octubre 4, 2023

Brujería

Brujería

Brujería. La creencia en la existencia de las brujas dominó Europa desde el siglo XIII al XVII. Sin embargo, la figura de la bruja o similar estuvo siempre presente en el imaginario popular. Las brujas medievales tenían sus precedentes en las lamias griegas (figuras terroríficas de la mitología, con rostro de


mujer hermosa y cuerpo de dragón, que devoraban a los niños) y las arpías o harpías romanas (aves fabulosas, con rostro de mujer y cuerpo de ave de rapiña, que chupaban la sangre de los niños).


Hasta la Baja Edad Media, comoquiera que el paganismo tuvo una gran presencia social en toda Europa, los sacerdotes cristianos procuraron convertir a los pueblos de manera pacífica, argumentando a favor de sus creencias y transformando muchos de los ritos paganos en ritos cristianos. Pero una vez que la cristianización fue absoluta y la autoridad eclesiástica tuvo el poder político a su servicio, la postura cambió y comenzaron las persecuciones contra todos los vestigios de cultos idolátricos y creencias paganas que se conservaban en las comarcas rurales europeas.


El llamado «canon Episcopi» es atribuido al concilio celebrado en Ancyra (hoy, Ankara) en el año 314. En este texto se dice «que ciertas mujeres criminales, convertidas a Satán, seducidas por las ilusiones y fantasmas del demonio, creen y profesan que durante las noches, con Diana, diosa de los paganos (o con Herodiade) e innumerable multitud de mujeres, cabalgan sobre ciertas bestias y atraviesan los espacios en la calma nocturna, obedeciendo a sus órdenes como a las de una dueña absoluta». La autenticidad de este texto es muy poco probable. Empezó a conocerse a partir del siglo IX, pero no fue comentado y aplicado en toda Europa occidental hasta el siglo XI.


Como podemos ver, en este canon imaginario del concilio de Ancyra la patrona de las brujas seguía siendo la diosa pagana Diana. Y continuó siéndolo hasta mediados del siglo XIII. Hasta entonces, la Iglesia había explicado que los actos atribuidos a las brujas eran puramente ilusorios, aunque de origen diabólico. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XIII, los obispos y jueces eclesiásticos admitieron como realidad todo cuanto se decía de las brujas y éstas confesaban voluntariamente o mediante tormento, convirtiéndose así en adoradoras del demonio y, por tanto, en agentes activos de la doctrina dualista que preconizaba la Iglesia: la lucha entre el bien y el mal, entre dios y el diablo.


Este cambio de opinión sobre la brujería llegó a todos los rincones europeos a una velocidad vertiginosa, propiciada por la universalidad del latín, lengua que se usaba en los textos eclesiásticos y cultos. Y también a través de los estilos artísticos, sobre todo arquitectónicos, tan vinculados igualmente a la Iglesia. En los templos románicos y góticos que se levantaron en Europa, los imagineros representaron al diablo auxiliado casi siempre por adoradores con formas de endriagos, sierpes terroríficas y arpías que podían confundirse fácilmente con las contemporáneas brujas que le servían bajo la figura del macho cabrío y dejándose poseer por su espíritu maligno.


Fue a partir de entonces cuando la brujería fue separada de la magia y la hechicería. Estas últimas artes o ciencias ocultas siguieron considerándose buenas o malas (sobre todo la magia) en función de los fines y los resultados, pero la brujería pasó a ser decididamente maligna. Durante la Baja Edad Media muchos magos y hechiceros siguieron teniendo acceso al castillo o al palacio del noble, del obispo o del rey, pero no ocurrió lo mismo con los brujos, que fueron perseguidos y condenados a las más duras penas.


Y más que los brujos, eran las brujas las más temidas y también las más numerosas, por ser más vulnerables al ataque demoníaco. ¿Acaso no estaba predestinada la mujer al mal más que el hombre, según los textos bíblicos? Ahí estaba la siempre recurrente figura de Eva, que fue la causante de que el primer hombre cometiera el pecado original, a instancias de la serpiente endiablada.


De manera que las brujas ya eran algo distinto que hechiceras, por cuanto adoraban al diablo. Pero siguieron siendo mujeres, por lo general, pobres y sencillas. Brujas eran llamadas todas las mujeres que hacían mal a otra, las que mostraban intento dañino, las que miraban de reojo, las que causaban mal de ojo, las que salían de noche, las que andaban tristes, las que reían en exceso, las disipadas, las demasiado devotas, las espantadizas, las valerosas, las que curaban enfermedades. Una bruja «congelaba las nubes cuando quería cubriendo con ellas la faz del sol; y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejanas tierras; por diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo; esto de hacer nacer berros en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo o en la uña de una criatura los vivos o los muertos que le pedían que mostrase; tuvo fama que convertía los hombres en animales» (Miguel de Cervantes, Coloquio de los perros). La bruja era generalmente rural, vieja, solitaria, huraña, despreciada, adivinadora y sanadora merced a sus habilidades con ciertos polvos mágicos. Pero también había brujas urbanas, como la famosa Celestina que inmortalizó Fernando de Rojas a finales del siglo XV, que además de alcahueta era hábil hechicera y practicaba conjuros diabólicos en su laboratorio, en el que mezclaba plantas medicinales y venenosas con otras sustancias misteriosas cuyos efectos eran ansiados por putas y doncellas, caballeros y rufianes.


Durante las segunda mitad de la Edad Media y el principio de la Edad Moderna fueron muchos los brujos procesados y condenados en Europa. Las cifras recogidas en libros y crónicas suelen ser exageradas, pero realmente debieron de ser miles las personas que acabaron siendo ajusticiadas por ser sospechosas de brujería. Los abusos y corrupción de los jueces, las confesiones mediante tormento y la inferioridad en que se colocaba a la defensa, convirtieron la mayoría de los procesos judiciales en meras farsas, tan injustas como trágicas.


Se acusaban a los reos de producir tempestades, de hacer aparecer espectros por la noche, de transformar personas en animales, de tener trato sexual entre ellos y con el demonio, y de usar polvos maléficos para conseguir sus fines. Todo ello de manera individual o en reuniones que celebraban periódicamente. La reunión o asamblea de brujos era conocida con el nombre de sabbat (por comparación al día santo hebreo) o, en el norte de España, aquelarre (del vasco akelarre, propiamente ‘prado del macho cabrío’). En cuanto a los polvos mágicos o maléficos, de las actas procesales se deduce que se componían de opio, belladona, mandrágora, cicuta y otras plantas narcóticas. Con estos estupefacientes lograban estados de ensueño en los que experimentaban alucinaciones que trataban luego de explicar con fantasías tales como el vuelo sobre escobas o animales demoníacos. No es de extrañar, por tanto, que nunca se hallara escoba-voladora alguna; como tampoco se comprobó jamás la existencia de un sabbat.


El sabbat brujeril aparece por primera vez en los procesos inquisitoriales de la zona de Carcassonne, Toulouse, entre 1330 y 1340, y presenta rasgos muy parecidos a las legendarias asambleas que celebraban los «stedinger».


Los «stedinger» o naturales de la región alemana de Stedingerland, se rebelaron en 1197 contra los clérigos que fueron a reclamarles los diezmos que debían pagar al arzobispo de Brema. Fueron excomulgados y, treinta años después, el papa Gregorio IX firmó dos bulas en las que acusaba a los «stedinger» de despreciar los sacramentos, perseguir a los religiosos, tener comercio con el demonio, hacer imágenes de cera y consultar a las brujas, además de celebrar asambleas orgiásticas en las que se presentaba el diablo con forma medio humana y medio animal.


A partir de mediados del siglo XIV, estos conventículos sabáticos o aquelarres empezaron a hacerse famosos por toda Europa. La creencia popular era que se celebraban en fechas señaladas y en lo alto de algunas montañas (emblemática es la composición sinfónica de Modest Musorgski titulada «La noche de San Juan en el Monte Pelado»), aunque también en lugares menos elevados, como el llamado Campo de las Brujas, llanura situada muy cerca de la villa soriana de Barahona.


Desde finales de la Edad Media, la demonolatría se extendió por toda Europa de la mano de la brujería.


Se dice que Alemania fue el país donde mayor número de brujas hubo. Algo de verdad debe haber en ello, no en balde, como ya sabemos, fue en tierras alemanas donde se excomulgaron por primera vez a supuestos adoradores de Satán, en el siglo XIII. Y la posterior reforma luterana no hizo más que favorecer la creencia en los maleficios. En el capítulo tercero de su comentario a la Epístola a los Gálatas, Lutero habla del imperio del demonio sobre el mundo y él mismo dijo que su madre tuvo una pendencia con cierta bruja.


En el siglo XVII fue Inglaterra uno de los países donde se quemaron más brujas. Y, a fines de ese mismo siglo, la creencia en la brujería apareció en América, especialmente en el estado de Massachusetts.


En España fue famoso el proceso de las brujas de Zugarramurdi(Navarra). En esta ocasión, la Inquisición se vio arrastrada a actuar por el celo de la justicia secular y por una ola de pánico que dominó el País Vasco y Navarra. El inquisidor Juan Valle Alvarado fue comisionado para realizar una inspección y el 8 de junio de 1610 celebró una consulta en Logroño junto con sus colegas Alonso Becerra Holguín y Alonso de Salazar Frías, el ordinario del obispado y cuatro consultores. Salazar pidió recabar más pruebas, pero sus colegas no tuvieron tantos escrúpulos y aceptaron celebrar a continuación el auto de fe contra los arrestados, los cuales fueron acusados de acciones tales como causar tempestades, metamorfosis, maleficios contra personas, campos y bestias, necrofagia y vampirismo. Recibieron su sentencia los días 7 y 8 de noviembre de 1610. Siete personas murieron en la hoguera. También fueron quemadas en estatua o efigie cinco más que ya habían muerto durante el proceso.


Uno de los medios más eficaces de difusión de la brujería fueron los libros de caballería. También autores tan renombrados como Cervantes y Shakespeare contribuyeron a ello. Ya hemos recordado lo que el español decía de las brujas en una de sus obras, mencionándolas también en el Quijote; y célebre es la escena brujeril descrita por el inglés en su Macbeth. Otros autores españoles que tratan, entre bromas y veras, de la brujería fueron María de Zayas (La inocencia castigada), Juan Ruiz de Alarcón (La cueva de Salamanca y La prueba de las promesas), Calderón de la Barca (El astrólogo fingido y La dama de los duendes), Gonzalo de Céspedes (El soldado de Píndaro), Juan de la Cueva (El infamador) y Juan Timoneda (La Cornelia). Pero, sin duda alguna, el trabajo más serio realizado hasta ahora es Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja, publicado por primera vez en 1961 por Revista de Occidente.


A mediados del siglo XVIII la batalla entre los que defendían una concepción mágica del mundo y quienes la atacaban de lleno, se decantó a favor de estos últimos, sobre todo entre las clases dominantes, influenciadas por el enciclopedismo. Esta tendencia se consolidó a lo largo de la segunda mitad de aquel siglo, con la publicación de libros en los que se combatía la creencia en brujas y en las supersticiones desde el punto de vista racionalista.


Aun así, en 1781 fue ahorcada en España la beata Dolores, acusada de brujería, siendo su cadáver quemado luego. Y casi un siglo más tarde, en 1860 y 1873, se celebraron dos procesos contra la brujería en México que terminaron con la cremación de las acusadas.


Todavía hoy en día hay comarcas europeas donde persiste la creencia popular de que existen las brujas. En las regiones españolas de Galicia, Asturias y León, por ejemplo, donde las brujas son conocidas como meigas, todavía es de uso habitual y coloquial la locución yo no creo en las meigas, pero haberlas, haylas.


brujas


En la lengua española, la palabra bruja es más antigua que brujo. Hasta 1803 ambas voces se escribían oficialmente con x. Bruxo y bruxa fueron registrados por Nebrija en 1495, pero mientras la forma femenina está documentada ya hacia 1400, la masculina no lo está hasta 1475, por lo que se considera que es una derivación de aquélla. Más tardía es brujería (bruxería también hasta 1803), documentada por primera vez en el Diccionario de Autoridades de 1726.


En este primer diccionario académico de 1726, las definiciones de bruja están impregnadas todavía de las supersticiosas de la época y de la creencia errónea de que procedía del nombre de un ave: «Ave nocturna semejante á la Lechúza, aunque algo mayor, que de noche dá ásperos chillidos, al modo del fuerte ruido que forma el rechinar los dientes. Tiene la cabéza grande, los ojos como los del Buho, y siempre abiertos, el pico corvo como ave de rapiña, las plumas canas, y las uñas encorvadas. Vuela de noche, y tiene el instinto de chupar à los niños que maman, y tambien las tetas de las amas que los crían (…). Comunmente se llama la muger pérversa, que se empléa en hacer hechizos y otras maldades, con pacto con el demonio, y se cree, ù dice que vuela de noche. Díxose assi por analogía de la Bruxa ave nocturna».


En realidad, el origen de la palabra bruja es desconocido, si bien los principales etimólogos creen que tiene raíz prerromana.


En 1770, el diccionario académico modificó la acepción de bruja, quitando la referencia al ave y presentándola como «la muger que segun la opinion vulgar tiene pacto con el diablo y hace cosas extraordinarias por su medio. Dícese que vuela de noche á juntarse con otras en sus conventículos». La última frase desapareció en 1817 y en la edición de 1884 se incluyó un significado: «Mujer fea y vieja», que se alejaba ya de la leyenda medieval. En 1899 se recuperó la acepción de ave nocturna, pero como mera sinonimia de lechuza. Y ya en 2001 se incluyó una cuarta acepción (la tercera en el orden actual): «En los cuentos infantiles tradicionales, mujer fea y malvada, que tiene poderes mágicos y que, generalmente, puede volar montada en una escoba», que viene a reflejar fielmente lo acaecido con el concepto de bruja durante los últimos ciento cincuenta años: De la mujer que, según opinión vulgar, tiene pacto con el diablo y, por ello, poderes extraordinarios, y cuyo nombre sirve también para designar a la lechuza (ave rapaz y nocturna con fama legendaria de atacar a los niños), se pasó al significado coloquial de mujer fea y vieja, y al más moderno de personaje infantil de cuentos, contrapuesto a la benéfica hada.


Algo parecido, aunque mucho más sencillo, le ha pasado al brujo, que de hombre malvado o supersticioso que pactaba con el diablo como las brujas (desde 1726), ha visto cómo en 1992 se le añadía una nueva acepción en el sentido de ‘hechicero supuestamente dotado de poderes mágicos en determinadas culturas’, retomando así la semejanza con los mucho menos maléficos magos y chamanes.


En cuanto a brujería, su evolución semántica no ha sido significativa, ya que desde «el acto executado por maleficio y hechicería» de 1726, que ya en 1770 pasó a «superstición y engaños en que cree el vulgo que se ejercitan las brujas», poco ha cambiado esta acepción hasta la presente «conjunto de prácticas mágicas o supersticiosas que ejercen los brujos y las brujas»; siendo lo único destacado el segundo significado que incluyó la Academia en 1983, que decía: «Cosa realizada con un poder sobrenatural maligno», más propia de épocas remotas. Tan sorprendente acepción fue retirada en la edición académica del año siguiente (1984), pero reapareció brevemente en 1989, pues desapareció de nuevo, parece que ya definitivamente, en 1992.

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