octubre 4, 2023

Cabrera e Ibiza 1814

Cabrera e Ibiza, 1814 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 19 | Marzo – octubre de 1814 | Jacques | Desde que llegaran a la isla, tres meses atrás, la lluvia había caído casi a diario. Era el último día de marzo de 1814 y las nubes, negras y espesas, cubrían el cielo como una bóveda empedrada.

Jacques dejó de divisar el horizonte marino desde el malecón y marchó con paso lento hacia su choza, situada en el extremo de Napoleonville más alejado de la playa. Desde hacía días se encontraba muy cansado y, según Loreto, afiebrado. Ella le rogó que guardase reposo, que se quedara acostado en el catre hasta que se recuperase, preocupada por el color dorado sucio que había empezado a teñir su piel y la membrana blanca de sus ojos, pero Jacques no podía ni quería quedarse tumbado en aquel nido de piojos y moscas durante más tiempo del imprescindible por las noches. Noches en las que apenas si descansaba, pendiente de cualquier ruido sospechoso alrededor de la choza –a menudo merodeada por robinsones desesperados o ladrones al acecho– o preocupado por si Loreto se levantaba en sueños y salía a deambular. Pues, aunque ya no lo hacía tan frecuentemente, al principio de llegar Loreto se levantaba del catre casi todas las noches, dormida pero con los ojos abiertos, y salía de la cabaña para pasear sin rumbo fijo, unas veces siguiendo los senderos de retamas, otras atravesando zarzales y matorrales, sin sentir aparentemente cómo se le clavaban las espinas y piedras en sus piernas y pies descalzos. Jacques la buscaba en cuanto notaba su ausencia y trataba de llevarla de vuelta a la choza y al jergón, cogiéndola suavemente de los hombros y susurrándole con ternura, tal como le había aconsejado el padre de ella, antes de que partieran de Denia. Y Loreto se dejaba llevar, callada y calma… casi siempre; pues hubo noches en que, de improviso, se puso a chillar aterrorizada y a gesticular con brusquedad, como si fuera atacada por un grupo de monstruos invisibles, antes incluso de que él la alcanzara y la devolviera, no sin esfuerzo, a la choza. A pesar de que habían tenido la precaución de construir la choza algo alejada del resto de las cabañas de Napoleonville, aquellos ataques nocturnos de Loreto fueron escuchados y vistos por más de un isleño, razón por la cual muy pronto se ganó fama de loca. Tanto fue así que Jacques temió que la obligaran a ir a la Gruta de los Tártaros, si bien nadie se atrevió a hacerlo, y para evitarlo, él se pasaba casi todas las noches despierto, vigilándola. Hasta le ató en un tobillo, con su consentimiento, un cascabel de latón que consiguió en la plaza Palais Royal, a cambio de una de las pocas monedas que les quedaban, para que le sirviera de aviso si se levantaba, pero que desdichadamente también sonaba cuando ella sólo movía la pierna, sobresaltándole. Por fortuna, estos ataques nocturnos habían ido disminuyendo en intensidad y frecuencia, siendo ya tres las semanas que hacía del último.

Loreto y él habían arribado a Cabrera, la isla de las cabras, pocos días antes de las últimas Navidades, procedentes de Denia. Después de que los españoles ocupasen la ciudad, los ciento cuarenta y un soldados franceses que, hasta su rendición, habían resistido un largo y duro asedio en el castillo, fueron embarcados en dos naves rumbo al archipiélago balear. Uno de los barcos se había dirigido al puerto de Palma de Mallorca; a bordo iban el comandante Brin y casi todos los oficiales, además de ocho decenas de soldados. El otro, en el que iban él, Loreto –con quien se había casado en Denia el día anterior de la partida– y el resto de la tropa, llegó al puerto de Cabrera, donde fueron desembarcados. Por qué él era el único oficial que fue enviado a aquella isla maldita, era una pregunta que todavía ahora seguía haciéndose sin que supiera darse una respuesta convincente. «Debe de ser un error. Has de protestar», había repetido Loreto hasta la saciedad. Jacques elevó la queja al gobernador de la isla, pero este no supo darle una explicación y no se molestó en averiguar la razón por la que habían traído desde Denia a un prisionero con grado de capitán.

Mientras cruzaba bajo la llovizna la aldea de cabañas, en cuyas calles se cruzó a hora tan temprana con varios mercaderes que dudaban, mirando al cielo, si levantar o no su tenderete en la plaza, Jacques rememoró la perplejidad y el desconsuelo que sintieron Loreto y él los primeros días tras su llegada, en tanto descubrían el infierno al que habían sido enviados. Un infierno que se extendía a lo largo y ancho de aquella isla de costa sinuosa y escarpada, situada a cinco millas al sur de Mallorca –rodeada de numerosos islotes y escollos, sobre todo en el norte–, con terreno montuoso y cubierto de maleza –algunos pinos y acebuches en la parte más elevada–, varias ensenadas y una única playa, donde sólo sobrevivían –como fauna autóctona y salvaje– algunos lagartos y muchos alacranes. Muy cerca del puerto se levantaba un pequeño fuerte, habitado por el gobernador, el comisario, un pelotón de soldados y el cura.

Les impresionó muchísimo la manera como vivían –si es que a eso se le podía llamar vivir– los miles de prisioneros que había en la isla, una forma de vida que ellos debieron de aprender y adoptar rápidamente; pero aún mayor fue su estupor cuando supieron que muchos de aquellos hombres –que semejaban espectros o sombras humanas– llevaban allí, sobreviviendo como animales, cerca de cinco años, y habían tenido que superar épocas infinitamente más difíciles y extremas que la actual.

La historia de los más veteranos la conocieron por boca de Massac, el oficial francés que llevaba en la isla desde que ésta se convirtiera en la prisión al aire libre más grande del mundo.

–Tras la derrota en la batalla de Bailén, caímos prisioneros unos dieciocho mil. El general Dupont y los oficiales de más alta graduación fueron enviados a Francia, pero el resto fuimos amontonados en viejos pontones del puerto de Cádiz, a la espera de un posible intercambio por prisioneros españoles. Pero este canje no se produjo. Unos cuatro mil fueron embarcados rumbo a las Islas Canarias; a otros siete mil nos mandaron para acá. El 9 de abril de 1809, en Sanlúcar, un puerto cercano a Cádiz, subimos a bordo de dieciséis viejos cascarones. No sólo éramos franceses; también había tudescos, polacos, holandeses, irlandeses, napolitanos, sicilianos, suizos, españoles renegados…, muchos de ellos heridos o enfermos. Había un grupo de mujeres: algunas esposas, sobre todo de oficiales, mancebas, cantineras, rameras…; una parió dos gemelos a bordo. También había niños, casi todos expósitos. Durante la travesía, muy penosa a causa de las tempestades, muchos más hombres y mujeres se pusieron enfermos. Los que murieron, que no fueron pocos, los arrojaron por la borda –les había contado Massac a Jacques y Loreto mezclando francés y español, pocos días después de su llegada, cuando ya habían levantado su propia cabaña a base de piedra, adobe y ramas de acebuche.

–¿Y qué había aquí cuando llegasteis? –había preguntado Loreto, que todavía creía estar viviendo una de las muchas pesadillas que la asaltaban por las noches.

–Nada –respondió Massac, un parisino cuarentón y bondadoso, pero de aspecto rudo (como el de todos los isleños), de cabello escaso, largo y cano, barba todavía oscura, ojos grises y tristes, rodeados de arrugas profundas (labio inferior grueso y agrietado por mil sitios), piel tostada y reseca, manos encallecidas y con infinidad de cicatrices, cuerpo magro cubierto apenas por una casaca descolorida y zarrapastrosa, un pantalón recortado hasta las ingles y pies descalzos, manchados de blanco por la sal marina y armados con prominentes uñas–. El fuerte estaba medio derruido –dijo señalando el pequeño castillo, bañado por el mar, que había detrás de ellos, pues se encontraban en la puerta de la choza que Massac les había ayudado a levantar– y tres cabras, a las que perseguimos hasta acorralarlas junto a un acantilado. No es de extrañar que los pobres animales prefirieran saltar al vacío –rió–. Dos días después del desembarco, vino de Palma una chalupa española con víveres: pan, habas, aceite… Dijeron que vendrían cada cuatro días.

–¿No estaba el gobernador ni había centinelas? –preguntó Jacques.

–No. En tierra firme sólo estábamos los prisioneros, vigilados por varios navíos que circundaban la isla. Los tripulantes de uno de aquellos barcos, inglés, nos trajeron yesca y pedernal para encender la leña, además de algunas hachas, azadas, clavos, martillos y semillas. Con estos materiales y algunos otros que nos procuramos nosotros mismos: maderas, ramas, piedras, barro, retamas, los oficiales organizamos la construcción de las primeras cabañas junto a la playa, muchas con huertos o jardines plantados con las semillas que nos dieron los ingleses, y después sobre los cerros cercanos. En lo alto de una de las colinas construimos la mayor de todas las chozas, dedicada a hospital. Poco a poco fueron configurándose las calles y la plaza, conocida como Palais Royal, donde empezamos a reunirnos para mercadear mediante trueque: habas por pan, tocino por arroz, carne salada por vino rancio… Muchas de las mercancías procedían de las raciones que nos traía la chalupa de víveres, otras en cambio habían sido cultivadas en los huertos de la isla: rábanos, coles, guisantes… En los momentos de mayor penuria y desesperación se ofrecían golondrinas cazadas con garrotes en los islotes, así como ratas y ratones criados por algunos con esmero para evitar su extinción. Más tarde aparecieron las artesanías: cestos, arcas, cuchillos de boj, botones de hueso humano…; algunas de estas cosas se las llevaban los ingleses y los españoles, a cambio de azadones, clavos, ropa o monedas de oro. Una de las cosas de mayor valor entonces, por su escasez, era la sal. Y, como ocurre ahora, también se presentaban en la plaza quienes aprovechaban sus habilidades como tahúres, para sacar al prójimo lo poco de valor que poseía mediante apuestas en el juego de naipes. A alguien, probablemente un inglés, se le ocurrió llamar a esta aldea de barracas Napoleonville, y el nombre tuvo éxito.

Jacques encontró a Loreto fuera de la choza, sentada en una roca plana y escribiendo con un lápiz romo sobre un papel arrugado y áspero. Según le había confesado en su día, había ido de niña a la escuela el tiempo imprescindible para recibir una enseñanza muy básica: aprender a leer y escribir, a contar y bordar, por lo que le suponía un gran esfuerzo redactar una carta. Aun así, desde Navidades –uno de los primeros días de su estancia en aquel infierno– había escrito ya tres cartas, dirigidas a su padre, y que supuestamente habían sido enviadas a Denia por mediación de mosén Estelrich. En la primera le comunicaba dónde se hallaban, y en las siguientes –retenida la melancolía por el cedazo del amor filial– le hacía saber que estaban bien de salud y con esperanza de partir próximamente a Francia. También él había escrito una carta a su padre, que entregó a un oficial inglés, acompañada de una moneda de oro, con la promesa de que haría todo lo posible para que llegase a Burdeos. Pero ni Loreto ni Jacques habían recibido respuesta.

–¿Ha venido la chalupa de los víveres? –pregunto Loreto, que interrumpió la escritura y se levantó de la roca para acercársele y tocarle la frente.

–No.

–Tienes mucha fiebre y estás temblando. Deberías acostarte.

Jacques observó los ojos preocupados de su esposa. Había adelgazado mucho desde que la conociera, catorce meses atrás, pero cada día parecía más hermosa, a pesar de las graves penalidades que estaban padeciendo. Ya no olía a canela, pero tampoco a sudor y suciedad, como la mayoría de los isleños. A pesar del frío y la lluvia, muchas tardes iba a una lejana cala para bañarse en el mar. Llevaba puesta una manta sobre lo que había sido un bello vestido de color azul turquí, ahora reducido a unos harapos que la cubrían desde los hombros hasta la cintura, y un pantalón de él rasgado, con la pernera derecha cortada a la altura de la rodilla. Estaba descalza y en el escote colgaba una cruz de plata que, de seguir en este infierno mucho tiempo, con seguridad acabaría sirviendo en Palais Royal para comprar algo con que aliviar sus estómagos. Sobre todo si se confirmaban los temores de Loreto y en verdad estaba encinta.

–No quiero acostarme. Prefiero descansar aquí, aprovechando que ha dejado de llover por ahora –dijo Jacques, sentándose en el suelo, junto a la puerta de la choza, apoyando su cabeza y su espalda en la pared de piedra, barro y madera.

–Ha venido el cura –le informó Loreto, que seguía de pie.

Jacques volvió a mirar la cruz que colgaba del cuello de su esposa. Más de una vez había sorprendido al dómine contemplándola; o acaso no era la cruz sino sus pechos, lo que miraba.

Según les había contado Massac, el cura mallorquín Damián Estelrich había llegado a Cabrera el 18 de julio de 1809, a petición de los oficiales franceses –hecho que sorprendió e irritó a Jacques–, quienes prometieron organizar la reconstrucción del fuerte, para que en él se alojara el recién llegado. Ya el primer domingo ofició misa en Palais Royal. Y muy pronto empezó a visitar el hospital a diario, en compañía de uno o dos ayudantes y con al asno que se había traído de Mallorca, llamado Martín, cargado de pan y medicinas.

–Como no teníamos herramientas para enterrarlos, habíamos quemado hasta entonces a los muertos, pero el cura hizo que nos trajeran de Mallorca picos y palas, con los que construimos el cementerio –les había contado el oficial francés–. En general, fueron buenas las decisiones que tomó el cura. Pero también hubo otras que suscitaron mucho malestar y protestas. Como la de repatriar a las mujeres. Muchas estaban amancebadas y algunas se prostituían, provocando no pocas peleas, lo que irritaba al sacerdote. Para evitar el pecado y las trifulcas, promovió la repatriación obligatoria de todas las mujeres, incluidas las esposas legítimas. La mayoría fueron embarcadas unas semanas después, ante la atenta mirada de los hombres, rabiosos muchos al verse separados de sus esposas y coimas; pero otras se rebelaron y huyeron a las cuevas, donde siguieron recibiendo las visitas de sus amigos y clientes… Con la llegada más adelante de nuevos prisioneros, arribaron con ellos más mujeres, lo que enfureció a mosén Estelrich. Volvió éste a organizar nuevas levas de mujeres, pero siempre había algunos grupos que evitaban la repatriación, escapando a las cuevas. Allí han parido varias, aunque la mayoría, al saber que andaban con el vientre en sazón, aceptaban la oferta del cura, que les proporcionaba pasaporte y algunos reales para el viaje.

–¿Qué quería? –preguntó Jacques un instante antes de sentir un intenso escalofrío.

Loreto miró al cielo, del que no caía ni una gota a pesar de estar completamente encapotado. Luego entró en la choza, cogió una frazada vieja y salió para ponérsela a Jacques sobre los hombros.

–Lo de siempre: Quiere que me vaya. Dice que es lo mejor para todos: para ti y para mí, pues teme que algún desaprensivo me asalte y ultraje, o que si, por culpa de una larga tempestad, dejan de venir las vituallas y pasamos hambre, tú me obligues o yo misma decida prostituirme para comer.

­–¿Eso te ha dicho? –se escandalizó Jacques.

–Al parecer no sería la primera esposa que lo ha hecho.

–¿De verdad?

–Le creo. El hambre es muy mala y cuando aprieta mucho… Desde luego yo nunca lo haría. Se lo he asegurado…

–¿Y qué te ha dicho?

–Que tampoco las otras creían que llegarían a ese extremo, que, como yo, eran buenas esposas y buenas cristianas, pero al final no resistieron la tentación… –suspiró–. Ha estado muy comprensivo y ha usado buenas palabras: Que las amancebadas y las meretrices están siendo llevadas en Palma a una Casa de Piedad, hasta que se arrepientan y estén dispuestas a cambiar de vida; pero que yo, que soy una esposa legítima, tal como demuestra el certificado que le enseñé, sería enviada a Denia, a casa de mi padre, donde podré esperar tranquilamente el final de la guerra, para ir luego a reunirme contigo… –sonrió tristemente–. ¡Bendito certificado matrimonial que se empeñó en firmar y entregarme mi tío Manuel!

–No resulta una idea descabellada –opinó Jacques.

–Ni hablar. Yo no me voy de aquí sin ti –sentenció Loreto, y a su marido le pareció ver un fugaz brillo en el lunar de su frente, semejante al que había en sus ojos.

Aquella noche la isla fue azotada por un feroz temporal. El viento amenazó con arrancar el ramaje que formaba el tejado de la choza de Jacques y Loreto, que permanecieron toda la noche despiertos, soportando las muchas goteras por las que entraba la lluvia. Aquello al menos tuvo el efecto positivo de llenar por completo los envases que colocaron para tal fin –balde, vasija, cuenco, damajuana– de un agua que les vino muy bien para aplacar su sed, especialmente la de él, que notó, esta vez sí, cómo la fiebre iba creciendo en su interior. Tan tremenda tormenta, lejana por fin al amanecer, les recordó lo que Massac les había relatado acerca de aquella otra tempestad, mucho más impetuosa y larga, que sufrieron los isleños cuando finalizaba el verano de 1809:

–Más que una tormenta fue un vendaval, que duró ocho días y cuyas consecuencias fueron terribles para todos cuantos aquí estábamos. Los más débiles terminaron muriendo, gran parte de las chozas fueron destruidas, así como el hospital, y los muertos que estaban enterrados en el cementerio fueron arrancados de sus tumbas por el agua, que los arrastró y desperdigó por la ladera de la colina. Pero lo peor aún estaba por llegar, pues el temporal retrasó la llegada de víveres y el hambre se hizo insoportable. Algunos hombres se fueron al monte y por allí andan todavía: solitarios y casi desnudos como ermitaños, se les conoce como los robinsones, y sólo bajan al puerto para recibir su ración de comida cuando arriba la chalupa de víveres. Seguro que ya habéis visto algunos: son como esqueletos andantes. La mayoría, sin embargo, nos dispusimos a reconstruir Napoleonville, levantando nuevas chozas, cavando un nuevo cementerio, erigiendo otro hospital en lo alto de la colina, cuyos jergones, hamacas o simples mantas sobre lecho de paja se llenaron en seguida de enfermos, con muchos otros fuera a la espera de que los ayudantes del cura fueran sacando en parihuelas a los muertos o moribundos, para ocupar ellos sus sitios. Por fin llegó el barco con las vituallas y con más agua de lo habitual. Nuestros carceleros mallorquines se habían apiadado de nosotros y le concedieron al cura su petición de que algunos enfermos fueran trasladados a un hospital de Palma. También se llevaron a esa ciudad los oficiales de más rango: coroneles, comandantes… Unos días más tarde regresó uno de los enfermos, completamente restablecido y con ropa nueva, hablando maravillas del trato recibido en Palma, de lo mucho que había comido… Esto hizo que muchos hombres se hirieran voluntariamente, mutilándose dedos inclusive, para que les llevaran a los hospitales mallorquines, que pronto estuvieron abarrotados. Pero a casi todos los devolvieron poco después, según decían porque los mallorquines habían protestado al ver sus hospitales llenos de prisioneros. Algunos de ellos suplicaron que no les trajeran de vuelta: «Amarga es la muerte, pero tres veces más amargo es tener que irse a Cabrera», decían entre sollozos.

El día siguiente, primero del mes de abril, amaneció despejado, con un sol radiante iluminando Cabrera como un dios anhelado. Jacques seguía teniendo fiebre, pero, sudoroso y tembloroso –y a pesar de las protestas de Loreto– decidió ir al malecón. Esta vez le acompañó su esposa. Como muchos otros isleños, ambos avistaron la bahía con la esperanza de ver la chalupa que debía traer los víveres. Hacía ya seis días que no venía y las raciones hacía tres que se habían acabado. Massac les había dicho que el suministrador actual, que se llamaba Bertomeu Valentí Corteza, era el mejor de todos los que habían tenido, ya que no especulaba con los precios y se esforzaba para que les llegaran a tiempo los víveres. Y debía ser verdad, puesto que, desde que Jacques y Loreto estaban en la isla, jamás se había retrasado el barco de los suministros. Pero la chalupa de Valentí no arribaba y el matrimonio Javelier emprendió el regreso a su choza, recordando lo que el teniente francés Massac les había contado sobre las terribles consecuencias que había ocasionado cada retraso prolongado en la llegada de víveres.

–Cuarenta marinos de la guardia francesa, al grito de «¡Viva el Emperador!», intentaron hacerse con la chalupa de los víveres, pero su intento de fuga fue frustrado por las cañoneras que vigilaban la bahía. Como consecuencia de ello, los suministradores no quisieron volver. Y mientras buscaban a otro suministrador, pasaron varias semanas. De nuevo pasamos mucha hambre; aunque lo peor esa vez fue la sed. Los arroyos y manantiales se habían secado y la única fuente que todavía soltaba un chorrito de agua es la que conocéis, en el interior de la isla, donde siempre hay una cola de isleños a la espera de que el cabo encargado les dé permiso para llenar un cacharro cada vez más pequeño y dentro de un horario cada vez más corto. A falta de agua, muchos cocieron con agua marina cardos y bulbos venenosos, conocidos como patatas de Cabrera, que les produjeron horribles dolores de vientre, antes de morir. Otros hicieron caldos hirviendo el agua marina con jirones de ropa. Algunos perecieron al beber directamente agua de mar… Por aquellas fechas ya habían muerto unos tres mil hombres, casi la mitad de los que habíamos llegado ocho meses antes. El desespero hizo que aumentaran los robos y la falta de oficiales de alta graduación aconsejó la elección de un Consejo de doce miembros, que regulase la distribución de alimentos, el orden para el uso de agua… Sí, yo formé parte del Consejo. Una de nuestras primeras decisiones fue confinar en una gruta a los locos, los ladrones y a los enfermos contagiosos. Unos cuatrocientos en total, a los que se les ha dado en llamar los tártaros. Otra de las decisiones del Consejo, aprovechando que había un buen número de comediantes entre la tropa, fue construir un escenario de teatro con ramas y hojarasca, pues las primeras representaciones se hicieron en una cisterna que en seguida se quedó demasiado pequeña.

»En 1810 llegaron más prisioneros, y con ellos nuevos bríos y ansias de fuga. Cierta vez que la barca de los víveres llegó con un día de retraso, sesenta franceses se apoderaron de ella por sorpresa al tocar tierra e intentaron huir, pero no pudieron al impedírselo muchos de los prisioneros que quedaron en tierra, unos dos mil, que les apedrearon, irritados porque habían intentado la fuga sin contar con ellos. Y es que, hasta entonces, todos los intentos de fuga se habían llevado a cabo por acuerdo o por sorteo. Ninguno de los sesenta sobrevivió, pues alertados por el griterío, los tripulantes de las cañoneras bombardearon la chalupa. Por culpa de aquella frustrada evasión y de la tormenta que castigó la isla en esos días, pasó más de una semana sin que llegaran víveres. Para paliar el hambre, el cura consintió sacrificar a su burro, Martín. Pero la carne dura y correosa del asno era a todas luces insuficiente y pronto empezaron muchos a morir de inanición, entre ellos los gemelos que habían nacido en la travesía. La desesperación llevó alguno a convertirse en caníbal. Como aquel lancero polaco que formaba parte de una partida de caza y que, hallándose a solas con un francés en un paraje escarpado y alejado, mató a éste por culpa de un trozo de pan por el que disputaron. Ya muerto, le sacó el hígado y enterró el resto del cadáver. Regresó luego junto a los demás cazadores y, sin decirles nada, frió el hígado en el carbón y lo comió compartiéndolo con un cabo. Sólo cuando hubo acabado, confesó al cabo su crimen, asegurándole que no quería morir sin saciar antes su hambre con carne. Aunque algunos oficiales evitaron que lo mataran allí mismo o en Napoleonville, el polaco acabó sus días poco después, en Mallorca, adonde fue enviado para ser enjuiciado y fusilado.

–¡Qué terrible! –coincidieron en exclamar Jacques y Loreto.

–Pero creedme: Más terrible es el hambre –afirmó Massac–. Al octavo día llegaron por fin los víveres, y en abundancia; lo que también fue mortal para algunos. Además de la chalupa, arribaron varias goletas inglesas cargadas con vituallas. Varios hombres quisieron saciar su hambre tan de prisa, que murieron de hartazgo y revolviéndose de dolor.

»El 12 de marzo de aquel año de 1810 regresaron los oficiales de mayor rango, jactándose de lo muy bien que habían vivido en Palma, hasta que un numeroso grupo de mallorquines habían tratado de matarles. Con su llegada, se revitalizó Napoleonville, construyéndose más chozas, hasta contabilizarse 1.422, y recuperando el comercio con los ingleses y españoles: estos traían suplementos de víveres y algunas ropas, que cambiaban por cucharas, tenedores y bastones tallados de boj, sal marina procedente de yacimientos descubiertos en los acantilados del cabo Lebeche, al noroeste de la isla, y las pocas monedas de oro que todavía les quedaban a los prisioneros más nuevos. Y, desde luego, en este mercado no faltaban las partidas de naipes y la subasta de mujeres. Pues había maridos o amantes que, no pudiendo mantener a sus mujeres, las traían de las cuevas donde se escondían para subastarlas o canjearlas por comida, y así poder ambos sobrevivir. Las desnudas solían ser ofertadas por cinco francos; las vestidas por el doble. Naturalmente, el cura hizo todo lo que pudo por evitar este mercadeo en cuanto se enteró…

»Todo cambió cuando se fueron los oficiales y suboficiales. Antes, cuarenta de ellos trataron de huir a bordo de una balsa que habían construido en secreto. Pero fueron descubiertos por un delator. Las cañoneras destrozaron la balsa y murieron muchos de ellos. Hubo que enterrarlos en una fosa común cercana al cementerio, pues este ya estaba lleno. Tanto muerto beneficiaba a los que seguíamos vivos, ya que había más comida para repartir. El número de raciones no disminuía al no ser comunicados los fallecimientos ni por el Consejo ni por los suministradores, que especulaban al alza con los carceleros mallorquines… Por fin, como decía, el 27 de julio de 1810 los ingleses se llevaron en el Britania a los oficiales y suboficiales franceses, merced a un intercambio de prisioneros que decían se había acordado con los españoles.

–¿Y por qué no te fuiste? –le había preguntado Jacques.

–Porque no deseaba dejar solos a mis soldados –respondió Massac, antes de añadir, al ver cómo le miraba con chanza su compatriota–: Y también porque un oficial inglés, con el que había hilvanado cierta amistad, me confió la verdad tras prometerle guardar el secreto: No existía tal canje de prisioneros, sino que los oficiales y suboficiales franceses iban a ser trasladados a la prisión de Portchester, en Inglaterra. Y aunque tal vez allí recibiría un trato más humano que aquí, la idea de cambiar una prisión al aire libre aunque con mucha escasez, por otra con más comida pero con seguridad más estrecha y agobiante, me convencí de que lo menos malo era quedarme.

–¿Y te lo permitieron?

–¿Por qué no? No lo entendieron porque se suponía que rechazaba mi puesta en libertad, pero no me obligaron a irme.

A su vuelta a la choza, Jacques se encontraba tan débil e invadido por una fiebre tan alta, que no tuvo más remedio que capitular y acostarse, tapándose con ambas mantas.

–Voy a ver al cura. Quizás él tenga alguna medicina que te ayude a sanar. Y si no, le pediré ayuda al gobernador… o al comisario…

–No, no vayas. Ni el gobernador ni el comisario nos ayudarán. Y el cura querrá llevarme al hospital… –replicó Jacques con voz temblorosa–. Ya se me pasará…

Por Massac, sabían que don Baltasar, el gobernador de la isla, había llegado a Cabrera dos años antes, en compañía de su adjunto, el comisario, y un pelotón de soldados que guarecieron el fuerte y hacían rondas nocturnas. Con la llegada de don Baltasar, desapareció el Consejo de prisioneros.

Durante aquel año de 1812 arribaron a Cabrera mil quinientos prisioneros más, procedentes de Alicante, entre los cuales había varias decenas de oficiales. Tras la llegada, en diciembre de 1813, de Jacques, Loreto y el resto de los prisioneros embarcados en Denia, Massac calculó que a la isla habían sido enviados un total de doce mil prisioneros, contando los muertos, canjeados, huidos y alistados en los ejércitos español o inglés.

Jacques se recuperó pocos días después al desaparecer o bajar sensiblemente la fiebre, pero su aspecto siguió preocupando a su esposa: piel y ojos amarillentos, debilidad excesiva: cuerpo tan delgado que se le marcaban los costillares, desgana por salir de la choza, voz apocada.

Pasaron las semanas y Bertomeu Valentí siguió cumpliendo puntualmente con su compromiso de traer los víveres cada cuatro días. Sólo su llegada era capaz de reanimar temporalmente la vida en la isla, que durante el resto del tiempo parecía abandonada, pues sólo se oían las voces de las gaviotas, o, más cabalmente, semejaba un enorme cementerio en el que la mitad de los muertos aún se movían.

Pero ni Valentí ni los barcos españoles o ingleses que anclaban en la bahía trajeron correspondencia dirigida al matrimonio Javelier; ni de Denia ni de Burdeos.

A mediados de mayo el vientre de Loreto se había hinchado ya lo suficiente –destacado además por la flacura del resto de su cuerpo– como para despertar las sospechas de cualquiera, y muy especialmente de mosén Estelrich. Puesto que le resultaba imposible disimularlo con ropa holgada –de la que carecía–, Loreto procuraba salir de la choza sólo lo imprescindible, lo que obligó a Jacques a ir al puerto para recoger las raciones cada cuatro días, y a la fuente casi a diario, donde debía hacer largas colas antes de conseguir un poco de agua, lo que le suponía un enorme esfuerzo, regresando a la choza exhausto.

–Llegará un día en que tenga que irme de aquí, para evitar que descubran mi embarazo y que el cura me obligue a embarcar –dijo Loreto en la mañana del 15 de mayo. Consciente de la extenuación de su marido, llevaba retrasando esta conversación desde hacía muchos días–. He pensado en esconderme en una gruta…

Jacques se alarmó, aunque sólo sus ojos tuvieron fuerzas para expresarlo. Estaba sentado en la puerta de la choza.

–No puedes ir a la Gruta de los Tártaros. Sería una locura…

–No, no. Hay más cuevas en la isla… Tú podrías llevarme comida y agua cada dos o tres días…

–¿Pero qué estás diciendo? –Esta vez la excitación dio fuerzas a Jacques para ponerse de pie y acercarse con decisión a su esposa–. ¿Crees que voy a permitir que te vayas a una cueva tú sola?

–¿Y qué podemos hacer si no? –preguntó Loreto mirándole a los ojos y con la barbilla temblando.

Jacques tardó en responder. Y cuando lo hizo no pudo sostenerle la mirada.

–Creo que lo mejor es que te vayas. Que hables con el cura y que este haga todo lo posible para que te lleven a Denia cuanto antes.

–Pero…

–¡Calla! –exclamó Jacques, antes de proseguir con voz tranquila, pero sin ánimo para mirarle a los ojos–. Piénsalo bien y llegarás a la misma conclusión que yo: Aquí no puedes quedarte, no debes quedarte, por el bien de nuestro hijo –y acariciando el abultado vientre de Loreto con ambas manos–: ¿Qué futuro le espera aquí? Aun contando con que nazca bien, que puedas alimentarte lo bastante como para llegar al parto con fuerzas suficientes, ¿qué clase de vida tendrá aquí?, ¿por qué condenarle a vivir en este purgatorio?, ¿cómo le curaremos si se pone enfermo?, ¿cómo le alimentaremos cuando deje de mamar? No sabemos cuánto tiempo vamos a estar aquí y ya no nos quedan francos ni duros ni reales… Bueno, no, rectifico: No sabemos cuánto tiempo voy a estar aquí; tú no eres una prisionera y puedes marcharte cuando quieras. Y contigo, nuestro hijo.

Por fin Jacques miró a los ojos a Loreto, que lloraban en abundancia y silencio. Se miraron fijamente durante un instante y así fue como él supo que la había convencido. Se abrazaron con todas las fuerzas de que eran capaces.

Pero al día siguiente se produjo el milagro que todos los isleños ansiaban, aunque ninguno realmente creía que pudiera producirse.

Una goleta francesa, con bandera blanca, trajo a Cabrera la noticia del derrocamiento del Emperador y el final de la guerra. Todavía los marinos estaban arriando las velas y echando el ancla, cuando un oficial de la goleta gritó a través de una bocina: «¡Libertad! ¡Libertad para los prisioneros!».

Miles de isleños se agolparon en la playa en poco tiempo. Algunos estaban desnudos o cubiertos sólo con taparrabos: eran los robinsones, que bajaron del monte corriendo. Entre la multitud, Jacques y Loreto encontraron a Massac. Ambos oficiales se abrazaron, emocionados.

–Amigo mío, hoy hace cinco años y once días que estoy aquí. Ya era hora –dijo Massac, llorando de alegría.

De acuerdo con las instrucciones recibidas desde Mallorca, el gobernador de Cabrera organizó la partida de los prisioneros en dos fases: la primera se realizaría al cabo de una semana, cuando aquella galeota francesa que había traído la noticia volviese con tres naves más, para llevarse a los enfermos; la segunda se llevaría a efecto una semana después, cuando el resto de los prisioneros embarcasen en los mismos barcos.

Cientos de isleños celebraron aquella noche su próxima liberación, bebiendo en la playa de las barricas de vino que los marinos franceses desembarcaron de la goleta y quemando muchas de las chozas, pues ya no las necesitaban al haber llegado el buen tiempo y faltar sólo unos días para que partieran de aquel infierno.

Jacques y Loreto fueron de los primeros en embarcar. El motivo: durante aquella última semana, además de conocerse el estado de buena esperanza de ella, él había recaído en su enfermedad, que le afectaba severamente el hígado, en opinión del médico de una de las goletas francesas que le examinó. Tan grave estaba, que hubo de subirle a bordo en parihuelas.

Tres de aquellas naves pusieron rumbo con los enfermos a Palma de Mallorca. La otra –a bordo de la cual iba el matrimonio Javelier– partió la primera y hacia el puerto de Ibiza, lugar donde se había decidido concentrar a los oficiales franceses, antes de ser repatriados a Marsella.

Una semana más tarde, Massac y los demás oficiales sanos fueron llevados también a Ibiza.

De los más de tres mil quinientos prisioneros que fueron puestos en libertad en Cabrera, unos tres mil llegaron a Francia. El resto prefirió quedarse en España o ir a sus países natales o murió por el camino. Jacques Javelier fue uno de estos últimos.

Loreto

Loreto enviudó el día de San Juan de 1814, embarazada de cinco meses. Su marido, el capitán Jacques Javelier, estaba tan enfermo cuando arribaron a Ibiza que fue llevado directamente al hospital. No tenía fuerzas ni para escribir a su padre. Hubo de hacerlo ella, en español, para comunicarle la defunción de su hijo. Fue enterrado en el cementerio ibicenco.

Los oficiales franceses que habían estado prisioneros en Cabrera fueron alojados en el castillo de Ibiza, hasta su partida a Marsella el 15 de junio de 1814. Loreto, que era la única mujer que llegó de Cabrera, ocupó una celda del monasterio de San Cristóbal, pero se pasaba los días en el hospital, acompañando a su marido. El teniente Massac visitó muchas veces al matrimonio Javelier en el hospital, hasta que marchó a Marsella.

Loreto envió una carta a su padre, al día siguiente de su llegada a Ibiza. La cercanía de Denia –a poco menos de cincuenta millas marinas– propició que recibiera por fin una respuesta siete días después. Pero la carta no la firmaba su padre, sino su tío Antonio. En ella le comunicaba la muerte de su padre, acaecida un mes antes. «Falleció de repente, de noche, creo que le falló el corazón. Llevaba días cansado, apenado, aunque no se quejaba», le escribía Antonio Gavilá, hermano de su padre y médico. Además, le contaba cómo los afrancesados dianenses –entre los que estaban ellos dos y su otro hermano, mosén Manuel– habían sufrido represalias por parte de las nuevas autoridades españolas, aunque sin llegar al castigo corporal.

Loreto sabía que, ya en octubre, tras la toma de Denia, el nuevo alcalde, Ignacio Vives, había repartido entre los afrancesados el pago de cuatro mil duros que les fueron impuestos como contribución obligatoria. Así, Bautista Ferrando hubo de pagar quinientos duros; mosén Pedro Torner y Miguel Lostalot, doscientos; Simón Boneon, cien; su padre, Mauricio Gavilá, cien… Al mes siguiente, estos mismos y otros más –Ambrosio Bordehore, Pedro Berbería, su propio tío Antonio– fueron hechos prisioneros y llevados a Ondara, adonde condujeron también a los afrancesados de los pueblos cercanos. Su padre y su tío Manuel fueron los únicos que permanecieron en Denia, bajo arresto domiciliario. Pero, según le contaba su tío Antonio en la carta, su padre no se libró de las «depuraciones por responsabilidades políticas» que se llevaron a cabo entre febrero y abril. Por suerte, estas depuraciones no fueron tan duras como en otros lugares, donde hubo muchas «enemistades por causa de las purificaciones, sumarias de testigos falsos», que terminaron con la confiscación de todos los bienes de los acusados y hasta con su destierro, si no eran capaces de obtener el «certificado de moralidad y patriotismo». En Denia eran tantos los afrancesados, y tan pacíficos, que al parecer estos «pleitos para sacar en limpio quienes eran afrancesados acabaron sin condenas, ya que ni se sabía qué cosa era ser afrancesado».

De manera que, como el resto de afrancesados, el padre de Loreto no sufrió condena alguna y pudo seguir viviendo en su casa de Denia y disfrutando de todos sus bienes. «Pero todo este padecimiento, esta zozobra, se unió a la mucha pena que tenía desde tu partida, pues pasaban las semanas y no llegaban noticias tuyas, y el corazón acabó parándosele mientras dormía». Fue enterrado el 24 de abril en el nuevo cementerio de la Basa.

En esta misma carta, su tío Antonio avisaba a Loreto de que enviaba otra a un amigo suyo y de su padre, que vivía en Ibiza, para informarle de la situación en que estaban ella y su esposo, para que hiciera todo lo que estuviera en su mano para ayudarles. «Se llama José Tur y es dueño de una mina de plomo, además de varias propiedades rurales. Ve a verle de mi parte».

Fue a visitar a José Tur, el amigo de su padre y de su tío, que vivía en una casona de intramuros. Sesentón y de gran presencia, Tur y su esposa –mucho más joven que él y con la que se había casado en segundas nupcias– la recibieron con suma amabilidad. Según le contó él, en su juventud había vivido en Denia, donde conoció a su padre y a sus tíos.

–Aunque no he ido más por allí, hemos sabido conservar nuestra amistad gracias a la periódica correspondencia que hemos mantenido, y a las visitas que me ha ido haciendo, casi anualmente, su tío Antonio –le explicó a Loreto, antes de ofrecerle con franqueza–: Ya ve que la casa es grande y, salvo los criados, nadie más que mi esposa y yo la habitamos, pues mis tres hijos ya volaron del nido hace tiempo. De manera que sería para nosotros un honor que aceptase nuestra hospitalidad…

Loreto se mudó a casa de los Tur dos días después de aquella visita. Y en ella permaneció incluso después de la muerte de su marido, pues decidió no regresar a Denia.

En cartas sucesivas, Loreto informó a su tío Antonio de su deseo de quedarse en Ibiza: «Una isla bien distinta de la de Cabrera; pues si allá conocí el infierno, aquí me parece haber encontrado el paraíso. Y fallecido papá, aunque os tengo a vosotros ahí, tíos queridos, se me hace muy doloroso volver a Denia, después de todas las desdichas allí vividas últimamente. Aquí, en Ibiza, creo que podré rehacer mi vida y criar a mi hijo sin temor a que los malos recuerdos me asalten por las noches y me amarguen los días. Desde que estoy aquí no he tenido ninguna pesadilla, a pesar del mucho dolor que me han producido las muertes tan seguidas de los dos hombres a los que más he querido…».

Su tío Antonio, que además era el albacea de su padre, gestionó la venta de las principales propiedades que Loreto había heredado, cumpliendo así con sus deseos. Ya en septiembre, le hizo llegar a Ibiza las primeras cantidades de dinero recaudadas por la enajenación de varias propiedades que su padre poseía en Pedreguer.

Loreto compró en octubre una casa en Ibiza, vecina de la de los Tur, aunque no tan grande como la de ellos. Pero no le dio tiempo a mudarse a ella antes de dar a luz, pues el parto, rápido y casi indoloro, la sorprendió pocos días antes del traslado.

La hija de Jacques y Loreto Javelier fue bautizada en la catedral ibicenca con el nombre de Ana, en recuerdo a su abuela materna, tenía el cabello rubio, los ojos azules y un lunar en la frente.

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