La Eva negra | Donde acaba el tiempo | Capítulo 13 | Alicante, diciembre de 2011 | Pasaba la medianoche y estábamos por tanto en el primer día de diciembre de 2011 cuando el doctor Ríos dio por finalizada la sesión de hipnoterapia.
Aunque yo estaba dispuesta a tomar un taxi para volver a mi casa, el doctor Ríos insistió en llevarme en su coche. Sabía que padecía atrofia óptica de Leber porque yo misma se lo había contado.
–Pero no debe desatender a sus invitados –le dije en la puerta principal del Perpetuo Socorro, mirando a los doctores Bermúdez y Read, que estaban charlando en ese momento en inglés y en presencia del doctor Maldonado. La radióloga se había quedado en las dependencias subterráneas del hospital.
Desde que llegara al Perpetuo Socorro me encontraba incómoda, con una sensación de desasosiego que se incrementó en cuanto salí del edificio. No debíamos estar muy lejos de la plaza de España, deduje, sintiendo aquella especie de atracción, tan invisible y poderosa como la de la gravedad, procedente de un lugar indeterminado pero cercano, a la izquierda de la plaza del Doctor Gómez Ulla, que ahora tenía delante.
–El doctor Maldonado los acompañará al hotel. Luego quizá me pase por allí para hacer una primera valoración de la sesión con ellos mientras nos tomamos una copa. Aunque no será hasta mañana cuando nos reunamos, con el resultado final de la resonancia, para hacer una valoración definitiva.
Acepté su ofrecimiento y, después de despedirme de los tres doctores, fui con Joan Ríos hasta el aparcamiento público subterráneo donde tenía estacionado su coche, un BMW X6 azul relativamente nuevo y en cuyo interior olía ligeramente a miel y limón.
Después de indicarle cómo llegar al chalé donde vivía, le pedí que me avanzara su opinión sobre la última sesión.
–Los neurólogos han de examinar concienzudamente el resultado de la resonancia, pero yo diría que nos confirmarán lo que esperábamos: que su imaginación no interviene en las regresiones, ni voluntaria ni involuntariamente. Por lo que hemos podido ver, parece que sólo se activan las zonas del córtex cerebral donde se almacenan los recuerdos duraderos, especialmente una zona muy concreta y todavía muy poco conocida, así como el hipocampo. Pero, ya le digo, hemos de esperar al informe oficial de los neurólogos, que se comprometieron a entregármelo mañana mismo.
–¿Ha brillado mi lunar de la frente?
–Como otras veces, ha brillado intermitente y fugazmente. Pero, a simple vista, en la resonancia no ha aparecido nada extraño. Habrá que esperar al informe definitivo.
Permanecimos callados durante un rato, hasta que, para romper el silencio, dije:
–Que mi imaginación no intervenga está bien, ¿verdad?
–¿Bien, dice? ¡Es genial! Es…
–Estupendo –se me escapó.
–Más que eso. Es extraordinario –corrigió sin percatarse de mi irónico desliz–. Ni el doctor Bermúdez ni yo conocíamos un caso como el suyo…
–¿Y el señor Read? –inquirí–. Por cierto, ¿es también psicólogo?
–El doctor Read está doctorado en Psiquiatría y Psicología Clínica, es un eminente catedrático de Psicopatología y uno de los más reconocidos investigadores de la mente humana. Sus artículos son publicados por las revistas científicas más prestigiosas…
–¿Y él sabe de algún caso como el mío?
–Exactamente como el suyo, no; pero sí que ha tenido ocasión de investigar algunos casos realmente singulares, como el de J. W. Brown, un nativo cherokee que hace años conmocionó tanto a la American Psychological Association como a la American Psychological Society de Estados Unidos. Brown revivió en sus regresiones hipnóticas lo que parecían ser recuerdos de antepasados suyos, todos ellos chamanes, describiendo con todo detalle lugares ocultos y desconocidos, como cementerios y poblados, cuyos restos fueron luego descubiertos justo donde él había recordado, y que llevaban enterrados cientos de años.
–Un caso de percepción extrasensorial, ¿no?
Joan Ríos movió la cabeza en un gesto indefinido. Habíamos tomado ya la avenida de Denia y enfilábamos en dirección al Campello. Por la noche notaba mucho más la pérdida de visión y los faros de los coches con los que nos cruzábamos surgían como halos blanquecinos o amarillentos muy borrosos. Sin embargo, mis ojos enfermos apreciaban a la perfección el halo azul claro del hipnólogo, y el mío, de color rosa, con la misma facilidad con que antes habían percibido con nitidez las auras de los doctores Bermúdez –anaranjada brillante y clara–, Maldonado –anaranjada– y Read –anaranjada opaca y rojiza–. Qué curioso, pensé, los tres tenían el aura del mismo color, aunque con matices distintos. ¿Sería casualidad? Tal vez… Entonces decidí que debía investigar sobre las auras. Si realmente lo que veía eran las aureolas luminosas que desprendían las personas, merecía la pena aprender a distinguirlas y conocer su significado, ¿no?
–Su caso es mucho más interesante, Patricia. Y he de confesarle que no me importaría… Es más, me gustaría mucho que se tratara de un caso de percepción extrasensorial. Sería algo extraordinario. Realmente estupendo –me dijo sin apartar la mirada de la carretera.
–Lo comprendo. Sería algo muy importante para usted. Pero dígame, ¿quién decidirá si lo mío es o no un caso auténtico de percepción extrasensorial?
El aura del hipnólogo bajó de intensidad.
–Nadie en concreto, Patricia. No hay ningún tribunal o juez que decida estas cosas. Es el conjunto de la comunidad científica, los psiquiatras, los psicólogos, los neurólogos, el que determina si las pruebas que presentan los investigadores son convincentes o no… Y en cuanto a mí… Sí, le reconozco humildemente que para mí sería una gran satisfacción poder demostrar que usted…
–No era mi intención molestarle, doctor. Le pido disculpas si le ha parecido que…
–Llámeme Joan, por favor.
El halo que envolvía a Joan recuperó su brillantez, y yo me reafirmé en mi deseo de averiguar lo que significaba realmente eso de las auras.
–Hay muchas cosas que no comprendo de las regresiones, pero sobre todo hay dos que me preocupan –dije después de pedirle que girara a la derecha, para meternos por la Vía Parque–. La primera es el lugar donde parece que está la raíz de la obsesión que tantos trastornos causaba ya a algunas personas hace casi siglo y medio. Si es verdad lo que he recordado en esta última sesión, todo apunta a que la causa de esa obsesión se halla enterrada en algún lugar del barrio antiguo de Alicante, ¿verdad?
–Eso parece, sí.
–He de comprobarlo sobre el terreno y con ayuda de un plano, pero intuyo que debe ser un lugar próximo al Colegio San Roque, el sitio donde mi hermana estaba obsesionada en excavar… Sin embargo, el lugar donde yo me siento más turbada, el origen de mi obsesión, está en otra parte de la ciudad…
–¿En qué parte?
–Todavía no conozco bien Alicante y no tengo localizado exactamente el sitio, pero debe estar cerca de la plaza de España… Precisamente donde fue encontrada perdida mi hermana la última vez…
–¿Dónde?
–Estaba deambulando perdida por la plaza de España…
–Entonces, todavía no ha ido a ese sitio…, a ese colegio donde su hermana estaba obsesionada por excavar…
–No. Pero iré pronto.
Volvimos a estar callados durante unos segundos.
–¿Y la segunda?
–¿Qué?
–¿Cuál es la segunda cosa que más le preocupa sobre las regresiones?
–Ah…, el hilo conductor. Quiero decir, al principio creía que la ilación de una regresión con otra estaba en mis antepasados, especialmente en las mujeres, pero ya hemos visto que no… Y ahora ni siquiera parece que tenga algo que ver con mi familia…
–No podemos descartarlo. Es verdad que resulta difícil comprender qué relación puede tener este último recuerdo con su ascendencia, pero no podemos estar seguros de que no la haya… Quizá si seguimos profundizando… Porque lo importante es que consigamos seguir avanzando… o retrocediendo, según se mire –sonrió–… ¿Y por qué pensaba al principio que la relación entre las regresiones tenía que estar en su línea parental materna?
–No lo sé… Tal vez porque, en esto de la herencia genética, la peor parte me ha venido por mi madre… Me refiero a lo del NOHL…, ya sabe, lo de esta maldita enfermedad que me está dejando ciega poco a poco… Sus colegas me dijeron que se hereda de madres a hijas, a través de unas mutaciones producidas en el ADN mito… no sé qué…
–Mitocondrial.
–Eso. Aunque luego pensé que no debía quejarme, que no era justo. Al fin y al cabo, en el reparto genético no era verdad que me hubiese llevado la peor parte: Mi hermana ha heredado una esquizofrenia que, al parecer, proviene de nuestra línea paterna.
Al llegar a una rotonda le indiqué la calle por donde debía girar y luego estuvimos otra vez en silencio durante casi un minuto.
–¿Sabía que se han hecho varios estudios genéticos, algunos realmente importantes en cuanto a medios y personas implicadas en todo el mundo, aprovechando el ADN mitocondrial, que efectivamente se transmite sólo de madres a hijas, cuyos resultados demuestran fehacientemente que toda la humanidad tiene un mismo origen, que proviene de una misma mujer, una única antepasada negra que vivió hace más de cien mil años en África? La llaman la Eva negra.
–Ah, sí… La Eva negra… Sí que he oído hablar de esa teoría…
–Ya no es una teoría, Patricia. Es incuestionable que todos descendemos de esa mujer.
–O sea, que todos tenemos un antepasado común.
–Así es. Como también es seguro que dos personas, cualesquiera que sean, tienen en común varios antepasados. Algunos tendrán muchos, otros tendrán pocos, en función probablemente de lo cerca o lejos que vivan. Pero todas las personas que poblamos este planeta, con indiferencia del color de nuestra piel, tenemos antepasados comunes.
–Y la Eva negra fue la primera.
–Sí.
El aura de Joan había adquirido un hermoso tono índigo.
–Es bonito –dije.
–Sí que lo es.
–Pero no creo que en mis regresiones lleguemos hasta la Eva negra, ¿verdad?
–Seguro que no.
La risa de Joan, viril y contagiosa, resonó en el interior del coche.
–Aquí es –señalé.
Joan detuvo el BMW en la puerta del chalé donde vivía.
–Parece un lugar tranquilo.
–Lo es.
–¿Hace mucho que vive aquí?
–¿Qué tal si nos tuteamos?
–Bien…
–Lo alquilé hace diez meses, cuando vinimos a vivir a Alicante.
Pensé en invitarle a entrar, para tomar una copa, pero dudé. Hacía días que había comprobado que no llevaba alianza, pero me intrigaba saber cuál era realmente su estado civil. Así que decidí aprovechar el momento para averiguarlo, o al menos intentarlo:
–Te invitaría a entrar, para enseñarte la casa y tomar una copa, pero es demasiado tarde y seguramente te estarán esperando en casa. Además tienes que pasar primero por el hotel donde están tus colegas…
–Es cierto, he de ir al hotel…
Me ofreció la mano y yo se la estreché, impregnándome de su olor a miel y limón.
–Mañana te llamaré para ver cuándo podemos quedar para la siguiente sesión. Me gustaría que fuera lo antes posible.
–Claro.
Salí del coche y fui a abrir la puerta de la verja exterior. Joan esperó a que la abriera y, antes de poner el coche en marcha, me dijo:
–Por cierto, no me espera nadie en casa. Hace doce años que me divorcié y mis hijos ya son mayorcitos. Buenas noches, Patricia.
–Buenas noches.
A la mañana siguiente fui a Benidorm en el tren de vía estrecha. Pasé casi todo el día en el ático que fuera de mi madre, limpiándolo y revisando los papeles que ella había guardado en varias carpetas. Entre ellos no encontré ningún documento relacionado con el parto frustrado de mi madre en 1983; y, después de varias llamadas telefónicas, averigüé que la clínica privada en la que había parido mi madre había sido cerrada y derruida en 2001, reconstruyéndose a continuación en el solar un edificio de apartamentos. A pesar de todo, pensé ir al cementerio de Villajoyosa, pero como eran ya las cinco de la tarde, decidí quedarme a dormir allí esa noche.
Joan Ríos me telefoneó al móvil a las cinco y media, para citarme al día siguiente en su consulta, a las doce del mediodía.
–No creo que pueda llegar a esa hora, Joan. Estoy en Benidorm y mañana por la mañana quiero pasar por el cementerio de Villajoyosa…
–¿Por el cementerio?
–Sí… Bueno, es una vieja historia… Es una gestión que debo hacer.
–¿Y no te dará tiempo a estar aquí a las doce? Puedo retrasar la reunión media hora…
–No sé. Como no puedo conducir, he venido en el trenet y, aunque mañana tome un taxi para ir a Villajoyosa y luego a Alicante, no creo que me dé tiempo…
–Comprendo –suspiró–. Bermúdez y Read tienen mucho interés en hablar contigo… Quizá podría retrasar la reunión hasta primera hora de la tarde, pero no sé si tendremos mucho tiempo… A Bermúdez no creo que le importe retrasar su regreso a Madrid hasta la noche, pero el vuelo en el que Read tiene previsto volver a Nueva York desde Madrid saldrá a las seis de la tarde. Y antes tiene que ir a Madrid, claro…
–Claro.
–Voy a ver qué puedo hacer. Hablaré con ellos y te volveré a llamar.
Lo hizo dos horas más tarde.
–Hemos conseguido retrasar el vuelo de Read hasta las nueve y media de la noche, de modo que tendrá que salir del aeropuerto de El Altet a las siete. Hemos quedado en comer juntos, para ganar tiempo.
–Vale.
–Como ya tenía canceladas todas mis citas para mañana por la mañana, aprovecharé para ir a Benidorm a recogerte. Te acompañaré al cementerio de Villajoyosa, si no tienes inconveniente, claro.
–No tienes por qué molestarte…
–No es ninguna molestia, Patricia. Así me aseguraré de que llegues a tiempo a la comida. Es muy importante que asistas a la reunión.
–Bueno. Te diré cómo llegar…
Joan pasó a recogerme, puntual, a las nueve y media de la mañana. Y media hora más tarde llegábamos en su BMW al cementerio de Villajoyosa. Por el camino, le conté someramente la sospecha que tenía acerca del bebé que había parido mi madre casi veintinueve años atrás, si bien me callé lo que, sobre este asunto, había dicho mi hermana.
El funcionario que se encargaba del registro en el cementerio de Villajoyosa me hizo repetirle el nombre de mi madre:
–Ana María Mayans Tur. El parto fue el día 1 de abril de 1983.
–Un momento, por favor.
El funcionario buscó en el archivo que había en la estancia de al lado y regresó con un libro entre las manos. Era un joven de poco más de treinta años, de mirada inteligente y aura plateada, que mostró una sonrisa nerviosa mientras abría el libro, diciendo:
–¡Qué casualidad! Hace unos días vino un hombre preguntando precisamente por la entrega del cadáver de un feto por esas mismas fechas.
–¿Ah, sí?
–Sí. Y le dije lo mismo que a usted: No hay registrada ninguna entrega en esa fecha que usted me indica, ni en ninguna otra de ese mes de abril de 1983, ni tampoco en el mes anterior. Miré en los legajos de los meses anteriores y posteriores, y sólo hay una entrega, registrada el día 28 de enero, de un feto que fue enterrado en la tumba familiar. No hay ninguna otra durante todo el primer semestre de aquel año.
–Es una fecha demasiado alejada de la que busco –reconocí.
–Sí. Pero fíjese qué curioso, mientras buscaba entre los legajos de este libro, encontré este papel suelto –me lo mostró–. Es un recibo, de fecha 2 de abril de 1983, a nombre de su madre: Ana María Mayans Tur, correspondiente al pago de una tasa de setenta y cinco pesetas por el entierro de un feto. Sin embargo, ya le digo, no hay con esa fecha registrada la entrega de ningún feto.
–¿Y eso es normal?
–No, no lo es. Ni mucho menos. Como tampoco lo es que el recibo del pago de la tasa se quedara aquí, en el libro. Lo normal es que se lo quedara la familia.
–¿Y cómo se explica esto?
–La verdad es que no sé explicárselo, señora. Como tampoco supe explicárselo al caballero que vino el otro día.
–¿Preguntaba por el bebé muerto de mi madre?
–No me dijo ningún nombre. Únicamente sabía las fechas aproximadas. Creo recordar que estaba interesado por la entrega del cadáver de un feto entre los días 1 de marzo y 15 de abril. Se mostró muy interesado por este recibo y vi cómo tomaba nota en una libretita que sacó de su americana.
–¿Ese hombre le dijo cómo se llamaba?
Pensó.
–No… Creo que no.
–¿Y cómo era?
Hizo un gesto ambiguo con los labios antes de contestar:
–De mi edad…, quizá no tuviera aún los treinta. De estatura media, robusto… Muy normal, vaya.
–¿Cuántos días hace que estuvo aquí?
Pensó.
–Hace dos semanas… No, quizá tres… Sí, hace tres semanas. El día exacto no lo recuerdo.
–¿Y dónde eran enterrados los fetos? –inquirió esta vez Joan, que hasta entonces había estado callado a mi lado.
–Depende. Algunos eran enterrados en tumbas o nichos familiares. Cuando no había, eran enterrados en fosas comunes… Miren –resopló, nervioso–, en los seis años que llevo trabajando aquí nunca antes había visto algo parecido. Esta irregularidad es muy rara… Si es que se trata de una irregularidad… Comprendo muy bien que con todas esas noticias que están saliendo sobre recién nacidos desaparecidos…
–¿Usted cree que esto…?
–No puedo saberlo, señora. Pero comprendo que usted lo sospeche. Ya le digo: esto es muy raro. Por supuesto puede presentar una denuncia, está en su derecho, pero no habiendo registro de entrada de cadáver…, no sabiendo dónde pudo ser enterrado…
–En las fosas comunes…
–Sí, ¿pero en cuál? ¿Cuántos restos habría que desenterrar y analizar? Porque, aun en el caso de que el juez admita a trámite su denuncia, que es lo más probable dadas las circunstancias, se necesitará un análisis de ADN… Perdonen, no les quiero desanimar –sonrió–, pero es que soy abogado y a veces me dejo llevar…
–No se preocupe. Lamento las molestias que le he ocasionado y le agradezco mucho sus consejos –le dije, forzando una sonrisa–. Pensaré si merece la pena poner la denuncia. Buenos días.
–Adiós.
Comimos en un reservado del restaurante Dársena, en el puerto de Alicante. Joan había hecho la reserva para las dos de la tarde y a esa hora, con puntualidad británica, el maître empezó a tomar nota de la comanda. Era una especie de camarote, con ojos de buey inclusive, en el que había una gran mesa redonda, rodeada por cinco sillas que fueron ocupadas por cuatro doctores –Ríos, Maldonado, Bermúdez y Read– y por mí.
La comida transcurrió en un ambiente agradable, con conversaciones intrascendentes tanto en español como en inglés, pues el psiquiatra, Fernando Maldonado, era el único comensal que no dominaba el idioma del doctor Read con suficiente fluidez. Y ya en la sobremesa fue cuando se abordó el asunto principal de la reunión.
Maldonado, mi psiquiatra, dijo estar impresionado por lo que su amigo Joan Ríos estaba descubriendo a través de las sesiones de hipnoterapia a que me estaba sometiendo, aunque pensaba que todavía no había descubierto la raíz de mis trastornos, por lo que consideraba apropiado continuar con el tratamiento. Joan le dio las gracias y dijo estar dispuesto a seguir con las sesiones. Pero Read, si bien alabó el trabajo realizado hasta ahora por Ríos –éste se sonrojó ligeramente–, propuso elevar mi caso –dijo literalmente el caso Mayans, en inglés por supuesto–, dada la importancia que estaba empezando a tener, a una instancia científica superior, a un lugar donde se contaran con medios más apropiados y personal mejor preparado y eficiente…
–…Por lo que propongo trasladar la investigación temporalmente a nuestro centro especializado de New Haven. Allí, señorita Mayans, podremos avanzar en la investigación de manera mucho más adecuada y cómoda. El idioma no será ningún obstáculo, puesto que usted habla perfectamente inglés, y en el caso de que las sesiones de hipnoterapia haya que hacerlas en español, no supondrá ningún problema, puesto que allí contamos con varios investigadores hispanohablantes…, en el caso claro está de que los doctores Ríos o Bermúdez, aquí presentes, no puedan desplazarse hasta allí a causa de sus múltiples e importantes compromisos familiares y profesionales… Porque, ni qué decir tiene, todos los gastos correrán a cuenta de nuestra institución…
–Me parece una idea excelente –dijo Bermúdez, cuya aura había tomado una repentina y luminosa tonalidad marrón–. Conozco el centro especializado al que ha hecho referencia el doctor Read y le aseguro, señorita Mayans, que cuenta con las más avanzadas y cómodas instalaciones. Desde luego, para mí sería un gran honor poder sumarme al equipo de investigación, ofreciéndome a acompañarla a New Haven.
Miré a Joan y lo descubrí visiblemente contrariado. Era evidente que no se esperaba la propuesta de Read, y mucho menos que éste intentara apartarlo de la dirección de la investigación de una manera tan brusca. ¿Hasta qué punto estaría dispuesto a enfrentarse a su antiguo y respetado maestro, para defender su honor como psicólogo y como persona?, me pregunté.
–¿Y usted qué dice, doctor Ríos? –inquirí.
–Bueno… La propuesta del doctor Read me ha pillado de improviso, lo confieso. Es tan generosa…, tan…
–¿Estupenda, quizás? –se me escapó en español.
Joan me miró confundido, hasta que captó en mis ojos el brillo de la ironía, que no de burla. Y, tal como yo esperaba, ello le sirvió de acicate.
–Sí, es una propuesta estupenda –dijo, volviendo la mirada hacia Read y Bermúdez–. Pero habría que valorar el riesgo que puede entrañar un cambio tan importante en la vida cotidiana de la señorita Mayans. Variar de país, de ciudad, de ambiente, de hipnólogo…, quizás acarree algún tipo de trastorno, de retraso incluso, en el tratamiento –y buscando un aliado–: ¿Tú qué opinas, Fernando?
Maldonado –aura amarilla empañada–, que había seguido la conversación con cierta dificultad pero que había entendido la esencia de la misma, se encogió de hombros, titubeó y, cuando por fin iba a hablar, se le adelantó Read:
–No creo que el cambio sea tan arriesgado. En cuanto al hipnólogo, tú puedes seguir dirigiendo la investigación, Joan, si quieres… Por otra parte, no creo que sea muy duradera la estancia de la señorita Mayans en New Haven. No más de cinco o seis semanas, calculo.
–Bien, Patricia, usted es la que decide –dijo Joan, devolviéndome la mirada cargada de ironía.
–Es una propuesta muy tentadora, señor Read. Concédame por favor un par de días para meditarlo.
–Por supuesto.
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