme: «¿Y quién eres tú para echármelo en cara? Yo no te pedí que me pusieras en un pedestal, que me eligieras como tu ideal. Además, ¿acaso tú no has elegido libremente este mismo modo de vida que a mí me reprochas? Tú, que no has trabajado en toda tu vida, careces de fuerza moral para reprocharme nada». Todo esto me lo dijo con la mirada, o al menos eso me pareció a mí, y sin embargo sus ojos acabaron esquivando los míos, avergonzados.

Les pedí que se hospedaran en el mas, pero rechazaron mi ofrecimiento por estar ya instalados en un hotel de Alcoy y ser muy pocos los días que tenían previsto quedarse.

—Dentro de cuatro días partiremos ya de regreso a casa.

—Una estancia muy corta —me lamenté.

—Pero suficiente —dijo Ferrán—. Tan sólo quería matar la morriña volviendo a ver estas tierras y a la gente querida que había dejado acá. Y ya lo he hecho.

—Quizás puedas venir otra vez, con más tiempo.

—Quizás —murmuró él.

El resto del tiempo que duró aquella primera visita suya transcurrió conversando animadamente sobre México, patria común de Irma y los invitados, si bien pude detectar el modo como la anfitriona procuró eludir los detalles de su vida allí. Luego, antes de que se marcharan a Alcoy, pero con el compromiso de que volverían dos días después para participar en la fiesta de cumpleaños de Irma, Ferrán entró en el dormitorio de la Castellana para saludarla. Cuando le dije quién era ese hombre que se hallaba de pie, junto a su lecho, la anciana sonrió y, pese a su debilidad, intentó incorporarse:

—¡Hombre, señor Ferrán!, ya tenía yo ganas de volver a verle para pedirle que hable con su hijo cuanto antes y le convenza para que deje de ver a la señora a solas. No tiene ni idea del perjuicio que le está ocasionando a su honra y buena fama.

Ferrán me miró sorprendido, pero enseguida comprendió que la Castellana había perdido la cabeza.

—Me confunde con mi padre, Adela —quiso aclararle, pero la anciana le replicó, enfurruñada:

—¡Qué tontería! Como si yo no supiera diferenciarles —y dibujando una sonrisa maliciosa con sus labios descarnados, agregó—: Siempre ha sido muy bromista, pero la verdad es que usted ya no es un pollito, ¿sabe?

Reconociendo la imposibilidad de desengañarla, Ferrán se limitó a desearle una pronta recuperación y a despedirse de ella. Pero, antes de que saliéramos de la habitación de la Castellana, me retuvo un momento para decirme con solemnidad:

—Te juro que tu madre y yo nunca mantuvimos relaciones… carnales.

—Es algo tarde, pero te agradezco que me lo hayas dicho —le respondí con una sonrisa triste.

—Lo sé. Y de verdad que lo siento. Cuando me fui estaba tan aturdido, que quizá no me despedí de ti como debiera… Pero te juro que durante estos años me he acordado siempre de ti… y de nuestra amistad.

—Yo también te he recordado muchas veces. Y por eso me sorprende que, en un momento, hayas creído necesario apoyar tus aseveraciones con sendos juramentos. El Ferrán que yo recuerdo jamás lo habría hecho.

—Todos cambiamos, Vicente —se disculpó, al mismo tiempo que me devolvía mi triste sonrisa—. Acaso te he decepcionado… —y levantando ligeramente los brazos—, pero esta es la realidad. Mi realidad actual. Aquel otro que tú recuerdas también era yo, pero era otro yo, distinto del que soy ahora. Y eso no lo puedo remediar.

—No te preocupes —le dije, esforzándome por ampliar mi sonrisa—, comprendo que tienes razón: todos cambiamos continuamente, sin que pueda asegurarse que sea para mejorar o para empeorar. Sencillamente, cambiamos.

Y, abriendo la puerta, ambos fuimos a reunirnos con las tres mexicanas que, a la sazón, constituían lo más importante de nuestras vidas.

El 27 de abril, a partir de las doce de la mañana, empezaron a llegar los invitados, salvo Ramón, que ya había pernoctado la noche anterior en la finca. Sólo Rafael Amorós faltó a la cita, el cual se excusó por teléfono dos días antes aduciendo una supuesta indisposición de su madre, si bien a mí me pareció que más bien deseaba evitar encontrarse con su hermano gemelo.

Aunque Irma había pensado en un principio organizar un mitote, una fiesta típica de su tierra, fueron muchos los ingredientes que le faltaron, optando al final por algo más cercano: una zambra gitana, aprovechando la buena disponibilidad de los Raspa para amenizar aquella fiesta con sus guitarras y castañuelas, paveros y batas de cola. En cuanto a la comida, y pese a la postración de la Castellana, se degustaron platos propios de Castalla, cocinados por una voluntariosa Virtudes y servidos por un sombrío señor Marín que, siempre que pudo, no dejó de reprocharme con la mirada mi falta de sensibilidad por celebrar una fiesta mientras la Castellana agonizaba a pocos metros de distancia. Quizá por ello, para intentar aquietar mis remordimientos, fue por lo que acabé abusando de los generosos y mejores vinos que hice sacar del celler.

Luciendo un escotado y carísimo vestido encarnado, Irma agasajo a los invitados según iban llegando, colocándoles sobre los hombros unas guirnaldas que ella misma había confeccionado esa misma mañana con las flores que empezaban a brotar en el jardín, acompañándoles a continuación hasta el salón. Ya durante la comida, aunque todos los comensales estábamos alrededor de la misma mesa, se produjeron, al unísono y como era de esperar, distintas conversaciones. Por proximidad, fue con Ferrán y su esposa con quienes más departí, si bien estuve al tanto de cualquier detalle significativo que pudiera protagonizar Irma. Y todo porque, de repente, me acordé de que, muy probablemente, unos años antes había sido amante de algunos de los hombres que entonces se sentaban a su lado. Así, observé con atención el modo tan oportuno como alababa los dichos ingeniosos de Fulgencio, a quien en determinado momento simuló reñir, abriendo los ojos con graciosa exageración, por haberla asustado contándole que, según se afirmaba, por la sierra del Maigmó y el Catí se hallaba escondido, tras haberse escapado de la justicia, el famoso delincuente conocido como El Lute.

—Te aseguro, bella anfitriona, que así se cuenta en la villa y corte en estos días: que El Lute, burlador de grises y tricornios, se halla huido por las serranías de estos alrededores —le decía un Fulgencio tan locuaz como divertido.

Pero, para mi tranquilidad, aquel ligero coqueteo de Irma resultaba inofensivo.

Acto seguido se sucedieron empero dos hechos que me confundieron y atormentaron. Ambos hechos fueron protagonizados por miradas efímeras, intensas y de distinto signo, que intercepté mientras escuchaba a Ferrán. La primera de aquellas miradas la capté en los ojos de Marina y estaba acompañada de un suave rubor en sus mejillas, por lo que resultaba evidente que estaba coqueteando. Pero, ¿con quién? Siguiendo la dirección de esta mirada adolescente descubrí otra mucho más expresiva y atrevida, nacida de los ojos de Ramón. Me pareció de mal gusto la manera como mi primo intimidaba a la muchacha, pero lo cierto es que tal intercambio de miradas acabó bruscamente por culpa de una tercera, mucho más dura, reprobadora y chispeante, ajena a los distraídos padres de Marina. Aquella tercera y fugaz mirada provenía de los negros ojos de Irma, que tuvieron el don de amedrentar a los más claros y cobardes de Ramón. Por un momento quedé sobrecogido y aturdido, pues creí descubrir en la mirada de Irma el brillo de los celos, pero con relativa rapidez mi mente elaboró una explicación mucho más razonable y tranquilizadora: como yo, Irma simplemente se había escandalizado de aquella mirada tan excesivamente reveladora que Ramón le estaba dirigiendo a la muchacha. Mas poco después intercepté otras miradas que me ocasionaron un mayor trastorno. Aquella vez todo se produjo mucho más rápidamente, en apenas un par de segundos, pero lo tengo grabado en mi memoria como una instantánea perfectamente captada por una cámara fotográfica. Es una escena en la que aparecen Irma y Ramón con las cabezas algo ladeadas, pero lo suficientemente juntas como para evitar que los demás pudieran oír lo que se decían. Pero lo que más me confundió, lo que más me intrigó, fue la semejanza de sus miradas, a pesar del ligero estrabismo en el ojo derecho de ella. Los dos me miraban a mí y lo hacían del mismo modo como Francisco I y María de Inglaterra observan a Eleonor de Austria en el anacrónico cuadro de Veronés «Las Bodas de Caná». Como digo, aquello apenas si duró un par de segundos, puesto que ambos se apresuraron a separar sus ojos de los míos, pero durante mucho tiempo después, cada vez que mi memoria evocaba esa escena, mi mente trataba de aliviardesesperadamente la tortura que me producían aquellas miradas de codicia con las dudas que propiciaban la fugacidad del hecho. Seguramente, me decía, interpreté mal el significado de sus miradas. Pero mi corazón no escuchaba aquellos razonamientos y permanecía dolorosamente aterido, hasta que el olvido por fin se compadecía de él y, acudiendo en su auxilio, lo confortaba con su cálido manto.

Tal vez por sentirme tan confundido fue por lo que, en aquel preciso momento, me levanté de la mesa para entregarle a Irma el regalo que tenía previsto darle más tarde, en la intimidad de nuestra alcoba. Pero digo mal, pues mientras esto escribo, y desde la lejanía del tiempo, he descubierto que en realidad aquel gesto no fue improvisado y producto de mi confusión, ya que lo suyo habría sido entregárselo antes, para que pudiese lucirlo en la fiesta, sino algo inconscientemente premeditado (y perdóname el cinismo de esta aparente contradicción), que con toda seguridad buscaba la humillación de mi primo, a quien consideraba un serio competidor por el amor de Irma desde hacía tiempo. Y confieso que tal exhibición me compensó, aunque fuera momentáneamente, del daño que había sufrido al sentir clavadas aquellas inquietantes miradas. El júbilo de Irma me alivió tanto como me gratificó la envidia que rebosaban los ojos de mi primo, cuando saqué de su estuche la carísima gargantilla de diamantes y esmeraldas. Mientras se la ponía alrededor del cuello, la mayoría de los presentes expresaron su admiración de diferente manera, sobresaliendo como siempre la de Fulgencio, quien alzó la voz para exclamar:

—¡Es tan mágica como el collar de Harmonía! Aunque empresa difícil, ensalza aún más la belleza de su portadora.

Los Raspa llegaron poco antes de que diéramos por concluida la comida y, colocándose en una esquina del salón, comenzaron a hacer sonar sus guitarras, sus palmas y sus voces. Con Migueli vinieron dos hombres y tres mujeres, todos ellos jóvenes y parientes suyos, los cuales danzaron y cantaron con la sandunga típica de los calés, animando a los concurrentes para que les acompañasen en sus bailes. El primero en aceptar tal invitación fue Ramón, quien realmente sorprendió a todos por la desenvoltura con que bailaba las rumbas. Después se decidió a imitarle Fulgencio, aunque con bastante menos éxito, y a continuación lo hicieron Miguel Ángel e Irma. Los demás nos resistimos a levantarnos de nuestras sillas, hasta que Marina consiguió el consentimiento de su madre para danzar con Migueli.

—Mueve los pinreles, mi niña. Déjate llevar por ellos —le decía a una Marina cada vez más desinhibida y jaleada por los presentes.

Irma se me acercó entonces para que bailara con ella, pero me negué a hacerlo con la mejor de mis sonrisas. Insistió, y yo volví a rechazar su invitación, suplicándole con la mirada que desistiera y no me pusiera en evidencia ante los demás. Pero en ese momento llegó Ramón y, cogiéndome del brazo, pretendió levantarme de la silla, mientras decía, riendo:

—¡Venga, Vicente, no seas muermo! ¡Baila con ella!

Casi todos corearon las risas de mi primo y me animaron para que bailase, pero me zafé de su brazo con un gesto brusco, convencido de que lo único que buscaba era burlarse de mí.

—Ya he dicho que no quiero. Déjame, por favor.

Aunque intenté que mis palabras no sonaran con dureza, brotaron de mi boca con afiladas aristas, siendo escuchadas por todos con total nitidez debido al momentáneo silencio de guitarras y palmas. Ramón se encogió de hombros y se alejó de mí, pero Irma quiso quitarle hierro a la escena, explicando en tono de broma:

—Ustedes sabrán disculpar a Vicente. Ya saben que tiene una pierna un poco chueca, aunque eso no le impide moverse como debe… cuando quiere.

La mayoría rió la pretendida gracia de Irma, pero por sus miradas comprendí que aquellas palabras fueron recibidas con desagrado por Ferrán y Fulgencio. Por mi parte, hice todo lo posible por disimular mi indignación, pues me pareció que ella había tratado de herirme deliberadamente. Por eso agradecí que se renovaran la música y los cánticos, atrayendo de nuevo la atención de los presentes.

Entonces, procurando pasar desapercibido, salí del salón y de la casa para sentarme en un banco del patio. Y allí permanecí a solas con mi resentimiento, que me impedía disfrutar del penetrante aroma que combinaban los narcisos y los tulipanes, las rosas y los ciclámenes, hasta que poco después vino a buscarme Ferrán.

—¡Qué cambiado está todo y qué familiar me resulta a la vez! —me dijo sin dejar de contemplar cuanto nos rodeaba y en tanto se sentaba a mi lado. Y como me limité a asentir con la cabeza, agregó—: Tienes una mujer muy linda. ¿Cuándo os casasteis?

Sospechaba que él se barruntaba la verdad, que no había habido boda, por eso le contesté con sinceridad, explicándole la historia de nuestra relación, si bien me callé su anterior dedicación a la prostitución.

—¿Y dices que el marido todavía vive?

—Sí.

—Ahora comprendo su reacción cuando me ofrecí para hacer cualquier recado que ella quisiera pedirme, a mi vuelta a México. La noté incómoda.

—Es natural —y queriendo cambiar de asunto, añadí—: También yo he notado que tu esposa no se encuentra muy a gusto. Está como triste o disgustada. Espero que no sea por nuestra culpa.

—En absoluto. Vuestra hospitalidad ha sido ejemplar… Pero sí, tienes razón, está triste…

Su mirada flotaba, indecisa, rehuyendo la mía, así que opté por la pregunta directa e indiscreta:

—¿Por qué?

—Porque me estoy muriendo.

Aquella respuesta tan franca y contundente no me sorprendió, quizás porque la había intuido desde el primer momento.

—Y ese es el motivo real de este viaje. Has venido a despedirte, ¿no?

—Sí. Cuando me diagnosticaron el cáncer, una de las primeras cosas que me planteé fue la de venir, pero el tiempo pasaba y no era capaz de decidirme y de convencer a Berta. Las pruebas médicas, los papeleos para dejar todo en orden… Pero ya estoy acá. Por fin he venido, aunque sea sólo por unos días. Deseaba de veras volver a ver esta tierra y verte a ti, antes de… de que todo se termine.

—¿Seguro que es incurable?

—Seguro. Me está comiendo lenta pero irremediablemente.

—¿Y es doloroso?

—De momento lo puedo soportar —me respondió encogiendo el labio inferior—. Cuando no pueda aguantarlo, espero encontrar el medio de atajarlo definitivamente.

De pronto, sentí un pujo irrefrenable que me impulsó a abrazarme a él.

—Siento mucho no haberte tenido a mi lado en estos años. Te he echado mucho de menos —le dije en voz baja. Cuando nos separamos, sus ojos estaban tan llorosos como los míos.

—¿Aunque te haya decepcionado? —Asentí con la cabeza, sin saber qué decir de palabra, por lo que él infirió—: Tal vez hubiera sido mejor no volver a vernos. Así tú siempre me habrías recordado como era antes de irme.

Y aunque sabía que debía contradecirle, no lo hice.

Ferrán, su esposa y su hija se marcharon de la finca antes de que anocheciera. La despedida fue corta y algo fría, pues ambos, Ferrán y yo, sentíamos que ya nos habíamos dicho todo cuanto cabía decirse, pero la última mirada que me dirigió mientras se metía en el taxi que había hecho venir desde Alcoy, se me quedó plasmada en el alma. Fue una mirada cariñosa, pero en la que predominaba el miedo. Miedo a que no le perdonase nunca el modo como había irrumpido en mi vida, para quebrar uno de los pocos ideales que todavía me quedaban intactos. Pero la verdad es que sí que llegué a perdonarle, aunque él jamás lo supo. Fue un año más tarde, tras recibir una escueta carta de Berta, en la que me informaba de la muerte de su marido. Le perdoné, sí, aunque hubiese preferido en verdad no haberle vuelto a ver tan cambiado, tan penosamente cambiado.

Pero la fiesta todavía continuó hasta la media noche, a pesar de que los Raspa se retiraron antes de que Virtudes y el señor Marín sirvieran la cena. Los discos de la sinfonola sustituyeron a la música flamenca e Irma disfrutó aún más bailando aquellas canciones modernas o coreando las rancheras típicas de su tierra. Ramón, Fulgencio y Miguel Ángel la acompañaron durante un rato más, si bien los dos últimos se rindieron enseguida por culpa de su mayor corpulencia. Deseando que aquello finalizase, volví a salir de la casa para pasear por el jardín. Hacía algo de relente, pero el frescor se soportaba bien con ayuda de una rebeca.

—¡Hace una noche magnífica! —exclamó Fulgencio, que me había seguido por el camino que flanqueaba la balaustrada—. Es en estas noches de luna nueva cuando Nicte despliega toda su hermosura —y al mismo tiempo que alzábamos la mirada hacia la cúpula celeste, donde brillaban multitud de estrellas, prosiguió—: A diferencia del día, la noche es sincera. La mayoría de la gente cree que el día muestra la realidad que nos rodea, mientras que la noche nos la oculta, pero están equivocados. Por el día, dicen, podemos ver la forma, el tamaño y el color de las cosas, pero no reparan en el engaño que ello encierra. La forma y el tamaño dependen de la perspectiva y de la distancia desde la que se miran, respectivamente; y en cuanto a los colores, ¡ah, los colores!, siempre son lo contrario de lo que parecen. Porque, cuando vemos un objeto rojo, en realidad nuestros ojos están captando justamente el único color de que carece ese objeto. La rosa roja, por así decirlo, poseé todos los colores que le proporciona la luz solar, excepto el rojo, que lo despide y refleja. Y el producto de ese reflejo es precisamente lo que nosotros apreciamos. Por eso la vemos roja, cuando en realidad tiene todos los colores menos ése. ¿Me entiendes?

—Eso es algo que conoce cualquier pintor principiante o estudiante de Física; pero sí, reconozco que es poco conocido por la mayoría de las personas —dije.

—Y aún es mayor la cantidad de gente que se equivoca en cuanto a la sinceridad del día y de la noche. La verdad, la auténtica y única verdad, es que el peplo del día es claro y opaco, mientras que el de la noche es oscura y transparente. Y, si no, fíjate bien: la claridad del sol te impide ver durante el día lo que hay en el cielo; en cambio la oscuridad de la noche te permite apreciar lo que realmente sucede allí arriba. Así que, en contra de la creencia general, la noche es sincera, en tanto que el día es engañoso.

—Como engañosa es la felicidad —suspiré.

Fulgencio sonrió.

—No creo que puedas quejarte —me dijo—. Te confieso que nunca creí que llegaras a tener tanta suerte, aunque de veras que me alegro de que lo hayas conseguido. Me refiero a que por fin pudieras traerte contigo a Irma.

—También yo creí muchas veces que iba a ser imposible. Pero luché por ello. Y pagué caro por conseguirlo —dije, pensando en los sinsabores que hube de padecer a causa de las dudas y los celos, más que en el dinero que le di a Donati por la libertad de Irma.

—Y la fortuna que tuviste de que Paco fuera encarcelado precisamente entonces… Porque no creo que la hubiese dejado marchar con facilidad.

Supuse que él desconocía el desembolso que hube de hacer, de manera que me limité a comentar:

—Bueno, tengo entendido que le detuvieron poco después de que nos viniésemos Irma y yo.

—No. ¡Qué va! Le detuvieron justo un par de días antes. ¿No te acuerdas? ¡Menuda suerte tuviste! Alguien le delató, explicándole a la Policía detalles muy concretos de sus actividades delictivas.

—Pero eso sucedió después de que Irma y yo nos viniésemos —repetí.

—¡Que no, hombre, que no! Hace ya unos años de eso, pero recuerdo muy bien que Miguel Ángel me contó lo de la detención cuando tú todavía estabas en Madrid. Estoy segurísimo.

Antes de entrar de nuevo en la casa junto con Fulgencio, ya tenía decidido aclarar esa misma noche aquella cuestión con Irma y Ramón, aprovechando que éste iba a quedarse a dormir en la casita de huéspedes, pero al final acaeció algo que me perturbó de tal manera, que lo olvidé por completo. Ese algo empezó a suceder inmediatamente después de que Miguel Ángel y Fulgencio partieran hacia Alicante, ya que ambos se empeñaron en irse esa misma noche, a pesar de mi insistencia para que se quedaran a dormir en el mas. El señor Marín salió a mi encuentro cuando entraba en la casa tras despedirles, para avisarme del brusco empeoramiento de la Castellana.

El médico acudió con prontitud a nuestra llamada y, tras reconocerla, me confirmó la inminencia de un trágico e inevitable desenlace. En vano le aseguré que estaba dispuesto a llevarla yo mismo al hospital de Alcoy para que fuese operada y correr con todos los gastos que fueran necesarios.

—No hay nada que hacer. Es muy mayor y tiene el corazón completamente destrozado. No aguantaría una operación.

—¿Entonces? —le pregunté, resistiéndome a caer en la resignación.

—Entonces, sólo cabe esperar.

Y, a mi pesar, no tuve más remedio que rendirme a la evidencia en cuanto vi la cara tumefacta y cianótica de la moribunda. El señor Marín y Virtudes propusieron avisar al padre Valeriano, y yo no me opuse, pues, aunque se hallaba casi todo el tiempo inconsciente, sabía que a ella le gustaría recibir la extremaunción. Pero mientras el señor Marín fue a buscar al cura, la Castellana se espabiló y, mirándonos con ojos muy abiertos y sonrisa irónica, dijo:

—Mucha gente junta, algo barrunta.

Y es que, en aquel momento, nos hallábamos efectivamente alrededor de su cama todos cuantos estábamos en la finca: Virtudes, Joanet, Irma, Ramón, el médico y yo. Comprendiendo que la estábamos asustando, les pedí a los demás que salieran de la habitación, pero aún no había salido el último cuando entró en ella el padre Valeriano, portando el viático.

—¡Huy, don Bernardo, ¿qué hace usted aquí?! —exclamó la Castellana en cuanto vio al sacerdote, confundiéndolo con el anterior párroco de Castalla—. No está bien que entre en mi dormitorio. Vicente, hijo mío, no me dejes sola con don Bernardo que el hábito no hace al monje y éste es más hombre que muchos. Y si no, que se lo pregunten a Vicenta.

A pesar del dramatismo de la situación y de la pena que sentía en mi corazón, a duras penas pude reprimir una sonrisa, pues aquellas palabras delirantes de la Castellana me hicieron gracia. Una gracia que, por lo visto, no encontró el padre Valeriano, quien celebró la ceremonia con una seriedad absoluta y sin dirigirle siquiera una palabra amable a la enferma. La Castallana siguió esta ceremonia con los ojos entreabiertos, hasta que las fuerzas le flaquearon y, cerrando los párpados, se quedó de nuevo dormida.

Tras acabar el sacramento, el sacerdote se volvió al pueblo en compañía del médico y yo me quedé a solas con la Castellana, ya que convencí a todos para que se retirasen a descansar. Durante un rato, quizá un par de horas, permanecí sentado junto al cabezal de la cama, mirando a aquella agónica mujer a la que tanto quería y recordando muchos de los mejores momentos que había vivido con ella. Merced a la lámpara que había encendida sobre la mesita de noche, se apreciaba su rostro azulado, con la frente medio oculta por una vedeja canosa y revuelta. Rememoré sus regañinas cuando era niño, sus alegres cánticos mientras cocinaba, el entusiasmo con que realizaba las tareas domésticas más rutinarias, su facilidad para pronunciar el refrán oportuno en cada situación y momento, el cariño que siempre me demostró cuidándome… y los ojos se me empañaron.

Ya amaneciendo, cuando la claridad dorada del alba empezaba a colarse por la ventana, la Castellana abrió los ojos y, mirándome con ojos lúcidos, sonrió.

—Ay, Vicente, hijo mío, esto se está acabando. Espero que el Señor se apiade de mí y me lleve con Él enseguida. Que estoy muy cansada y no tengo fuerzas para seguir luchando y sufriendo.

—No digas eso, Adela. Ya verás como te pondrás bien muy pronto.

Su mirada se enterneció y su sonrisa se amplió brevemente.

—Eres un buen chico —y volviendo costosamente la cabeza para ver el pequeño horizonte que se divisaba por el hueco de la ventana, murmuró—: ¡Qué amanecer tan bonito! Aurora rubia, o viento o lluvia —y sus ojos, tremendamente fatigados, volvieron a cerrarse.

Los míos también debieron de hacerlo poco después, ya que me quedé dormido durante unos pocos minutos. Pero en ese rato, además de empezar a sentirse el fuerte viento que sopló durante todo aquel día, acaeció lo que tanto temíamos y esperábamos, pues, al entrar en la alcoba para sustituirme, Virtudes descubrió que la Castellana ya estaba muerta. Según comprobé al despertarme, tenía los ojos cerrados y su cuerpo se hallaba en la misma postura con la que se durmió la última vez, por lo que deduje que la muerte debió sorprenderla mientras dormía; sólo sus dedos engarabitados reflejaban la reacción de un cuerpo ante el postrer ataque que sufrió su corazón y que acabó con su vida.

El padre Valeriano no aceptó mi propuesta de oficiar el sepelio de la Castellana en la capilla de la finca, por lo que hubo de celebrarse en la iglesia del pueblo, lo cual facilitó que muchos castallenses acudieran a darle su último adiós. De los conocidos, sólo eché en falta a doña Isabel, quien, según me dijo Virtudes, se hallaba en la cama aquejada de una larga y grave enfermedad. Ximo vino expresamente desde Madrid para asistir al funeral.

Después de mí, de tu padre y de Joanet, quien más sintió la desaparición de la Castellana fue el señor Marín. A lo largo de aquellos últimos años, ambos se habían respetado y ponderado mutuamente como excelentes personas y compañeros. Ella había alabado muchas veces la discreción y diligencia del mayordomo, y éste siempre había demostrado su admiración por la fidelidad y coraje de la anciana criada. Quizá por eso, por hallarse mucho más solo y desprotegido ante Irma desde el fallecimiento de la Castellana, fue por lo que el señor Marín decidió jubilarse, yéndose de la finca aquel verano de 1972. Al despedirse, prometió telefonearme de cuando en cuando, y así lo hizo en tres o cuatro ocasiones. La última vez que me llamó fue desde un hogar para pensionistas de Madrid, pero del que no llegó a darme el número de teléfono, y aunque a lo largo de cierto tiempo pensé varias veces en averiguar qué había sido de él, lo cierto es que nunca lo hice.

XXIV

A pesar de no estar ya la Castellana ni el señor Marín, el carácter de Irma siguió agriándose. Un lustro después de su llegada a Castalla, su espontaneidad y jovialidad habían desaparecido por completo, ya casi nunca sonreía y sus miradas hieráticas se habían hecho francamente hostiles. Ella achacó aquel estado suyo a cierto destanteo, cierta confusión, que decía padecer, sin saber señalar muy bien sus causas.

—Sé que estoy comportándome como una protestona que no hace más que repelar por todo, pero no lo puedo remediar. Y eso me duele porque tú te portas bien. Hasta has menudeado tus detalles y atenciones hacia mí, y ameritas que yo te responda de la misma manera, pero no me sale… no puedo. Y lo peor es que no sé por qué…

Y yo no la apremiaba para que se aclarase, para que me explicara cuales eran los verdaderos motivos por los que se hallaba tan nerviosa y me trataba con tanta indiferencia. Pensaba que sería mucho mejor no agobiarla, respetando pacientemente sus largos silencios, aunque mi mente entretanto se martirizase especulando sobre tales motivos. Muchas veces, al mirarme en un espejo, creía dar con la razón principal de aquel enfriamiento en nuestras relaciones: en los últimos cinco años, mi cuerpo había envejecido notablemente. Nunca había sido un adonis, pero ya había entrado en la andropausia y las señales de mi declive físico empezaban a manifestarse con claridad. La Castellana solía decir acertadamente que, a partir de cierta edad, quien no se ajamona, se amojama. Y en mi caso sucedía esto último, pues mi cuerpo, siempre delgado, parecía resecarse entre el esqueleto y la piel. Además, la canicie de mi pelo y las arrugas de mi epidermis se habían unido a mi cojera y a la sempiterna mediocridad de mis rasgos faciales, convirtiéndome en un hombre ya demasiado maduro para compartir la vida con una mujer que tenía casi la mitad de años que yo. Tal vez, me dije una de aquellas veces, no estaba sabiendo darle a Irma todo el amor que necesitaba, y eso podía acarrear que, como la Alma de Mahler, acabase por buscar ese amor en otros hombres. Al fin y al cabo, Irma era tan joven como Alma Schindler cuando ésta se casó, y nuestra diferencia de edad era aún mayor que la existente entre el compositor y su esposa. De ahí que, pretendiendo conjurar ese peligro, aquella misma noche me acercase a Irma con intención de demostrarle que todavía era capaz de amarla como cualquier hombre.

La encontré en el porche, con los brazos apoyados en la barandilla de hierro y contemplando el enjambre de lucecitas blancas y amarillas que alumbraban el pueblo. Hacía ya un rato que los pétalos de las caléndulas se habían cerrado, al mismo tiempo que las corolas de las bellas de noche se abrieron, atrayendo con su delicioso perfume a las mariposas nocturnas. Pese a estar ya en octubre, todavía duraba el intenso calor del verano, por lo que llevaba puesto un simple huipil, una camisa sin mangas y de vistosos bordados que realzaba aún más el color cobrizo de su piel. Acercándome a ella por detrás, apoyé mis manos sobre sus hombros con intención de susurrarle al oído: «¡Qué linda luces con esta blusa!», pero el respingo que dio de improviso me sobresaltó a mí también. Era verdad que llevaba un par de días más nerviosa de lo habitual, debido, según me dijo, a los rumores que últimamente habían arreciado sobre El Lute, los cuales aseguraban que había sido visto por el Catí y las inmediaciones de Castalla, pero no por ello dejó de sorprenderme su reacción.

—¡Déjate de huevonadas! ¡Casi me matas del susto!

—Perdona —me disculpé, separando las manos de ella, aturdido por la manera como me había chillado.

—Oh, está bien. Siento haberte gritado, pero es que me has asustado. Ya sé que probablemente no sea más que un rumor lo de ese Lute, pero ¿qué quieres?, soy una correlona. Debe de ser un hombre muy peligroso, dicen que ha conseguido gabanearse varias veces cuando lo tenían preso, y cada vez que pienso que puede andar merodeando tan cerca… —me explicó, excusándose por tan desagradable reacción.

—Tranquila, no pasa nada —le dije mientras volvía a acercarme a ella, para acariciarle la mejilla con el dorso de mi mano—. ¿Qué tal si nos retiramos ya a nuestra alcoba? Echo de menos aquellos tiempos en que prodigabas tus papachos y que hacíamos el amor cada noche…

—¡No me acosijes, por favor! —se quejó, retirándome la mano de su cara y raleando por primera vez lo que verdaderamente había en su corazón—. ¡Basta ya de chingar otra vez con lo mismo! No quiero coger. ¿Entiendes lo que te digo? No me apetece. —En tanto pronunciaba esas palabras, sus ojos se clavaron en los míos con tanta fuerza, tan fijamente, que el natural estrabismo que aparecía cuando me miraba de frente se corrigió esta vez de forma espontánea. Pero antes de alejarse de mí, apiadándose seguramente de pánico que reflejaba mi mirada, añadió—: Estoy demasiado alterada para explicarte lo que de verdad siento. Mañana hablaremos con más calma.

Si bien durante el resto de aquella noche mi corazón ya palpitó levemente encogido a causa de los negros presentimientos que me impidieron conciliar el sueño, no por ello dejé de sorprenderme cuando, a la mañana siguiente, la realidad se presentó ante mí de forma brutal. Pues resultó que Irma me expuso con firmeza su decisión de marcharse de la finca ese mismo día para vivir sola, al menos durante una temporada:

—Necesito reflexionar y creo que será bueno para los dos que nos separemos por un tiempo.

En vano intenté disuadirla, pues mis súplicas no sirvieron de nada.

—No hagas que me arrepienta de no haberme ido en secreto —me recriminó con dureza al ver cómo las lágrimas corrían desoladas por mis mejillas—. Compórtate como un hombre, por favor. Y acuérdate de aquello tan lindo que me dijiste sobre mi libertad y lo comprensivo que te mostrarías si decidía no vivir contigo —pero de nuevo dejó traslucir algo de compasión, cuando agregó—: Además, esto no tiene por qué ser definitivo. No más te pido que me dejes sola durante cierto tiempo. Quizás dentro de unas semanas… Pero, mientras tanto, te ruego que respetes mi deseo de estar sola. No me busques. No quieras verme. Yo te llamaré.

Y no conforme con mi dolorosa aceptación, después de meter en el maletero del cabriolé las dos maletas que había preparado, me hizo prometerle que no intentaría seguirla.

—Por lo menos, llámame pronto para saber que estás bien —le imploré. Y ella me aseguró que así lo haría, al mismo tiempo que me daba un beso de despedida. Luego se metió en el coche, lo arrancó, y desapareció por el camino de tierra que llevaba al exterior de la finca levantando una gran polvareda.

 

Compartir
Dejar un comentario

Curiosidario