octubre 4, 2023

Crisis y Corrupción

Crisis y Corrupción
Crisis y Corrupción | Mientras colgaba la estola en el armario de la sacristía, Antonio se sintió bastante molesto, casi irritado. Tenía la impresión, cada vez más agudizada, de que lo que había vivido un momento antes no había sido en realidad una confesión realizada por él a una feligresa, sino más bien todo lo contrario; o quizá incluso una especie de acusación solapada por parte de ella hacia él. Y tal cosa se le antojaba intolerable, por injusta e impía.

Antonio García Botella había ejercido su sacerdocio en la colegiata de San Nicolás hasta hacía tan solo unas semanas. Lo cierto era que, en la práctica, todavía lo ejercía en este templo, en cuya sacristía ahora se encontraba, pese a que había sido nombrado por la Diputación Provincial capellán rector del hospital de San Juan de Dios. Cinco meses atrás, el 4 de marzo de aquel año de 1869, el gobernador González Llana había nombrado interinamente para tal puesto a otro sacerdote, Antonio de Paula Ibáñez, pero los diputados habían acordado recordar «al Sr. Gobernador que el nombramiento de que se trata, así como el de los demás empleados y dependientes del ramo de Beneficencia provincial, corresponde a la Diputación con arreglo a lo previsto en el artículo 4.º del Decreto de 17 de Diciembre último y el caso 2.º del artículo 14 de la Ley orgánica». Como consecuencia de ello, el pleno de la Diputación decidió nombrarle a él capellán rector del hospital de la ciudad de Alicante. Pero como esta institución carecía también de capilla, se aprobó construir una con carácter urgente.

«Yo no digo que esté mal construir una capilla en el hospital, padre. ¿Cómo me va a parecer mal tal cosa? Cuantos más oratorios haya mucho mejor. Y si además, como en este caso, es para ubicarlo en un lugar tan necesitado de consuelo espiritual, miel sobre hojuelas. Pero tal vez, y solo tal vez, padre, he llegado a pensar reiteradas veces en los últimos días que no es ahora el momento de gastar tantos escudos del erario público en dicha obra, aunque se trate de una capilla. Y como mi conciencia cristiana se ha resentido de tales pensamientos, he querido venir a confesarme ante el Altísimo, por mediación de su reverencia». Las palabras de aquella mujer, susurradas en la intimidad del confesionario, habían sido percibidas por Antonio como el silbido de una serpiente endiablada. Sobre todo cuando añadió: «Porque no son sólo los gastos de la capilla, padre. También están las rentas que percibirá su reverencia. Justo cuando más se precisa el dinero para ayudar a los más necesitados». Fue entonces cuando Antonio comprendió por qué aquella mujer había querido confesarse con él. Ciertamente era parroquiana de la colegiata, a la que acudía con frecuencia para asistir a misa y recibir los sacramentos de la confesión y la comunión, pero nunca hasta entonces le había elegido a él. Su confesor era el mismismo deán, amigo de su familia. A pesar de que ella debía tener unos quince años más que él, Antonio enfatizó las primeras de sus palabras cuando le replicó en tono quedo: «Pero hija, para ahorrar gastos, los propios diputados han convenido habilitar la capilla con ornamentos que existen ya en el hospital y que se disponga lo conveniente para que se bendiga a la mayor brevedad. Y en cuanto a mis honorarios, serán tan escasos que no considero puedan reportar un dispendio ni privación para otros menesterosos gastos de caridad». «Sí, padre, eso mismo es lo que me digo yo. Pero cuando me acuerdo del estado de extrema penuria en que se hallan los pobres ancianos y niños de las Casas de Maternidad… ¿Se ha enterado de que muchos diputados están pensando en prohibir la admisión en los establecimientos benéficos de más huérfanos o ancianos, y hasta expulsar de ellos a los que tengan algún otro sitio, por penoso que sea, donde ser acogidos, porque las arcas corporativas están vacías?».

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Antonio conocía bien a los parroquianos de la colegiata. Especialmente los pertenecientes a las familias ilustres. Y la mujer que tenía delante, aparentemente haciendo uso del sacramento de la confesión, era una de las damas más influyentes de la alta sociedad alicantina.

Juana Carreras Bellón era esposa de Antonio Campos Doménech, propietario de una importante empresa comercial, ferviente católico y diputado provincial. Tenían tres hijos, el mayor de los cuales se llamaba como el padre y era un poeta y periodista de reconocido prestigio. A sus cincuenta y siete años, doña Juana llevaba más de treinta ejerciendo una intensa labor benéfica. Formaba parte de la Junta de Beneficencia y, dos años antes, en julio de 1867, a través de su marido había conseguido que la Diputación constituyera una comisión que giró visita a la Casa de Huérfanos y Desamparados. Como resultado de aquella visita, la comisión presentó un informe en el que se indicaba la necesidad de reformar con urgencia tal establecimiento, en el que descubrieron anomalías tan importantes como que «la instrucción moral y la educación de los acogidos en la Casa están completamente descuidadas», que los alimentos «son de ínfima calidad», lo que entrañaba ofensa a la moral «por cuanto parece se patrocinan fraudes, que, en vista de la mala calidad del pan, las habichuelas y los garbanzos, parece que se comenten impunemente», que las obras realizadas «no se corresponden a los desembolsos que, para las mismas, ha hecho la provincia», que «el aspecto general de la Casa, los modales de los acogidos y las señales que de la administración del establecimiento se notan a primera vista ofrecen un triste estado del mismo y piden una pronta, eficaz y saludable reforma», que habida cuenta «de los abusos que se han cometido y que sería inoportuno e indecoroso revelar, se precisa de igual modo la reforma del Reglamento», que «a los ancianos se les da el pan de una vez, permitiéndoseles la venta en perjuicio del buen nombre del establecimiento y de los fondos de la Provincia». El pleno de la Diputación aprobó varias medidas para corregir estas anomalías y mejorar el funcionamiento de la Casa de Beneficencia, pero tras el triunfo de la Revolución al año siguiente se suprimió la Junta de Beneficencia y la posterior pobreza de las arcas públicas impidió que se verificaran aquellas medidas. De modo que la Casa de Maternidad y Expósitos, Huérfanos y Desamparados había empeorado todavía más: «Por falta de camas, están durmiendo en el suelo», decía el informe de otra comisión provincial que había girado visita dos meses antes, en junio de 1869, compuesta por los diputados Bergez y Sendra, antiguos amigos del padre de doña Juana, la mujer que Antonio había tenido un instante antes frente a él, de hinojos al otro lado de la celosía del confesionario, arropada con un abrigo sobre el vestido con polisón, tocada con una pequeña capota y con la cara cubierta por un velo, todo de color negro.

«Digna hija de su progenitor», había pensado Antonio después de mandarle una leve penitencia, darle la absolución y salir del confesionario una vez ella se incorporó y marchó a arrodillarse frente al altar mayor. Fue un pensamiento cargado de desprecio, no en balde Manuel Carreras Amérigo había sido un contumaz revolucionario fallecido doce años antes.

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En su «Historia de la Diputación Provincial de Alicante», Vicente Ramos transcribe la carta que, a principios de 1870, los diputados alicantinos enviaron al gobernador, rogándole que hiciera llegar a los ministros de Hacienda y de Gobernación la dramática situación en que se hallaba no solo el Asilo alicantino, del cual se ordenó la expulsión de un buen número de personas, sino de las demás instituciones públicas. Una carta de hace siglo y medio en la que se describe una situación no muy diferente de la actual: «Todas las gestiones particulares y públicas han sido hasta el día casi infructuosas para vencer los poderosos obstáculos que median en el asunto, sin que la comisión enviada por la misma a la Corte y auxiliada por los Diputados de la Nación haya obtenido el remedio del mal, no obstante pintarle con los más vivos colores al Gobierno; no pagaron hace seis meses a las amas de cría de la provincia, ascendiendo su importe a más de 12.000 escudos; los contratistas de víveres se declararán en quiebra el día menos pensado por lo mucho que se les debe; el personal de carreteras, Instituto, Escuelas Normales, Beneficencia y demás de la Diputación tienen meses en descubierto; y, por conclusión, impotentes los individuos que componen la Corporación, la consideran hace tiempo en aquel estado, a no ser que, con urgencia, se le entregue cuanto por el ejercicio anterior y presente se le adeuda realmente por el Tesoro, sin entrar si se formalizó o no». A esta carta la acompañaba la siguiente nota del presidente de la institución provincial: «No extrañará la Superioridad que los Diputados se ausenten a sus pueblos sin hallar medio imaginable al mal, anunciando la bancarrota y la dimisión de sus cargos, si éste, por sí, convencido de la justicia y urgente necesidad de nuestra reclamación, no trata de evitar el general y bochornoso descrédito que, como Corporación, sufrimos, a la vez que los lamentos de los infelices acreedores que nos agobian, enseñándonos su desnudez y su miseria».

Autor: Gerardo Muñoz Lorente

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