septiembre 29, 2023

Anamari capitulo 4

Ibiza, junio-octubre de 1968 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 4 | Si no llega a ser por las gafas, la primera vez que Anamari vio a Patrick hubiera creído estar delante de Jesucristo. Alto y delgado, de melena muy larga y dorada que le caía sobre los hombros, de barba también larga, lacia y del mismo color, cejas anchas pero bien perfiladas sobre ojos de un azul tan claro que parecían grises, mirada amable, casi lánguida, mentón sobresaliente y adornado con un hoyuelo, vestido con túnica de algodón blanca que le llegaba hasta los pies, calzados con sandalias de cuero…, aquel chico de unos veintiséis o veintisiete años habría sido la viva estampa de Jesús resucitado sino fuera por culpa de las anacrónicas lentes redondas que llevaba puestas, al estilo de John Lennon.

Este Jesucristo con gafas estaba junto a otro hombre de enormes bigotes y de atuendo igualmente extraño, de unos treinta años, vestido con un desteñido pantalón ajustado a la cadera y muy ancho por abajo, una camisa floreada y de colores muy vivos, gafas de sol y un pañuelo encarnado rodeando su frente, sujetando varias margaritas cuyos tallos se escabullían entre su largo cabello castaño y ondulado.

–Son norteamericanos –le susurró Sagrario.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque me lo ha dicho mi abuelo. Están con una chica en Can Roig.

–¿En Can Roig?

–Sí, mi abuelo se la alquiló hace unos meses.

Como casi todos los habitantes de San Lorenzo, Anamari y Sagrario acababan de oír misa y estaban todavía en la puerta de la iglesia. Eran las doce y media del último domingo de junio, hacía un sol radiante y el calor aconsejaba la búsqueda de sombra. Los extranjeros estaban a unos cincuenta metros, al lado de una vieja furgoneta DKV pintada con figuras floreadas y colores llamativos, hablando con varios payeses, entre ellos Simonet, abuelo paterno de Sagrario y dueño de Can Roig.

–Vamos a casa –dijo la abuela de Anamari, que había estado formando corrillo y charlando con varios vecinos.

–Ve tú, ávia. Yo iré ahora –repuso Anamari, al mismo tiempo que se alejaba del grupo con Sagrario.

–No tardes. Comeremos en seguida.

Anamari y Sagrario se acercaron a donde estaban los foráneos, a tiempo de oír cómo el dueño de Can Roig explicaba a sus inquilinos, despacio y en voz alta, que no estaba previsto por ahora la conexión de luz eléctrica en aquella finca.

–Ya le dije a usted cuando se la alquilé, que no había electricidad ni sé cuándo la habrá –le recordaba al mayor de los norteamericanos, el bigotudo con camisa floreada, alzando la voz y gesticulando como si estuviera sordo.

–¿Dónde comprar pilas? –preguntó el extranjero bigotudo.

–En Can Petit… En la botiga de Toni Petit, que está por allá –dijo Simonet, señalando la carretera de Ibiza–, no muy lejos… Allí encontrarán de todo: pilas, butano…

Mientras el abuelo de Sagrario hablaba con el norteamericano que llevaba flores en el pelo, ésta y su amiga, ajenas a la conversación, miraban con embelesada atención al otro extranjero, quien parecía no entender nada de lo que se estaba diciendo. A través de los cristales redondos de sus gafas les devolvió la mirada, si bien a Anamari se le antojó que fue a ella a quien observó con mayor interés. De inmediato sus mejillas se encendieron como bombillas encarnadas.

Anamari y Sagrario tenían dieciocho años y se conocían desde siempre. Sagrario había nacido en San Lorenzo, pero cuando tenía tres años sus padres se la llevaron a Santa Eulalia, donde abrieron un bar. Todavía vivían allí, pero todos los años llevaban o mandaban a Sagrario y a sus dos hermanos menores a San Lorenzo para que pasaran los meses de verano con los abuelos, tanto paternos como maternos.

Por su parte, Anamari había nacido en Ibiza, pero también desde que era muy niña solía pasar los veranos en San Lorenzo, de donde era natural su padre.

Miguel Mayans nació en 1922 y, con veinticuatro años, nada más volver del servicio militar, se fue a Ibiza, donde tuvo varios oficios, siendo el último el de camarero en el bar-restaurante del hostal La Peña, situado muy cerca del puerto. Y fue el último porque se casó, en 1945, con Carmen, la única hija de los dueños del hostal. Carmen tenía tres años menos que su marido, era menuda y había tenido un hermano menor que murió siendo muy pequeño por culpa de la leucemia, pero era muy activa y gozaba de buena salud. Dio a luz –en partos rápidos y casi indoloros– a Miguel, en 1946, y a Ana María, en 1950. Además del nombre, Miguel tenía el aspecto físico de su padre: cuerpo y cabeza grandes, abundante vello, cabello castaño, manos fuertes, risa fácil y mirada bondadosa; más de una vez Carmen los comparaba, entre risas, con un par de osos inofensivos y felices. Sólo una diferencia había entre padre e hijo; una diferencia que había surgido hacía unos pocos meses: en tanto el progenitor seguía gozando de una vista excelente, el hijo llevaba tiempo perdiendo visión de una forma lenta pero continua, hasta el punto de que, a pesar de que podía hacer todavía una vida normal, había sido declarado no apto para el servicio militar obligatorio.

Anamari, como la llamaban todos, había sacado los rasgos físicos de su madre: esbelta, cabello castaño claro, ojos de color azul oscuro; si bien contaba con cierta peculiaridad: un lunar en la frente, justo encima del entrecejo. Una peculiaridad que la diferenciaba de su madre, pero que no era ajena a su familia, ya que, según le dijo ésta, su abuela –es decir, la bisabuela de Anamari– también tenía un lunar en el mismo sitio.

Desde que eran niños Anamari y su hermano pasaban las vacaciones veraniegas en el pueblo de su padre, cuidados por sus abuelos y el tío Pascual. Pero desde hacía ya tres años Miguel sólo iba a San Lorenzo una semana, a mediados de agosto, para pasar las fiestas patronales. Una vez obtenido el título de bachillerato, había empezado a trabajar con sus padres en el hostal. Y no fue aquel el único cambio que hubo durante los últimos años: el abuelo y el tío Pascual habían fallecido, por culpa de sendos infartos cardíacos, cuatro y dos años atrás, respectivamente. El tío Pascual –hermano menor del padre de Anamari– sólo tenía cuarenta y dos años cuando murió; olía permanentemente a sudor y vino, pero era un buen hombre y siempre se había portado muy bien con sus sobrinos. Estaba soltero y, por lo que Anamari había oído hablar a sus padres cuando creían estar solos, era impotente desde que padeciera paperas siendo joven. Debido a todo esto, durante los dos últimos veranos la única persona que Anamari encontraba al llegar a Sa Vinya era a su abuela. La única que le quedaba, pues la otra –la abuela Ana María, la madre de su madre– había muerto muchos años antes, cuando ella tenía seis o siete años, a causa de un cáncer de mama. Su marido sólo le sobrevivió unos pocos meses.

Pese a todo, para Anamari las vacaciones en San Lorenzo seguían siendo la mejor época del año. Por desgracia, estas del año 1968 podían ser las últimas, al menos en cuanto a duración se refería –desde finales de junio hasta primeros de septiembre–, pues había aprobado el curso Preuniversitario y, al no querer irse de Ibiza para seguir estudiando, sus padres le habían dicho que tendría que trabajar en el hostal a partir de septiembre.

Quizá por eso había disfrutado esta última vez su viaje a San Lorenzo de un modo muy especial –un viaje breve, en autobús, a través de una carretera en mal estado durante los últimos kilómetros, pero afortunadamente sin curvas y con el destino a la vista, a la derecha, con la iglesia descansando sobre la ladera del monte, oliendo durante casi todo el tiempo a hinojo– y deseaba disfrutar como nunca durante aquellos meses de vacaciones.

San Lorenzo de Balafia, pedanía de San Juan Bautista, está en el centro de la isla de Ibiza, por lo que carece de costa. Era un lugar tranquilo, en el que sus habitantes vivían en paz y en perfecta armonía. El núcleo de la población, al sur de un monte repleto de pinos, estaba constituido por una iglesia –de gruesos muros con un solo arco a la entrada y un campanario en el centro de la fachada desde el que se dominaba un minúsculo cementerio– y cinco casas, además de dos antiguas torres de adobe. El resto estaba formado por varias casas payesas, diseminadas en un terreno amplio y sinuoso. Una de ellas era Sa Vinya, la casa en la que había nacido el padre de Anamari y donde ahora vivía, sola, su abuela.

Sa Vinya estaba a un cuarto de hora andando de la iglesia, dirección este, en el centro de una finca de algo más de dos hectáreas de extensión, rodeada de un viñedo, numerosos almendros y algunos olivos. Las encaladas paredes de la casa fueron construidas con piedras calcáreas unidas con mortero de cal, y el techo y las puertas con madera de pino y de sabina. Estaba compuesta de dos pisos; el superior servía de almacén, mientras que en la planta baja había tres dormitorios grandes, el porchu –sala de estar y comedor– y la cocina. En la parte de atrás había un lavadero, un pozo, un horno árabe y un gallinero; y más allá, lo bastante alejada como para que el purín sólo molestase en días de mucho viento, se encontraba la pocilga, habitada siempre por no menos de una docena de cerdos.

Fue la tarde del 1 de julio cuando Anamari y Sagrario visitaron Can Roig por primera vez desde que esta finca fuera alquilada por aquellos extraños norteamericanos. Tardaron apenas diez minutos en llegar desde la iglesia, montadas en sus respectivas bicicletas, vehículos que solían usar desde niñas para moverse por los alrededores de San Lorenzo.

Can Roig era una casa payesa con cuatro habitaciones, porchu, cocina y pozo, rodeada de un abigarrado pinar y erigida a finales del siglo anterior en la cima del monte en cuya falda se hallaban la iglesia y el cementerio. Se llegaba a ella por un camino estrecho, serpenteado y de tierra que nacía en un cruce de la carretera que bordeaba el monte, no muy lejos de Sa Vinya.


La excusa para su visita se le ocurrió a Sagrario: les llevaba media docena de pilas que ella misma había adquirido en Can Petit, aunque les dijo que había sido su abuelo quien las había comprado y le había pedido que se las llevara.

Las recibió una chica delgada e igual de alta que ellas, pero de unos veintidós o veintitrés años, de cara redonda y sonrisa amplia, nariz respingona y ojos oscuros, chispeantes, que llevaba puestas una ancha falda que le llegaba hasta los pies descalzos y una blusa muy colorida, sin botones y anudada a la altura del ombligo, bajo la cual se apreciaba a simple vista que no llevaba sujetador. Enredadas en su larga cabellera negra y sujetas por una fina cinta multicolor lucía varias florecillas silvestres. Apenas conocía unas pocas palabras en español, por lo que no entendió lo que le decía Sagrario, pero eso no fue un obstáculo para que las recibiera con hospitalidad, aderezada con una amable sonrisa y un lacónico hola, antes de presentarse –señalándose con un dedo– como Nathalie. Luego les hizo un gesto para que la siguieran y, mientras las visitantes se apeaban de sus bicicletas, marchó hacia el interior de la casa, llamando en voz alta a sus compañeros:

–¡David!, ¡Patrick!

Sagrario y Anamari conocían muy bien Can Roig, por eso se percataron en seguida de los cambios que los inquilinos habían llevado a cabo en la casa y sus alrededores. Próxima a la entrada, a la izquierda, había un pequeño jardín en el que crecían diversas plantas, algunas desconocidas para ellas, pero todas agradables de ver y oler; y más allá, cerca ya de la pinada que rodeaba la finca, formando un círculo casi perfecto –de unos setenta metros de diámetro–, vieron un huerto cercado en el que eran cultivadas algunas hortalizas, siendo las más visibles, por su altura, las tomateras. También vieron a un hombre de espaldas, cubierto con un sombrero de paja, que desapareció al agacharse. A la derecha de la casa estaba el corral, cuyo portón de madera se hallaba abierto, dejando a la vista un burro que estaba suelto pero que se encontraba quieto, mirándolas con aparente atención, al lado de la llamativa furgoneta DKV.

Nathalie entró en la casa y las visitantes se quedaron en el porche. Del interior de la vivienda y a través de la puerta y las ventanas abiertas salía música, una canción que Anamari identificó como una balada de Bob Dylan, aunque no recordaba el título. Pero en seguida Nathalie volvió a salir para invitarlas a pasar. Entraron detrás de ella, tímidas y expectantes. A pesar de lo ventilada que estaba la casa, lo primero que percibieron al entrar fue un renuente olor a incienso. El fino olfato de Anamari dirigió su mirada hacia el rincón de la estancia donde estaba el pebetero, encima de una mesita de madera. Otras dos mesas más grandes y también de madera de pino había en aquella habitación, la principal de la casa: una redonda, cercana a la chimenea, rodeada de dos viejos sillones y dos mecedoras, y otra rectangular en el centro, con media docena de sillas a su alrededor. Eran muchos los jarrones que había repartidos y conteniendo flores de diferentes colores. También eran numerosos los adornos étnicos que había por doquier, formando una caótica mezcla de estilos y procedencias: cortinas hechas con telas mexicanas, cojines marroquíes, máscaras africanas colgadas en las paredes junto a tapices árabes y escudos de nativos americanos, un biombo japonés medio extendido a la vera de un perchero de pie en el que estaban colgados un poncho andino y un sari indio… Al lado del pebetero había un receptor de radio que funcionaba con pilas y por el que se oía ahora el nuevo éxito de Tom Jones: Delilah. Sobre la misma mesita había un tocadiscos cuyo enchufe esperaba una conexión inexistente, acompañado de varios discos singles y long-plays.

Nathalie avanzó por el pasillo que había junto a la puerta que daba a la cocina, seguida por Sagrario, pero no por Anamari, que se detuvo junto a la mesita rinconera para observar con curiosidad los discos.

Aunque no sabía inglés, a Anamari le gustaba la música de los solistas y conjuntos ingleses y norteamericanos –Elvis Presley, Bob Dylan, The Beatles, The Rolling Stones– mucho más que la de los españoles, incluida la machacona canción ganadora ese año del festival de Eurovisión, pero la mayoría de aquellos discos eran de cantantes o grupos desconocidos para ella: Janis Joplin, Donovan, The Who, Crosby, Stills & Nash, The Doors, Jefferson Airplane… Quizá había oído por la radio algunas de sus canciones, pero no podía estar segura. Otros cantantes y grupos cuyos discos tenía delante sí que le sonaban, unos más que otros: Santana, Jimmy Hendrix, The Mamas & The Papas, Pink Floyd…

–Ven. Tienes que ver esto –le dijo Sagrario, cogiéndola de la mano y llevándola por el pasillo hasta una habitación donde había un viejo telar que estaba siendo utilizado por el extranjero bigotudo, que Nathalie les presentó como David.

–¿Habláis inglés? –preguntó David, que dejó de utilizar el telar para saludarlas dándoles dos besos a cada una en las mejillas. Calzaba chanclas, vestía un pantalón vaquero corto y deshilachado, y una camiseta estampada de varios colores. Seguía llevando florecillas en el pelo, pero no las gafas de sol, por lo que apreciaron por primera vez sus ojos oscuros y risueños, rebosantes de un brillo cautivador. El olor dulzón del cigarrillo que estaba fumando las envolvió con un abrazo tan cálido como invisible.

–No, pero sé un poco de francés –contestó Anamari, que había sacado muy buenas notas en este idioma durante todos los cursos del bachillerato. Probablemente porque, según decía su madre, en su familia se contaba, de generación en generación, que había habido un antepasado francés muy guapo y de ojos azules.

Con su limitado vocabulario de español y su fuerte acento anglosajón, David les dijo que Nathalie y Patrick sólo hablaban inglés, que él había aprendido un poco de español en México, pero que no sabía nada de francés.

–Así que vosotras aprender inglés o sólo poder hablar conmigo y poquito –dijo David haciendo un gesto de exagerada resignación, encogiéndose de hombros y mostrando las palmas de sus manos, un instante antes de echarse a reír.

David le dio las gracias a Sagrario por las pilas, aunque ellos ya habían comprado en la tienda que les había indicado su abuelo, y las invitó a sentarse en los sillones que había en el porchu. Nathalie les sirvió en seguida unas tazas de té y unas galletas que, según les explicó David, había hecho ella misma en el horno de leña que había en la parte trasera de la casa. Las tazas y la tetera fueron colocadas encima de la mesa redonda, donde había media docena de velas apagadas, grandes y de formas diferentes. Al carecer la casa de electricidad, Anamari no se extrañó de que hubiera muchas más velas repartidas por toda la estancia principal de la casa, además de un candelabro, un quinqué y una linterna de pilas.

David les preguntó sus nombres, la edad que tenían y por sus familias. Y una vez que ellas le respondieron, les explicó que él era de San Francisco, que Nathalie era canadiense, de Vancouver, y que Patrick era de Los Ángeles. Y que los tres eran hippies. ¿Habían oído ellas hablar del movimiento hippie?

Las dos jóvenes ibicencas habían oído hablar de los hippies en la radio y en la televisión, pero no estaban muy seguras de en qué consistía realmente ese movimiento que había nacido, al parecer, en la costa oeste de los Estados Unidos.

–Es verdad. Nace en mi país hace pocos… tiempos… Si vernos más –dijo señalándolas a ellas y luego a él–, a vosotras contar qué es el movimiento under… contra… contracul… No sé cómo se dice –se rió.

–Contracultural –dijo Anamari.

–Eso, sí. Contracultural –repitió dificultosamente, antes de aceptar el cigarrillo que le ofrecía Nathalie. Le dio una calada y, al expulsar el humo, Anamari y Sagrario se vieron envueltas por aquel olor tan dulzón.

–¿Qué tabaco es ese? Parece mentolado –preguntó Sagrario.

–¿Quieres? –le ofreció David el cigarrillo, sonriendo–. Está bueno.

En ese momento entró en la casa Patrick, que venía del huerto cargando una cesta de mimbre llena de tomates, berenjenas y pimientos. Llevaba puesto un sombrero de paja y una especie de túnica o chilaba blanca y ancha que le llegaba hasta por debajo de las rodillas. ¿Llevaría algo debajo?, se preguntó Anamari y, por la mirada que se intercambiaron, también Sagrario. Sus sandalias estaban manchadas de polvo y tierra blanda.

–Este es Patrick… y nuestra cena –dijo David riendo, antes de presentarle al recién llegado las nuevas y jóvenes amigas españolas. Estas reconocieron sus nombres en la parrafada que pronunció David en inglés y saludaron a Patrick con sendos besos. Él sonrió, formándose en sus mejillas unos hoyuelos similares al que tenía en el mentón. Sagrario tardó en borrar la sonrisa de sus labios, en tanto Anamari se enfadó consigo misma al notar el fuerte rubor que, estaba segura, debió prender sus carrillos como uno de los semáforos que había en el centro de Ibiza.

Aquella vez Anamari y Sagrario no llegaron a probar aquel tabaco tan peculiar que le ofreciera David porque decidieron irse en seguida, a pesar de que Nathalie –traducida por David– las convidó a cenar. Sagrario habría aceptado encantada, pero Anamari se sintió tan repentinamente turbada ante la presencia de Patrick, tan insegura y convencida de que la observaba burlonamente a causa de su inoportuno y llamativo sonrojo, que prefirió marcharse en seguida, antes de cometer cualquier otra torpeza que pudiera dejarla todavía en mayor evidencia. Y su amiga, aunque a regañadientes, se dejó convencer.

–Volver a nuestra comuna cuando quieran –invitó David en el porche y mientras se montaban en sus bicicletas. A su lado, Nathalie y Patrick las despidieron sonrientes y moviendo sus manos.

Por el camino de vuelta ambas amigas tuvieron un conato de discusión, pero todo quedó resuelto cuando Anamari acabó capitulando ante la insistencia de Sagrario, prometiéndole que la acompañaría de nuevo a Can Roig cuando quisiera volver a visitar a los hippies.

Una vez se separaron en el cruce de la carretera, desde donde Sagrario se dirigió al oeste, hacia el centro de San Lorenzo, Anamari se dedicó a reflexionar sobre lo que le había ocurrido mientras seguía pedaleando en dirección a Sa Vinya. ¿Por qué se había ruborizado tanto en presencia de aquel hombre? ¿Por qué se había sentido tan tontamente insegura? A sus dieciocho años, Anamari era consciente de que tenía mucho que descubrir en su relación con los hombres, sobre todo en lo concerniente al sexo, no en vano era virgen, pero jamás hasta ese momento se había sentido tan estúpidamente torpe delante de ninguno de ellos. Había salido con varios chicos y hasta se había dado el lote con alguno, como Pepe, el único con el que había estado a punto de llegar al final, pero ni en los instantes de mayor intimidad se había sentido tan perdida e insegura como en ese momento que acababa de vivir en Can Roig. ¿Acaso sería porque era un chico mayor, de más edad que los otros con los que había salido? ¿O sería porque se sentía atraída por él de una manera tan extraordinaria y desconocida hasta ahora que se había asustado? Pero si ni siquiera había hablado con él, se dijo, irritada. ¿O tal vez lo que la asustaba era el temor a ser rechazada? Hasta entonces siempre había sido ella la que había rechazado a los chicos que la pretendían y la que daba por finalizada las relaciones, sin importarle mucho el daño que pudiera causar a la autoestima del otro. Aún recordaba a la perfección el modo tan drástico como dio por terminada su relación con Pepe, al convencerse de que no le quería lo suficiente como para dar el siguiente e importante paso.

Pepe era uno de los cinco jóvenes ibicencos que, tres años atrás, habían formado el grupo musical Los Pitiusos, cuyo primer disco acababa de ser editado. De dieciocho años, atractivo y simpático, Pepe estaba acostumbrado a triunfar entre las chicas, conquistando a cuantas deseaba. Tenía fama de seductor y de conseguir de sus amadas todo lo que quería, abandonándolas luego en cuanto se le ponía por delante un nuevo reto con faldas, o mejor aún con minifalda… Hasta que consiguió por fin salir con Anamari, a la que tanto había deseado durante años. Empezaron a salir juntos en octubre de 1966 y durante ocho meses mantuvieron una relación en la que hubo más besos y magreos que conversación y complicidad. Insatisfecha y decidida a no perder la virginidad con un muchacho tan arrogante como vacuo, rompió con él unos días antes de venirse de vacaciones a San Lorenzo. Un año después, Pepe parecía no haber superado aquel revés. La prueba documental y pública estaba en la canción que él había compuesto y que se había convertido en el mayor éxito de Los Pitiusos: Ella, cuyo estribillo, tan pueril como su propio autor, empezaba diciendo:

No te necesito,

me importas un pito,

a otra encontraré,

me enamoraré…

Pero una cosa eran las relaciones sentimentales con chicos de su ciudad y de su edad, y otra muy distinta las que pudiera tener, o pudiera desear, con un extranjero varios años mayor que ella y, a buen seguro, con mucha más experiencia. ¿Sería esa posibilidad, ese deseo, lo que le había trastornado tanto en Can Roig?

Anamari y Sagrario visitaron Can Roig muchas veces a lo largo de las semanas siguientes. Visitas que duraban cada vez más, llegando a quedarse varios días seguidos. En esas ocasiones, para no preocupar a su abuela, Anamari decía que iba a acampar en una cala con Sagrario o a dormir con ella en casa de sus abuelos paternos. Sagrario usaba la misma excusa.

Durante esas semanas las dos jóvenes ibicencas disfrutaron de una sensación de libertad desconocida hasta entonces y descubrieron cómo era la vida en una comuna hippie. Una comuna pequeña pero que fue creciendo en el transcurso de aquel verano de 1968. En la tercera semana de julio llegó Johnny, un australiano de veintitrés años que era amigo de Nathalie; el último día de ese mes aparecieron Timothy y Linda, casi treintañeros y procedentes de Nueva York, que eran conocidos de David; y a mediados de agosto lo hicieron Diana –una londinense de veintiún años amiga de Johnny– y Monique, una francesa de diecinueve años que había conocido a Diana en el aeropuerto de Ibiza.

Anamari y Sagrario comprendieron muy pronto cuáles eran los principios básicos por los que se regía la comuna: el respeto a la naturaleza, el rechazo de la violencia –por lo que decía David, odiaban la guerra de Vietnam–, el amor libre –haz el amor y no la guerra era el lema más repetido por David y Monique, los únicos miembros de la comuna que hablaban algo de español– y la búsqueda de la felicidad o iluminación interior por medio de la música, las técnicas orientales de relajación y el uso responsable de algunas drogas.

Casi sin darse cuenta, las dos amigas ibicencas fueron cambiando su forma de vestir, sustituyendo las minifaldas y vaqueros por faldas largas, prefiriendo las blusas y camisetas, adornando sus melenas con flores… Dejaron de depilarse las axilas en cuanto comprobaron que no hacerlo no era cosa sólo de Nathalie, pues tampoco Linda se afeitaba los sobacos ni las piernas, como tampoco lo hacían Diana y Monique. Y aunque al principio se sorprendieron al ver casi siempre desnudos a Timothy y Linda –y luego también a Diana y Monique– en cualquier parte de la finca, no por ello se escandalizaron ni tardaron en acostumbrarse al nudismo de aquéllos.

Aprendieron a cuidar del huerto en compañía de Patrick –algo que ninguna de las dos jamás había hecho antes en casa de sus abuelos–, sobre todo Anamari, ya que las preferencias de Sagrario se inclinaban más por el telar, cuyo uso le fue enseñado por David y Nathalie. También solían cepillar y dar de comer a Rockefeller, pues así llamaban los hippies al asno que habían comprado un mes antes en San Juan. Y Patrick intentó explicarles la técnica de la meditación, pero sin éxito debido a la falta de concentración de ellas, que más pronto que tarde terminaban riendo a carcajadas. Patrick perseveró, especialmente con Anamari, y al final consiguió enseñarle aunque de una forma muy rudimentaria. Ocurrió después de que le señalara su lunar de la frente con el índice y, mirándola muy fijamente, le dijera algo que ella no logró comprender. Sólo después de que él le repitiera las mismas palabras varias veces, «Third eye» –mostrando tres dedos mientras pronunciaba la primera y señalándose un ojo con la segunda–, Anamari comprendió lo que pretendía explicarle: que su lunar era como un tercer ojo.

–Los hindúes y budistas creen tercer ojo ver el alma –dijo David, que acababa de llegar al porche, donde estaban Patrick y las dos chicas.

Anamari sintió verdadera curiosidad por aquello del tercer ojo y, a partir de entonces, se tomó más en serio los esfuerzos de Patrick por enseñarle a relajarse y meditar.

Fue también a partir de entonces que David empezó a llamar a Anamari con el mote de Third-eye. A ella no le agradaba, pero comprendiendo que oponerse al uso de un apodo tan inofensivo podría resultar pueril, se resignó a ello. Por su parte, Sagrario se adelantó a los acontecimientos y, antes de que David le buscase un mote, le confesó que sus abuelos maternos la llamaban, desde que era muy niña, remolí, torbellino. Fue Johnny quien, siguiendo atentamente las explicaciones gráficas de Sagrario, acertó con la traducción apropiada al inglés: Whirlwind.

Las relaciones personales en la comuna eran siempre buenas porque sus miembros detestaban el egoísmo y procuraban fijarse sólo en las «buenas vibraciones» de los demás, según contó David. Respetaban escrupulosamente los deseos de quienes se apartaban durante horas o días para meditar o simplemente para estar solos, y aprovechaban todos los momentos en que las circunstancias lo permitían, para divertirse y proporcionarse placer a través de la música, la droga y el sexo.

A falta de electricidad y por tanto de tocadiscos –algo que se resolvió en parte tras la llegada de Timothy, quien supo conectar el tocadiscos a la batería de la furgoneta–, era la radio de pilas el único aparato que tenían para escuchar música grabada, lo que resultaba frustrante para la mayoría de los hippies, ya que no solían escucharse sus canciones preferidas a través de las emisoras que sintonizaban. Pero compensaban esta carencia cantando ellos mismos, lo que era una suerte, en opinión de Anamari y Sagrario, pues era mucho más divertido. Así, algunas tardes y muchas noches, en el comedor o en el porche, envueltos por el dulce aroma de la marihuana, iluminados por decenas de velas, la menguante claridad del ocaso o bajo la parpadeante compañía de infinidad de estrellas, David cantaba y tocaba la guitarra, Nathalie coreaba y golpeaba rítmicamente los timbales, y Patrick hacía sonar la armónica o la flauta. Solían ser canciones famosas –si bien algunas no eran conocidas por Anamari y Sagrario–, pero también improvisaban, cuando estaban lo bastante colocados, composiciones del tipo rock psicodélico. Aunque ninguna le gustaba tanto escuchar a Anamari como Imagine, de John Lennon, el himno hippie según David, quien les tradujo la letra después de que la cantaran por primera vez:

–«Imagina no tener posesiones, me pregunto si puedes, no hay necesidad para el egoísmo y el hambre, una fraternidad del hombre. Imagina toda la gente compartiendo el mundo…»

Anamari y Sagrario empezaron a fumar marihuana –cultivada en el jardín– muy pronto, pues ya en su segunda visita a Can Roig Nathalie les ofreció, y ellas aceptaron, el cigarrillo que ella se había preparado, y que era ya el quinto o sexto de los diez o doce que se tomaba al día. Pero en seguida descubrieron que, si bien Nathalie parecía abusar de la marihuana, no hacía lo mismo con las demás drogas. Tampoco David y Patrick solían hacerlo, sobre todo este último, al que nunca vieron probar el ácido. También los otros hippies que se agregaron con posterioridad a la comuna de Can Roig consumían drogas sólo en determinados momentos –«para expandir y desinhibir la mente», en palabras de Monique– y no de todas las clases, sino únicamente las psicodélicas. Porque, entre los miembros de aquella comuna, como entre los hippies en general, según les aseguró David, no estaba bien considerado el consumo de heroína, cocaína o alcohol.

–Preferir marihuana o LSD, que no son adictos…

–Adictivos –corrigió Anamari.

–Eso… No son adictivos, no son tóxicos. Nosotros tomar marihuana nuestra y LSD pura, que actúan aquí –dijo señalándose la cabeza–, en la concen… concien…

–Conciencia –le ayudó esta vez Sagrario.

–Sí, conciencia. Cambia la conciencia y la mente. Y si cambia la mente, cambia el mundo, ¿sí?

Anamari y Sagrario asintieron, aunque entonces no estaban muy seguras de haber entendido lo que David había querido explicarles.

–La LSD es el camino de la ilumina…ción.

La primera vez que probaron el ácido –como llamaban también al LSD– las amigas ibicencas fue a mediados de julio, unos días antes de que llegara Johnny. Fue también la primera vez que habían avisado a sus familias de que dormirían en casa de la otra. A pesar de que era una dosis pequeña y mezclada con un terrón de azúcar, Anamari percibió un ligero sabor amargo. Los primeros efectos empezaron a sentirse media hora más tarde, mientras los hippies se hallaban cantando una canción muy famosa de The Mamas & The Papas:

If you’re going to San Francisco,

be sure to wear some flowers in your hair…

If you’re going to San Francisco,

summertime will be a love-in there.

(Si vas a San Francisco,

no te olvides de llevar flores en el cabello…

Si vas a San Francisco,

el verano será una celebración de amor.)

Después de un ligero mareo, parecido a un principio de embriaguez, en el que le costaba hablar, Anamari se adentró en un estado similar al del sueño. Recostada en la mecedora que ocupaba, con los párpados entornados y sometida a un sopor cada vez más profundo, rememoró aquellas noches ya casi olvidadas en las que, siendo niña, se despertaba de pie y en lugares distintos de su casa, fuera de su dormitorio. Entonces regresaba aturdida a su cama. Otras veces eran su padre o su madre quienes la guiaban, con cuidado de no despertarla, si bien ella era consciente de lo que pasaba, como si estuviera despierta pero con los ojos cerrados, aunque al parecer los tenía bien abiertos.

Poco a poco el mundo que la rodeaba se fue haciendo más inestable, ondulante, escurridizo. La música que escuchaba –¿era All you need is love la canción que estaban cantando ahora Patrick, David y Nathalie? – sabía a canela; el humo procedente de los cigarrillos que se arremolinaba a su alrededor, ejecutando una lenta y voluptuosa danza, la acariciaba con una suavidad angelical; la ninfa que había sentada a su lado, mirándola con ojos muy abiertos pero volcados hacia su interior, olía a hierbabuena… Ella misma sentía diluirse como un cubito de hielo en un gigantesco vaso de agua. De repente, como fuegos artificiales, varias imágenes fueron sucediéndose delante de ella, cada vez más rápidamente y provocándole emociones distintas, pero todas agradables: flores enormes y multicolores que saltaban como delfines sobre un mar ora verde ora azul ora naranja; niños de no más de dos años y de razas diferentes –blancos, negros, amarillos, rojos, verdes, marrones– que corrían y saltaban alegres por un cielo tierno y transparente, con sabor a coco, a través del cual se veían risas tan cálidas como acarameladas, que desprendían colores intensos que jugaban a formar sonidos extraordinarios, caleidoscópicos: redondos y compactos, salados y cuadrados, brillantes y esponjosos, irisados y húmedos, elípticos y gaseosos, secos y estruendosos… Que parecían acabar en una explosión de sonidos y olores, imágenes y sabores, pero que volvían a empezar en seguida y sin solución de continuidad.

Aunque permanecía quieta en su mecedora, Anamari estaba inmersa en un estado de euforia que la hacía llorar de felicidad. Una felicidad que aumentó –¿era eso posible?– al encontrarse frente a Jesucristo, tan hermoso como siempre lo había imaginado de niña, que la miraba con ojos de color del cielo limpio, a través de unas lentes redondas. Su sonrisa iluminaba aquel cielo azul con la fuerza de mil soles y su voz, grave y tierna, blanca y suave, dijo algo amable pero sólo entendible para los dioses.

Los efectos del ácido empezaron a dispersarse al cabo de dos horas y media en el caso de Anamari, y de casi tres horas en el de Sagrario. Una vez acabados sus respectivos viajes –tal como llamaba David a estas experiencias–, ambas chicas comprendieron por qué se decía que el LSD era una droga psicodélica. La cena que preparó Nathalie les pareció especialmente deliciosa y la sensación de bienestar y gratitud que tenían perduró toda la noche.

El amor libre que practicaban los habitantes de Can Roig era, precisamente por ser libre, sagrado, y no se refería sólo al amor sexual, sino a la bondad que debía existir en cualquier relación humana, simbolizada en las inocentes flores con las que les gustaba adornarse. En cuanto al sexo, su fin último era dar y obtener placer, pero la importancia que se le daba era espiritual. Así al menos se lo explicó David a las dos jóvenes ibicencas. Éstas sospechaban desde el primer día que David y Patrick debían compartir las atenciones sexuales de Nathalie, pero nunca se atrevieron a preguntárselo. El tiempo no obstante se ocupó de confirmárselo. Luego, según iba creciendo la comuna, comprobaron sin escandalizarse la naturalidad con que todos llevaban a la práctica sus creencias sobre la liberación sexual, ya fuera en parejas o en grupos, hetero u homosexual. Una liberación voluntaria y, por ende, consentida, razón por la cual Anamari y Sagrario jamás se sintieron incómodas, y mucho menos presionadas. Fueron ellas mismas las que decidieron cuándo y con quienes quisieron perder su virginidad. Y lo hicieron luego de alcanzar un acuerdo entre ellas. Aunque en un principio ambas se fijaron en el mismo chico, con el paso del tiempo Sagrario fue advirtiendo que su amiga iba enamorándose de Patrick de una forma mucho más intensa y apasionada que ella, por lo que, llegado el día en que decidieron entregarse por vez primera, Sagrario optó por acercarse a otro chico, que le gustaba casi tanto como Patrick: el recién llegado Johnny. Podría no haber renunciado a Patrick –siempre que él hubiera aceptado, claro–, pero sabía que Anamari, aunque no se lo habría reprochado, lo habría pasado muy mal; y además intuía que Patrick también se había enamorado de su amiga y con tanta intensidad, que debía hacer varias semanas que no hacía el amor con Nathalie.

Fue pues el sábado 27 de julio cuando Anamari buscó el encuentro carnal con Patrick. No hicieron falta palabras ni gestos; bastaron las miradas. Fue también la segunda vez en que Anamari tomaba LSD. Y ambas experiencias se aliaron para conformar el momento más importante, más álgido, de la hasta entonces corta vida de Anamari.

Las alucinaciones y emociones que vivió en esta ocasión fueron aún mayores que la vez anterior, pues a los efectos del ácido se unieron las sensaciones que le proporcionaron el amor y la pasión. Sensaciones y emociones a cual más placenteras que fueron alternándose sucesiva y aceleradamente, al mismo tiempo que perdía la percepción del tiempo. Notó cómo su cuerpo elevaba su temperatura unos grados, transpirando copiosamente, cómo se le erizaba el vello y su útero se contraía rítmicamente, en tanto su alma se liberaba de forma espontánea, encontrándose y entrelazándose con la de Patrick, formando así un nuevo y único ente que recorrió en libertad los infinitos mundos que su imaginación creaba con una velocidad extraordinaria, mundos a cual más fantástico y gozoso.

La felicidad de Anamari fue completa durante las tres semanas siguientes. Aunque seguían apenas sin comprenderse verbalmente, Patrick y ella perfeccionaron su comunicación a través de los gestos y, sobre todo, de las miradas. Fue así como descubrieron que tenían varias cosas en común: alergia a los gatos –debían espantar a los tres o cuatro que merodeaban constantemente por la finca–, el gusto por la canela y –el colmo de la casualidad, según pensó Anamari– su afición por tender la colada. Aunque en la comuna cada cual acostumbraba a lavar su ropa, a Patrick no sólo no le importaba sino que le gustaba tender las prendas lavadas para que se secaran en un improvisado tendedero –tres cuerdas atadas y extendidas– que había en la parte trasera de la casa, junto al pozo y la rudimentaria ducha-regadera que colgaba con unas poleas de un almendro. La primera vez que Anamari lo vio tendiendo la ropa no pudo resistir su deseo de ayudarle, pues desde niña le producía un gran placer ayudar a su madre en tal menester. Rieron cuando descubrieron su afinidad y, durante un buen rato, compitieron en broma para ver cuál de los dos manifestaba mayor placer mientras olían las prendas húmedas y limpias que tendían.

Pero la felicidad de Anamari se empañó tras la llegada a Can Roig de Diana y Monique. Esta se produjo el 14 de agosto, cuatro días después de que se celebrara en San Lorenzo la fiesta patronal, el día más caluroso del año según rezaba la tradición.

Aunque en realidad no tenía motivos para ello, tal como le advirtió Sagrario repetidas veces, Anamari no tardó en sentir celos de Diana, pues, por alguna razón imprecisa –¿la manera como miraba a Patrick o le hablaba en un perfecto inglés?, ¿la maravillosa y dorada melena que le llegaba hasta la cintura?, ¿su simpatía y risa cantarina?, ¿el espectacular cuerpo, diríase que perfecto, que exhibía desnudo y sin pudor?– o tal vez por culpa de un inesperado complejo de inferioridad, temió que Patrick se enamorara o encaprichara de ella, en detrimento suyo. Y aunque él no pareció sentirse especialmente atraído por la londinense, los temores y celos de Anamari fueron carcomiendo su ánimo y confianza de forma silenciosa y constante.

Fue sin duda este estado de ánimo, deduciría luego Anamari, lo que ocasionó aquella terrible experiencia que vivió unos días antes de que finalizara el mes de agosto. David la llamó un mal viaje.

Llevaba ya cerca de una hora sintiendo los efectos psicodélicos del acido y acababa de hacer el amor con Patrick en el dormitorio de éste –cama grande y antigua, de colchón de lana y cabecera de gruesa madera de sabina–, cuando en medio de aquellas sensaciones entrecruzadas que estaba sintiendo –amor y ternura, alegría y placidez, euforia y omnipotencia–, al ritmo de una sucesión de imágenes fantásticas –con formas y colores extraordinarios– que se alternaban sin cesar, Anamari notó que su ego se disolvía como en viajes anteriores, sintiéndose completamente unida a su entorno. Su espíritu se liberó pero, a diferencia de otras veces, no encontró al de Patrick para unirse a él, sino que permaneció solo, percibiendo cómo el mundo se ralentizaba, cómo las ideas, emociones e imágenes caleidoscópicas se iban paralizando, hasta detenerse por completo, antes de desaparecer. De repente, todo se había detenido, incluido el tiempo. Y fue entonces cuando escuchó aquella voz femenina y lejana que parecía pedirle ayuda. Estaba rodeada de una repentina oscuridad silenciosa en la que sólo se oía, a intervalos cada vez más cortos, la voz suave que le pedía que la ayudara. Una voz que se aproximaba y que le hablaba con palabras extrañas, pero cuyo significado comprendía. Tal tenebrosidad la sumió en una intensa tristeza y la suplicante voz despertó la ansiedad de su alma. Un diminuto punto de luz prendió de pronto en mitad de aquella oscuridad. Era de un intenso color blanco según percibió al tiempo que lo veía crecer, lenta pero inexorablemente, al mismo tiempo que la voz se dejaba escuchar con mayor fuerza. «¡Ven! –la llamaba–. Ven a ayudarme». El punto era ya un círculo de mediano tamaño que se encontraba a una distancia indefinida. Un círculo voluminoso, una esfera blanca y resplandeciente. «¡Ven. Ayúdame a liberarme!». Sintió cómo su alma vibraba de angustia mientras intentaba acercarse a aquella esfera radiante y transparente en la que parecía estar aprisionado aquel espíritu afligido, cuya silueta se vislumbraba en el interior de tan singular burbuja cósmica. Pero, por más que la voz suplicaba y ella trataba de acercársele, nada conseguía, nada cambiaba, pues la distancia se había detenido, al igual que el tiempo. Y la angustia entonces se trocó en pánico. La impotencia era superior a su deseo de ayudar, de socorrer a aquel espíritu atormentado, y el terror se apoderó de su alma, que empezó a convulsionarse como una estrella a punto de implosionar…

Fue otra voz, igualmente ininteligible pero mucho más familiar, la que le susurró palabras desconocidas pero que procuraban calmarla. Estaba de vuelta en un dormitorio de Can Roig y en compañía de Patrick, aunque por momentos su espíritu se rebelaba en el interior de su cuerpo, tratando de liberarse de nuevo para reunirse con aquel otro espíritu doliente, allá donde quisiera que estuviese.

Su cuerpo sudoroso siguió temblando y su mente continuó confundida todavía durante un buen rato, pero Patrick no se separó de ella en ningún momento. Acostados y entre sus brazos, Anamari agradeció sus caricias y su voz apaciguadora. Poco a poco empezó a reconocer la realidad que la rodeaba: debía ser de madrugada, pues la casa estaba en silencio y a oscuras, por la única ventana de la habitación entraba una ligera brisa y una tímida y plateada claridad lunar; alguien hizo ruido al pie de la cama y dedujo que debía tratarse de Johnny, removiéndose en su camastro, y con él estaría Sagrario… En cuanto amaneciera tendrían que ir a sus respectivas casas para que sus abuelos no se impacientaran, pues llevaban dos días en Can Roig, y aunque habían avisado de que se iban de acampada a Cala Nova, debían evitar que se preocuparan por sus reiteradas y cada vez más prolongadas ausencias… Mientras tanto, Patrick seguía acariciando su pelo y su cuello, susurrándole palabras inglesas que sonaban agradables. Por suerte, pensó, él no tomaba ácido y se encontraba completamente despejado. Varias veces había intentado averiguar por qué no tomaba LSD, pero nunca había logrado obtener una explicación razonable. Sospechaba que Patrick simulaba no entenderle cuando se lo preguntaba –pese a que entendía cada vez mejor el español y comprendía muchas veces lo que ella le decía– y David lo único que le dijo fue que su amigo había tomado tanto ácido el año anterior, durante el llamado Summer of Love –Verano del Amor–, que ahora prefería la marihuana.


Pero, aunque la toma de contacto con la realidad iba completándose de una forma tranquila –pese a lo mal que lo había pasado en este último viaje–, gracias al cuidado de Patrick, no por ello dejó Anamari de reconocer que acababa de tener una de las experiencias más inquietantes y enigmáticas, pero también importantes y reveladoras, de su vida. Aun no alcanzando a comprender el significado de aquel último tramo de su viaje, con esa esfera resplandeciente en la que parecía estar apresada una mujer, o el espíritu de una mujer –¿sería ella misma?– estaba convencida en todo caso de que ahora se comprendía mejor a sí misma y, por tanto, era posible que en el futuro llegara también a comprender la vida y la existencia.

Aquel mal viaje tuvo secuelas que duraron varios meses; algunas parecían inocuas, como esas persistentes auras con que veía envueltas a las personas –a la manera como se ven las personas y los objetos después de apretarse los ojos–, que variaban de intensidad y de color incluso en el mismo individuo; pero otras eran mucho más preocupantes, como esos terrores nocturnos que empezó a sufrir al cabo de unas semanas, episodios de sonambulismo similares a los que padecía siendo niña pero mucho más angustiosos, durante los cuales revivía una y otra vez aquella experiencia que había vivido al final de su mal viaje. Un mal viaje que sirvió para unir aún más a Patrick y a Anamari. Los celos de ella desaparecieron conforme comprobaba lo mucho que él se interesaba por ella, lo mucho que la quería…, pese a no habérselo dicho nunca. Durante sus visitas a Can Roig pasaban casi todo el tiempo juntos, cultivando el huerto, tendiendo la ropa lavada… Ella solía llevar bizcochos con sabor a canela que su abuela había aprendido a cocinar muchos años atrás, cuando conoció a la madre de Anamari, pues también a ella le gustaba mucho la canela. Patrick y Anamari se sentaban bajo la sombra de los pinos, comían los pastelitos y, a petición casi siempre de ella, él hacía nacer de su flauta deliciosas melodías que recorrían el bosque como enjambres invisibles de sueños e ilusiones.

Pero todo tiene un final y este llegó el domingo 1 de septiembre, cuando Anamari debió regresar a Ibiza. Sagrario aún tardaría un par de días más en partir hacia Santa Eulalia. El padre de Anamari vino a recogerla en su coche, un Renault 8 blanco, y durante el corto viaje de regreso, así como a lo largo de los siguientes días y semanas, ella evocó a menudo la figura de Patrick, rememorando con emoción los mejores momentos que pasaron juntos, incluida la triste pero apasionada despedida.

Anamari volvió a San Lorenzo mucho antes de lo que esperaba, pero por una razón que no era la que ella había soñado. Lo hizo en el coche de su padre, en compañía de éste y de su madre. Era el día del Pilar, 12 de octubre. Dos días antes, el análisis de orina que le había mandado hacer don Luis, el médico de la familia, había dado un diagnóstico que –temido y esperado ya entonces por ella y por su madre– vino a trastocar su vida y la de su familia: Con dieciocho años y soltera, estaba embarazada de dos meses.

Un par de semanas atrás le había confesado a su madre sus sospechas. La primera falta ya le había hecho repasar una y otra vez en su memoria aquellos días en que, aconsejada por Nathalie, se había estado tomando –como Sagrario– una pastilla diaria para evitar quedarse embarazada. Al mismo tiempo que les dio las pastillas –en dos cajitas–, a través de David, que siempre hizo de traductor, les había advertido de la necesidad de que no dejaran de tomárselas ni un solo día. Creía que así lo había hecho, pero no estaba totalmente segura. Tal vez, reconoció, algún día pudo olvidársele… Y ahí estaba la consecuencia de aquel olvido.

Su padre se enfureció en cuanto se enteró. Ella y su madre se lo esperaban, pero también sabían que no se lo tomaría a la tremenda, que de ninguna manera llegaría a pensar siquiera en tomar represalias contra su hija. Todo quedó pues en una enorme bronca en la que los gritos le sirvieron a Miguel para desahogarse. El hermano de Anamari, por el contrario, se mostró mucho más comprensivo, a semejanza de su madre. Sin embargo, el disgusto y la contrariedad de su padre y de su hermano fueron aún mayores cuando supieron que el causante del embarazo de Anamari era uno de esos peluts que, desde hacía unos meses y cada vez en mayor número, vestidos como pordioseros, desembarcaban ahí mismo, en el puerto, muy cerca del hostal, para marchar luego al interior de la isla en autobús o haciendo autoestop, buscando un lugar donde instalarse y dejar pasar los días sin hacer nada.

–Seguramente ese sinvergüenza no se querrá casar –dijo el padre, más asustado que enfadado.

–Soy yo la que no se quiere casar, papá –aseguró Anamari armándose de valor. De sobra sabía que Patrick estaba en contra del matrimonio, pero para evitar que recayera sobre él toda la responsabilidad acerca de la inviabilidad de una boda, prefería ser ella la que se adelantara.

–La nena tiene razón, Miguel. Piénsalo bien. ¿Qué clase de yerno y de padre sería un pelut de esos? –intervino Carmen en apoyo de Anamari, con un argumento que convenció a su marido pero que provocó una protesta silenciosa de su hija, en forma de mirada cargada de reproche.

–Pero al menos debe pagar por lo que ha hecho… Anamari es menor de edad y lo que ha hecho es un delito. Así que debemos denunciarle.

–¿Para qué? ¿Qué ganaríamos con eso? –preguntó Carmen.

–Entonces no os diré su nombre –avisó Anamari.

–Pero bueno, ¿es que vamos a dejar que…?

–Si vas a denunciarle, no digo su nombre. Ni a ti ni a nadie… –repitió con una resolución que dejó pasmado a su padre.

Al cabo de un rato llegaron a un acuerdo. Miguel quería ver a aquel individuo, saber cómo era el padre de su futuro nieto. Aunque no se casaran ni lo denunciara, sentía la imperiosa necesidad de encararse con aquel hombre y reprocharle lo que había hecho. De manera que, si su hija le decía su nombre y dónde encontrarle, prometía no denunciarle. De lo contrario iría en ese mismo momento a presentar una denuncia y exigiría que la Guardia Civil buscara a ese pelut, investigando por todos los alrededores de San Lorenzo.

–Pero yo voy contigo –propuso Anamari.

–Vamos los tres –corrigió Carmen, que no quería dejar solo a su marido si iba a reunirse con aquellos extranjeros tan estrafalarios.

–Vale –aceptó él.

Pero cuando llegaron a Can Roig no encontraron a Patrick. Estaban todos los demás hippies conocidos por Anamari, que la saludaron con júbilo –aunque algo sorprendidos al verla acompañada por quienes parecían ser sus padres–, e incluso algunos más que no conocía y que habían llegado después de que ella se fuera –afortunadamente ninguno desnudo en ese momento, pensó Anamari–, pero no estaba Patrick.

–Se fue hace… ¿siete?… –se volvió David hacia Nathalie para preguntarle en inglés. Fue la propia Nathalie, para sorpresa de Anamari, quien le contestó directamente en español:

–Ocho días.

–Sí, se fue hace ocho días –repitió David.

–¿Adónde se fue? –preguntó Anamari, que se había adelantado unos pasos a sus padres. Y como David se encogió de hombros, volvió a inquirir–: ¿Volverá?

David volvió a encogerse de hombros, al tiempo que decía:

–No lo sé –y riendo–: Pero se llevó a Rockefeller.

Nathalie y Monique también rieron.

–Si se ha llevado a Rockefeller seguramente volverá –deseó Anamari.

–No necesariamente. Quizá volver a Los Ángeles –aventuró David.

–Triste por tú –dijo Nathalie con una sonrisa sin alegría.

–¿Qué?

–Estaba muy triste desde que tú irte –aclaró Monique, sonriendo.

–¿Me avisaréis si vuelve?

–Pero no teléfono aquí… ni en San Lorenzo… –dijo David.

Anamari le pidió un bolígrafo y un papel a su padre, quien los sacó de la guantera de su coche. Después de escribir su nombre completo y sus señas en él, le ofreció el papelito a David.

–Por favor, decidle que me escriba si vuelve. Aunque sea en inglés, no importa; ya buscaré a alguien que me lo traduzca… –y como David tardaba en coger el papel, mirándola de una manera extraña, entre burlón y compasivo, le insistió acercándole el papel–: Por favor… Es importante.

David por fin aceptó el papel y, acercándose a ella, la abrazó con ternura.

Patrick

Se despertó y se incorporó sobresaltado, con sensación de frío. Aturdido, miró a su alrededor sin conseguir reconocer el sitio donde se encontraba. Era un descampado hasta donde alcanzaba su vista, donde abundaban las rocas y las zarzas, aunque oía el romper de las olas no muy lejos. Vestía un caftán de algodón blanco pero que estaba muy sucio, un vaquero acampanado igualmente zarrapastroso y calzaba solo una sandalia. Estaba sentado en el suelo, encima de una manta con dibujos de inspiración azteca y entre dos rocas que no servían de refugio ante el fuerte viento, ligeramente frío, que venía del… Levantó la cabeza para observar el cielo y se mareó levemente. El sol estaba en su cenit, pero oculto por varias nubes cenicientas. Olía a hinojo y a enebro. ¿Dónde estaba la otra sandalia? Y lo que era más importante, ¿dónde estaban sus gafas?, se preguntó mientras buscaba a su alrededor. Pero no encontró más que piedras y zarzas… Se puso de pie con dificultad y esperó a que la tierra se estabilizara a sus pies, antes de empezar a andar hacia donde parecía que se acababa el mundo. Había dado sólo unos veinte pasos cuando descubrió el mar, que cubría azul e inmenso todo el horizonte. A unos cincuenta metros se encontró en lo alto de un acantilado. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, pese a no llevar puestas las gafas, calculó que las olas del mar rompían sobre las rocas a unos treinta metros de distancia de donde él se hallaba. Se oía perfectamente el ruido intermitente del oleaje, como se olía y sentía en la piel el viento salobre y fresco que procedía de… Observó con más detenimiento el horizonte, descubriendo a la derecha un islote y a la izquierda, separada de Ibiza –porque daba por hecho que seguía estando en Ibiza– por un estrecho canal, parte de una isla que, dedujo, debía ser Formentera. Si estaba acertado, y creía que sí, en ese preciso momento estaba mirando hacia el sur, al lugar de donde procedía aquel viento que ya no le resultaba tan desapacible. ¿Y cómo había llegado hasta allí?, volvió a preguntarse dándose la vuelta. Ahora tenía delante de él sólo campo baldío. Pero, un momento, ¿qué era aquello que se movía allá a lo lejos?, se dijo amusgando los ojos… Anduvo de prisa y luego corriendo en dirección al lugar donde le había parecido que se movía un bulto oscuro y cada vez de mayor tamaño, hasta que por fin sus ojos astigmáticos reconocieron al animal.

–¡Rockefeller, viejo amigo! –exclamó Patrick un momento antes de que una piedrecilla se le clavara en la planta de su pie descalzo. La maldición que chilló asustó al asno, que lo miró con las orejas levantadas y acto seguido se alejó trotando.

Sentado en el suelo, Patrick se llevó las manos al pie para liberarlo de la piedrecilla que le había herido. Le dolía y sangraba un poco. Se limpió la herida con un pañuelo que sacó de un bolsillo trasero de su pantalón y que humedeció con saliva. Mientras esto hacía, trató de recordar cómo había llegado hasta allí… Pero sólo conseguía acordarse de un sueño… Era un recuerdo vago pero que, conforme se concentraba en él, fue esclareciéndose poco a poco en su mente, hasta que, de improviso, se adueñó de su conciencia con la fuerza y la velocidad de un rayo.

Había vuelto a ver aquella magnífica e inquietante imagen que tanto le perturbara el año anterior y que, aun no habiéndola olvidado, había conseguido por fin y tras un gran esfuerzo arrumbarla hasta la parte más recóndita de su memoria. Pero recientemente, tal vez hacía apenas unas pocas horas, había vuelto a verla, y tal suceso, junto con la falta de recuerdos de lo que había hecho durante las últimas horas, o quizá días, y la manera como había llegado hasta allí, sólo podía significar una cosa: que había vuelto a tomar ácido.

Patrick Aldany había nacido en Los Ángeles en 1942 y era el primogénito de Peter y Barbara, que luego tuvieron dos hijos más: Robert, en 1943, y Glory, en 1945.

Durante generaciones, los Aldany se habían dedicado profesionalmente a la música. Su padre, Peter Aldany, había nacido en Los Ángeles en 1918, unos minutos antes que su tía Glory. Siendo niños aprendieron a tocar el piano y, ya de adultos, ella se dedicó a dar clases de piano, mientras que Peter se especializó en la composición musical, y más concretamente en bandas sonoras para películas –siguiendo así las huellas de su padre–, si bien desde muy joven se había ganado la vida dirigiendo productoras de cine. Fue el último gerente de la RKO Pictures y, desde 1953, era productor ejecutivo de la Paramount. Gary, el padre de Peter, había nacido en Nueva Orleans en 1896 y, según su biógrafo oficial, fue un joven genio. Muchas de sus primeras composiciones musicales fueron grandes éxitos y, ya en 1930, al principio del cine sonoro, fue reclamado por las productoras cinematográficas, por lo que se mudó a Los Ángeles. Junto con Bernard Herrmann fue el único compositor nacido en Estados Unidos capaz de competir en premios durante más de dos décadas con los grandes compositores llegados de Europa: Max Steiner, Erich Korngold, Franz Waxman… Gary había mamado la música desde que nació, pues sus padres –Robert y Patricia– eran músicos; ella era una afamada pianista y él fue uno de los precursores blancos del jazz, un virtuoso saxofonista que, según contaba la tradición familiar, había tocado con los legendarios Charles Buddy Bolden, Freddie Keppard –en la Olympia Band–, Edward Ory e incluso Louis Armstrong, antes de que estos fundadores del jazz se trasladaran a Chicago.

Pero el joven Patrick, hijo de Peter y Barbara, aunque le gustaba la música y sabía tocar varios instrumentos –piano, saxo, armónica, flauta–, no parecía dispuesto a seguir la tradición familiar. Disfrutaba con la música, pero no quería vivir de ella. De hecho, no sabía a qué quería dedicarse. Fue a UCLA (Universidad de California, Los Ángeles) para estudiar Psicología, pero no acabó la carrera. Lo hizo más para ocupar el tiempo y porque le pillaba cerca de casa –UCLA está en Westwood, muy cerca de la residencia de sus padres, que se hallaba en Beverly Hills, concretamente en Sunset bulevard–, que por interés en obtener un título académico. Para consuelo de sus padres, su hermano Robert sí se había graduado en Derecho y su hermana Glory estaba a punto de hacer lo propio en Medicina. Aunque todo cambió dos años antes, cuando, poco después de conseguir su título de abogado, Robert sufrió el primer episodio de esquizofrenia. Según los médicos que lo trataron, la enfermedad debía estar larvada en el cerebro de Robert desde hacía tiempo, si bien no se manifestó hasta entonces y, probablemente, a causa de un hecho que sirvió de desencadenante. Tras hablar con sus padres llegaron a la conclusión de que el desencadenante debió ser la reciente ruptura con Suzzy, su novia desde hacía más de seis años. Robert sufrió dos brotes psicóticos más en poco tiempo, por lo que fue ingresado en un hospital psiquiátrico de Los Ángeles durante cerca de un año. De vuelta a casa, bien medicado –tomaba neurolépticos que le ayudaban a regular la dopamina que su cerebro segregaba en exceso– y con la atención constante de su madre, Robert no había vuelto a sufrir ningún otro brote, pero su inteligencia parecía haberse apagado como una computadora desenchufada y su actitud era más propia de un hipnotizado que de un avispado abogado.

Huyendo del triste ambiente que había en casa de sus padres y una vez dejó la universidad, Patrick se dedicó a viajar por California, encontrándose en San Francisco justo cuando se producía la concentración de varios cientos de miles de jóvenes que ansiaban una forma distinta de vida. En seguida Patrick se sintió identificado con esas ansias. Asistió en el parque Goleen Gate al memorable festival Human Be-In, donde escuchó por primera vez la canción de John Phillips San Francisco (Be Sure to Wear Flowers in Your Hair), hizo amistad con varios jóvenes que no conocía hasta entonces –entre ellos David Albert Morgan, tres años mayor que él y que había sido detenido ya varias veces por la policía por manifestarse contra la guerra de Vietnam– y a partir de ese momento se unió a ellos para viajar, vivir y buscar la felicidad. En junio fueron a Monterrey para asistir al Festival Internacional del Pop, donde conocieron a Nathalie, una joven de Vancouver que ya no se separó de ellos. Volvieron a San Francisco y, durante unos meses, David, Nathalie y Patrick compartieron un estudio de alquiler en el barrio de Haigh-Ashbury, dedicándose casi por completo a escuchar música y a auto-experimentar con drogas psicodélicas: LSD, mescalina, marihuana… No tenían mucho dinero, pero el poco que tenían lo empleaban en pagar el alquiler, comprar drogas y discos, y el resto para comprar comida. Les hubiera gustado ir a Nueva York para ver en Broadway el musical Hair, pero debieron conformarse con escuchar el disco o tocar y cantar ellos mismos algunas de las canciones. Pues descubrieron que no se les daba mal tocar juntos, improvisando incluso algunas canciones bajo la inspiración psicodélica, aunque nunca crearon ninguna parecida, ni mucho menos, a Tomorrow Never Knows.


Compartían todo, de manera generosa y sin suspicacias. Nathalie igual compartía cama con David que con Patrick, aunque desde muy pronto éste notó su predilección por David, lo que no le importó en absoluto. Y, por tanto, también compartían el ácido, que Patrick y Nathalie tomaban con fines lúdicos, pero que para David era en cambio algo mucho más trascendental, pues tenía un fin intelectual –la expansión de la mente y la conciencia– y hasta espiritual: «Dios está dentro de mí», solía decir cada vez que sentía cómo iniciaba un viaje. El ácido estaba prohibido por la ley californiana desde el año anterior, pero a ellos les resultaba muy fácil adquirirlo; casi en cualquier esquina de su barrio encontraban a alguien que lo ofrecía a buen precio y con pureza garantizada. Conservado a baja temperatura, bien resguardado de la luz y de la humedad, el LSD podía durar años sin perder nada de potencia, aseguraba David. Confiados en que no producía adicción y en que no era tóxico, por lo que no había riesgo de sufrir una peligrosa sobredosis, fueron aumentando las dosis paulatinamente y conforme aumentaba su nivel de tolerancia. Ya fuera en papel o cartón absorbente, en cápsulas o ampollas bebibles, o en tabletas azucaradas, las dosis que consumían fueron aumentando de los 25 microgramos a los 50, 75, 100 –de donde no pasó Nathalie en mucho tiempo–, 150, 200, 250 –en los que se estableció David, pese a que la duración de los efectos era cada vez menos larga, aunque siempre por encima de las seis horas–, 300 y hasta los 350 microgramos que se tomó Patrick el primer día del mes de noviembre de 1967. En aquella ocasión sufrió un viaje tan malo –duró casi doce horas– que, asustado, dejó de tomar LSD, conformándose sólo con la marihuana. Pero sus efectos se fueron repitiendo de forma inesperada y espontánea durante mucho tiempo. David le dijo que les llamaban flash-backs, y en ellos revivía –con la misma angustia que la primera vez– la terrible experiencia que tuvo aquel 1 de noviembre, casi al final de tan largo viaje. Tanto miedo tenía a que le sorprendiera uno de esos flash-back, que durante muchos días se negó a salir del estudio.

En estos episodios recurrentes que invadían su mente sin previo aviso, Patrick volvía a ver aquella figura esférica que le atraía con una fuerza descomunal, al mismo tiempo que escuchaba una voz de mujer que le pedía auxilio. Pero, aunque se sentía sobrenaturalmente atraído por aquella esfera blanca y resplandeciente, nunca la alcanzaba. Tenía que ir hacia ella, tenía que socorrer a esa mujer que al parecer estaba capturada dentro de aquella esfera, pero no sabía cómo conseguirlo. Y eso le producía una angustia tan terrible que sentía cómo todo él –su cuerpo y su alma– se convulsionaba de forma alarmante, tal como luego le contaban David y Nathalie. Y lo que era mucho más preocupante: en la madrugada del 2 de noviembre se despertó en el balcón del estudio –que era un quinto piso– y en uno de aquellos flash-backs David hubo de rescatarlo del alféizar de la ventana del baño.

Estos flash-backs fueron haciéndose más cortos y menos frecuentes, hasta que por fin desaparecieron por completo a mediados de febrero de 1968, casi un mes después de que David y Nathalie se fueran a Europa.

–Hace tiempo que finalizó el Verano del Amor y Haight-Ashbury ha degenerado hasta convertirse en un supermercado al que acuden muchos impostores… Así que Nathalie y yo hemos decidido irnos a Europa. Concretamente a una isla española del Mediterráneo, Ibiza, donde dicen que se puede vivir rodeado de naturaleza, en paz y de forma barata, entre otras cosas porque el cambio del dólar a la moneda local es muy favorable –le había explicado David.

–¿De dónde vais a sacar el dinero para el viaje?

–Nathalie se lo ha pedido a sus padres. ¿Quieres venir?

Patrick no se fue con David y Nathalie porque había conocido unos días antes a Alice, una mujer que estaba a punto de cumplir cuarenta años y que hacía cinco se había divorciado de un diplomático mientras vivían en Nueva Delhi. Sin compromisos –no tenía hijos– y con dinero, Alice había estado recorriendo la India y Nepal durante tres años, conociendo sus tradiciones y enamorándose de su misticismo. De regreso a Estados Unidos había venido a San Francisco atraída por aquella contracultura hippie con la que tanto tenía en común. Invitada por Patrick, se mudó al estudio poco después de que se fueran David y Nathalie.

Alice le enseñó a buscar la iluminación interior por medio de la meditación; le regaló un ejemplar del Bardo Thodol o Libro tibetano de los muertos, en el que se había inspirado Timothy Leary para escribir su libro The Psychedelic Experience, el cual había servido a su vez de inspiración a John Lennon para componer Tomorrow Never Knows; y le demostró que hacer el amor era realmente mucho más que practicar el sexo, que podía llegar a ser una unión espiritual y duradera gracias al tantrismo.

Vivir con Alice fue, hasta ese momento, la experiencia más feliz de su vida. Pero, como todo lo maravillosamente bueno, acabó demasiado pronto. No sujeta a nadie ni a nada, Alice decidió irse de San Francisco de manera repentina una mañana de abril.

–¿Adónde vas?

–No lo sé –respondió ella encogiéndose de hombros y mientras cargaba una mochila a su espalda. Vestía un sari claro y llevaba la larga cabellera pelirroja recogida en una trenza adornada con flores minúsculas–. Quizá vuelva a la India.

–Me gustaría conocer ese país.

Alice sonrió y le dio un beso, antes de despedirse:

–Quizás algún día vayas. Te gustará… Adiós, Patrick.

–Adiós.

Patrick siguió viviendo en el estudio durante una semana. De repente se sintió muy solo. Pensó en viajar, en conocer otras culturas, tal como aconsejaba Jack Kerouac en On the road, que junto al Bardo Thodol se había convertido en una de sus biblias. Podría pedir dinero a sus padres y marchar a la India, pensó. Pero cambió de planes cuando recibió por correo una postal de David. En ella aparecía una foto del puerto de Ibiza, España, y estaba fechada ocho días antes en un lugar llamado San Lorenzo de Balafi. Con letra desgarbada David le contaba que estaban viviendo en el paraíso, en un lugar verdaderamente maravilloso, rodeados de naturaleza y donde los lugareños eran gente tan pacífica como amable. «Aquí sí que es posible la anarquía no violenta», terminaba diciendo, antes de invitarle con un escueto «Te esperamos».

Al día siguiente fue a Los Ángeles y telefoneó a su madre. Quería evitar un enfrentamiento con su padre, por lo que no fue a su casa. Quedó con su madre en una cafetería de Santa Mónica. Hacía meses que no daba señales de vida, pero sabía que ella no le daría la espalda. Y así fue. Aunque se sorprendió al verle con ese aspecto tan extravagante: melena y barba muy largas, gargantilla india de vivos colores, túnica holgada y de color azafrán, sandalias viejas y sucias, se alegró sinceramente de verle. Le abrazó y le besó, se interesó por lo que había hecho durante los últimos meses y le contó que en casa todo continuaba igual: Robert no había vuelto a tener ningún brote psicótico y Glory había empezado la especialidad de Psiquiatría. Luego, cuando Patrick le pidió que le ayudase económicamente, le preguntó por sus planes, si es que tenía alguno.

–Quiero ir a Ibiza.

–¿Adónde?

–A Ibiza. Es una isla que hay en el Mediterráneo.

–¿Y por qué tienes que irte tan lejos?

Patrick suspiró y meneó la cabeza. ¿Para qué explicárselo si no lo iba a entender?

–¿Me vas a ayudar? Te prometo que te mantendré informada periódicamente. Por teléfono o por carta.

Barbara se lo pensó unos segundos, mirando a su hijo con ojos tristes pero cariñosos. Tenía las lentillas empañadas por las lágrimas, lo que le dificultó la búsqueda del talonario en su bolso. Se enjugó las pocas lágrimas que humedecieron sus pestañas y a continuación firmó un cheque.

Despacio para no asustar al animal y para evitar hacerse más daño en el pie descalzo, Patrick anduvo durante un buen rato persiguiendo a Rockefeller. Encontró la sandalia que había perdido cerca de donde se había detenido el asno, al que consiguió por fin atrapar. Se calzó la sandalia y buscó en las alforjas, donde encontró su mochila, su flauta, una cantimplora con agua –medio litro, calculó agitándola–, un chusco de pan –duro pero masticable– y, lo que le pareció más interesante, un mapa arrugado de la isla. Bebió agua, mordió un trozo de pan y estiró el mapa. Observó éste y miró varias veces a su alrededor, hasta que creyó saber en qué parte de la isla se encontraba.

–Vamos, Rockefeller –dijo cogiendo las riendas del burro y guiándolo tras de sí hasta el acantilado, pero esta vez yendo más hacia la derecha. Y allí comprobó que, en efecto, se hallaba en uno de los cabos más meridionales de Ibiza, el Llentrisca según el mapa. Concretamente al sudoeste de la isla, en la parte más próxima al continente. El mar se extendía delante de él y a su derecha. El islote que veía al oeste debía ser Vedrá y la isla que había al sudeste era Formentera. El sol había empezado su declive hacia donde se apreciaba, en lontananza, la costa levantina de la Península Ibérica. Ese mismo rumbo parecía llevar el barco que ahora cruzaba el mar y que debía de haber zarpado, pocos minutos antes, del puerto ibicenco. Destino contrario tenía el avión que se acercaba a la isla como un pájaro de rígidas alas, enfilando la pista de aterrizaje del aeropuerto, descendiendo lentamente desde un cielo cada vez menos nublado. ¿Será posible que haya llegado hasta aquí montado en un burro?, se preguntó en voz alta y volviendo la cabeza para mirar a Rockefeller. No recordaba su salida de Can Roig, pero era evidente que lo había hecho y con el asno. Mirando el mapa otra vez, calculó que debían estar a unas diecinueve o veinte millas de San Lorenzo. Resultaba sorprendente que hubiera recorrido esa distancia subido a un burro y completamente colocado. ¿Cuánto tiempo habría tardado?… Caviló un rato pero no consiguió responder a su propia pregunta. Le resultaba imposible saber cuánto tiempo llevaba fuera de San Lorenzo. ¿Y por qué se había ido de la comuna…? Bueno, desde hacía unas semanas había estado dándole vueltas a la cabeza a la idea de viajar a la India, así que era muy posible que se fuera de San Lorenzo pensando en ir a Ibiza para coger un avión o un barco hasta Mallorca, y desde allí… ¿Pero subido en un asno?… Sonrió. En el estado en que debía encontrarse cuando decidió irse no era de extrañar que hiciera una tontería semejante. Porque lo único que tenía claro era que había vuelto a tomar ácido… y, por lo visto, en una dosis considerable… Sí, ahora empezaba a recordar… Sí, por lo menos eran cuatrocientos microgramos los que contenían esas tabletas… y también recordaba ahora el motivo por el que había decidido volver a tomar LSD… El motivo tenía un nombre; o mejor dicho un apodo: Third-eye.

Su mente evocó la imagen de una chica de trenzas largas y rubias, de ojos del color del mar, de labios sonrientes y con sabor a canela, de voz ininteligible pero deliciosa, de flequillo dorado cubriendo una frente en la que se ocultaba un lunar enigmático…; pero una oleada de melancolía proveniente de su corazón borró tal imagen de su mente, como único recurso para evitar su colapso. Como si así ayudaran a despejar mejor su mente de penosos recuerdos, sus ojos pestañearon rápida e insistentemente.

–No puedo llevarte conmigo a la India, amigo Rockefeller. Así que lo mejor será que te devuelva a la comuna –dijo mirando al asno con una sonrisa triste–. Pero antes tendrás que ayudarme a buscar mis gafas. Tienen que estar por aquí…

Patrick Aldany arribó al puerto de Ibiza en la mañana del viernes 3 de mayo de 1968. Desde allí se desplazó en autoestop hasta San Lorenzo de Balafi, adonde llegó a primera hora de la tarde. Aunque temía que su aspecto –vestía el dhoti, prenda masculina típica de la India, de color naranja, sobre un kurta, especie de camisa larga, que le había regalado Alice, y cargaba una mochila vieja y pesada teñida de colores llamativos– provocase la desconfianza de los conductores, se alegró al comprobar que no era así, que ninguno de los que se ofrecieron a llevarle se mostró extrañado ni sorprendido.

Su primera impresión al ver San Lorenzo desde la carretera fue muy agradable. Realmente parecía ser un lugar apacible, rodeado de campo y bañado por una luz maravillosa. Y al apearse junto a la iglesia del camión en el que hizo el último tramo, la calma que encontró a su alrededor corroboró su primera impresión.

Como no sabía español, le enseñó a dos lugareños que encontró en la puerta de la iglesia la dirección que David había escrito en la postal que le había enviado a San Francisco. Ambos quisieron explicarle cómo llegar a su destino, en cuanto averiguaron que se dirigía a un lugar llamado Can Roig. Pero él sólo entendió ese nombre, que repitieron varias veces mientras hacían señas y hablaban a la vez. Al cabo de un rato, sonriendo y con paciencia, logró que solo uno de ellos le explicara despacio y reiteradas veces cómo llegar al sitio donde vivían David y Nathalie. Hasta le dibujó un croquis en un papel.

Media hora más tarde, siguiendo un camino de tierra que encontró a la izquierda de un cruce, a la salida de San Lorenzo, Patrick llegó a lo alto del monte, donde estaba Can Roig.

David y Nathalie lo recibieron con alegría y, en cuanto dejó su mochila en el porche, le enseñaron la finca que habían arrendado. Can Roig era una casa de campo grande y de paredes encaladas que carecía de electricidad y de agua corriente. Era de un pozo que había en la parte trasera de donde extraían el agua potable, que también usaban para rellenar un bidón que habían colocado entre las ramas de un almendro, y que servía de depósito para la ducha que habían improvisado con una goma y una regadera de plástico. En una de las habitaciones había un telar muy primitivo que habían comprado a un lugareño y en el living tenían una radio que funcionaba a pilas y en la que tenían sintonizada siempre una emisora musical. Junto a la casa había un corral vacío y detrás de la casa, más allá del pozo, había un terreno cercado que, en su día, debió estar cultivado.

Patrick se acostumbró muy pronto a la vida en aquel lugar. Durante las semanas siguientes se dedicó a labrar el huerto y a cultivar un jardín, cuyos productos quiso vender en San Lorenzo sin demasiado éxito. Los lugareños eran amables y en seguida lo acogieron como a un vecino más –algunos le enseñaron sus casas que, como las dos torres que había allí desde hacía siglos, tenían pintadas cruces blancas en las fachadas, vestigios de antiguas supersticiones para ahuyentar los malos espíritus–, pero no necesitaban las flores ni las hortalizas que él cultivaba. Aun así no se desanimó y, tras comprar –con el dinero que había traído en metálico– un asno y una vieja furgoneta en San Juan –pueblo del que dependía administrativamente la aldea de San Lorenzo–, Patrick se dedicó a recorrer dos días a la semana las localidades más próximas y costeras, ofreciendo en los mercados sus flores, plantas aromáticas, pimientos, cebollas, ajos… Muy pronto Nathalie se animó a acompañarle para poner en venta las prendas que David y ella misma tejían, todas con figuras y colores muy vivos. Fuera por el aspecto de ellos o porque realmente gustaba lo que vendían, lo cierto era que cada vez un mayor número de personas se acercaban al pequeño y portátil tenderete que montaban junto a los mercados. Ganaban dinero, pero nunca suficiente para pagar el alquiler de Can Roig y comprar comida. Además, los padres de Nathalie se habían cansado de enviarle dinero, según avisó ésta a mediados de junio. De ahí que, dos meses después de su llegada, Patrick se viera obligado a recurrir a su madre. La estafeta de correos estaba en un lugar que llamaban Can Petit, en la carretera de Ibiza, y hasta allí fue Patrick para enviar su carta y para recoger luego el dinero que le había sido enviado desde Los Ángeles.

En cuanto a las drogas, estaban suficientemente abastecidos para una buena temporada, al menos en cuanto a LSD y marihuana se refería. Como David y Nathalie antes, Patrick llegó a Ibiza con una buena cantidad de ácido escondida en su mochila. Al guardia que revisó su mochila en la aduana de Barcelona no le llamó la atención los cartones y le creyó cuando le aseguró que las tabletas eran chicles y, las ampollas, medicamentos legales e inyectables para tratar su diabetes. Y todo ello suponía dosis más que suficientes para ellos tres y durante más de un año. Según se había informado antes de venir, el Gobierno español había ordenado en julio del año anterior el control de estupefacientes y alucinógenos –especialmente LSD, mescalina y psilocibina–, pero en la práctica nadie parecía preocuparse de ejecutar dicha orden, ni siquiera la Policía, seguramente porque todavía eran drogas muy poco conocidas en España. Por esta misma razón Patrick no tuvo reparo en cultivar plantas de marihuana en el jardín de Can Roig, a la vista de cualquier visitante –sembrando las semillas que también trajo en su mochila–, pues dudaba que los guardias civiles, en el hipotético y remoto caso de que fueran por allí, se fijaran en ellas.

La vida por tanto en la pequeña comuna transcurría en calma y Patrick se sentía a gusto, sin añoranzas ni temores…, hasta que el primer día de julio aparecieron en Can Roig aquellas dos chicas españolas que, unos días antes, David y él habían visto cerca de la iglesia. Les traían pilas de parte del dueño de la finca, pero era evidente que se trataba de una excusa; se notaba su juvenil curiosidad en la mirada. Ambas tenían dieciocho años y eran amigas desde la infancia, vivían habitualmente en otros lugares de la isla pero veraneaban en San Lorenzo, según le contaron a David, el único miembro de la comuna que entendía el español. Una era rubia y se llamaba Anamari, la otra morena y su nombre…, no lo recordaba. Eran ingenuas y simpáticas, pero su candor no estaba exento de deseo; deseo de aprender, de descubrir, de amar… Sus gestos y sus miradas delataban la atracción que sentían por él. Volvieron más veces y, poco a poco, fueron tomando confianza. Al principio estaban sólo unas horas, después se quedaban dos o tres días seguidos. David, tan amante de los apodos, las llamaba Third-eye y Whirlwind, y así eran conocidas en la comuna. Anamari era Third-eye por el lunar que tenía en la frente y que semejaba el tercer ojo que se abrían los lamas para ver el aura de las personas, tal como contaba Lobsang Rampa en su best-seller titulado, precisamente, The third eye. Por su parte, su amiga parecía de verdad un torbellino: inquieta, risueña, dicharachera, inquisitiva, se movía por todas partes deprisa y riendo, descubriendo y experimentando con una curiosidad e intensidad admirables.

Muy pronto se amoldaron al modo de vida hippie. Cambiaron su forma de vestir, ayudaban en las tareas comunitarias, se iniciaron en el mundo de los alucinógenos poco a poco y bajo la atenta supervisión de David… Primero fumaron marihuana; después probaron el ácido, en dosis mínimas que fueron aumentando paulatinamente, según aumentaba también su tolerancia: 20, 25, 30…, hasta los 50 microgramos.

Third-eye y Patrick fueron intimando conforme iban conociéndose. No saber él español ni ella inglés fue un obstáculo que superaron muy pronto con ayuda del lenguaje gestual y, sobre todo, con las miradas. Sus cerebros se comunicaban a través de sus respectivas ventanas al exterior de una manera mucho más satisfactoria que la mayoría de las personas que hablan un mismo idioma. Y un día, el 27 de julio, sucedió lo inevitable, lo que ambos deseaban pero que ninguno buscó de forma precipitada. Hicieron el amor mientras ella iniciaba un viaje, con las pupilas dilatadas y el cuerpo vibrando de pasión. Para sorpresa y regocijo de Patrick fue la experiencia sexual más maravillosa que había tenido hasta entonces. Mucho mejor incluso que la mejor que había tenido con Alice y su técnica tántrica. Tanto fue así que, a partir de ese momento, ya no volvió a practicar el sexo con Nathalie ni con ninguna otra de las mujeres que fueron uniéndose con posterioridad a la comuna. Por supuesto seguía creyendo en el amor libre, pero precisamente por eso eligió tener relaciones sexuales sólo con Third-eye; no quería, no podía siquiera pensar en otra mujer.

La comuna fue creciendo, llegaron otras personas a lo largo del verano, pero Patrick sólo tenía ojos, boca y manos para Third-eye. ¿Se estaba volviendo egoísta? No, sus relaciones con los demás seguía siendo la de siempre –a excepción del sexo–, sólo que procuraba estar más tiempo con Third-eye, se contestaba. Ni David ni Nathalie le reprocharon en ningún momento su comportamiento. Muy al contrario, los veía contentos de verle feliz.

Cuando Third-eye estaba en la comuna, el sol brillaba más, las noches eran mágicas, el calor no importaba, las flores olían mejor, la comida sabía deliciosa, el agua refrescaba más… Cultivaban juntos el huerto, tendían juntos la colada, iban juntos en la furgoneta a vender por los pueblos de alrededor… Eran inseparables, tanto en cuerpo como en alma. Pues, incluso cuando ella tomaba ácido e iniciaba un viaje, él procuraba acompañarla a través de la meditación. No siempre lo conseguía, pero a veces notaba cómo sus espíritus se reconocían y fundían en aquella otra realidad psicodélica. Y cuando no lo lograba, permanecía a su lado despierto, atento ante cualquier eventualidad. Gracias a ello pudo ayudarla en seguida cuando tuvo su primer y único mal viaje. En cuanto se dio cuenta de lo que le estaba sucediendo, procuró tranquilizarla hablándole en voz baja y con dulzura, manteniéndola acostada en la cama, intentando relajarla con suaves masajes y caricias, asegurándole, mientras la miraba a los ojos, que todo iba a salir bien, que tan sólo era una mala experiencia que se le pasaría en seguida… Cuando, al cabo de un rato, Third-eye le contó –con gestos y mezclando palabras inglesas y españolas– lo poco que recordaba del tramo final y desagradable de su viaje, Patrick sintió cómo su corazón se aceleraba y su piel transpiraba más profusamente. Aunque estaba seguro de que ella había visto la misma imagen y había oído la misma voz que él vio y oyó en su último viaje y en sus flash-backs, no quiso decírselo para no asustarla. ¿Cómo explicarle que ambos habían tenido idéntica visión, tan alejadas en el tiempo y la distancia, siendo además tan extraña que resultaba muy difícil, si no imposible, atribuirla a la casualidad? No quiso preocuparla advirtiéndola de aquella rara e inexplicable coincidencia, pero él sí que se quedó algo aturdido. Durante cierto tiempo, parte de su mente estuvo ocupada en una cavilación que tenía como fin desentrañar aquel misterio. Pero pasaron los días y sólo llegó a una conclusión, muy propia por otra parte de quien está enamorado: Aquellas visiones venían a demostrar que sus espíritus estaban unidos por una especie de vínculo cósmico.

Mas toda aquella dicha acabó cuando Third-eye volvió a ser Anamari y regresó a casa de sus padres, en Ibiza. Fue una despedida mucho más triste y dolorosa de lo que Patrick esperaba. Can Roig perdió de repente todo su encanto y la vida en la comuna, pese a los esfuerzos que David y Nathalie hicieron para animarle, se le hizo monótona y tediosa. Consciente de lo que le estaba pasando, trató de superar el desánimo obligándose a participar activamente en las labores comunitarias y en las actividades lúdicas, tocando la armónica, fumando…, pero no lograba hacerlo con entusiasmo. Varias veces estuvo a punto de volver a hacer el amor con Nathalie, o de hacerlo por primera vez con Diana o Monique, pero desistió en el último momento al comprender que sería un error, pues estaría pensando todo el tiempo en Third-eye y sólo serviría para incomodar a sus amigas. Hasta que, en su desesperación al comprobar que no conseguía olvidarla pese a haber pasado ya un mes de su marcha, recurrió al ácido. Se tomó una dosis más que generosa, teniendo en cuenta que hacía casi un año que no lo probaba –cuatrocientos microgramos–, y de lo último que se acordaba era de que se había tumbado, mientras anochecía, en medio del jardín.

Encontró por fin sus gafas, que habían caído encima de un arbusto espinoso. Fue a cogerlas con cuidado de no pincharse, cuando de pronto salieron volando, agitando las lentes como si fueran alas. Parecía una mariposa buscando flores. La persiguió durante un rato, divertido como un niño, riendo cada vez que creía poder atraparla cuando se posaba sobre una planta, pero echando a volar de nuevo cuando estaba a punto de cogerla con sus dedos.

Anochecía y el viento, azul y agrio, provenía de un crepúsculo áspero y oblongo. El sol se acostaba en espiral, entre bosques de amapolas que corrían sobre un mar enfurruñado, quebrado por infinidad de rombos alados. Y desde el final del mundo llegaba el sonido de una música verde y con sabor a fresa, mezcla de flauta y azúcar, que le hizo abrir la boca de impresión y hambre. Vio alejarse a la hermosa mariposa en que se había convertido sus gafas, sobrevolando el mar y buscando la luz agónica del ocaso, y él avanzó en la misma dirección, resignado a su pérdida pero extasiado ante la contemplación de tanta belleza.

Pero todo cambió de forma repentina e inesperada cuando Patrick quedó sumido de pronto en la oscuridad y el silencio. Y en seguida se puso a temblar, pues sabía lo que estaba a punto de pasar.

Compungido, vio cómo, donde antes estaba el sol poniente y ahora había solo tinieblas, se encendía un pequeño punto blanco, al mismo tiempo que volvía a escuchar aquella voz de mujer, imploradora e insistente, que le pedía auxilio, que le atraía con la misma fuerza con que un agujero negro debía absorber la luz. Sólo que en vez de negro, aquel agujero era blanco y cada vez más brillante, y no era un agujero sino una esfera deslumbrante y creciente, de cuyo interior provenía aquella voz que tanta angustia le procuraba. «¡Ven! –le llamaba– ¡Ven a liberarme!». Y Patrick no pudo resistirse ante la insólita potencia de aquella llamada, lanzándose al vacío seguro de que podría volar –extendiendo los brazos a manera de alas– hasta alcanzar aquella esfera y liberar al ser que allí había atrapado.


Donde acaba el tiempo en PDF (capítulos publicados)
Puedes leer y/o descargar en formato PDF los capítulos publicados.

Compartir
Dejar un comentario

Curiosidario