octubre 4, 2023

17º Entrega: Enigma Resuelto

Enigma resuelto | 1996 | 16 | Sandra separó la vista del libro para mirar a su hija. Carmen seguía durmiendo, pero tenía un sueño inquieto y se movía muy a menudo. Podía ser por culpa de una pesadilla, pensó, pero también podía deberse a la claridad que desprendía la lámpara, así que se levantó de la cama y, tras ponerse la bata y las zapatillas, apagó la luz y salió de la alcoba.

Tenía mucho interés en acabar de leer el manuscrito de su tío, pero no quería molestar a su hija, por lo que decidió ir al despacho. Allí podría seguir leyendo tranquilamente.

Mientras abría la puerta del estudi y encendía la luz, pensó en lo bien que le sentaría una taza de café caliente, pero rápidamente rechazó la idea: para preparársela tendría que ir hasta la casa de invitados, y no le apetecía salir al exterior. Conectó la estufa eléctrica y se acercó a la ventana: los cristales estaban empañados, pero se veían caer los copos de nieve sobre el alféizar, disolviéndose antes de que les diera tiempo a cuajar. Miró su reloj: eran las doce menos veinte. Podría bajar a la biblioteca, se dijo. Allí podría tomarse una copa de licor y además la chimenea tendría todavía los rescoldos suficientemente calientes como para avivar con rapidez el fuego. Pero eso la entretendría un rato y ella deseaba continuar leyendo cuanto antes aquel libro de actas, último de la serie, en el que estaba segura debían encontrarse las explicaciones que tanto ansiaba. De momento, le intrigaba la forma tan terrible como aquella mujer, doña Isabel, suegra de su tío, había sido asesinada. Un asesinato del que ella nunca antes había oído hablar.

17

Cuando faltaba un cuarto de hora para que empezara el jueves, el médico forense entró en el bar de Ibi en el que le esperaban Javier Mínguez y su compañero. Plegó el paraguas en el que se habían estrellado multitud de copos de nieve y se sentó junto a los guardias civiles, alrededor de una mesa rectangular sobre la que todavía estaban los restos de dos cenas.

—Está nevando —dijo el médico a modo de saludo.

—Sí. Ha empezado hace unos minutos —comentó el sargento—. ¿Quiere tomar algo?

—Un carajillo bien cargado.

Mientras el sargento trasladaba la petición del médico al camarero, Javier formuló la pregunta que estaba deseando pronunciar desde hacía unas cuantas horas:

—Y bien, ¿qué novedades tenemos?

El médico carraspeó e hizo con los labios un mohín que Javier no supo interpretar: igual podía ser un gesto de disculpa como un signo de complacencia.

—La identificación no va a ser fácil, pero por lo menos con éstos he contado con mejor material. Estaban mejor conservados que el que fue encontrado la semana pasada. Y eso que debieron de ser encerrados en ese pozo por la misma época.

—¿Hace veinte años? —quiso puntualizar Javier.

—Más o menos.

El médico se bebió medio vasito de café con brandy, antes de proseguir:

—Definitivamente se trata de un hombre y de una mujer. Calculo que él debía de tener alrededor de los sesenta años; ella era bastante más joven: entre treinta y treinta y cinco. Él rubio; ella morena. Ambos presentan brechas en la piel y heridas contusas en el esqueleto craneal, pero en el caso de él hay una fractura que bien pudo causarle la muerte, aunque no puedo asegurarlo. Ella fue inmovilizada con una cadena y ninguna de sus heridas parece que fueran mortales, por lo que deduzco que murió de inanición. A él en cambio no hizo falta inmovilizarle, pues le fracturaron ambas rodillas; la soga que tenía a su alrededor probablemente sólo sirvió para descolgarle hasta el fondo del pozo. Por alguna razón, no quisieron dejarlo caer. Quizá porque quisieron que muriese lentamente allá abajo.

—¡Jesús! —exclamó el sargento en voz baja—. ¡Cuánta crueldad!

Javier no dijo nada. Su mente se hallaba demasiado absorta en una idea que cada vez tomaba más visos de corazonada.

En ese preciso momento, a unos siete kilómetros de allí, Sandra notaba que, según avanzaba en la lectura del tercer libro de actas, ese mismo presentimiento se convertía en certeza.

IX

Al cabo de unos días llegasteis vosotros. Pasasteis el mes de agosto en L’Olivar y, durante ese tiempo, mi espíritu se reconfortó gracias a la frescura y espontaneidad que derrochabais tu hermano y tú. Vuestras risas, gritos y juegos llenaron de alegría la finca y mi corazón, al mismo tiempo que vuestros padres procuraban animarme para que renovara mi interés por encontrar una nueva compañera.

—Una verdadera compañera, una mujer que te quiera y con quien puedas compartir este maravilloso mundo que te rodea —me decía Ximo con un optimismo contagioso, si bien yo me hallaba ya demasiado desengañado de todo como para caer bajo su influjo.

—No es imprescindible estar acompañado por una mujer para encontrar la felicidad —le respondía en un tono que no pretendía ser críptico, aunque él me amonestaba arrugando el entrecejo:

—No te entiendo, Vicente. ¿Acaso vas a permitir que el recuerdo de esa mujer te amargue el resto de tu vida? Sabes muy bien que, a partir de cierta edad, la soledad es la más penosa de las compañías.

—No si es una soledad deseada —le repliqué.

—¡Por Dios, cualquiera pensaría que eres víctima de una maldición!

—¿Quién sabe? Quizá sea así.

Ambos sonreímos, si bien la mía fue una sonrisa triste, tal vez premonitoria, pues pocos días después, al recordar aquella conversación, caí en la cuenta de que, por un breve instante, pensé en la posibilidad de que esa supuesta maldición pudiera alcanzarle también a él. Y ya sabes qué fue lo que ocurrió a vuestra vuelta a Madrid. Sólo tú sobreviviste al trágico accidente que sufristeis al chocar con otro coche en la carretera. Tu padre y tu hermano murieron en el acto, y tu madre nunca despertó del coma profundo en que cayó.

Como consecuencia de todo ello, tu vida cambió radicalmente. Mientras te recuperabas de tus múltiples heridas, tanto en el hospital de Albacete al que os llevaron tras el accidente, como en la clínica madrileña a la que te trasladaron después, procuré estar a tu lado todo el tiempo posible. Recuerdo que intenté consolarte con palabras torpes y frases hechas, ya que no me pareció conveniente hablarte con sinceridad. No me atreví a revelarte entonces la verdad que hacía poco había descubierto y que me hacía ver la desaparición de tu familia como un hecho natural, inesperado pero inevitable, y a la vez tan ficticio como el resto de las experiencias que padecemos en esta vida de ilusión. Quizá lo más cercano a esa verdad que te dije fue esta frase: «La muerte nos une a todos, nos devuelve a la casa común, al todo que conforma el universo», aunque, por la forma como me miraste, comprendí que no había contribuido con ella a que te encontraras mejor.

En cuanto a mí, te confieso que a pesar de mis intentos por enfrentarme a la desaparición de mi hermano como si de algo intrascendente se tratara, la conciencia de que su ausencia era definitiva me produjo pesadumbre y dolor. Pero, a esas alturas de mi vida, aquel nuevo sufrimiento que sacudió mi muy maltrecho espíritu me condujo a un nuevo estado de extraordinaria serenidad.

Durante tu convalecencia, sólo me separé de ti cuando mi presencia era imprescindible para la tramitación de tu herencia, pues hube de intervenir en ella como fiduciario, tal y como tenía estipulado tu padre en su testamento. Y luego, por ser aún menor de edad, me convertí en tu tutor. En calidad de tal, decidí que te trasladaras a vivir conmigo a Castalla, pero una vez te recuperaste del todo, accedí a tus deseos de volver a Madrid para continuar tus estudios. Para entonces ya estábamos en un nuevo año, había procedido a la venta de la clínica de tu padre y, aunque no había hecho lo mismo con la que fuera su casa, te convencí para que no vivieras sola en ella, sino en un Colegio Mayor.

Así, pues, a partir de entonces nuestro trato fue más frecuente, si bien te encargaste de preservar tu independencia desde el principio. Te gustaba aprovechar las vacaciones para viajar, por lo que tus visitas a Castalla fueron cortas y esporádicas, pero a mí nunca se me escapó el más ligero reproche. Siempre me pareció bien que te valieras por ti misma y que vivieras según tu propio criterio.

X

La actividad que interrumpió mi atonía a causa de tan trágico accidente continuó meses después, al comienzo de 1975, con la propuesta por parte de Rafael Amorós de participar con él en la constitución de una agencia de viajes, con sede en Benidorm. Al aceptar aquella propuesta, hube de ausentarme con cierta asiduidad de Castalla en el transcurso de los primeros meses de ese año.

Pero con la llegada de la primavera reapareció una vieja conocida mía, que me convenció para que me quedara en casa durante cierto tiempo. Y es que, muchos años después de que padeciera el último ataque asmático, en abril de aquel año volví a sufrir los ahogos típicos del asma. Su reaparición coincidió con la boda de Esperanza y el Xop, quienes maridaron una mañana de domingo. Celebraron su matrimonio en su nueva casa del Cabeço del Pla, en


compañía de medio centenar de invitados, entre los que nos encontrábamos todos los habitantes de L’Olivar, y hasta bien entrada la madrugada del lunes. Un lunes en el que, a pesar mío, ambos cónyuges trabajaron como cualquier otro día laborable.

—Son jóvenes y fuertes, con ganas de vivir. Ya tendrán tiempo de descansar cuando sean viejos —me diría Virtudes mientras me llevaba la cena a mi dormitorio la noche siguiente.

—Pero si se casaron ayer —protesté.

—¡Ay, don Vicente! —se quejó ella—. Me parece que todavía no sabe qué clase de gente tiene a su servicio. ¿Acaso cree que Esperanza sería capaz de quedarse en su casa, sabiendo que usted está enfermo y que yo no puedo atender todo el trabajo? Es una mujer demasiado responsable para permitirlo.

Y realmente lo era, y lo sigue siendo. Recuerdo muy bien cómo, nueve meses más tarde, siendo una puérpera de apenas dos días, ya estaba cumpliendo con sus menesteres cotidianos.

Aquella crisis de asma fue tan virulenta que vino acompañada por fiebre, de modo que permanecí en reposo absoluto durante unos días. El médico me recetó un inhalador de salbutamol que supuso un gran alivio para mis pulmones. Tanto fue así, que desde entonces siempre he tenido a mano uno de esos chismes. Al tercer día me levanté por fin de la cama, pero aquella misma mañana recibí una noticia que casi me obligó a volver a postrarme.

Dos noches atrás, Mariano había sido asesinado en plena calle, muy cerca de su domicilio, en Alcoy. En el periódico de esa mañana aparecía una breve reseña del crimen, pero los detalles ya habían llegado a oídos de Virtudes, quien me informó en tanto me disponía a desayunar:

—Le mataron cuando estaba llegando a su casa, en un callejón oscuro. Y, por lo que dicen, le partieron el corazón clavándole un estoque por la espalda.

—¿Un estoque? —pregunté, asombrado.

—Hay quien asegura que le mataron como a un toro, con una garrocha o un verduguillo. Pero eso es lo de menos, ¿no le parece?

—Desde luego —convine, perplejo.

Naturalmente, aquella mañana no desayuné. Ni comí al mediodía, ya que la boca del estómago se me cerró por completo cuando, dejándome llevar por un barrunto, destapé a cubierto de otras miradas el regatón de mi bastón, liberando así la hoja de acero que se escondía en su interior, y que se hallaba ligeramente manchada con restos de sangre. Derrumbado en el butacón y con el rejo sobresaliendo por el extremo del báculo que apoyaba sobre mis muslos, permanecí absorto durante un buen rato, tratando de responder a las pocas pero machaconas preguntas que se apelotonaban en mi mente. ¿Había sido asesinado Mariano con mi propio bastón? Aquellas manchas de sangre me respondían afirmativamente, con una seguridad que disipaba cualquier asomo de duda. Recordaba que, a lo largo de los últimos tres días y tres noches, no había necesitado el bastón, el cual había dejado, como siempre, en el paragüero que tenía en el vestidor de mi alcoba. Por lo tanto, me dije, alguien podía haberlo cogido sin que yo me diera cuenta, para utilizarlo como arma mortífera contra Mariano, y luego devolverlo a su sitio con igual sigilo. Pero ese alguien debía de ser forzosamente una de las pocas personas que habían tenido acceso a mi dormitorio. Según mi memoria, sólo Virtudes y el médico habían entrado en mis aposentos privados en ese tiempo, y éste último únicamente lo había hecho una vez, precisamente la noche anterior a que mataran a mi antiguoadministrador. Así que sólo quedaba Virtudes, quien sí estuvo entrando y saliendo de allí en repetidas ocasiones. Pero en verdad me resultaba imposible imaginármela asesinando a Mariano con mi báculo. Además, estaba seguro de que ella ni siquiera sabía del arma que se escondía en su interior. Y, a mayor abundamiento, recordaba perfectamente cómo la noche en que decían que se había perpetrado el crimen, ella había estado visitando mi alcoba con frecuencia, de manera que no pudo haber salido de la finca y mucho menos ir a Alcoy para matar a Mariano, y volver.

En vista de aquello, mis sospechas se desviaron hacia otra persona: Joanet, pensé, también podía haber entrado en mi dormitorio mientras yo dormía, para coger el bastón. Incluso era posible que convenciera a Virtudes para que se lo diera ella. Entonces se trataría de una confabulación, cuyo propósito sería vengarse en mi nombre de la traición que había sufrido por parte de Mariano. Como ocurriera con doña Isabel, al conocer mis deseos pero sabiendo que yo era incapaz de realizar mis planes, Joanet se habría convertido voluntariamente en mi brazo ejecutor.

Aquel río de conjeturas desembocó en un gran lago de duda en el que, por un instante, pareció fueran a disolverse. ¿No me estaría dejando llevar por suposiciones demasiado fantásticas? ¿No sería que el estoque de mi bastón estaba manchado de cualquier otra sustancia, en vez de sangre?, y aunque así fuera, ¿cómo podía estar seguro de que eran restos de la sangre de Mariano? Mi razón navegó por las mansas aguas de este lago de duda, hasta que de improviso fue arrastrada por una corriente impetuosa que la hizo caer por una cascada abismal: ¿Y cómo se explica que tanto doña Isabel como Mariano hayan sido asesinados según tenía yo planeado, si no es porque alguien que conocía mis planes los ejecutó, cumpliéndose casi al pie de la letra? ¿Y quién podía ser ese alguien si no Joanet, con o sin ayuda de Virtudes? De nuevo deduje que la forma más segura de dilucidar aquel misterio era planteándole directamente al masero mis sospechas. Y decidí hacerlo de manera inmediata, para no dejar enfriar mi mente, y mi valor. Tras limpiar el estoque y esconderlo dentro del báculo, salí de la biblioteca apoyándome en él. Me dirigí hasta la cocina, donde se hallaban Virtudes y Esperanza, para pedirles que avisaran a Joanet y luego salí de la casa para esperarle paseando por el jardín.

Joanet me alcanzó cuando me encontraba cerca del cenador, admirando la magnífica panorámica que se otea desde allí. A semejanza de un bajel cruzando las aguas marinas, un borreguillo blanco y esponjoso que flotaba por el cielo azul se dirigía diligentemente al encuentro de otra nube más gris y pesada que, como un gran buque anclado en el puerto, se hallaba coronando la sierra de Penya-Rotja. Aquella nubecilla era impulsada por el mismo terral que hacía mecerse los cereales y las copas de los árboles, que hacía correr los matojos sueltos y las zarzas desarraigadas como pelotas de espino, que resoplaba con un agudo pitido al filtrarse por el enrejado del cenador y los ramajes de la arboleda, que hacía revocar el humo de las chimeneas del mas, y que hacía sentir en mi rostro un frío tan seco, que los labios se me agrietaron como si hubieran sido rozados por cuchillas de helado acero.

El masero se plantó delante de mí y sus pobladas cejas se arquearon al mirarme interrogativamente. Sin preámbulo, sin mediar siquiera un saludo, le espeté con decisión:

—¿Mataste a doña Isabel y a Mariano?

Nietzsche dejó escrito que «con bastante frecuencia el criminal no está a la altura de su acto: lo empequeñece y calumnia», pero yo estaba seguro de que, si Joanet era en verdad el autor de aquellos asesinatos, no se traicionaría a sí mismo arrepintiéndose de ellos o intentando engañarme. Sus ojos negros así me lo confirmaron al sostenerme la mirada con firmeza, aunque sus labios pronunciaron una respuesta que me turbó momentáneamente:

—¿Cómo era aquello que solía decir la Castellana? Ah, sí: A quien dices tu secreto, das tu libertad y estás sujeto.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso no confías en mí?

—Tanto como tú confías en mí —me replicó con resolución.

—¿Vas entonces a contestarme?

—¿De verdad hace falta que te conteste?

Ni en su voz ni en su mirada había el menor asomo de turbación.

—¿Por qué lo hiciste? —Joanet hizo un ligero mohín con los labios—: ¿Por mí? —insistí; pero él me respondió encogiéndose de hombros—. ¿Me crees incapaz de vengarme personalmente? —Aquellas palabras sonaron como una afirmación, y así lo debió de entender el masero, pues su boca se limitó a mostrarme una sonrisa comprensiva—. Sí, supongo que tienes razón. No soy más que un cobarde, un pusilánime. Siempre lo he sido y siempre lo seré —dije bajando la mirada en señal de vergüenza. También él desvió la suya por un momento, quizá porque igualmente se avergonzaba de mí—. Pero no te preocupes, no voy a delatarte. A fin de cuentas, has hecho lo que yo anhelaba con todas mis fuerzas, aunque no tuviera valor para llevarlo a efecto.

—No estoy preocupado, Vicent.

Levanté la mirada y me encontré frente a unos ojos negros y brillantes que me hablaban de un sincero compromiso de complicidad, un compromiso refrendado por una cálida sonrisa que influyó en mi ánimo como el mejor de los bálsamos.

Nunca más volvimos a hablar Joanet y yo de aquel asunto. Ni por un momento consideré la posibilidad de delatarle, pues me sabía tan culpable como él de las muertes de doña Isabel y de Mariano; muertes violentas que, por otra parte, valoraba como justas. Y si bien no pude impedir que mi mente pensara a menudo en tales hechos, la frecuencia con que esos pensamientos me asaltaban fue haciéndose cada vez menor, hasta que al cabo de unos meses ya sólo quedó un vago recuerdo de todo aquello en la parte más recóndita de mi memoria.

XI

Transcurrió el año 1975, con sus convulsiones políticas y la muerte del dictador, aunque para mí fue ciertamente un año tranquilo, pues apenas si sucedió hecho alguno que trastornara mi plácida vida en L’Olivar.

Tú viniste por fin a pasar unos días conmigo por Navidad y todavía hoy recuerdo con cariño los ratos tan entrañables que pasamos juntos. Por primera vez no te vi como aquella niña vivaracha que tanto me recordaba a Sole, sino como una mujer inteligente y de excelente humor, con la que me resultaba fácil charlar y pasear, bromear y reír, pero también, pese a tu juventud, conversar sobre temas enjundiosos y de mayor trascendencia; por tu parte, descubriste la seguridad que yo te ofrecía, sin que ello supusiera una amenaza para tu preciada independencia, al mismo tiempo que, según creo, aprendiste a quererme.

El año 1976 me reservaba dos sorpresas, ambas en el mes de septiembre. La primera sorpresa se presentó en L’Olivar pocos días después, encarnada en una figura siniestra y cubierta por un viejo anorak de color amarillo que la resguardaba de la lluvia que empezó a caer tras el ocaso.

Xema había salido de la cárcel alicantina aquella misma mañana, beneficiado según creo recordar por una amnistía general que había aprobado el Gobierno, y de inmediato se había dirigido a Castalla en autobús. Ya de noche, pese al tiempo proceloso, arribó a la finca caminando y con intención de entrevistarse conmigo.

Aquella noche me encontraba solo en el mas. Virtudes había aprovechado su descanso semanal para visitar a unos parientes suyos en Villena; Esperanza y el Xop se había recogido ya en su casa, y lo mismo suponía que había hecho Joanet. Cuando le abrí el portón, Xema entró en el zaguán completamente empapado y con su ropa pingando. Al desprenderse del gorro de plástico que llevaba puesto, su cabello ralo y rubio apareció aplastado a causa de la suciedad y la humedad, aunque una especie de cresta seca y fosca se levantaba rebelde en el centro de su cabeza cual carúncula de un gallo de pelea. Y en verdad que empezó comportándose como tal, pues, más que entrar en mi hogar, parecía que le hubieran soltado de repente en mitad de una gallera.

—¡Ya estoy aquí! ¡Mojado, como una sopa, pero ya estoy aquí! —me dijo con mirada de fastidio y mientras se desabrochaba el anorak amarillo, dejando a la vista una especie de escarcela que llevaba sujeta al cinturón.

—De haber sabido que ibas a venir, hubiera ido a buscarte al pueblo en el coche. Podías haberme telefoneado…

—Da igual. Ya está hecho.

A pesar de que sus ropas goteaban constantemente, le hice pasar al salón. En tanto él se dejaba caer en uno de los sillones, yo me acerqué al mueble donde guardaba los licores.

—¿Te apetece tomar algo?

—Coñac —me respondió con sequedad y sin dejar de observar cuanto le rodeaba. Lejos de relajarse, se hallaba cada vez más tenso. Al llevarle la copa, sus ojos me arrojaron una mirada arrogante, a la vez que inquieta, nerviosa. Pese a estar sentado, seguía en guardia, como un gallo en reñidero nuevo.

—¿Qué deseas?

Xema arrugó el entrecejo.

—No te entiendo —me dijo antes de beber casi todo el brandy de un trago.

—¿A qué has venido? —volví a preguntarle. Esta vez su mirada se dibujó sarcástica.

—¿A qué voy a venir? A escuchar lo que me tienes que contar sobre la muerte de mi madre.

Sus ojos bailaban divertidos delante de los míos y, en tanto él apuraba la copa, yo levanté instintivamente mi bastón para asirlo con ambas manos y en postura horizontal, si bien supe disimular aquel gesto defensivo sentándome en el sofá que había frente a Xema.

—¿Y qué es lo que yo puedo contarte de tu madre, que no te hayan explicado ya? —le inquirí colocando el cayado sobre mis muslos.

—¿A qué estás jugando? —me espetó despegando su espalda del sillón y provocando con el ceño que varias arrugas verticales surcaran su frente, paralelas a la cicatriz que partía una de sus cejas.

—Ahora soy yo el que no comprende —reconocí confundido y llevando la mano izquierda hasta el extremo del bastón. Xema me miró con ojos furibundos durante unos tensos segundos, pero yo le sostuve la mirada con resolución, hasta que por fin decidió romper el silencio.

—Hace unos meses, un gitano se me acercó en el patio del trullo para darme tu mensaje. «Me han encargado que te diga que, cuando salgas de aquí, si quieres saber quién mató a tu vieja, que vayas a El Olivar». Eso me dijo aquel calé que, por otra parte, no sabía siquiera en donde estaba El Olivar. Sencillamente, se ocupó de darme un recado al pie de la letra y a cambio de algo de parné. Ni que decir tiene que no me molesté en preguntarle quién le había hecho ese encargo.

—Porque supusiste que había sido yo.

—Claro.

—Pero no fui yo —le dije, levemente contrariado, aunque empezaba a sospechar quién había sido el culpable de aquel malentendido. Una sospecha que fue corroborada acto seguido, en cuanto vi aparecer a Joanet por la puerta que había detrás de Xema, cargando su escopeta.

El masero debió entrar por la cocina y, procurando no hacer ruido, aguardó hasta ese momento, escuchando, desde el otro lado de la puerta. Tras entrar en el salón con sigilo, se quedó quieto junto a la librería, a la espera de que llegara el momento de intervenir. Su presencia me tranquilizó, aunque no por ello dejé de acariciar el regatón de mi báculo. Temí que mi mirada hubiese delatado al masero, pues Xema hizo amago de mirar hacia atrás, pero logré distraer su atención, diciéndole con sonrisa irónica:

—No pensarás que yo maté a tu madre, ¿verdad?

Los ojos de Xema se clavaron en los míos como dardos ardientes, pero pronto su mirada fue perdiendo intensidad, evolucionando hacia una sorna que me resultaba mucho más familiar y molesta.

—¿Fuiste capaz de hacerlo? —Me hirió profundamente la burla que apreciaba en sus ojos, en su sonrisa, en el tono de su voz, ya que en ella reconocía la verdad de mí mismo: mi cobardía, mi debilidad, mi pusilanimidad—. No, tú no pudiste hacerlo. Quizá la vieja merecía esa muerte, pero desde luego no fuiste tú quien la mató. No tienes cojones para eso.

¡Cómo disfrutaba lacerando mi orgullo! Nada había cambiado desde que éramos unos niños. La crueldad con que se mofaba de mí le proporcionaba un gozo sólo comparable al que debió de sentir cuando degolló a Paco Donati o arrojó al vacío a Sarita. Pero su sevicia no había hecho más que despuntar.

—Tan seguro estoy de que tú no tuviste valor para matar a mi vieja, como de que sí sabes en cambio quién lo hizo.

—¿Por qué habría de saberlo? —alcé la voz como si me escandalizara.

Rehuyendo los suyos, mis ojos se entretuvieron observando la extraña forma que había tomado su cabellera, al haberse caído hacia un lado aquella especie de cresta que había sobresalido en el centro de su cabeza. Pero no pude evitar que se me escapara, hacia el rincón donde se escondía Joanet, una mirada efímera aunque suficiente para captar su gesto de aprobación. Aquella mirada no pasó desapercibida para Xema, quien sin embargo no creyó necesario retirar su atención de mi rostro.

—Simplemente lo sé. —Separando de nuevo su espalda del sillón, dejó la copa vacía en la mesita que había entre ambos, al mismo tiempo que añadía—: ¡Venga, Vicent, no te escabullas con pamplinas! Dime quién mató a mi vieja y me marcharé enseguida. Sólo me interesa saber su nombre.

—¿Para vengarte?

Mi pregunta sonó tan ingenua que hasta yo mismo sonreí.

—¿Tú qué crees? No va a ser por simple curiosidad —dijo riendo y en tanto extraía de la escarcela una navaja automática—. Como te decía, es muy posible que mi madre mereciera morir de esa forma tan… tan original. Pero desde luego no puedo permitir que su muerte quede impune —y se rió, burlón, mientras volvía a sacar algo de la escarcela, esta vez un cigarro de dorada vitola—. ¡Qué sería de mi reputación de hombre duro!

No cabía la menor duda de que ese hombre actuaba siguiendo los impulsos de sus instintos más primitivos, más naturales, y eso le convertía, pese a su rudeza e incultura, en un ser superior a mí. A él no le había hecho falta profundizar en su alma con largas reflexiones para llegar a la conclusión de que debía vengarse, cumpliendo así con una de las leyes naturales que rigen este mundo de ilusión. Incluso era más que probable que en su caso ni siquiera hubiera existido dicha conclusión, como tal mecanismo mental previo. Sencillamente actuaba según el dictado de esa fuerza interior que nacía de lo más profundo de su alma, donde se encuentra el nexo de unión más puro con nuestra naturaleza universal. Y lo hacía sin contemplaciones, sin perder el tiempo con valoraciones convencionales y falsas, sin sopesar la moralidad de sus acciones. Y yo envidiaba esa seguridad suya.

Ajeno a mis cavilaciones, Xema sonreía divertido y sin apartar su mirada de mis ojos. Con una ligera presión de su pulgar en el pequeño botón que había en la empuñadura de la navaja, liberó la hoja brillante y estrecha que se escondía en su interior. También yo estuve a punto de apartar la virola para dejar a la vista el estoque que había dentro de mi bastón; sin embargo, me contuve in extremis, convencido de que no existía necesidad de ello por no acecharme, de momento, un peligro inminente. Intuía que Xema sólo buscaba intimidarme y además tenía el respaldo de Joanet. Y aquella intuición mía resultó acertada, ya que Xema se limitó a juguetear con su navaja, hurgando con ella en la punta más estrecha del puro.

—Así que, ¡anímate! Tú me dices el nombre del asesino de mi madre, y yo me voy agradecido y tan campante. ¡Anímate! —repitió con una sonrisa sarcástica y encendiendo el cigarro con un mechero de gas que sacó también de la escarcela—. Al fin y al cabo, estamos solos y nadie puede oírnos. ¿No es así?

Volvió a hacer amago de girarse para mirar hacia atrás, pero de nuevo le distraje señalando la mesita que había entre ambos.

—¿Quieres otra copa? He de servirtela yo porque, en efecto, estamos solos.

—No, gracias —dijo Xema sin dejar de jugar con la navaja y expeliendo una nube de humo que, gravitando sobre la mesita, se interpuso entre nosotros. Su olor no me resultaba desagradable, pero mis pulmones protestaron con una tos seca—. Sólo quiero que me digas un nombre.

Fue entonces, en ese preciso instante, cuando adiviné el motivo por el cual Joanet había preparado todo aquello. Ignoraba por qué no me lo había consultado antes, si bien sospechaba que tenía que ver con mi reconocida cobardía, pero lo cierto era que aquella oportunidad se presentaba inmejorable para resolver por fin un viejo enigma. Y para satisfacción de Joanet, decidí aprovecharla:

—No veo qué saco yo de todo esto —le dije con resolución—. Así que te propongo un trueque: yo te diré quién mató a tu madre, si antes me aclaras qué fue lo que pasó con Sole.

—¿Con Sole? —se extrañó—. ¿Todavía estás con eso? —Sus carcajadas me anunciaron que había acertado plenamente—. ¿Cómo es posible que te siga interesando una historia tan vieja?

—Tú lo has dicho. Precisamente porque se trata de una historia tan vieja, deberías contármela antes de que yo te diga el nombre que buscas. Hasta ahora te has negado a contarme lo que pasó debido a ese retorcido sentido de la lealtad que te unía a Ramón, pero estoy convencido de que tal compromiso ha debido desaparecer desde el momento en que permitió que te encerrasen en la cárcel.

Xema me dirigió una mirada dubitativa, pero al final aceptó mi propuesta.

—Es verdad lo que dices de tu primo: me ha traicionado y no tardará en pagar las consecuencias, pero te aseguro que no sé a qué viene mezclarlo con todo esto.

—¡Cómo que no lo sabes! Tú mismo me reconociste la última vez que nos vimos que Ramón tuvo algo que ver con la muerte de Sole y que por eso le tenías cogido. ¿Es que no te acuerdas?

Xema soltó una risita.

—Sí, claro que me acuerdo. Pero te lo dije para divertirme. Es verdad que tu primo y Sole se dieron algún que otro revolcón, pero él no tuvo nada que ver con su muerte. Y naturalmente que lo tengo cogido por los cojones, pero no por aquello. En cualquier caso, y volviendo a lo que ahora nos importa, me parece bien el trato que me propones. —No obstante, bisbiseó una advertencia cuyo alcance no supe valorar cabalmente, quizá porque me distrajo el chasquido con que la hoja de su navaja volvió a ocultarse en la empuñadura—: ¿Estás seguro de que deseas conocer una historia tan antigua?

—Sí. Quiero saber la verdad de lo que le pasó a Sole.

—¿Aunque sea una verdad capaz de envenenarte el alma?

—Peor es el veneno que destila la sospecha. Y esta sospecha ya ha durado mucho tiempo.

—Quizá sea una sospecha equivocada —me susurró visiblemente divertido y sin dejar de manosear el mango de la navaja. Se le notaba complacido con aquella situación. Entre la cada vez más espesa nube de humo que le envolvía, parecía relamerse pensando en le placer que estaba a punto de proporcionarle el relato de una historia tan vieja como brutal—. De acuerdo. Te contaré lo que le ocurrió a Sole aquel domingo de hace… ¿cuánto tiempo hace ya?, ¿cuarenta años?; sí, sí, hace ya cuarenta años… Bien, pues lo que sucedió tiene mucho que ver con el íntimo y secreto deseo que Sole hacía sentir a cierta persona. Con el tiempo, he aprendido que esa fuerte atracción sexual que sienten algunos adultos por los niños tiene un nombre muy feo: algo que suena a tirarse pedos…

—Pedofilia —maticé desorientado—. Pero no entiendo por qué dices eso. ¿Acaso ese alguien a quien te estás refiriendo era un adulto?

—Sí. Era un adulto poderoso, que veía a Sole casi a diario y que la deseaba con todas sus fuerzas, pero cuyos intentos por seducirla siempre habían fracasado. Por suerte para él, Sole nunca le delató, seguramente por miedo a las represalias y al daño que podría causar su denuncia a otras personas queridas por ella. En realidad, se comportó más como una mujer que como una niña. Además tenía ya un cuerpo muy bien formado, por lo que quizá no sea correcto llamar a ese hombre por un nombre tan raro… pedo…

—Pedófilo.

—Eso. No creo que ese hombre fuese de verdad un pedófilo, pues no creo que sintiera lo mismo por otros niños. Simplemente estaba enamorado, o encaprichado, de esa muchacha tan bonita a la que veía cada día, a la que tenía siempre tan cerca, a la que tanto deseaba, pero que nunca podía hacer suya.

—¿A quién te refieres? —exploté, entre toses.

—¿Acaso no lo has adivinado ya? —Los ojos de Xema brillaban de satisfacción y sus labios, entreabiertos por el puro que sostenían, dibujaron una sonrisa torcida—. Sí, Vicent. Ese hombre era tu padre —masculló.

—¡Mientes!

Me dejé llevar por un arrebato de furia que me sorprendió a mí mucho más que a él. Separándome del respaldo del sofá, agarré fuertemente y con ambas manos el bastón, en un gesto amenazador que le llevó a accionar de nuevo el resorte de su navaja, la cual volvió a armarse con su afilada hoja de acero.

—Tranquilízate, Vicent. Ya te advertí que quizá la verdad…

—Pero esa no es la verdad. La verdad es que tú y Ramón matasteis a Sole después de violarla.

Xema chasqueó la lengua mientras negaba con la cabeza.

—No sé a qué viene mezclar a tu primo en todo esto. Ya te lo he dicho antes. Debe de ser una fijación tuya; algo relacionado con algún tipo de complejo. No sé. Pero la verdad es que, si eso era lo que tú sospechabas, sólo has acertado a medias. Ramón me debe otros favores, le he sacado de muchos apuros e incluso he matado por él, pero en esta vieja historia no tiene nade que ver.

—Mientes —repetí, pero ya sin convicción y con los músculos tan repentinamente relajados, que me hundí en el sofá con la misma pesadez con que mi ánimo se entregaba a la frustración.

—Piénsalo bien. ¿Por qué habría de mentirte? No, Vicent, no. Lo cierto es que fue tu padre quien buscó mi colaboración, quien me compró, para que le ayudase a satisfacer sus deseos. Yo le llevé a Sole hasta el lugar del Carrascal donde él aguardaba, cerca del pou de neu, y también fui yo quien se ocupó de esconder el cadáver después de que tu padre la matase.

Xema se llevó el cigarro a la boca y guardó silencio, mientras sus dedos seguían jugueteando con la navaja. La nube de humo que nos envolvía ayudaba a recrear un ambiente especial, casi irreal, si bien mis pulmones vinieron a recordarme con sus convulsiones que no me hallaba viviendo una escena onírica, sino tan real como cabe esperar en ese estado que llamamos vigilia. Con los ojos abiertos pero con la mirada vuelta hacia mi interior, murmuré:

—¿Cómo pudo?

—Yo no lo vi. Me había retirado, siguiendo sus órdenes, para vigilar por si alguien pasaba por el camino cercano, y cuando volví ya la había estrangulado. Supongo que ella se resistió o tal vez fue por miedo a que le denunciase…

—¿Y tú por qué lo hiciste? Ella era tu amiga. Te quería.

—No esperaba que acabase así. No creí que fuera a matarla. De haberlo sabido, seguramente no habría aceptado su dinero. Luego, ¿qué podía hacer? Era cómplice de un asesinato y tu padre además me amenazó con hacerme cargar con todas las culpas si me atrevía a hablar.

Al verme más tranquilo, volvió a guardar la hoja de la navaja. Su rostro había palidecido a causa de unos hechos que tal vez le habían marcado el alma mucho más de lo que él mismo reconocía. Seguramente nunca antes se había molestado en rememorar tan vivamente aquel suceso, pero ahora que lo había hecho en voz alta, descubrió por vez primera las cicatrices que existían en su alma, vestigios de las profundas heridas que tal suceso le había infligido y que durante años habían permanecido dolorosamente abiertas y sangrando.

—Y las sospechas que recayeron sobre el pobre Raspa os vinieron muy bien.

—Sí —sonrió con tristeza, recuperándose de aquella honda pero breve crisis de conciencia—. La verdad es que la aparente culpabilidad del draper gitano sirvió para que nadie sospechara de nosotros —y ya totalmente recuperado, agregó con una sonrisa más abierta—: Y ahora, cuéntame tú: ¿quién es el asesino de mi madre?

Sin necesidad de apartar la mirada de sus ojos, vi cómo Joanet se acercaba empuñando la escopeta por detrás de él. Ni sus músculos en movimiento ni sus esparteñas al posarse en el suelo hicieron el menor ruido. Y cuando ya se hubo colocado detrás justo del sillón que ocupaba Xema, le respondí a éste:

—Lo tienes ahora mismo a tu espalda.

Reconozco que me impresionó la frialdad con que encajó tal noticia. Sólo en lo más hondo de su mirada me pareció vislumbrar un atisbo de rabia, de reproche hacia sí mismo por no haber reaccionado a tiempo, por no haber evitado aquella trampa. Pero se repuso de inmediato.

—Y es de suponer que estará armado.

—Apuntándote con su escopeta, sí —le confirmé.

—Tira la navaja —le ordenó el masero sin dejar de encañonarle la coronilla.

Xema obedeció, dejando caer al suelo cuanto tenía en sus manos. La navaja golpeó el parqué con su mango y el cigarro encendido rodó hasta esconderse debajo del sillón.

—Y ahora levántate muy despacio.

Mi cuñado así lo hizo, sin dejar de mirarme y alzando ligeramente sus manos inermes. Su melena rubia y escasa se había secado y ya no quedaba en ella rastro de esa especie de cresta de gallo. Ya de pie, se volvió con lentitud hasta quedar frente al masero, quien le mandó que se separase del sillón y, mientras así lo hacía, yo me levanté de mi asiento, apoyándome en el bastón.

Xema siguió alejándose paso a paso de la escopeta, hasta que ésta dejó de apuntarle. Entonces su asombro sólo fue comparable al mío. Echó una fugaz mirada hacia atrás y, al comprobar que se hallaba apenas a un par de metros de la puerta del salón, se creyó a salvo. También yo creí que Joanet iba a dejarle escapar, lo cual me parecía peligroso, aunque tampoco estaba muy seguro de qué debíamos hacer con él.

Pero entonces apareció Migueli por la puerta hacia la que retrocedía Xema de espaldas y, avanzando con paso rápido, se acercó a éste para darle un golpe seco a la altura de los riñones. Mi cuñado abrió mucho los ojos, como sorprendido, aunque, por el quejido que se le escapó, enseguida supe que aquel gesto se debía al dolor que le producía la puñalada que acababa de recibir. Sus brazos cayeron desmayados sobre los costados y sus piernas se doblaron, hincándose de rodillas en el suelo, pero sus ojos desorbitados no dejaron de mirarme, incrédulos, tal vez asombrados de mi propio asombro. Mi atención se centró a partir de ese momento en la hoja que sobresalía por el puño de Migueli, y que fue cortando el cuello de Xema con una parsimonia sañuda, espeluznante. La sangre que se trasvenaba salió eyectada en forma de chorro, manchando la alfombra, la ropa de la propia víctima y la mano del verdugo, resbalando pegajosa y negruzca por la navaja hasta gotear por la virola ancha y metálica. Y para cuando Migueli dejó de sujetar la cabeza de Xema, el cuerpo de éste cayó al suelo del salón, ya sin vida.

Hacía pocos minutos que había escampado cuando Joanet y el Raspa sacaron el cadáver de mi cuñado de la casa. Lo llevaron sobre una carretilla hasta un ortigal situado en el extremo suroeste del cabezo, en donde cavaron a la luz de unas linternas un agujero que sirvió para sepultarlo. Después del traspaleo y de allanar el terreno con una traílla, Migueli se marchó de la finca en su furgoneta y Joanet regresó al interior de la casa para limpiar el salón, lavar la pequeña alfombra manchada de sangre y deshacerse de la navaja que fuera de mi cuñado. Sólo la quemadura que produjo el cigarro en el parqué del salón ha quedado como huella de lo sucedido aquella noche; una huella nada comprometedora y que además resulta invisible para el visitante, por estar oculta bajo uno de los sillones.

 

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