octubre 3, 2023

Sospechas

Sospechas | Donde acaba el tiempo | Capítulo 9 | Alicante, noviembre de 2011 | Me desperté sudando y sin aliento. Impulsada por la necesidad de respirar, me había destapado y estaba sentada en la cama. El corazón me palpitaba muy de prisa, como si se hubiera puesto en marcha un instante antes. ¿Había tenido una apnea? Nunca antes había sentido algo parecido y no podía estar segura, pero intuía que sí, que había habido un momento en que había dejado de respirar y que el corazón, durante unos segundos, había estado luchando por reaccionar, por recuperar su ritmo de vida. Mi vida.

Respiré hondo y los latidos de mi corazón fueron calmándose poco a poco. Una idea descubrí entonces fija en mi mente: El bebé que parió mi madre en Villajoyosa no había nacido muerto. Era eso a lo que se refería mi hermana cuando me habló inesperadamente la última vez que la visité. No lograba recordar qué era lo que había estado soñando antes de despertarme tan sobresaltada, pero estaba segura de que había soñado con Carmen. Probablemente, pensé, había estado recordando lo que ella me había dicho con su mirada perdida. Cómo había llegado ella a tal conclusión era un misterio para mí, pero estaba convencida de que tenía razón: El bebé que dio a luz mamá en aquella clínica privada de Villajoyosa en 1983 no había nacido muerto y, probablemente, había sido robado. Desde hacía varios meses, casi a diario venían informando los periódicos y los informativos de radio y televisión de casos de niños recién nacidos robados durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo anterior. Muchos de estos casos estaban siendo investigados por diferentes juzgados, pues se habían descubierto varias tramas en distintos puntos del país, en las que estaban implicados médicos, comadronas, enfermeras, religiosos –curas y monjas– y, por supuesto, los padres adoptivos, que habían abonado a dichas tramas grandes cantidades de dinero, dependiendo al parecer del poder adquisitivo de cada cual.

Muy probablemente Carmen había oído hablar de estas tramas y, a pesar del deterioro cognitivo que estaba sufriendo, había llegado a la conclusión de que nuestro hermanastro o hermanastra pudo no haber nacido muerto, sino que lo habían robado; por eso no quisieron enseñarle el cadáver a mamá. Una conclusión a la que yo, estando supuestamente mucho más cuerda, no había llegado por el mero hecho de que ni siquiera había relacionado aquel parto frustrado de mamá con las noticias que se estaban repitiendo sobre el robo de recién nacidos cometidos treinta, cuarenta y cincuenta años atrás.

¿Merecía la pena investigar sobre lo acaecido aquel viernes santo de 1983 en el que mamá parió en una clínica de Villajoyosa? Hacía once años que mamá había fallecido, pero todavía conservaba en nuestro ático de Benidorm la documentación que ella guardaba en varias carpetas. Quizá encontraría allí algún papel con datos relativos a aquel parto frustrado. La próxima vez que fuera a Benidorm, buscaría entre la documentación de mamá, decidí. Una próxima vez que no debía retrasar mucho, corregí de inmediato, si quería hacer esa búsqueda con mis propios ojos: Aunque la pérdida de visión por culpa de la NOHL se había ralentizado durante la última semana, cada vez me costaba más leer. Tanto era así que no había tenido más remedio que pedir ya la baja laboral. Una baja laboral que me permitía tener ahora más tiempo para pensar en todo cuanto me estaba ocurriendo, para las sesiones de hipnoterapia y para visitar a mi hermana. Por cierto que esa misma mañana –apenas faltaban tres horas para que amaneciera– iría a visitar de nuevo a Carmen, para ver si lograba comunicarme con ella, aunque sólo fuera a través de nuestras miradas.

Faltaban unos pocos meses para que cumpliéramos treinta años cuando Carmen tuvo la primera crisis de esquizofrenia. El reciente fallecimiento de su hijo en un trágico accidente había servido de desencadenante para que se manifestara por vez primera tan horrible enfermedad.

Según los médicos, la edad de aparición de la esquizofrenia está comprendida entre los quince y los cuarenta y cinco años, si bien suele comenzar al final de la adolescencia; y es más temprana en los varones –existe un pico entre los quince y los veinticinco años– que en las mujeres –entre los veinticinco y los treinta y cinco–. Pero la de tipo paranoide, que además de ser la más frecuente era la que parecía padecer mi hermana al principio, suele iniciarse entre los veinte y los treinta años de edad. En cualquier caso, a Carmen como digo se le manifestó por primera vez cuando faltaban unos pocos meses para cumplir los treinta.

Para desesperación de su marido, que todavía no había logrado superar la pérdida de su hijo, Carmen se convirtió de repente en una persona extraña, que buscaba el aislamiento, callada ante los demás aunque a veces hablaba estando sola, seria, adusta incluso delante de él, pero a la que oía reír sin motivo aparente cuando creía que no la escuchaba nadie. Aunque se negaba a ir al médico, Mario consiguió que la trataran y la medicaran. Contrató a una enfermera –cuyo salario era superior al de Carmen– para que la cuidara y vigilara la toma de medicación mientras él trabajaba, no separándose de su esposa durante el resto del día y de la noche. Las fases de remisión de los síntomas eran más estables y prolongados que las fases de agudización, pero con el paso del tiempo estos síntomas fueron acentuándose: insociabilidad –perdieron contacto con todos los amigos–, apatía con momentos de gran excitabilidad, silencio no exento de irascibilidad, desinterés por la actividad sexual y por la higiene personal –se dejaba asear por Mario con desidia, aunque había veces que reaccionaba con brusquedad–, angustia, insomnio, palpitaciones, trastornos respiratorios…

Gracias a la medicación que se tomaba puntualmente, Carmen apenas si sufría crisis agudas, pero cuando brotaban solían durarle varios días. Días terribles en los que las alucinaciones –casi siempre auditivas, pues decía escuchar voces en el interior de su cabeza– y los delirios la hacían vivir realidades restringidas y únicas, sólo vistas por ella, en las que se sentía controlada y perseguida por poderes extraños que le dictaban lo que tenía que hacer, como la búsqueda de alguien a quien debía liberar de su prisión.

En octubre del año 2000, en el cenit de uno de aquellos brotes psicóticos, Carmen intentó arrojarse al vacío desde la terraza de su casa. Por suerte, Mario llegó a tiempo de impedirlo. Pero aquel intento de suicidio –ocurrió poco después de la muerte de mamá– aconsejó su hospitalización por primera vez en el Hospital Psiquiátrico Provincial.

Carmen estuvo hospitalizada casi un año. Durante ese tiempo los efectos más negativos de su enfermedad desaparecieron gracias al tratamiento farmacológico y su rehabilitación psicosocial fue preparándose con la colaboración, fundamental, de Mario, quien acudió al hospital a diario para participar activamente en las sesiones de psicoterapia. Así, cuando salió por fin del hospital, pudo recuperar casi por completo su vida anterior. Según me contaba durante nuestras largas conversaciones telefónicas, había logrado reactivar su vida sexual con Mario y hasta volvió a trabajar en el Hospital General de Elche, aunque hubo de darse de baja nuevamente poco después, ya que no lograba concentrarse lo suficiente como para hacer su trabajo y mucho menos para conducir su coche con seguridad.

Y esto me lo contaba por teléfono porque, precisamente una semana después de que ella saliera del hospital, yo me fui a Tenerife –concretamente a Puerto de la Cruz–, para hacerme cargo por primera vez en mi carrera profesional de la dirección de un hotel.

Al final no pude visitar a Carmen aquella mañana del 28 de noviembre, tal como tenía pensado, porque el doctor Ríos me llamó a mi móvil para pedirme que adelantáramos nuestra cita, prevista para las cinco de la tarde.

–¿A qué hora? –pregunté.

–Cuanto antes. Ahora son las nueve y veinte. ¿A qué hora podría venir? El doctor Bermúdez está aquí, tal como quedamos, pero le ha surgido un asunto urgente y ha de volver a Madrid a primera hora de esta tarde.

–Tenía pensado ir a… Pero bueno, supongo que podré posponerlo hasta mañana… ¿Le viene bien a las once?

–Muy bien.

Había acordado con el doctor Ríos que la siguiente sesión de hipnoterapia la seguiríamos haciendo en su consulta, con la asistencia de un colega suyo y la utilización de un encefalograma. Y si el resultado era positivo –lo que él entendía por positivo no me quedó muy claro–, entonces me comprometía a acudir a una clínica o a un hospital –el Perpetuo Socorro parecía ser el más probable–, para hacer la siguiente sesión al mismo tiempo que me realizaban una resonancia magnética del cerebro.

Tomé un taxi y llegué puntual a la consulta del doctor Ríos. Tan amable como siempre, éste me saludó un instante antes de presentarme, en su despacho, a Francisco Bermúdez –en la mitad de la cincuentena, grueso, pelo canoso, quevedos, mirada atenta, voz grave y poderosa, traje de cachemira negro, camisa azul, corbata encarnada, aura anaranjada brillante y clara–, un eminente psicólogo que había venido expresamente desde Madrid para asistir a nuestra sesión de hipnoterapia. También me presentó, para mi sorpresa, a una joven de unos veintisiete o veintiocho años, de ojos marrones y larga melena castaña, cuyo cuerpo menudo estaba rodeado por un halo gris.

–Aitana Soler es una joven pero excelente neuróloga, hija de un gran amigo mío, que se ha ofrecido a colaborar con el manejo del encefalograma. Espero que no le importe, Patricia.

Me limité a sonreír, pero estoy segura de que el hipnólogo supo interpretar correctamente el sentido de mi mirada. No me gustaba la presencia de desconocidos en un acto que, para mí, era tan íntimo como un desnudo, y si bien no iba a dejarle en evidencia oponiéndome a que participara aquella chica en la sesión, me reservaba el derecho a reprocharle más adelante y cuando estuviéramos a solas el modo como me había forzado a aceptarla.


El cuartito donde acostumbrábamos a hacer las sesiones era demasiado pequeño para albergar a cuatro personas y un aparato más; no obstante, supimos arreglárnosla bien. Una vez acostada en la camilla, Aitana me colocó en la cabeza los electrodos del encefalograma, cuyo aparato estaba encima de una pequeña mesita que habían colocado junto a la que sostenía el ordenador portátil. El doctor Ríos se sentó en la silla, encendió la cámara y sacó de un bolsillo de su bata un papel. El doctor Bermúdez permaneció de pie.

–Antes de comenzar, voy a hacerle unas pocas preguntas relacionadas con la sesión anterior. Le ruego que sea lo más concisa posible en sus respuestas –me dijo el hipnólogo.

–¿Sobre la sesión anterior? –repetí, sin entender a qué venía todo aquello.

–Sí. Será una especie de puesta a punto del encefalograma antes de comenzar la sesión, y servirá además para comprobar la reacción de su cerebro…

–Como si fuera un polígrafo pero más sofisticado, ¿no? –inquirí, molesta pero contenida. Me fastidiaba que cuestionaran mi sinceridad, pero comprendía que quisieran hacer sus comprobaciones.

–Bueno… –titubeó el hipnólogo.

–Algo así –dijo el doctor Bermúdez sin atisbo de remordimiento.

–Bien –acepté.

–¿Alguna vez ha estado en Melilla? –preguntó el hipnólogo, después de comprobar que Aitana estaba preparada.

–No.

–¿Ha leído alguna vez algo sobre la historia reciente de Melilla?

Pensé.

–Creo que no… Bueno, hace años leí una novela de Ramón J. Sender, Imán creo que se titulaba, que trataba sobre la guerra de Melilla, pero la de 1921, contra Abd el-Krim. De la guerra de 1909 creo que no había oído hablar nunca.

–Procure ser más escueta, por favor.

–De acuerdo.

–¿Cómo se llama el monte que hay en Melilla?

Pensé.

–Hmm… Creo que empieza por Gu… No lo recuerdo.

–¿Y sabe su nombre en árabe?

–¿El del monte? –sonreí.

–Sí.

–No.

–¿Había oído, leído o visto antes de la última sesión algo sobre Mohammed Asmani, alias el Gato?

–No.

–¿Y sobre Guadalupe Molina?

–No.

–¿Y sobre el general José Marina?

–No.

–¿Y sobre Abd el-Krim?

–Sí.

–¿Y sobre la debacle del Barranco del Lobo?

Dudé.

–Hmm… No. Sabía lo del desastre de Annual, por la misma novela de Sender, pero fue posterior, en 1921.

–¿Su hermana tiene un lunar en la frente como el suyo?

–No –el inesperado cambio de asunto me hizo mirarle, pero el hipnólogo no separó los ojos del papel donde tenía apuntadas las preguntas.

–¿Y su madre?

–Sí.

–¿Y su abuela materna?

–No.

–¿Guadalupe Molina tenía un lunar como el suyo?

–Sí. Bueno, así la recordé

–¿Y la madre de Guadalupe Molina?

–No lo sé.

–¿Y la madre de Mohammed Asmani el Gato?

–Hmm…, sí…, creo que sí.

–¿Y la madre de la madre de el Gato?

–…Eso parece… No entiendo…

–¿No le parece extraño que todas las mujeres que cree recordar en sus regresiones tengan un lunar como el suyo?

–Todas no. Mi abuela y mi hermana no lo tienen. Tampoco muchas otras mujeres que aparecen en mis regresiones… ¿Qué insinúa?

El doctor Ríos dobló el papel y volvió a guardarlo en el bolsillo de su bata.

–Ya hemos terminado.

–¿A qué venía eso del lunar? Desde luego que me parece extraño que tanto la cupletista como la madre y la abuela del moro Gato tuvieran un lunar como el mío, sobre todo porque no son de mi familia, pero…

Callé al ver que ambos psicólogos me sonreían mientras me observaban.

–O creen que estoy equivocada y piensan que esas mujeres sí pueden tener alguna relación parental conmigo, o han llegado ya a la conclusión de que estoy como un cencerro. ¿Cuál de las dos cosas?

Ambos ampliaron sus sonrisas, si bien fue el doctor Ríos quien me contestó, al mismo tiempo que bajaba la intensidad de la luz.

–Ninguna de las dos cosas, Patricia. Y ahora, si le parece bien, empecemos la sesión…

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