Antiguamente, desde la Edad Media y hasta el Siglo de Oro, se repartía el año en cinco estaciones: primavera, verano, estío, otoño e invierno. En el Quijote tenemos la enumeración completa de las cinco estaciones: «pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado, es pensar en lo escusado, antes parece que ella anda todo en redondo, digo a la redonda, a la primavera sigue el verano, al verano el estío, al estío el otoño, y al otoño el invierno, y al invierno la primavera, y assi torna a andarse el tiempo…» (II, Iiii, 202r).
Primavera viene del latín vulgar PRIMA VERA y este del latín clásico PRIMO VERE ‘primer verano’. Es decir, la primavera se entendía solo como los primeros días de lo que hoy entendemos como esta estación.
Verano es la abreviación del latín vulgar VERANUM [TEMPUS] ‘primaveral [tiempo]’, derivado del latín VER, VERIS ‘primavera’. Entonces el verano abarcaba lo que hoy entendemos como casi toda la primavera y el comienzo del verano. Juan de Mena (1411-1456) concretaba: «El verano es março, abril e mayo».
Estío, del latín AESTĪVUM [TEMPUS] ‘veraniego [tiempo]’, derivado de AESTAS ‘verano’, era la época más calurosa del año.
Otoño, del latín AUTUMNUS, seguía al estío y duraba hasta el equinoccio de invierno, tal como hoy.
Invierno, del antiguo y popular ivierno (del latín vulgar HIBERNUM, abreviación del latín clásico HIBERNUM [TEMPUS] ‘invernal [tiempo]’), ocupaba la misma época anual que ahora.
Pero ya durante el Siglo de Oro, pese a la cuidadosa distinción de ciertos autores, el vulgo empezó a emplear estío como sinónimo de verano, retrasando el final de este hasta el inicio del otoño. Como consecuencia de ello, la primavera también amplió su ámbito, ocupando los meses que se le reconocen actualmente. Con el paso del tiempo, estío perdió su rivalidad con verano y, antes del siglo XIX, quedó anticuado, confinado al lenguaje poético.