septiembre 21, 2023

Castalla 1813

Castalla, 1813 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 22 | Castalla, abril-agosto de 1813 | Louis Gabriel | Amanecía el día 13 de abril de 1813 cuando el mariscal francés Suchet observaba la situación de los ejércitos desde lo alto del puerto de Biar. Montaba su caballo preferido –un alazán tostado– y vestía el uniforme de campaña: casaca azul oscuro con charreteras y cuello alto, pantalón ajustado blanco, botas altas, faja azul claro de la que colgaba el sable envainado, bicornio azul sobre frente despejada, cejas finas, ojos claros, nariz aguileña, patillas grandes, barbilla encogida.

Louis Gabriel Suchet había nacido en Lyon el 2 de marzo de 1772. Hijo de un comerciante, se alistó como voluntario en la guardia nacional del Ródano a los diecinueve años. En 1808 se le concedió el título de conde gracias a su magnífica carrera militar. Ya en España, había estado al mando del 2.º Cuerpo del ejército francés, destinado en Aragón. Tomó parte del sitio de Zaragoza, conquistó Lérida y Tarragona, y Napoleón le otorgó el bastón de mariscal el 8 de julio de 1810. Justo un año después venció al general Blake en Sagunto y el 30 de enero de 1812 entró en Valencia, donde estableció su cuartel general.

Napoleón le consideraba uno de sus «viejos espadones», en quienes confiaba plenamente, y como él no deseaba defraudar la confianza del emperador, se había empeñado en recuperar aquel territorio, del que sus tropas habían sido desalojadas durante los últimos meses.

Dos días antes, al amanecer, una de sus divisiones, a las órdenes del general Harispe, había caído en Yecla contra los desprevenidos soldados españoles, causándoles más de cuatrocientas bajas entre muertos y heridos, y haciendo más de mil prisioneros. El resto huyó a Villena, donde el general español Elío quiso hacerle frente, pero no pudo detener el avance de su caballería y de la división mandada por el general Habert. Elío huyó con sus tropas, abandonando a la guarnición del castillo, que sólo aguantó el asedio durante unas horas. Sin apenas munición, el gobernador de la fortaleza se le rindió al frente de los mil hombres que componían el batallón de Vélez-Málaga. Mientras tanto, había ordenado al general Habert que continuase su avance hacia Castalla, enfrentándose a la división anglo-siciliana que defendía Biar. Fue un combate largo y duro, pero al fin, ya casi de noche, sus hombres lograron expulsar a los aliados de aquel pueblo y conquistar luego el puerto que había más allá, en el camino de Castalla. Aquella noche quedaron en aquel paso de montaña unos dos mil cadáveres, muchos de los cuales eran de soldados franceses, pero el esfuerzo había merecido la pena. El puerto era de gran importancia estratégica y además habían cautivado un centenar de soldados y dos cañones enemigos.

Y ahora, al alba del día siguiente, 13 de abril, Suchet observaba con sus anteojos el campo de batalla que le proponía el general Murray: una llanura que se extendía entre las sierras de Onil –al norte– y de la Argueña –al sur–, con el puerto de Biar al oeste y el armajal que había entre Onil y Castalla al este.

Sus tropas ocupaban el camino de Sax a Onil, flanqueadas en su ala izquierda por el cauce del río Verde y por el Cabezo de Torriá en su ala derecha. En total, algo más de 13.500 hombres repartidos en tres divisiones de infantería –a cargo de los generales Robert, Harispe y Habert–, la caballería del general Boussard y cuatro baterías de artillería.

Enfrente, el ejército aliado que mandaba el general Murray lo componían algo más de 18.500 combatientes de cuatro nacionalidades, distribuidos en cuatro divisiones de infantería –bajo las órdenes de los generales Mackenzie, Clinton, Whittingham y Roche–, más una caballería de algo más de mil jinetes y la artillería anglo-siciliana: dos baterías inglesas, otras dos portuguesas y una siciliana.

La disposición del enemigo le forzaba a maniobrar en un escenario muy estrecho, con viñedos a su derecha y el armajal al fondo, de manera que decidió ganar tiempo destacando a parte de la caballería de Boussard para que vigilara el ala derecha de los aliados, al otro lado de Castalla.

Raffaello

Raffaello y Piero Aldani, gemelos palermitanos de veinticuatro años, eran soldados del 1.º Regimiento Italiano y aquella mañana del 13 de abril de 1813 se hallaban en la vanguardia de las posiciones aliadas. Habían arribado al puerto de Alicante el 9 de agosto del año anterior, formando parte de una fuerza expedicionaria que, de no haberse retrasado –o de haber esperado su llegada el general José O’Donnell–, con toda seguridad habría contribuido a cambiar el resultado de la acción bélica llevada a cabo en Castalla nueve meses atrás.

Raffaello y Piero fueron dos de los seis mil soldados anglo-sicilianos que, al mando del teniente general inglés Thomas Maitland, desembarcaron aquel día de agosto en el puerto alicantino, procedentes de uno de los muchos navíos británicos que había fondeados en la bahía. Venían de Palermo, ciudad natal de los hermanos Aldani, donde había quedado su numerosa familia, entristecida pero orgullosa de la manera tan resuelta con que ambos se habían alistado voluntariamente para luchar contra el tirano corso. De aquellos mismos barcos y al mismo tiempo que los soldados anglo-sicilianos, desembarcaron otros cuatro mil soldados españoles, procedentes de Mallorca y encabezados por el también general inglés Whittingham.

Durante los meses siguientes, Raffaello y Piero participaron en el lento avance de los aliados por el territorio cercano a Alicante, expulsando a las tropas napoleónicas hacia el norte. Después, siempre junto a sus compañeros de la división anglo-siciliana, los hermanos Aldani retrocedieron hasta Castalla, en cuyos alrededores permanecieron acampados hasta que las fuerzas imperiales, al mando del mariscal Suchet, atacaron Yecla y Villena. El general Murray ordenó entonces a los 2.200 hombres de la división anglo-siciliana que se desplazaran hasta Biar, bajo el mando del coronel Frederick Adam. Era el 11 de abril. Al día siguiente, la división napoleónica dirigida por el general Habert apareció por la cuesta que había a la llegada de Biar por el camino de Villena. En seguida se produjo el primer choque en el que cayeron medio millar de soldados de ambos bandos. El coronel Adam resultó herido, pero continuó combatiendo; Piero Aldani también fue herido levemente, al volarle su gorro una bala que rozó su sien izquierda, pero siguió luchando junto a su hermano. Adam ordenó resistir la dura y persistente embestida de la caballería francesa, y así lo hicieron sus hombres durante cinco horas por las calles de Biar y, a continuación, en el desfiladero que llevaba al puerto de montaña. Pero paulatinamente el 1.º Regimiento Italiano, el Cuerpo Franco de Calabria y los fusileros del 3.º y 8.º de la King German Legión, que conformaban la división de Adam, debieron retroceder ante el ataque combinado de la infantería, la artillería y la caballería francesas, con quinientos tiradores hostigándoles desde los altos de laizquierda.

Abrumados por la superioridad enemiga, los hermanos Aldani, como el resto de italianos, rompieron al final la formación de retirada. Mientras corrían sin tiempo para recargar sus fusiles, Raffaello y Piero vieron caer a su alrededor infinidad de compañeros, muertos o heridos. Sólo en una ocasión se detuvo uno de los gemelos –Raffaello–, para ayudar a un amigo que había caído con una herida en el muslo derecho, pero a punto estuvo de perecer. Piero, que había seguido corriendo, se detuvo cuando vio que no le seguía su hermano y regresó para ayudarle en su auxilio al compañero caído, pero se encontró de frente con un dragón francés que cabalgaba hacia él con el sable en alto. Al mismo tiempo que Piero se cubría levantando el fusil con ambas manos, parando así la estocada del dragón, Raffaello cayó a tierra arrastrado por el compañero al que procuraba ayudar, herido mortalmente por otra bala que le entró por la espalda y le rompió el corazón. Raffaello se incorporó y se dispuso a seguir huyendo, cuando la grupa de un caballo francés le empujó violentamente y le hizo volver a caer de bruces y sobre un lecho de piedras. El golpe le hizo perder el sentido, pero durante no más de unos pocos segundos, pues cuando logró ponerse de rodillas –con la sangre que le fluía de la frente y de la nariz empañando su mirada y amargando su paladar–, vio a su hermano todavía defendiéndose de las acometidas del mismo dragón francés. A lomos de su caballo negro, éste trataba de herir a Piero, que se protegía con la bayoneta que llevaba calada en su fusil. Aunque aturdido, Raffaello consiguió ponerse nuevamente de pie e intentó acudir en ayuda de su hermano, pero de repente se encontró frente a dos fusileros franceses que, habiéndole creído muerto cuando pasaron junto a él por estar caído, ahora se disponían a ensartarle con sus bayonetas. Se produjo sin embargo en aquel momento un hecho inesperado y, según pensó Raffaello, milagroso, pues casi al mismo tiempo cayeron a tierra los dos fusileros que iban a atacarle y el dragón que acosaba a su hermano, abatidos por los certeros disparos de la infantería inglesa del 27.º Regimiento, que venía corriendo en su auxilio por el camino de Onil.

Gracias a tan providencial ayuda, los hermanos Aldani y el resto de los italianos que aún estaban vivos, evitaron caer prisioneros y lograron llegar a salvo, aunque heridos, a Castalla.

Y allí estaban los gemelos palermitanos al día siguiente, dispuestos nuevamente a combatir contra las tropas napoleónicas que tenían enfrente. Ambos llevaban la cabeza vendada, con sendas telas blancas que cubrían sus sienes y frentes –Piero por el roce de la bala; Raffaello por las heridas y magulladuras causadas al caer de bruces contra el suelo pedregoso–, lo que impedía reconocerlos fácilmente. Pues su parecido físico era tan grande, que muy pocos compañeros los distinguían sin molestarse primero en examinarlos detenidamente y durante largo rato. Altos, robustos, de cabello pajizo y rizado, ojos ambarinos, narices rectas –la de Raffaello momentáneamente hinchada y amoratada–, mejillas sonrosadas y enmarcadas por gruesas patillas con forma de hacha, adornadas al reír por hoyuelos que hacían juego con el que lucían, permanente, en sus respectivas barbillas, los hermanos Aldani gozaban del respeto de sus superiores e iguales. Se lo habían ganado con su nobleza y jovialidad –sus sonoras carcajadas eran harto contagiosas–, su fortaleza y afabilidad –muy celebradas eran sus serenatas nocturnas, tocando sus flautas a dúo o acompañados por las mandolinas de otros compañeros–, su valentía y solidaridad. Tan unidos estaban que, entre bromas y veras, decían seguir solteros para evitar que las mujeres los separasen durante más tiempo del que se precisaba para gozar con ellas en el tálamo.

Raffaello y Piero Aldani, como el resto de los italianos al mando del coronel Adam, estaban en el centro de las líneas aliadas y algo más adelantados, formando la vanguardia. Pero no fueron los primeros en entrar en combate. Después de una larga y tensa espera, por fin se produjo el ataque francés a mediodía. Lo inició el ala derecha imperial contra la izquierda aliada, en el lugar más abrupto del campo de batalla, donde se enfrentaban las sierras de Onil y de la Argueña.

Seiscientos tiradores franceses, bajo el mando del coronel D’Arbod, habían remontado las lomas anteriores a las trincheras aliadas y defendidas por los españoles que dirigía el general Whittingham. Inmediatamente después, con el objetivo de dividir el frente aliado, el mariscal Suchet ordenó al general Habert que atacara con el 121.º Regimiento, apoyado por el grueso de la artillería gala. Al cabo de unos minutos, el combate se había generalizado.

Durante horas, la infantería francesa atacó en sucesivas oleadas y apoyada por su artillería, en tanto la caballería se conformaba con intentar tímidos avances por el este, eficazmente repelida por los cañones aliados.

Respaldados por los ingleses de la división Mackenzie, los soldados sicilianos rechazaron los intensos ataques franceses, pero a costa de sufrir numerosas bajas. Entre ellas las de los hermanos Aldani. Atardecía cuando uno de los muchos proyectiles disparados por la artillería imperial cayó muy cerca de donde se encontraban los gemelos palermitanos. Infinidad de piedras, de diferente tamaño, salieron desperdigadas y a gran velocidad del lugar donde impactó la bala de cañón. Una de aquellas piedras, tan grande como un puño, golpeó a Raffaello en el lado derecho de su frente; estaba agachado, apuntando con su fusil, y cayó de inmediato boca arriba, con la venda que llevaba puesta en la cabeza teñida por completo de rojo. Al mismo tiempo, otra piedra, algo más grande, golpeó a Piero en su pierna derecha; estaba de pie, junto a su hermano, y cayó de costado, perdiendo el conocimiento al chocar su cabeza contra una roca.

Poco después de que los hermanos Aldani cayeran heridos, los aliados empezaron a avanzar por su ala izquierda, y a continuación por el centro y el flanco derecho. Fue un avance imparable, pues ni la artillería ni la caballería francesas lograron contenerlo; no obstante, el general Murray ordenó interrumpirlo al hacerse de noche. El mariscal Suchet aprovechó entonces para mandar la retirada ordenada de su ejército, que cruzó el puerto de Biar antes del amanecer.

Piero

El hospital de sangre que había en Castalla se saturó con los heridos que llegaron del campo de batalla. Varios vecinos del pueblo ofrecieron sus casas para cuidar de los heridos que precisaran menos atenciones médicas y el general Murray, agradecido, ordenó el traslado de los menos graves a dichas casas.

Uno de los vecinos que ofreció su casa para hospedar a cuatro heridos fue Tomás Rico Berbegal, el cual vivía en una mansión de la plaza Gasparrico. Los cuatro heridos que fueron trasladados hasta dicha casona desde el hospital fueron dos españoles –un cabo del 5.º Regimiento de Granaderos con un sablazo en su brazo derecho y un soldado del 2.º de Mallorca herido de bala en la nalga izquierda–, un soldado inglés del 27.º Regimiento –herido con arma blanca en ambas manos– y un siciliano del 1.º Regimiento que tenía roto uno de los huesos de su pierna derecha y una brecha en la parte izquierda de su cabeza. Los cuatro fueron repartidos entre las dos alcobas vacías que había en el piso superior –los españoles en una; el inglés y el siciliano en otra– y fueron atendidos tanto por la servidumbre como por la señora de la casa, esposa de Tomás Rico, que se desenvolvió en esta tarea como la mejor de las enfermeras.

Pero no fue hasta la mañana siguiente de su llegada a aquella casa, que Piero Aldani –nombre del siciliano herido– tuvo ocasión de ver a la Señora, tal como la llamaban las dos criadas. Desde la cama en que se encontraba acostado, con la pierna derecha fuertemente aprisionada –desde el tobillo a la rodilla– por una férula de madera y alambre, Piero vio entrar en el dormitorio a aquella mujer y quedó tan impresionado como si se le hubiera aparecido el más hermoso de los ángeles. La claridad matutina que entraba por la ventana iluminó el lado izquierdo de la Señora, que avanzaba desde la puerta con paso ágil y sonrisa franca, portando una bandeja metálica sobre la que había un cuenco de agua, un jabón y una gasa. Llevaba puesto un sencillo vestido azul turquí, con un delantal blanco encima y una toalla granate colgando de su brazo izquierdo. Tenía un lunar carmesí en la frente y sus ojos, oscuros y grandes, brillaron al mismo tiempo que saludaba con vivacidad a los dos heridos:

–Buenos días, señores valientes. Espero que hayan descansado. Pronto les traerán sus desayunos, pero ahora vamos a curar sus heridas, mister Taylor.

Después de llevar casi un año en España, Piero entendió el significado general de las palabras de aquella mujer, que a él se le antojó más divina que humana. Por el contrario, el inglés que ocupaba la otra cama no pareció comprender nada de lo que dijo la Señora, si bien sonrió al escuchar su nombre.

–Veamos, ¿puede incorporarse un poco? –preguntó la Señora mientras se sentaba en una silla que había entre ambas camas. El soldado inglés se sentó y ella le colocó con una mano las almohadas para que apoyase la espalda, en tanto con la otra sujetaba la bandeja. Luego dejó ésta sobre sus rodillas y se dispuso a quitarle a Taylor las vendas que tenía puestas en ambas manos. Mientras esto hacía, Piero –que no podía separar sus ojos de ella– creyó que le echaba fugaces miradas de reojo.

–En el hospital me han contado que se hizo las heridas al detener con sus manos el sable de un gabacho. No parece que fuese una buena idea –sonrió–. Aunque, claro, si así consiguió salvar la vida, sí que mereció la pena, ¿no?

El soldado inglés –de la misma edad que Piero, delgado, pelirrojo y de ojos verdes–, sonrió sin entender nada de lo que ella decía, mientras observaba cómo le lavaba las heridas que tenía en las palmas de las manos. Después de secárselas con la toalla, volvió a envolvérselas con gasa.

Una criada –cuarentona, menudita, con saya, delantal y cofia blancos– entró en la habitación portando una bandeja con comida, al mismo tiempo que la Señora se levantaba de la silla y se preparaba para salir.

–Señora, por favor –la llamó entonces Piero, quien esperó a que ella le mirase y se acercase a su cama, para pedirle–: Necesito saber cómo está mi hermano. Ayer, en el hospital, me dijeron que estaba muy grave. Yo no quería separarme de él, pero me trajeron aquí… Como yo no puedo ir, ¿podría enterarse de cómo está? Se llama Raffaello. Raffaello Aldani.

La Señora tardó en hablar. Permaneció un momento callada y de pie, sujetando la bandeja y mirándole fijamente. Piero creyó que no le había entendido, pues en su mirada le pareció percibir confusión. Por fin parpadeó, separó los ojos de los suyos y dijo:

–¿Su hermano? Me pregunta por su hermano, ¿no es así? Que se llama Raffaello…

–Sí, señora –confirmó Piero.

–Dentro de un ratito iré al hospital. Veré de qué puedo enterarme.

La Señora salió del dormitorio y Piero se sintió repentinamente solo y abandonado.

Unas horas más tarde, al mediodía, la otra criada de la casa –más joven, alta y gruesa que su compañera, pero vestida de igual manera– les trajo la comida a Taylor y a Piero. El inglés se había levantado de la cama y, no sin gran esfuerzo, había conseguido quitarse el camisón y ponerse la camisa, el chaleco y el pantalón. Después de pasear por la casa, se había sentado en el sillón que había junto a la ventana del dormitorio y había tratado de mantener una conversación con Piero, sin que apenas lograran entenderse.

Empezaban a comer –Piero en la cama; Taylor sentado en el sillón y con la ayuda de la criada–, cuando llegó la Señora. Llevaba el mismo vestido, el cabello oscuro seguía teniéndolo recogido en un moño discreto y, con su sola presencia, volvió a iluminarse la habitación como si de pronto el sol se hubiera acercado a la ventana. Pero su sonrisa se hallaba ausente y sus ojos eran heraldos de pesadumbre.

–Lo lamento mucho, señor Aldani, pero los médicos me han dicho que Raffaello está muy grave y no pueden hacer nada para sanarle –y bajando los ojos al suelo, agregó–: No creen… No saben si se recuperará…

–¿Ha despertado?

La Señora negó con la cabeza, al mismo tiempo que volvía a mirarle a los ojos. Los tenía ligeramente húmedos y resplandecían como botones de charol.

–Quiero ir a verle –dijo Piero mientras hacía ademán de levantarse.

–No puede, Piero –dijo la Señora acercándosele y levantando los brazos en un gesto con el que daba a entender que estaba dispuesta a impedírselo–. Conseguiré una muleta y quizás dentro de unos días… Yo misma le acompañaré entonces.

–Puede que sea demasiado tarde –murmuró Piero resignado y cerrando los ojos. Estaba tan apesadumbrado que temía no poder reprimir el llanto por más tiempo. Giró la cabeza a la izquierda, hacia la pared, procurando evitar así que la Señora viera cómo se le escapaban unas lágrimas. Al cabo de un momento la oyó alejarse, pero siguió con los ojos cerrados. Se maldijo por no poder valerse por sí mismo, por no poder levantarse de aquella cama y correr en busca de su hermano. Lo cogería entre sus brazos, lo abrazaría y le animaría para que abriese los ojos, para que se despertara… Lo había visto en el hospital sólo durante un instante. Estaba en una camilla, boca arriba, y tenía la frente vendada. Parecía dormido… Pero no podía. La férula que le aprisionaba la pierna derecha le condenaba también a estar tumbado en aquella cama, vestido solo con un camisón, tapado con una sábana y una manta, y padeciendo un dolor de cabeza cada vez más fuerte. También él tenía la cabeza vendada… Pensó que debía escribir a sus padres, pero decidió dejarlo para más adelante. Esperaría a que Raffaello se recuperase… Fugazmente pasó por su mente la idea de que tuviera que contarles que Raffaello había muerto y sintió un vértigo mucho mayor que el que sintió en alta mar, en plena tormenta, la noche siguiente de su partida de Palermo. Raffaello en cambio apenas si se mareó. Todo el mundo decía que se parecían mucho, que eran tan semejantes e inseparables como los espejuelos de unos anteojos, como las hojas de una tijera, pero ellos sabían que no era así. También sus padres –sobre todo su madre– conocían bien sus diferencias. Raffaello había sido el primero en nacer, era algo más alto, más listo y más tozudo que él. Tenían fama de obstinados entre los amigos y compañeros, pero Piero era consciente de que su hermano lo era aún más que él. Nunca, nunca se daba por vencido. Y a eso se aferró para convencerse de que Raffaello lograría sobrevivir, pues jamás se rendiría ante la muerte y al final sería capaz de recuperarse, de despertar, de sanar.

Notó entonces cómo le tocaban la cabeza. Abrió los ojos y vio los de la Señora, risueños y reconfortantes como los de una madre, aunque sólo debía tener dos o tres años más que él.

–Incorpórese un poco; voy a curarle la herida de la cabeza.

Se había sentado en la silla y tenía la bandeja metálica en su regazo. Sin separar los ojos de los de ella, Piero obedeció y se dejó quitar la venda que enrollaba su frente. Le dolió cuando la Señora le lavó y secó la herida que tenía en la parte izquierda de la cabeza, pero no dijo nada, ni gesticuló siquiera. Sabía que no debía mirarla como lo estaba haciendo: con un embelesamiento inapropiado por tratarse de una mujer casada, pero no podía evitarlo. Por nada del mundo hubiera renunciado a contemplarla desde tan cerca, a percibir aquel olor a canela que parecía manar de todos sus poros, a notar sus manos tocándole la cabeza en tanto le curaba y le vendaba de nuevo…

–Bueno, ya está –murmuró ella en cuanto acabó. Sus ojos aún le miraban con sonrisa maternal, pero a Piero le pareció vislumbrar en ellos el brote de un sentimiento mucho más ardiente y promisorio.

–¿Cómo se llama, señora?

–Salvadora. Pero todo el mundo me llama Dora.

Aquella noche, Piero se encontró con ánimo para tocar su flauta. Le pidió a una criada que le acercara su mochila y, después de sacarla, se la enseñó a Taylor, al mismo tiempo que le pedía permiso para tocarla. El inglés accedió gustoso y Piero la hizo sonar durante un rato, llenando por primera vez la estancia y la casa entera de una melodía triste pero bellísima, interrumpida al abrirse la puerta del dormitorio y aparecer por ella la cabeza de Dora.

–¿Molesto?

–No, todo lo contrario. Pero le ruego que el concierto no se alargue mucho. Deben descansar –contestó ella, sonriente.

–De acuerdo.

Dora cerró la puerta y Piero continuó tocando la flauta durante un rato más.

Al cabo de tres días, Taylor y el cabo español del 5.º Regimiento de Granaderos abandonaron la casa. Aun no estaban aptos para el servicio, pero ya podían regresar a sus respectivos campamentos. Dora entonces pensó en trasladar al otro soldado español herido al dormitorio de Piero, pero éste le pidió que trajera a su hermano del hospital.

–Sigue sin despertarse y está tan débil que los médicos no creen que resista el traslado hasta aquí –le informó Dora unas horas más tarde.

–Entonces, pídales que me lleven al hospital, a su lado. Seguro que ya habrá alguna cama libre o algún sitio donde pueda estar…

El rostro de Dora se ensombreció de repente, pero le prometió que haría lo que pudiese para complacerle.

Al día siguiente, para sorpresa y alegría de Piero, su hermano fue llevado por dos camilleros hasta la casa donde él se encontraba. Raffaello fue acostado en la cama que antes había ocupado Taylor y su mochila la dejaron junto a la de Piero. Dora no pudo impedirle que se levantara de su cama y se acercara a la de Raffaello dando saltitos para no apoyar la pierna herida.

–¡Raffaello, hermano mío! –exclamó Piero entre sollozos y abrazándose a su gemelo, cuyo cuerpo parecía haber envejecido varias décadas desde que cayera herido. Casi ya no parecía él, reconoció Piero profundamente entristecido y mientras observaba su cara, pálida y ligeramente deformada en su lado derecho. Aunque la enorme venda que le tapaba la parte superior de la cabeza impedía ver la herida, se intuía fácilmente el tamaño de la misma y el mucho daño que debió de sufrir su cerebro.

Aquella misma noche, después de que la criada más joven le sirviera la cena, Piero le pidió a ésta que le diera la mochila de Raffaello. Mientras la registraba –a la luz de la palmatoria que había sobre la silla, entre ambas camas– le habló a su hermano como si estuviera escuchándole:

–Siempre has sido muy desordenado. Lo tienes todo revuelto… ¡Ah, aquí está! –exclamó sacando de la mochila un estuche de nogal. Lo abrió y sonrió, emocionado–. Tu tesoro… El regalo del abuelo Marco… –miró a Raffaello y su sonrisa se trocó en una mueca de dolor. Estaba allí, sí, acostado en aquella cama, como dormido, pero no se movía y sólo se apreciaba su respiración desde muy cerca. Llevaba una semana sin comer ni beber, su cuerpo se consumía poco a poco y los médicos no sabían qué hacer para despertarle–. Algún día se cumplirá tu sueño, ya lo verás… Cuando acabe la guerra iremos a Viena, a Praga, a París, estudiaremos en los mejores conservatorios y tocaremos en las mejores orquestas. Serás un clarinetista tan célebre como Stadler, como Beer… –Mientras esto decía, con un entusiasmo con el que pretendía contagiar a Raffaello, montaba las piezas que había sueltas en el interior del estuche: el cuerpo superior con el inferior, éste con el pabellón, aquél con el barrilete, la boquilla sujeta a éste con una abrazadera de metal. Colocaba ya las llaves cuando dijo–: ¿Será verdad eso que dicen de que un alemán, músico de cámara en San Petersburgo, presentó el año pasado en París su clarinete de trece llaves? ¿Cómo se llamaba…? –Piero volvió a mirar a su hermano, con el instrumento ya montado en sus manos, tratando de recordar el nombre de aquél músico y como si Raffaello estuviera a punto de decírselo– …En fin, ya sé que esto no es lo mío, que sólo sé tocar bien la flauta… Me lo has dicho muchas veces –sonrió en tanto se sentaba en el borde de la cama, mirando a Raffaello–, pero haré lo que pueda. Quizá suene tan horriblemente mal que no puedas soportarlo y no tengas más remedio que despertarte…

De la mochila de Raffaello extrajo varias partituras, ediciones todas ellas baratas que ambos habían ido adquiriendo a lo largo de los años, y escogió la preferida de su hermano. La abrió, la colocó encima de la silla, junto a la palmatoria, y se llevó a los labios la boquilla del clarinete de seis llaves.

En seguida comenzó a sonar la parte solista para clarinete de la ópera La Clemencia de Tito. La música atravesó la puerta cerrada y salió volando por la ventana abierta, tiñendo el aire de la casa y de la plaza con una armonía penetrante y arrebatadora.

Cuando acabó, las mejillas de Piero estaban mojadas. Miró a Raffaello y sus ojos ambarinos volvieron a inundarse de lágrimas. Suspiró y forzó una sonrisa:

–Ya ves, caro hermano, no suena tan sublime como cuando tú lo tocas, pero tu tesoro no se resiste a mis encantadores labios. Ahora voy a ver cómo suena el solo de La Flauta Mágica

Volvió a llevarse la boquilla del clarinete a la boca, pero Dora abrió en ese preciso momento la puerta del dormitorio. Llevaba puesta una bata larga de seda verde sobre lo que Piero supuso debía ser un camisón del mismo color, iba descalza y portaba un candil encendido en una de sus manos. Tenía la cabellera suelta, cayéndole sobre los hombros y pecho como cataratas de seda negra, y en sus ojos, grandes y húmedos, brillaban restos de incontenible emoción.

–Oh, discúlpeme, señora. No me había dado cuenta de lo tarde que es.

–No importa. Ha sido precioso, Piero. De verdad. Pero ahora lo mejor será que descansemos.

–Sí, claro. Buenas noches. Y le reitero mis disculpas.

–Buenas noches –dijo Dora antes de cerrar la puerta y dejar a Piero sumido en la más triste y oscura de las nostalgias.

Durante las noches siguientes, a horas menos avanzadas, Piero volvió a tocar el clarinete, en un intento desesperado por despertar a su hermano. Pese a que no era un virtuoso de aquel instrumento –a diferencia de Raffaello, que lo hacía sonar con maestría–, tocó con toda la sensibilidad y destreza de que eran capaces su corazón y sus dedos, los adagios, serenatas, rondós, minuetos y divertimentos que formaban el repertorio favorito de su hermano.

Hasta que una de aquellas noches –tres semanas después de la batalla y tres días después de que los hermanos Aldani fueran los únicos huéspedes de aquella casa– se despertó Raffaello, o al menos movió los labios.

Se hallaba Piero tocando un oratorio con el clarinete, cuando de repente vio cómo su hermano movía los labios. Dejó caer el instrumento en su cama y se arrojó sobre la de Raffaello, llamándole a voz en grito. Dora y las dos criadas –que aún estaban en la casa– acudieron en cuanto oyeron los chillidos de Piero, encontrándole sentado en la cama de su hermano, al que cogía por los hombros.

–¡Despierta, despierta! –repetía mientras lo zarandeaba con suavidad. Pero Raffaello estaba quieto y tenía los ojos cerrados, según vio Dora al acercarse.

–¿Qué ocurre?

–Está despierto. Ha hablado. Pero no abre los ojos –respondió Piero en italiano y tan de prisa, que Dora no entendió lo que decía y hubo de repetírselo dos veces más y despacio.

–¿Y qué decía?

–Hablaba de ayudar a alguien, a una mujer, creo…

Los labios de Raffaello volvieron a moverse y Piero hubo de pegar su oreja a la boca de su hermano, para oír lo que decía.

–¿Pero dónde? ¿Dónde está? –preguntó Piero en voz baja, antes de volver a escuchar el murmullo de Raffaello. Luego, una vez levantó la cabeza, le dijo a Dora:

–Dice todo el rato lo mismo: Hay que ayudarla. Cuando le he preguntado dónde está, me ha parecido entenderle: Donde acaba el tiempo.

–¿Donde acaba el tiempo? Pero eso no tiene sentido. Debe estar delirando –dijo Dora, arrepintiéndose al instante–. ¡Oh, lo siento! Quería decir que…

–No se disculpe, Dora. Tiene razón. No abre los ojos, no se mueve, cada vez está más débil… Está delirando.

La mirada y la voz de Piero reflejaban una tristeza tan profunda, que los ojos de Dora se empañaron. Según intuyó –de manera fugaz pero intensa–, Dora estuvo a punto de abrazarle, algo de lo que quizás no se habría arrepentido, pero que con seguridad le habría acarreado algún que otro quebradero de cabeza. Y muy probablemente, pensó luego, si no llegan a estar presentes las dos criadas, hubiera sido él quien en ese momento se habría adelantado al impulso de ella, abrazándola y besándola en ojos, frente, nariz, mejillas, labios… Pero nada de ello sucedió aquella noche.

Dos días más tarde falleció Raffaello. Fue enterrado en el cementerio de Castalla, tras una breve ceremonia a la que asistieron muchos de sus compañeros, encabezados por varios oficiales italianos, Dora y su marido, y, por supuesto, Piero, que manejaba ya la muleta con soltura.

Aquella misma noche escribió Piero a sus padres para comunicarles la triste noticia e informó a Dora y a su esposo de que al día siguiente dejaría la casa.

–He de regresar mañana con mi división a Alicante. Estaré fuera de servicio hasta que me quiten la férula y, según me han dado a entender, es posible que se me conceda un permiso para viajar pronto a Palermo. Les estoy infinitamente agradecido por su hospitalidad y amabilidad.

Sentada en un sofá, Dora le miraba con sonrisa triste; a su lado, su marido –cuerpo pequeño y redondo, envuelto en levita negra, chaleco florido, pantalón beis y muy ceñido, camisa de cuello muy alto, de manera que su rostro, mofletudo, serio e insulso, quedaba medio oculto, corbata de muselina enrollada y con lazo, botines afilados– le observaba con ojillos recelosos pero con gesto cada vez más relajado, como si le aliviara sobremanera la noticia de su marcha.

Aquella noche sonó por última vez el clarinete en la casa de Tomás y Dora. Lo hizo de un modo especialmente triste. También en esta ocasión fue Dora al dormitorio de Piero para pedirle que cesara la música. Cesó de inmediato, pero ella tardó un buen rato en volver a su alcoba.

Salvadora

Comenzaba la tercera semana de agosto cuando Dora recibió la carta que esperaba de su hermano. Fernando era cura y vivía en Villafranqueza, cerca de Alicante. En su carta le pedía que fuera a visitarle, pues había caído enfermo, se estaba quedando ciego y deseaba verla antes de que perdiera la vista por completo o falleciera.

Dora le mostró la carta a su marido, Tomás, quien la miró con indiferencia después de leerla, diciéndole:

–Si quieres ir, ve, pero no esperes que te acompañe.

Aunque recuperó la misiva de las manos de su esposo con brusquedad, al mismo tiempo que le miraba con el ceño fruncido, Dora se sintió satisfecha con la respuesta recibida. Era la que esperaba; cualquier otra habría alterado sus planes.

Diez días antes, sin que Tomás lo supiera, Dora había enviado a su hermano una carta en la que le pedía ayuda y le indicaba de qué manera podía hacerlo. Tenía que mandarle en seguida una carta pidiéndole que fuera a verle, por razones de salud. Le alegró la celeridad con que había cumplido, si bien le incomodaba el excesivo dramatismo con que había adornado su solicitud. Dora sabía desde hacía unos meses que Fernando tenía problemas de visión, pero decir que estaba a punto de quedarse ciego e incluso de morirse, le pareció excesivo.

En su carta secreta, Dora le había recordado a su hermano el gran favor que ella le hizo unos años antes, cuando convenció a su marido para que aceptase acoger en casa a la mujer que vivía con él en Villafranqueza y que había dejado encinta –aunque a Tomás no le dijeron que el causante del embarazo era él, naturalmente–. Ahora era el momento oportuno para que Fernando le devolviese el favor, por cuanto ella precisaba perentoriamente ausentarse de casa por una temporada. No le dijo el motivo, pero supuso que Fernando lo adivinaría.

Todo empezó cuatro meses antes, tras la batalla celebrada cerca de Castalla, en la que el ejército aliado venció a las tropas napoleónicas. Eran tantos los heridos, que no cabían en el hospital de sangre, así que los más leves fueron alojados en casas particulares. Cuatro de ellos fueron llevados a casa de Tomás y Dora. Aunque fue él quien hizo el ofrecimiento, la idea en realidad no fue suya, sino de Dora. A ella le costó incluso convencerle para que lo hiciera, pues Tomás no cedió hasta que le amenazó con ser ella misma la que tomara la iniciativa, yendo personalmente a hablar con los médicos militares o con el general inglés, inclusive. Tomás llevaba nueve meses sufriendo el repentino cambio de carácter que experimentó su esposa, concretamente desde que él se negó a dar auxilio a un coronel español que estaba siendo atacado en la puerta de su casa. A partir de entonces, Dora le miraba y le hablaba en privado con una indiferencia, y a veces con un desprecio, que él –avergonzado por su manifiesta cobardía– soportaba con resignación, como si de una penitencia se tratara.

Contrariado, Tomás se mantuvo al margen de cuanto tuviera que ver con los heridos que habían sido alojados en su casa, dejando que fuera su esposa la que se encargara de todo.

Y, en efecto, fue Dora la que dirigió los cuidados de los cuatro heridos, llevados a cabo por las dos criadas y por ella misma. Empezó haciéndolo como una obra de caridad y también como una compensación por la manera tan mezquina como habían actuado hasta entonces durante la ocupación francesa y la masacre que los soldados españoles habían sufrido en las calles de Castalla el año anterior. Pero toda la motivación cambió en cuanto conoció a Piero.

¿Por qué sintió una atracción tan irracional por aquel joven siciliano nada más verle? Mucho había pensado en ello hasta ahora sin lograr una contestación razonable. ¿Fueron acaso sus ojos del color del ámbar, su voz cálida o su sonrisa franca, generadora de unos hoyuelos en sus mejillas semejantes al que tenía en su barbilla, los que la habían hecho sentir aquel primer y turbador calor interior? Muy probablemente habían influido, pero de ninguna manera podían ser los principales responsables de aquel sentimiento tan estremecedor. También Taylor, el inglés herido en las manos que compartió al principio dormitorio con Piero, era un hombre joven y sumamente atractivo, y sin embargo no sintió por él esa repentina y extraña atracción. Una atracción que fue haciéndose más y más fuerte según fue tratándole y conociéndole mejor. Así, compartiendo su dolor y su angustia por el grave estado de su hermano gemelo, fue descubriendo en Piero una sensibilidad y ternura que contrastaban con su aspecto varonil y vigoroso. Una sensibilidad y ternura que penetraron en el corazón de Dora a través de sus oídos y por medio de las melodías que él hizo brotar de su flauta y, sobre todo, del clarinete de su hermano. ¡Jamás hasta entonces había sospechado que un instrumento musical pudiera imitar tan convincentemente la voz humana, sus lamentos y alegrías, sus añoranzas y pasiones!

Reconoció así en Piero a un hombre fuerte y tierno a la vez; valiente y vulnerable; atractivo y sensible. ¿Fueron estas las cualidades que la enamoraron, que la arrebataron hasta perder su castidad aquella primera y última noche que pasaron juntos? La fogosidad con que se abrazaron, el placer que se proporcionaron, el paroxismo que sintieron, el torbellino que la absorbió con fuerza inusitada y la retuvo durante un tiempo incalculable en aquel estado de paralizante enajenación, ¿fueron inspirados por aquellas cualidades que reconoció en Piero? Después de mucho meditar, Dora había llegado a la conclusión de que hubo algo más. No sabía qué era exactamente, pero estaba convencida de que, además de todo aquello cuanto había descubierto y valorado en Piero, había oculto algo más en él que, ya desde el primer momento, la había hecho percibir una sensación realmente extraordinaria, pero a la vez no del todo desconocida. Una sensación tan extraña y real, tan fascinante y genuina, como cuando vemos nuestra propia imagen reflejada por primera vez en un espejo, sólo que elevada hasta cotas excelsas, casi divinas.

Piero se marchó al día siguiente. Aunque los dos lo deseaban, ninguno dijo nada sobre la posibilidad de impedir tal separación. Dora estaba convencida de que, como ella, Piero pensaba que estaban hechos el uno para el otro. Pero, ¿qué hacer? ¿Huir? Era una posibilidad, pero él no se lo propuso y ella no quiso correr el riesgo de parecerle una desvergonzada, de convertirse ante él en un estorbo, en una loca enamoradiza que amenazaba con arruinar su vida.

A simple vista, pues, ninguna consecuencia tuvo aquella aventura amorosa en la vida de Dora. Su marido no se enteró de su enamoramiento y, si algo sospechó, nunca dijo nada.

Pero unas semanas más tarde sí que surgió la primera y más contundente de las consecuencias de aquella noche maravillosa, inolvidable y adúltera: Después de ocho años de matrimonio sin tener hijos y de casi un año sin tener relaciones carnales con su esposo, Dora se supo embarazada.

Durante días reflexionó sobre lo que podía hacer, hasta que decidió escribir a su hermano: Le pediría que la reclamara a su lado y ella marcharía a Villafranqueza –convencida de que Tomás no la acompañaría–, donde permanecería hasta dar a luz. Y a lo largo de esos meses pensaría qué hacer luego.

Y faltaba ya un día para su marcha a Villafranqueza –tenía la mayor parte de su equipaje preparado–, cuando Dora recibió en su casa una inesperada visita:

Sin muleta y vestido de paisano –camisa blanca, chaleco negro, pantalón gris, botas altas, bicornio en las manos–, Piero esperaba en el zaguán de la casa, a que una de las criadas avisase a la Señora.

Dora se quedó petrificada en cuanto le vio. Por suerte, su marido había marchado a Onil de buena mañana, pensó.

–¿Qué haces aquí?

–He venido a por ti. Mañana zarpará de Alicante el barco que me llevará a Palermo. Me he licenciado y vuelvo a casa. ¿Vienes conmigo? –preguntó señalando la calesa que había en la plaza, enganchada a un caballo sudoroso.

La respuesta de Dora fue echarse en los brazos de Piero. Luego, mientras él subía al coche su equipaje, cogió un sombrero y su manguito de cibelina, forrado de raso y lleno de objetos de tocador.

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