septiembre 21, 2023

Alicante 1872

Alicante, 1872 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 12 | Alicante, marzo de 1872 | Baldomero | Cruzaba la plaza de la Fruta, vacía bajo sus espaciosos cobertizos, cuando ya comenzaban a ser encendidas las farolas de gas que había instaladas en los últimos lugares donde, once años atrás, se hallaban los viejos y grandes reverberos de aceite.

Abrigado con redingote y tocado con sombrero de copa, Baldomero Pellús avanzaba con paso decidido por la calle Mayor, en dirección a la villa vieja. Se despedía el viernes 8 de marzo de 1872, aniversario de la muerte de los conocidos como Mártires de la Libertad. Aquella mañana, como cada 8 de marzo desde hacía tres años, se había conmemorado el fusilamiento del coronel Pantaleón Boné y otros veintitrés rebeldes con una ceremonia cívica en la que habían participado las principales autoridades civiles, militares y eclesiásticas de Alicante. Tras recorrer varias calles céntricas, la procesión cívica había finalizado en el monumento erigido en el malecón, en memoria de aquellos veinticuatro rebeldes ejecutados el 8 de marzo de 1844, considerados por el vulgo Mártires de la Libertad, nombre con el que había sido rebautizado el paseo del malecón.

Este año Baldomero no había asistido a la ceremonia cívica. Sí lo había hecho el anterior, por curiosidad, pues se esperaba una conmemoración especial al estar presente, entre los invitados, la viuda de Boné, Cesárea Paz. Y efectivamente fue un acto muy emotivo, reconocía Baldomero, si bien a él no le conmovió en absoluto. Como muchos otros alicantinos, Baldomero había estado presente aquel día en que Boné y los suyos fueron ejecutados con deshonra, arrodillados y de espaldas como corresponde morir a los traidores. Y aunque, como muchos otros alicantinos, se guardaba de decirlo públicamente, para no contradecir la opinión pública más generalizada –sobre todo en época tan revuelta y revolucionaria como la actual–, estaba completamente en desacuerdo con aquel homenaje anual, con que se hubiera erigido un monumento y con que, en su honor, se llamara Mártires de la Libertad al paseo del malecón, el lugar donde recibieron tan justo castigo por su traición.

Baldomero Pellús tenía cuarenta y cinco años, era viudo, no tenía hijos y, después de servir como militar varios años en Madrid y La Habana, hacía poco más de doce años que había regresado a Alicante. Lo hizo como capitán de Estado Mayor, si bien abandonó la carrera militar pocos meses después de su llegada, para dedicarse plenamente a dirigir varias empresas con sede social en la ciudad, cuyo propietario o principal accionista era José de Salamanca.

Había conocido a José de Salamanca en enero de 1853, cuando ya por entonces este célebre empresario fue recibido por el presidente del Gobierno, el general Federico Roncali, de quien era secretario Baldomero. Pero no fue hasta seis años más tarde que, muerto ya Roncali, Salamanca le ofreció la gerencia de sus empresas en Alicante, ciudad en la que, hasta hacía poco, le representaba el que fuera gobernador de la provincia, Ramón de Campoamor.

De modo que, durante estos últimos años, Baldomero se había dedicado principalmente a velar por los intereses de José de Salamanca en la ciudad de Alicante, pero también a constituir sus propias empresas y a vigilar sus propias inversiones. Gracias a lo cual ahora estaba cubierto económicamente, ya que, una vez más y al parecer de manera definitiva, Salamanca se hallaba arruinado.

Sin embargo, el marqués de Salamanca continuaba siendo un personaje con prestigio e influyente, pues aún contaba con poderosos amigos y socios tanto en Madrid como en el resto de España y en el extranjero. De ahí que Baldomero siguiera manteniendo con él muy buenas relaciones, a pesar de que las empresas alicantinas del marqués hacía ya unos meses que habían desaparecido o estaban a punto de quebrar. Y no por culpa de Baldomero, que las había dirigido con la mayor eficiencia y lealtad, sino por las directrices que aquél le había venido mandando últimamente, en las que prevalecían las ansias por rescatar la mayor cantidad de dinero posible, casi siempre malvendiendo.

Durante estos años, además de administrar las empresas de Salamanca, Baldomero fue informando puntualmente a éste de todos aquellos asuntos que podían ser de su interés: Que si José Gabriel Amérigo, el que fuera alcalde de Alicante tras el denominado bienio progresista (1854-1855), había establecido en agosto de 1858 una sucursal del Banco de España en un céntrico pasaje que acababa de edificar, donde antes estaba el convento de Santo Domingo; que si las murallas de Alicante habían empezado a derruirse en 1860, propiciando así el ensanche de la ciudad en terrenos que previamente habían sido adquiridos por un puñado de familias, en especial la del propio José Gabriel Amérigo; que si el triunfo de la candidatura republicana encabezada por Eleuterio Maisonnave en las primeras elecciones municipales celebradas tras la revolución de 1868 se debió al programa que presentó, muy moderado en los aspectos sociales …

Pero también en estos años –sobre todo durante los últimos tres o cuatro–, Baldomero se había ocupado de encontrar nuevos socios y crear nuevas sociedades, al margen del marqués de Salamanca. El más importante de esos socios era precisamente José Gabriel Amérigo, comerciante, banquero, constructor y político.

Anduvo Baldomero por la calle Mayor y luego por la calle Villavieja, cuyas aceras habían sido asfaltadas diez años atrás –como las de otras calles céntricas alicantinas–, por una empresa de Javier Juan Langlois, socio de Amérigo y del propio Baldomero. Previamente, entre enero de 1860 y junio de 1861, se había verificado la reforma del viaje y distribución de las aguas provenientes del manantial Casablanca, sustituyendo las antiguas atajeas por tubos de hierro a la Chameroy, embetunados interiormente y guarnecidos con una capa de asfalto, al mismo tiempo que se construían, repartidos por la ciudad, ocho fuentes de hierro y varios abrevaderos; todo ello a cargo de una empresa que ingresó por tales obras más de seiscientos mil reales y en la que tenían importantes participaciones Amérigo y Baldomero. Y otro tanto había ocurrido con las largas obras de mejora y perfeccionamiento de las cloacas y alcantarillas de las principales calles de la ciudad, llevadas a cabo entre octubre de 1859 y marzo de 1863 por diferentes contratistas, algunos de los cuales pagaron suculentas comisiones a Baldomero por su eficaz intervención en la adjudicación de dichas obras.

Ya en la plaza de Santa María, Baldomero ascendió por la estrecha calle de la izquierda que bordeaba la casa llamada La Asegurada –construida en 1685 como depósito de harinas–, edificio de dos plantas, con puerta en forma de arco y con ocho ventanas enrejadas en su fachada principal. Ya en la calle de la Balseta, Baldomero empezó a notarse nervioso, con el corazón ligeramente alterado. Desde su regreso vivía en una casa que se encontraba en el otro extremo de la ciudad, en la calle Castaños, por lo que eran muy pocas las veces que había estado antes allí, en la parte alta y más antigua de Alicante, donde comenzaba la ladera del monte Benacantil, en cuya cumbre se alzaba el castillo de Santa Bárbara.

Casa de La asegurada – El edificio más antiguo de Alicante – Hoy Museo de Arte contemporáneo

Aunque su costumbre era ir los domingos y festivos a la concatedral de San Nicolás para oír misa, alguna vez lo había hecho en la iglesia de Santa María, pero rara vez había subido por aquellas callejas empinadas y estrechas. La última vez que estuvo por allí fue dos años antes, cuando se verificaron los trabajos de ampliación de la calle Balseta, derruyendo para ello algunas de las casas que estaban en la parte más alta y retranqueando las fachadas de otras que tenían amplios patios y corrales en su parte posterior. Y fue entonces cuando notó con mayor nitidez aquella turbación, aquel nerviosismo incomprensible, sobre todo cuando se hallaba cerca de un edificio de una sola planta que hacía esquina, enfrente casi de La Asegurada. Era la vivienda de un matrimonio anciano y sin hijos, según le había contado don Manuel, su médico y amigo, la única persona a la que le había contado tales turbaciones y alteraciones mentales y cardíacas.

Precisamente por ello le había invitado don Manuel a aquella extraña y secreta reunión que iba a celebrarse esta noche en la casa aledaña a aquella otra. Por esa razón y porque el último habitante de la casa donde iban a reunirse había sido, casi con total seguridad, el hermano mayor de su difunta esposa.

Baldomero había conocido a María del Carmen Carmona Aguirre en La Habana, de donde era natural ella. Se casaron poco antes de que él volviera destinado a Madrid, junto al general Roncali, que había sido el gobernador de Cuba y al que servía como secretario y asistente personal. No llegó a conocer a Diego, el hermano mayor de María del Carmen, porque, según le contó ésta, se alistó en el ejército muy joven –a los dieciséis años; los mismos que tenía él cuando hizo lo propio en Alicante– y fue destinado a Filipinas. Desde entonces no había vuelto a La Habana; sospechando Baldomero que el motivo de ello era la pésima relación que debía tener con su padre, un hombre realmente arisco y autoritario, si bien nunca le comentó tal sospecha a su esposa. Nada más supo de él porque nada más le contó ella.

Sin embargo, unos meses atrás, don Manuel le narró el intrigante caso de un hombre que se llamaba Diego Carmona Aguirre, nacido en La Habana y fallecido un año atrás en Alicante, adonde había venido procedente de Manila, y Baldomero en seguida dedujo que debía tratarse del hermano de su esposa, pues resultaban altamente improbables tantas casualidades de no ser así. La pobre María del Carmen, pensó, murió en Madrid sin saber que su hermano, al que no había visto desde hacía dieciocho años, estaba también en España.

Para don Manuel no era casualidad que Baldomero se sintiera tan turbado y nervioso cuando se encontraba cerca de aquella casa, pegada a la que había ocupado su cuñado. Estaba convencido de que existía una explicación. Una explicación todavía oculta, probablemente más esotérica que razonable, pero que esperaba desvelar esta misma noche.

Y allí estaba esperándole don Manuel, en la puerta del edificio, viejo y de una planta, que había pegado a la casa que tanta zozobra le ocasionaba. Estaba en penumbra, pues la farola más cercana se hallaba en la esquina por la que había torcido Baldomero, pero éste le reconoció sin dificultad merced a su larga barba. Era alto y delgado, vestía capa negra con forro encarnado y en sus manos sostenía el sombrero y un bastón.

Iglesia Santo Domingo de Orihuela

Manuel Ausó Monzó había nacido en Alicante en 1814, tenía pues cincuenta y ocho años. Había estudiado en el convento de San Francisco de Alicante y en el seminario de Santo Domingo de Orihuela. Después había cursado estudios de Medicina y Cirugía en Madrid, Valencia y Barcelona, doctorándose en 1845. Estableció su consulta en Alicante, donde también se hizo cargo de la cátedra de Historia Natural en el recién creado Instituto de Segunda Enseñanza, organizando y dirigiendo un gabinete naturalista puntero. En seguida recopiló una copiosa y escogida clientela, que le siguió ciegamente cuando decidió orillar la medicina tradicional para especializarse en el método homeopático, del que llegó a ser muy pronto su principal apóstol en todo el país. Era masón –de la logia Alona– y demócrata. Fue vocal de la Junta Revolucionaria provincial y, dos años atrás, en enero de 1870, presidió el primer comité local del partido republicano. Y aunque creyente, en su afán por romper lazos con las preocupaciones escolásticas que aprisionan el progreso y la ciencia, se había entregado por entero desde hacía unos años al espiritismo. Dando la espalda, según decía, a los intransigentes, ciegos y negros fanatismos, cuestionaba públicamente determinados principios fundamentales del dogma católico, pero sin poner un pie fuera del Evangelio, pues «¿Qué es la religión de Jesucristo? –replicaba a quienes le discutían sus creencias–. Todo menos falacia, menos brujería; menos crueldades; menos ambiciones; menos encono; menos orgullo; todo menos comerciar con el alma del cristiano; todo menos el mal». Fiel seguidor de Leon Hippolyte Denizart Rivail, más conocido por su seudónimo de Allan Kardec, Ausó tenía siempre junto a la Biblia un ejemplar de la principal obra del espiritista francés: Le livre des esprits. Recibía puntualmente la Revue spirite, editada por la Sociedad Parisina de Estudios Espiritistas; la revista El Criterio, de la Sociedad Espiritista Española; y la Revista espiritista, periódico de estudios psicológicos, publicada en Barcelona. En julio del año pasado se había organizado la Sociedad Alicantina de Estudios Psicológicos, presidida por él; y hacía tan sólo dos meses, en enero de 1872, había fundado La Revelación. Revista Espiritista Alicantina, con periodicidad quincenal e impresa en los talleres de Costa y Compañía, ubicados en el número 21 de la calle de San Francisco.

Baldomero había conocido a don Manuel Ausó en 1865, durante el brote de cólera morbo que hubo en Alicante. Creyéndose afectado, Baldomero acudió a la consulta del ya por entonces famoso médico. A partir de entonces fue entablándose entre ellos una relación de amistad cada vez más estrecha. Pese a sus profundas convicciones religiosas y políticas, muy distintas de las del doctor, Baldomero quedó tan cautivado por su afabilidad y magnética personalidad, que fue tratándole cada vez con mayor asiduidad y admiración. Y algo debió de encontrar el doctor en él, le gustaba pensar a Baldomero, por cuanto don Manuel, aun sabiendo de sus ideas conservadoras, le atendía con gran respeto y hasta con simpatía.

Según avanzaba hacia la casa donde le esperaba el doctor, Baldomero sentía cómo su corazón se aceleraba y sus oídos captaban, cada vez con mayor intensidad, un sonido extraño y continuo, similar al de un barco lejano haciendo sonar su bocina ininterrumpidamente. Don Manuel abrió el portón de la casa en cuanto llegó junto a él, pero le retuvo mirándole fijamente a los ojos.

–¿Se encuentra bien? Está lívido…

–Ya sabe qué es lo que me ocurre –respondió Baldomero con mirada huidiza. No fue hasta entonces que se dio cuenta de que tenía el rostro empapado de un sudor frío. Sacó un pañuelo de un bolsillo interior de su redingote y, quitándose el sombrero, se enjugó el sudor al mismo tiempo que accedía a la casa, seguido de don Manuel.

La vivienda era pequeña y estrecha. En el reducido vestíbulo, sobre un minúsculo aparador, había un quinqué encendido. Más allá corría un angosto pasillo, oscuro en su mitad y tenuemente iluminado al fondo. Don Manuel cogió el quinqué y guio a Baldomero por el pasillo hasta una puerta que se abría a la derecha. Allí dentro había un cuchitril que, por el hogar, dedujo era la cocina. No había ningún mueble ni ningún cacharro propio de una cocina. A pesar de la penumbra, vio que el suelo, las paredes y el techo estaban teñidos de negro, como si allí hubiera habido un incendio.

–Mire –dijo don Manuel agachándose para bajar el quinqué a la altura del zócalo, en la pared que había enfrente. Allí Baldomero descubrió un trozo de pared y de suelo remozados, pues el terrazo y el cemento eran más nuevos que el resto, aunque también algo manchados por las llamas–. Por aquí intentó acceder Diego a la otra casa. O mejor dicho, al sótano de la casa de al lado. Sólo que los vecinos no tienen sótano.

–¿Entonces?

El médico se encogió de hombros, al mismo tiempo que levantaba el quinqué.

–Es evidente que andaba buscando algo. Que estaba obsesionado por algo que creía que había ahí enterrado. Hasta tres veces trató de entrar en casa de los vecinos para cavar en su suelo. La primera vez les pidió permiso y no se lo dieron, claro. En las otras dos intentó colarse en la casa para hacerlo a escondidas. En una de ellas la casa estaba vacía y, cuando le descubrieron, ya había cavado en un día un buen agujero en la cocina. La última vez era de noche y los vecinos estaban durmiendo. Avisaron a la policía y Diego estuvo una temporada en la cárcel. Murió pocos días después de que lo soltaran, aquí mismo, quemado por un fuego que, se dice, él mismo provocó.

–¡Dios mío! –exclamó Baldomero, mirando a su alrededor–. ¿Y qué estaba buscando? ¿Qué decía?

–No se sabe. Nadie entendía lo que decía. La última vez que le vi tenía los síntomas de una demencia muy avanzada –y mientras salía de la cocina, le contó–: Conocí a Diego Carmona en 1855, cuando llevaba ya varios meses viviendo aquí, en Alicante. Vino de Filipinas porque allí conoció a Manuel Carreras Amérigo. ¿Conoció usted a Carreras?

–No. Pero he oído hablar de él. Fue uno de los cabecillas de la rebelión de 1844, junto con Boné. Pero escapó…

–Así es. Era un progresista muy comprometido. Estuvo exiliado en Gibraltar, Orán, Marsella… Volvió en 1847, pero al año siguiente fue arrestado por encabezar otra intentona revolucionaria aquí, en la provincia de Alicante. Fue condenado a muerte, pero su esposa, Juana Bellón, logró que la reina cambiara la sentencia por el destierro. Marchó a Filipinas, donde conoció a Diego Carmona, un habanero que había dejado el ejército y que se dedicaba a comerciar, viajando por Asia. –Mientras hablaba, don Manuel avanzaba por el pasillo con el quinqué levantado en una mano y seguido de Baldomero–. Carreras regresó en 1852, enfermo de malaria y completamente arruinado, pues en su ausencia su esposa e hijos no pudieron evitar que sus empresas quebraran. Aun así, en 1854, tras el triunfo de la revolución progresista, fue elegido alcalde de Alicante y director de la fábrica de tabacos. Pero hubo de dimitir pocos meses después porque estaba muy enfermo. Murió en julio de 1855.

Pasaron por delante de una puerta abierta a la izquierda del pasillo y el médico se detuvo para mostrarle a Baldomero el interior de aquella habitación, donde sólo cabía un camastro, una mesita y un armario. Entretanto, siguió contándole la historia de su cuñado:

–Diego Carmona llegó aquí en 1854. Traía una pequeña fortuna y su idea era crear una empresa de exportación e importación con su amigo Carreras, pero éste, como digo, murió al año siguiente, y Diego hubo de arreglárselas solo. Buscó socios, pero no los encontró. Su cuñado, si es que realmente era el hermano de su esposa, era un hombre excéntrico, de carácter raro, y nadie terminaba de fiarse de él. Además, su aspecto…

Al final del corredor, Baldomero y su acompañante llegaron a una sala iluminada por un candelabro de siete brazos y dos palmatorias que estaban encima de una mesa redonda, cubierta por un mantel oscuro y rodeada por media docena de sillas. Era aquel el único mobiliario que había en la estancia, colocado en el centro de la misma. Olía a humedad, a pesar de que la única ventana estaba abierta de par en par, con clara intención de ventilar la habitación. Fuera de la casa había oscuridad y silencio. Un hombre que Baldomero no conocía se hallaba sentado en una de las sillas. Debía tener unos cuarenta años, era muy delgado, algo calvo, vestía frac y fumaba un cigarrillo. Y de pie, mirando con atención y con ayuda de una palmatoria que tenía en una mano la pared que había a la izquierda de la puerta, había otro hombre, todavía con el redingote puesto –el frío que entraba por la ventana así lo aconsejaba–, que en cuanto se dio la vuelta Baldomero reconoció como Eleuterio Maisonnave, de treinta y dos años de edad, abogado y periodista, masón –de la misma logia que don Manuel– y actual alcalde de Alicante y diputado en las Cortes por el partido republicano. Tenía entre los labios una pipa encendida, cuyo humo, de olor suave y agradable, se mezclaba con el que despedía el cigarrillo del otro hombre, de olor mucho más fuerte y desapacible, formando una especie de nubecilla que, suspendida en el centro de la sala, se movía lentamente, como si tuviera vida propia, creando extrañas figuras y desprendiendo un nuevo olor, levemente abrumador, antes de dejarse llevar hacia la ventana abierta, por donde desaparecía.

–Señores, don Baldomero Pellús –presentó Ausó al mismo tiempo que dejaba el quinqué encima de la mesa, junto al candelabro y las palmatorias–. Este señor es don Juan Pérez, un distinguido y avezado médium– añadió, señalando al hombre del frac–. Y este es don Eleuterio Maisonnave, mi más aventajado discípulo…

Baldomero estrechó la mano de ambos hombres, al tiempo que recordaba lo que había leído acerca de aquel médium en La Revelación, la revista fundada por don Manuel Ausó, en su último número.

Al parecer, el pasado día 6 de enero se había llevado a cabo un extraordinario experimento en la residencia del señor Planchard, dueño de uno de los tres gabinetes fotográficos que había en Alicante. A aquel hombre, Juan Pérez, tras la pertinente evocación «se le presentó el espíritu de su padre, que, enterado del caso, deseaba salir retratado junto con su hijo». Realizada la fotografía, Planchard declaró «que notaba dos manchas en el cliché con formas humanas, una á la derecha y otra á la izquierda del médium que se había retratado. Efectivamente, habían salido en el cliché los retratos de dos espíritus. El que estaba á la derecha era el padre del mencionado J. Pérez (que fue reconocido después por infinidad de amigos que le conocían y en particular por su misma esposa), y se hallaba reclinado sobre su hombro; y el de la izquierda fija la vista en el suelo en actitud grave y respetuosa.»

–Estará a punto de llegar. ¿Quiere, por favor, salir a esperarla? –preguntó don Manuel al médium, quien cogió el quinqué para salir de inmediato a la puerta de la calle.

Agobiado por el fuerte y desagradable olor a humo y humedad que había en aquella estancia, Baldomero se llevó el pañuelo a la nariz. Aunque lo había usado para secarse el sudor, aún olía a limpio, un olor que le reconfortó, a pesar de que el corazón le seguía palpitando algo más de prisa que de costumbre y de que sus oídos continuaban percibiendo aquel insistente sonido semejante a la bocina lejana de un buque. Le agradaba tanto el olor a ropa limpia, le relajaba tanto, que jamás usaba agua de colonia. Y así, con el pañuelo estrujado en su nariz, logró Baldomero apaciguar su ánimo. Si bien muy pronto su corazón volvió a encabritarse, al percatarse de la singularidad de aquellas paredes que le rodeaban.

Imitando al alcalde, que volvía a estar de cara a la pared que había a la izquierda de la puerta, Baldomero tomó una de las palmatorias que había en la mesa y se acercó para verla con mayor detenimiento. Así fue como descubrió que, lo que parecían de lejos procesiones de insectos, eran en realidad frases escritas con letra menuda. Al igual que los otros tres lienzos de la sala, aquella pared estaba llena de frases escritas con lápiz o carbón sobre fondo blanco. La caligrafía era desigual, pues algunas palabras estaban formadas por letras redondas, cuidadosamente escritas, en tanto otras parecían haber sido garabateadas con rapidez, con letras angulosas y torcidas. «Renunciar al espejismo de los nombres y de las formas». «La vasija era arcilla y volverá a serlo». «El hielo y el vapor se creen aquello que no son. Ni han nacido ni han muerto. Son agua». «Cada cual forja su propio destino». «La fe hace posible lo imposible». «En la otra vida encontrarás lo que en esta has creído, si tu fe es verdadera».

–Diego blanqueó esta sala para poder escribir en las paredes los pensamientos que se le ocurrían, ya propios, ya sacados de autores antiguos –dijo don Manuel acercándose a Baldomero e interrumpiendo su lectura–. Forman un álbum grandioso, donde se leen las extravagancias más raras al lado de pensamientos profundos y sentenciosos. Todo este lienzo de pared, como una página especial, está dedicado a insertar proverbios orientales, a los cuales Diego se mostraba singularmente aficionado. No en vano había viajado mucho por Asia, especialmente por la India.

–Antes me estaba contando algo sobre su aspecto… –recordó Baldomero, desviando la mirada de la pared para fijarla en el médico. También Maisonnave dejó de leer para prestar atención a su maestro y amigo.

–Sí… Como le decía, Diego Carmona llegó aquí con una pequeña fortuna y pensando crear una empresa mercantil con Carreras. Compró una casa cerca de la de éste, en la calle San Francisco, donde vivía con su servidumbre, formada por dos filipinos. Pero Carreras falleció y entonces hubo de buscar nuevos socios. No lo consiguió. Diego era un hombre extravagante, le gustaba vestir como si aún estuviera viviendo en Filipinas, con guerreras blancas y tocado de ese gorro tan característico… ¿cómo se llama?…

–Salacot –dijo Maisonnave, apartando la pipa de la boca–. Realmente era un tipo muy… peculiar. No tenía don de gentes… Raro, poco sociable, no daba fiestas ni acudía a ninguna tertulia…

–Así es difícil encontrar socios, ¿verdad? –continuó Ausó–. Ya por entonces apuntaba los trastornos mentales que luego le mataron, aunque he de reconocer que yo mismo no me di cuenta por aquellas fechas… Su aspecto además no le ayudaba a ganarse la confianza de los grandes comerciantes, siempre tan suspicaces en lo que respecta a la apariencia física. Menos su piel, que no es que fuera completamente blanca, sino más bien agitanada, Diego tenía todos los rasgos de un negro: labios muy gruesos, nariz ancha, ojos oscuros, pelo negro y ensortijado.

–Si a eso le unimos su nula elegancia y su excentricidad, no resulta difícil comprender el rechazo que encontró entre la élite social alicantina, mucho menos abierta, viajera y tolerante que el bueno de don Manuel Carreras, que en paz descanse –concluyó el alcalde.

–Acabó arruinándose. Así que, en 1858, vendió su casa y se marchó. Volvió al cabo de doce años, tan arruinado como se había ido, económicamente hablando, pues en cuanto a su salud mental se hallaba mucho peor. Alquiló este tabuco y trabajó unos meses en los almacenes del puerto, pero lo echaron porque hacía y decía cosas muy extrañas. Vino a mi consulta, y traté de ayudarle, pues en seguida me di cuenta de que padecía una demencia creciente, incluso recomendé su ingreso en el Asilo de la Beneficencia, pero se negó, pues aún le quedaba algo de dinero con que pagar el arriendo de esta casucha.

–El comisario de policía me habló de él, del lamentable estado en que se encontraba, después de que entrara en casa de los vecinos para cavar en el suelo de la cocina, y quedamos en que lo internaríamos en el asilo… Pero no dio tiempo –explicó el alcalde.

–Tan sólo dos días después de que saliera de la cárcel, se quemó aquí, en la cocina –dijo el médico, señalando con el bastón la puerta del pasillo.

–Lo hizo después de que intentara entrar otra vez en la casa de al lado. Llevaba consigo una garrafa llena de aceite, la misma con la que se embadurnó luego, un momento antes de prenderse fuego. Por lo que balbuceaba, parece que lo que quería era quemar la cocina de los vecinos –apuntó Maisonnave, antes de llevarse de nuevo la pipa a los labios.

–¡Qué horrible! –murmuró Baldomero, con el corazón oprimido por la emoción, pero aliviado de que su querida esposa no estuviera con él en ese momento. Era la primera vez, desde su muerte, que se alegraba de que María del Carmen no estuviera a su lado. Habría sentido una gran pena al saber cómo había muerto su hermano.

Mientras esto pensaba, cruzó la sala con la palmatoria en una mano, hasta aproximarse a la pequeña chimenea que había en un rincón. Una chimenea que parecía no haber sido utilizada después de que fueran blanqueadas las paredes. En el lienzo que había junto a la chimenea, a la derecha, había escritas con lapicero y con prisa varias frases extrañas, incoherentes, con palabras muy separadas: «Te ayudaré, te ayudaré… Sí, te quemaré, te quemaré… ¿Pero dónde estás?». «Te oigo…». «Lo haré, te lo prometo». «Ya sé dónde estás. Te he visto…». «Donde acaba el tiempo».

Estremecido, sintiendo escalofríos y con los latidos de su corazón encogido recorriendo sus venas como una manada de lobos, Baldomero leía aquellas frases escritas con desesperación en la pared, al mismo tiempo que se le acercaba nuevamente Manuel Ausó, quien le explicó:

–Los dementes como Diego Carmona creen oír voces en su cabeza. Voces que sólo ellos oyen, que les ordenan hacer cosas en contra de su voluntad, cosas siempre irracionales y muchas veces peligrosas… Pero también es cierto que, en ocasiones, este tipo de personas sirven de puente, de manera involuntaria, con el mundo de los espíritus…

–¿Los espíritus? –se sorprendió Baldomero, con el corazón a galope y sintiendo cómo su frente volvía a empaparse de un sudor frío.

–Sí. De la misma manera que el alma, al dejar el cuerpo tras la muerte de éste, entra en el mundo de los espíritus, de donde ha salido para volver a tomar otra existencia material después de un transcurso de tiempo más o menos largo, durante el cual permanece en el estado de espíritu errante, hay personas que tienen en vida acceso a dicho mundo espiritual, casi siempre sin quererlo y que, no comprendiendo lo que les pasa o no sabiendo controlarlo, terminan perdiendo el juicio, volviéndose locas. Esto es lo que parece que le ocurrió a su cuñado, pues no hay más que leer lo que aquí, en estas paredes, dejó escrito…

–¿Quiere decir que el hermano de mi esposa tenía trato con los espíritus? –preguntó Baldomero con los ojos muy abiertos y llevándose la mano que tenía libre al pecho.

–Bueno, los espíritus se nos manifiestan evocándolos o espontáneamente. Y parece evidente que a Diego se le presentaban de esta última forma.

–¿Y qué clase de espíritus eran? Quiero decir: ¿le animaban a hacer cosas malas?

–Los espíritus buenos nos impulsan al bien; mientras que los malos nos impulsan al mal. En el caso de Diego, tenemos nuestras dudas, visto el trágico final que tuvo. Pero precisamente eso es lo que pretendemos averiguar esta noche: qué espíritu o espíritus eran con los que entraba en contacto Diego en esta casa. Hace hoy justamente un año de su muerte, y muy pronto el dueño de esta casa se la entregará a otro inquilino. Por suerte, he logrado convencerle para que nos deje celebrar una sesión esta noche. Una sesión a la que le he invitado por dos razones: porque Diego era su cuñado y porque usted mismo, según me ha contado, siente sensaciones muy extrañas e inquietantes cuando está cerca de esta casa…

–De esta casa no, de la de al lado… –puntualizó Baldomero, visiblemente asustado.

–Más a nuestro favor.

En ese preciso instante Baldomero notó cómo algo o alguien le rozaba un tobillo y luego el otro, causándole un sobresalto que le hizo dar un brinco y un grito de terror, al mismo tiempo que su corazón se encabritaba como un caballo desbocado.

Espíritus del mal

Los dos hombres que habían en la estancia le miraron sorprendidos y atemorizados, hasta que vieron al gato que, corriendo desde donde estaba Baldomero, fue igualmente asustado hasta la ventana para saltar al alféizar y de allí a la calle. Era un gato negro que en seguida se confundió con la oscuridad exterior.

–Lo siento mucho… –se disculpó Baldomero, avergonzado pero con el corazón aún descontrolado. Tenía el rostro tan pálido y brillante a causa del sudor, que el médico le hizo que se sentara en una de las sillas que rodeaban la mesa–. Aborrezco esos animales…

–¿Los gatos? Pero si son inofensivos –se asombró el alcalde.

–No los soporto… Me causan irritaciones en la piel.

Baldomero se puso de pie un instante después, en cuanto entraron en la sala, siguiendo los pasos del médium –que portaba el quinqué–, los últimos invitados a la sesión espiritista. Era una pareja vestida completamente de negro. A él no lo conocía; pero a ella la reconoció Baldomero en seguida, a pesar del velo que cubría su cara, comprendiendo entonces por qué don Manuel le había hecho prometerle solemnemente que no le contaría a nadie lo que ocurriera esta noche y que mantuviera en secreto la identidad de los invitados, en especial la de la dama que iba a participar en la reunión.

Arropada con un abrigo sobre el vestido con polisón y tocada con una pequeña capota, todo de color negro, la recién llegada saludó a los presentes al mismo tiempo que levantaba el velo que cubría su cara.

–Buenas noches, señores.

El alcalde y el médico fueron los primeros en presentarles sus respetos. Mientras lo hacían, ella le recordó a don Manuel el compromiso al que habían llegado previamente.

–No se preocupe, señora. Todos los aquí presentes hemos dado nuestra palabra de caballeros. Nadie sabrá que usted y su señor hermano han asistido a esta reunión. Pase lo que pase –afirmó Ausó, antes de saludar al hombre que la acompañaba, vestido con sobretodo, levita y pantalón negros.

La anciana dama, de algo más de sesenta años, era doña Juana Carreras Bellón, hija de Manuel Carreras, el testarudo revolucionario amigo de Diego Carmona, muerto en 1855, y de Juana Bellón, que había fallecido en 1861. Se había casado muy joven con Antonio Campos Doménech, heredero de una importante empresa comercial, ferviente católico y actual diputado provincial por Unión Liberal, con quien había tenido tres hijos, el primero de los cuales se llamaba como el padre. Baldomero había conocido al joven Antonio Campos Carreras, poeta y periodista de reconocido prestigio, el 16 de octubre de 1860, durante la solemne apertura de la exposición agrícola, industrial y artística que había organizado la sociedad económica de Amigos del País. Durante la inauguración del pabellón que se había construido al efecto enfrente de la Casa de la Maternidad, fue leída precisamente una composición poética del por entonces jovencísimo y prometedor –veinte años de edad– Antonio Campos Carreras. Había estudiado en Madrid, cultivando la amistad de varios literatos, entre ellos Ramón de Campoamor, que fuera gobernador de la provincia alicantina y representante del empresario José de Salamanca. Autor del libro Fábulas, impreso en Madrid en 1864, colaborador de varias publicaciones –Álbum Literario, El Lucentino–, a partir de 1868 había redactado durante la temporada de baños un periódico manuscrito, Crónica de los Baños de Busot, y ya en agosto de 1870, influido por su padre, de profundas convicciones conservadoras, fundó El Semanario Católico, cuyo primer número, dirigido por él, apareció el día 6 de aquel mismo mes. Con la redacción y administración situadas en el número 19 de la calle Labradores, El Semanario Católico era el portavoz oficioso de la Iglesia y, como tal, protestaba ante la política anticlerical del Gobierno revolucionario. Pero este periódico dejó de publicarse poco después y durante cuatro meses –entre el 8 de octubre de 1870 y el 4 de febrero de 1871– por culpa de la epidemia de fiebre amarilla que invadió Alicante y que obligó a cerrar el puerto. Desde mediados de septiembre a finales de noviembre, de los 22.000 habitantes que aproximadamente había en la ciudad, 5.353 fueron invadidos por la enfermedad, siendo 1.380 los que perecieron. Entre ellos estaba Antonio Campos Carreras –el primer nieto del revolucionario Manuel Carreras; el primer hijo del conservador Antonio Campos y de Juana Carreras–, de treinta años de edad.

Y si el malogrado Antonio Campos Carreras, como fundador y director de El Semanario Católico, había iniciado la pública reprobación del protestantismo y de la política anticlerical del Gobierno, su sucesor al frente del periódico había abierto de inmediato una campaña en contra del espiritismo. De tal manera que, desde la aparición de La Revelación, la revista espiritista dirigida por Manuel Ausó Monzó, la polémica y los enfrentamientos entre ambas publicaciones eran constantes y constituían la comidilla preferida de la mayor parte de la sociedad alicantina. El 20 de enero pasado, por ejemplo, en referencia al experimento espiritista verificado catorce días antes en casa del fotógrafo Planchard, había leído Baldomero en El Semanario Católico una crítica burlona que comenzaba diciendo: «La maravilla de las maravillas ha tenido lugar en esta ciudad, y en la casa de un conocido y acreditado fotógrafo»; y que, después de narrar el hecho supuestamente sobrenatural, añadía: «el busilis estaba en la plancha, que, no habiéndose limpiado convenientemente después de otro retrato, ha sacado en éste lo que quedó por limpiar en aquél».

No era pues de extrañar que doña Juana Carreras no quisiera que nadie supiera de su participación en una sesión espiritista. Muy probablemente, pensó Baldomero, ni siquiera lo sabían sus hijos, ya que se había hecho acompañar por su hermano menor, Mariano Carreras –once años más joven que ella–, y por supuesto tampoco lo habría de saber su esposo, católico y conservador a ultranza. ¿Qué pensaría no sólo su marido, sino la sociedad alicantina en su conjunto si se supiera que ella, la madre del principal defensor alicantino de la Iglesia, se reunía con los más declarados enemigos de la misma, para asistir a una sesión espiritista?

Sin embargo, el motivo por el que doña Juana había pedido a don Manuel Ausó que le permitiera asistir a aquella reunión, era precisamente su hijo mayor, fallecido diecisiete meses antes, el 16 de octubre de 1870. Tanta era la pena que sentía aún esta mujer por la temprana pérdida de su primogénito, que en su desesperación deseaba verificar en persona si había algo de cierto en aquello de lo que tanto se hablaba y escribía últimamente: el espiritismo, la posibilidad de hablar con los espíritus de los muertos. En concreto, con el espíritu de su difunto y queridísimo hijo. El acuerdo con don Manuel se cerró con el máximo sigilo: No asistirían a la sesión más personas de las necesarias: el médium, don Manuel, doña Juana y su acompañante; no se haría ninguna fotografía; y, por supuesto, se mantendría en secreto su asistencia y la de su acompañante. Luego, don Manuel convenció a la dama para que permitiera la presencia de dos hombres más, los cuales se comprometieron a guardar tal secreto: el alcalde, amigo de la infancia del fallecido, aunque después fueron rivales políticos, y Baldomero Pellús, cuñado del anterior inquilino de la casa donde iba a celebrarse la reunión, muerto un año antes y que, según el médium, serviría de guía para buscar al espíritu de Antonio.

Juan Pérez cerró la ventana y la puerta de la sala, y a continuación se sentó en una de las seis sillas. De izquierda a derecha del médium tomaron asiento Eleuterio Maisonnave, Baldomero, Mariano Carreras, doña Juana y don Manuel. Sólo este último se había desprendido de su capa, que dejó en el angosto dormitorio, encima de la cama, junto a su bastón y los sombreros de los hombres. La dama ni siquiera se quitó la pequeña capota. Seguía haciendo frío, a pesar de haberse cerrado la ventana, aunque el médium parecía no notarlo, vestido con frac y sin nada de abrigo.

–Ahora les ruego que permanezcan callados y se concentren, mejor con los ojos cerrados y cogiéndose de las manos –pidió Juan Pérez cerrando en efecto los párpados y tomando con su mano izquierda la derecha del alcalde, y con su diestra la contraria del doctor.

A Baldomero le habría resultado ridículo aquello si no llega a ser porque el zumbido que venía escuchando desde que se acercara a aquella casa, y que durante los últimos minutos parecía haber disminuido, de improviso había empezado a sonar con mayor intensidad. Había leído que en aquellas sesiones espiritistas las mesas giraban inexplicablemente o el médium escribía, involuntaria y espasmódicamente, con un lapicero y en un papel, mensajes que le dictaban los espíritus. Pero ni Juan Pérez tenía en su mano un lápiz ni la mesa camilla alrededor de la cual estaban sentados parecía moverse lo más mínimo.

–Oh, espíritu de Diego Carmona, ¿estás aquí?… –preguntó Juan Pérez. Con una mano del alcalde en su derecha y otra mano de Mariano Carreras en su izquierda, Baldomero separó un poco los párpados para observar al médium, quien parecía en efecto concentrado, con la barbilla ligeramente levantada y los ojos cerrados. La luz que desprendían el candelabro y las palmatorias alumbraban la cara de los presentes, todos ellos con los ojos cerrados (si bien le pareció que los párpados de Mariano estaban como los suyos, no del todo cerrados), pero las paredes estaban en penumbra, con sus inquietantes escrituras convertidas en líneas difuminadas que parecían moverse lentamente, como gusanos y culebrillas–. Buscamos al espíritu de Diego… ¿Está aquí? –insistió Juan Pérez con voz grave.

Alguien, quizá doña Juana, movió los pies debajo de la mesa. Fue un siseo fugaz e inofensivo, que sin embargo provocó una reacción desproporcionada del corazón de Baldomero. Éste empezó a bombear con gran rapidez, al mismo tiempo que hasta sus oídos llegaba con mayor fuerza aquel ruido parecido a una bocina de barco, si bien ahora semejaba más el producido por un gato, un gato gigante que runruneaba sin cesar. «Ayúdame…», creyó escuchar entonces, como en un susurro. Era una voz de mujer que apenas conseguía oír por culpa de aquel sonido. «Ayúdame, por favor», repitió la voz, ahora con mayor claridad, pues el inquietante sonido desapareció de repente.

Baldomero abrió los ojos, al mismo tiempo que su corazón se aceleraba aún más. Miró a los demás, que seguían teniendo los ojos cerrados y, al menos aparentemente, estaban concentrados en la búsqueda del espíritu de su cuñado. Pero la voz que él había escuchado… «Estoy aquí… Ven…» y que volvía a oír, ahora con los ojos abiertos, era la de una mujer que no era doña Juana.

–¿No han oído eso? –preguntó Baldomero, un instante antes de arrepentirse.

Los cinco abrieron los ojos y le miraron con mayor o menor grado de sorpresa. La del médium era una mirada ceñuda.

–¿El qué? –quiso saber Juan Pérez.

–Yo no he oído nada –dijo don Manuel.

–Ni yo –secundó el alcalde.

–¡Oh, lo siento! Me había parecido… Quizá sólo me lo haya parecido… –titubeó Baldomero. En cualquier otra circunstancia se habría sonrojado por la vergüenza, pero su cara estaba demasiado lívida y sudorosa. También sus manos empezaron a sudar, lo que le incomodó muchísimo, por tenerlas unidas a Maisonnave y Carreras.

–Volvamos a intentarlo… –propuso el médium, cerrando de nuevo los ojos. Un momento después, volvió a preguntar en voz alta y grave–: ¿Estás aquí, Diego?

Baldomero, que había vuelto a cerrar los ojos, sintió un repentino escalofrío que le hizo estremecerse como si hubiera recibido un latigazo. Instintivamente, separó sus manos de las de sus compañeros, al tiempo que oía cómo aquella voz femenina le llamaba como si estuviera detrás de él: «Ven a ayudarme, por favor. Estoy aquí…»

Se levantó de la silla de un salto, con la mano derecha en el pecho, como si pudiera así aminorar el ritmo desenfrenado de su corazón.

–¿Dónde estás? –preguntó Baldomero, ante la mirada atónita de los demás.

–¿Qué le ocurre, Pellús? ¿Está bien? –le preguntó el doctor, incorporándose de su silla.

«Estoy aquí, donde acaba el tiempo, esperándote…»

Baldomero miró con ojos muy abiertos a las otras cinco personas que había en la sala, que le observaban con creciente preocupación.

–¿Pero es que no la oyen? ¿De verdad no oyen esa voz? –preguntó Baldomero sudando a mares y con la mano derecha agarrada a su pecho.

–¿Qué voz? –preguntó el médium–. ¿Se ha presentado?

Manuel Ausó empezaba a rodear la mesa para acercársele, cuando Baldomero retrocedió hasta la pared, próxima a la chimenea.

«Ven. Te lo suplico. Tienes que liberarme.»

Le pareció que la voz venía del pasillo, así que Baldomero corrió hacia la puerta, la cual abrió de golpe. Allá, al fondo del corredor, brotaba por la puerta de la cocina una claridad blanca, que le atraía con una fuerza tan inexplicable como irresistible.

–¿Pero qué hace? –gritó el alcalde, poniéndose de pie, como el resto de los presentes.

–¿Adónde va? –exclamó el médium, al ver cómo aquel hombre emprendía una carrera alocada por el pasillo. Detrás de él fue el médico, también corriendo.

Apenas si podía respirar cuando llegó a la puerta de la cocina, desde donde Baldomero vio una especie de nubecilla blanquísima que reverberaba cerca del suelo, justo donde Diego había estado cavando un año antes.

«Ayúdame a liberarme. Has de quemarme… ¡Quémame!»

Baldomero se llevó la mano izquierda a la cabeza, al mismo tiempo que apretaba aún más la derecha contra su pecho. Sin aliento, sin fuerzas, dio dos pasos en el interior de la cocina, en dirección donde estaba aquella misteriosa y atrayente nube blanca que con tanta insistencia le pedía ayuda, pero cayó de bruces antes de que lo alcanzara don Manuel.

Caído en el suelo, apenas unos segundos después de que el médico homeópata le diera la vuelta, Baldomero advirtió con fatal precisión cómo se detenía, extenuado, su corazón.

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