Ella | Donde acaba el tiempo | Capítulo 24 | Alicante, diciembre de 2011 | En la mañana del 14 de diciembre, jueves, volví a visitar a Carmen en el Hospital Psiquiátrico Provincial. La encontré en su habitación, un cuarto de unos quince metros cuadrados que compartía con otra paciente que sufría esquizofrenia catatónica en fase avanzada. Estaba tumbada en su cama –la más cercana a la puerta– y un asistente, de unos veinticinco años y vestido completamente de blanco, se hallaba abrochando en ese momento la correa que cruzaba la cama por encima de la colcha y a la altura de sus muslos. No me gustaba verla así, pero como en su día acepté la explicación que el doctor Lloret me dio: «En enfermos que no pueden valerse por sí mismos pero que tienen cierta movilidad, este es el sistema más práctico para impedir que se caigan de la cama», me limité a comprobar con la mirada que la correa estaba lo bastante floja como para permitir que mi hermana pudiera mover las piernas con facilidad, aunque no tanto como para intentar incorporarse; si bien estaba convencida de que, por desgracia, Carmen ya no podía hacer ninguna de esas cosas.
–Tiene fiebre alta desde ayer. El doctor cree que tiene infección de orina. Hemos empezado a darle antibiótico –me informó una enfermera, de unos cuarenta años y también uniformada de blanco, que entró en la habitación detrás de mí.
–¿Puedo ver al doctor Lloret? –pregunté.
–Lo siento, pero estará toda la mañana fuera del hospital. Tiene una reunión en Valencia. Si la puedo ayudar en algo…
Era una mujer de rostro serio pero atractivo, con pómulos pronunciados y ojos de color castaño que miraban sin curiosidad ni interés, sus labios finos tendían en las comisuras a formar un rictus ambiguo, de ligero fastidio cuando estaba callada, pero gracioso y casi risueño cuando hablaba. Era la primera vez que la veía. Su nombre aparecía en la chapita de identificación que llevaba prendida en el pecho de su bata blanca, pero no pude leerlo.
–Quería saber si ha empeorado mucho desde la última vez que vine.
Era verdad, pero no toda la verdad. Además de preguntarle por el estado de mi hermana, había pensado pedirle al doctor Lloret su opinión acerca de la experiencia tan singular que estaba viviendo desde que iba a sesiones de hipnoterapia, después de contarle lo que creía recordar durante las regresiones. Me interesaba saber su opinión porque tenía la impresión de que era bastante escéptico en relación a la hipnoterapia, y quería conocer una visión crítica sobre lo que me estaba pasando. Era consciente de que podía interpretarse como una falta de confianza hacia los doctores Maldonado y Ríos, pero en realidad lo único que pretendía era la confirmación, a través del punto de vista objetivo de alguien bien preparado y ajeno a todo ello, de que la vorágine en la que estaba metida desde hacía unas semanas verdaderamente merecía la pena, que se trataba de algo especial o al menos real –cuestionable quizá, pero real– y no un disparate, una especie de ilusión colectiva en la que participábamos una obsesa y varios doctores extravagantes, aficionados a la parapsicología.
–Hemos tenido que empezar a administrarle nutrición parenteral central –me dijo, al tiempo que miraba la bolsa de plástico que colgaba de una especie de percha metálica que había en la cabecera de la cama de Carmen y que estaba conectada a ella mediante un catéter que entraba dentro de su cuerpo por la sangradura (parte opuesta del codo) derecha–. Su inmovilidad es ya extrema.
Miré a mi hermana y asentí. Seguía teniendo en su rostro la misma expresión de estupor, con la mirada perdida en un punto indeterminado del techo.
Cuatro años y medio atrás, al enterarme de que Mario se había divorciado de mi hermana y había dejado de venir a verla al hospital, volví a sacrificar mi carrera profesional de manera precipitada, sin pensármelo mucho. Tampoco tenía mucho que pensar, pues siempre he tenido muy clara mi escala de valores, mis preferencias. Si hubiera estado casada y con hijos, estabilizada emocional y profesionalmente en El Puerto de la Cruz, seguramente habría reaccionado de otra manera. Quizá habría pensado en trasladar a Carmen a una residencia psiquiátrica de Tenerife. Pero como seguía soltera y sin compromiso –había tenido en los seis años que llevaba viviendo en la isla un par de aventuras sentimentales, que quedaron sólo en eso–, no me lo pensé mucho, pues Carmen estaba sola y, aunque me constaba que estaba bien atendida en este hospital, hice las maletas y regresé a Benidorm, donde de nuevo me costó muy poco encontrar trabajo en uno de los mejores hoteles, como relaciones públicas. Desde luego era un puesto inferior al que había dejado en Tenerife –directora–, pero no lo lamenté.
Dos años más tarde, en 2009, Carmen fue dada de alta en el hospital y me la llevé a vivir conmigo a Benidorm, al ático que habíamos heredado de nuestra madre. Para entonces yo había ascendido al puesto de subdirectora y mi sueldo, junto con su pensión, nos daba para vivir bien y para contratar los servicios de una cuidadora que se pasaba todo el día haciendo compañía a mi hermana y controlando que se tomara la medicación. Liberada de los delirios y las alucinaciones, Carmen sintió una momentánea mejoría, que empezó no obstante a declinar cuando aparecieron los primeros síntomas de otros tipos de esquizofrenia distintas a la que le habían diagnosticado años atrás –paranoide– y que consistían en una alteración psicomotora, muecas y posturas extrañas –esquizofrenia catatónica–, largos periodos de silencio interrumpidos por breves momentos en los que su lenguaje era cada vez más desorganizado, con frases en las que las palabras estaban colocadas en un orden absurdo, lo que coloquialmente se conoce como ensalada de palabras –esquizofrenia desorganizada o hebefrenia.
Todos estos síntomas se ralentizaron cuando los psiquiatras variaron y aumentaron la medicación de Carmen, lo que coincidió con nuestra venida a Alicante, en marzo de este año. Me habían ofrecido la dirección de un hotel de cinco estrellas que estaba terminándose de construir en el centro de Alicante, muy cerca de la Rambla de Méndez Núñez, y yo acepté encantada.
Alquilé un chalé en una zona residencial, a las afueras de la ciudad, a unos cinco kilómetros hacia el norte, y empezamos Carmen y yo una nueva vida que, desafortunadamente, muy pronto se convirtió en un infierno. Pues no sólo Carmen empeoró de su enfermedad –corrigieron el diagnóstico a esquizofrenia indiferenciada–, sino que, además, reaparecieron sus delirios y alucinaciones relacionados con una mujer que, al parecer, le pedía insistentemente que la ayudara a liberarse de su encierro; y lo que era aún mucho peor: yo misma empecé a ser presa momentánea de una extraña sensación, mucho más acusada mientras me hallaba trabajando en el hotel, que algunas noches me provocaba ataques de pánico o terrores nocturnos. Una sensación extraña que fue convirtiéndose poco a poco en un trastorno mental, en una obsesión que tenía su correspondencia con aquellas pesadillas en las que, como Carmen, me veía atraída por una resplandeciente y extraña figura esférica, de la que salía una voz femenina que me pedía auxilio. Era como si mi hermana me hubiera contagiado su obsesión.
Pero, a diferencia de Carmen, mis terrores nocturnos, todavía esporádicos, no me incitaban a salir del chalé por las noches. Algo que sí hizo mi hermana varias veces. Para evitarlo, creí haber puesto todo de mi parte: volví a contratar los servicios de una cuidadora para todo el día y por las noches cerraba la puerta de la calle con llave –las ventanas tenían rejas fijas– y hasta clausuraba el paso del salón a la terraza y el jardín cerrando la reja corredera que protegía la cristalera, asegurándola con un candado.
Pero aun así hubo una noche en que Carmen logró salir del chalé. Lo hizo por la puerta principal, para lo cual hubo primero de buscar, encontrar y coger la llave que yo cada noche guardaba en la mesita de noche de mi habitación. Debió escaparse muy pronto, pues recorrió andando los cinco kilómetros que separan el chalé del centro de Alicante –todavía me cuesta comprender cómo nadie se fijó en ella, caminando con dificultad, descalza y en camisón– y anduvo luego deambulando durante un rato por las calles de la ciudad, perdida y delirando, hasta que una patrulla de la Policía Local se hizo cargo de ella después de que estuviera a punto de ser atropellada por varios coches, a las seis de la madrugada, en la plaza de España. Ese mismo día volvió a ingresar, por última vez, en este hospital en el que ahora estaba visitándola.
–¿Puedo quedarme un rato aquí con ella?
La enfermera asintió y salió de la habitación. El auxiliar, mientras tanto, había levantado de su cama –cercana a la ventana– a la mujer que compartía dormitorio con Carmen, y la estaba acomodando en su silla de ruedas, que había estado esperando en un rincón, junto a la de mi hermana.
Me senté en la silla que había junto a la cama de Carmen y le pregunté:
–¿Cómo estás?
No me contestó, por supuesto. Su mirada siguió perdida por las alturas.
El chico salió de la habitación empujando la silla en la que iba la compañera de Carmen –anciana y con idéntica expresión de estupor en el rostro inmóvil– y yo me levanté de la silla y me acerqué a mi hermana, para poner mi cabeza encima de la suya.
–¿Sabes una cosa? El bebé que mamá dio a luz y que supuestamente nació muerto, no fue enterrado en el cementerio de Villajoyosa. Hay un recibo del pago de la tasa del enterramiento, pero no está registrada la entrada del cadáver del feto. Extraño, ¿verdad? Yo también estoy convencida de que no nació muerto y que nos lo quitaron para vendérselo a alguien. Pero no voy a presentar ninguna denuncia. La clínica hace años que desapareció y la Policía o la Guardia Civil no sabría por donde empezar a investigar, si es que el juez decidiese aceptar la denuncia. Pero tenía razón la mujer que te lo dijo, sí. Por ahí debe de andar alguien con casi treinta años y sin saber que es nuestro hermanastro o nuestra hermanastra… Por cierto, ¿quién te lo dijo, hermana?
Los labios de Carmen se mantuvieron inmóviles. Sus ojos, aunque obligados a mirarme –había acercado mi cara a la suya–, no me veían. Pero justo en ese preciso instante sus pupilas se dilataron como agujeros negros en medio de universos azules, captando mi mirada y mi atención con la misma fuerza con que los agujeros negros atraen a los cuerpos celestes que los rodean. Y de pronto me sentí absorbida hasta el interior de la mente de mi hermana, que no era otra cosa más que un mundo caótico, rojizo y ardiente, en el que se estaban produciendo cataclismos simultáneos tales como terremotos y tsunamis, con volcanes en plena erupción y lluvia constante de meteoritos. Y en medio de aquel caos, entre las llamas, la lava y las olas gigantes, vi dos figuras oscuras que estaban de pie y encaradas, ajenas a cuanta destrucción se producía a su alrededor, como dos ángeles caídos conversando tranquilamente en medio del infierno. Me acerqué a ellas y, según lo hacía, con ríos de lava a mis pies que no me quemaban, temblores terribles de tierra que no me impedían avanzar, fui descubriendo la cara otrora hermosa de mi hermana en una de aquellas figuras, que se volvieron para mirarme. «Hola, Patricia –me saludó Carmen–. ¿Conoces ya a…? ¿Adónde ha ido?». La otra figura había desaparecido de repente, con la misma rapidez con que desaparece la sombra de alguien al entrar en un túnel. «¿Quién era?», pregunté. «Era ella. Dice que quiere ayudarnos, que necesita ayudarnos». «¿Quién es ella?», insistí. «La que viene a visitarme casi cada día. Dice que está deseando conocerte». «¿Es la misma que nos pide ayuda? Si es ella, ¿cómo es que dice que quiere ayudarnos? Y si está deseando conocerme, ¿por qué ha huido?». «No sé por qué se ha ido, pero no creo que haya huido. Volverá». «Pero, si quiere conocerme…». Carmen me miró con sus bellos ojos azules y me sonrió como no lo hacía desde hacía mucho tiempo. A nuestro alrededor se estaba produciendo el fin del mundo, pero estaba tranquila. De alguna forma sabía que estaba a salvo, que no iba a sufrir ningún daño. Aquel era realmente el fin del mundo para Carmen, el final caótico de su mundo, de su mente, pero todavía tenía tiempo para comunicarse conmigo, antes de desaparecer por completo. «Todo a su debido tiempo, Patricia. Tiene tanto miedo como nosotras». «¿Miedo de qué?». Carmen dejó de sonreír. «¿De verdad no tienes miedo, Patricia? –y en sus ojos vi un brillo burlón–. ¿De verdad no estás tan asustada como nosotras? Si es así, está bien. Mucho mejor para ti y para todas. Al fin y al cabo eres la elegida». «¿La elegida para qué?». Carmen volvió a sonreír. «¿No lo sabes?». «No, Carmen, no lo sé…». «Lo averiguarás muy pronto. Quizás entonces yo ya no esté, pero ella te ayudará», y mientras decía esto se alejó de mí a una velocidad extraordinaria. O quizás era yo la que me alejaba de ella, pues noté cómo era despedida de aquel mundo caótico con la misma fuerza descomunal con que había sido atraída un instante antes.