octubre 4, 2023

Alicante, marzo de 1939

Alicante, marzo de 1939

Alicante, marzo de 1939 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 6

 Wenceslao 

            Llegó a la estación del ferrocarril de Alicante, procedente de Madrid, en la tarde del lunes 27 de marzo de 1939.

Vestía el mismo uniforme de color caqui, sucio y raído, que había llevado puesto durante los últimos cuatro meses: pantalón bombacho, botas de caña baja, gorra con visera y aletas desplegables que podían cubrir las orejas y, sobre la guerrera, una pelliza de color indefinido; cargaba un pesado petate en el que portaba ropa de paisano, una manta, su casco, algo de comida y tabaco; y en los bolsillos, después de haber pagado el billete del tren, llevaba calderilla por valor inferior al duro.

            Ya en las puertas de la estación encendió un ideales y extrajo de un bolsillo de la guerrera la primera de las cartas que había recibido de su madre, fechada en Buenos Aires el día de Navidad de 1936. Luego recibiría otra, a mediados del año siguiente, pero no la guardaba. Con el petate en el suelo y el pitillo entre los labios desdobló el papel y releyó lo que había redondeado con un lapicero: «D. Eduardo Lorenzo Barrera. Cónsul de Argentina en Alicante. Paseo del Doctor Gadea, n.º 7», había escrito su madre con letra redonda y cuidada. En renglones anteriores le explicaba que este hombre les había ayudado a salir de España, embarcándolos en un crucero argentino llamado 25 de Mayo, y que, por si algún día necesitaba su ayuda, Alejandro le había hablado al cónsul de él, diciéndole que no había podido salir de Madrid con ellos. «Le aseguró que te ayudará si apareces por allí, por Alicante.»

            Memorizó el nombre y la dirección, dobló la carta y volvió a guardarla en el mismo bolsillo, al tiempo que cavilaba sobre la conveniencia de cambiarse o no de ropa. Al fin regresó a la estación para buscar el aseo de hombres. Lo encontró y se encerró en uno de los retretes, estrecho, sucio y maloliente. Arrojó la colilla al agujero, dejó el petate en el suelo, lo abrió y se cambió de ropa. Pocos minutos después volvió a salir de la estación cargando el petate, calzando alpargatas y vistiendo un pantalón viejísimo de pana negra, camisa blanca muy arrugada y jersey azul bajo una chaqueta marrón que le quedaba corta y estrecha, y la misma pelliza. Llevaba la cabeza descubierta, con el pelo castaño oscuro revuelto.

            Dejó de nuevo el petate en el suelo para prender otro cigarrillo y a continuación marchó en busca del paseo del Doctor Gadea.

            Wenceslao Molina Montero había nacido en Madrid en mayo de 1910, era delgado, de estatura media, tenía la nariz aguileña y los ojos marrones. A los catorce años supo que su madre no se había casado con su padre, tal como ella le había dicho o había dejado que creyera. Desde hacía unos años sospechaba que algo raro pasaba con su padre, ya que él, a diferencia de otros niños, tenía los mismos apellidos que su madre. ¿Acaso su padre se apellidaba igual que su madre? Ella le había contado muchas veces que conoció a su padre en Melilla, en 1909, donde él servía como capitán, que se llamaba Manuel, que se habían enamorado y querido mucho, pero que murió heroicamente en un lugar llamado Zoco el-Jemís, el 30 de septiembre de aquel año, luchando contra los moros. ¿De dónde era?, ¿tenía familia?, le había preguntado Wenceslao, a lo que ella le contestó que su padre había nacido en Melilla y que no, no tenía familia cercana porque se había quedado huérfano muy joven y no tenía hermanos. Estaba enterrado en un panteón para héroes que había en el cementerio de Melilla. Pero a los catorce años se le ocurrió preguntar a Wenceslao, cansado de la miseria en que vivían, cómo era que ella, su madre, no percibía una pensión como viuda de un capitán, que además había muerto combatiendo heroicamente contra los moros. Por aquel entonces vivían con su madre y con él su abuela materna, Belén –que murió un año después, con sesenta y ocho años–, y su tío Wenceslao, hermano de su madre –dos años mayor que ella– y ciego desde que tenía diez años. Ni su abuela ni su tío trabajaban. Su madre sí, pues cuando no estaba indispuesta limpiaba en algunos teatros y cosía en casa para un sastre vecino que tenía su establecimiento muy cerca de la plaza de la Cebada; hasta que su madre vendió la casa y se mudaron como inquilinos a un piso mucho más pequeño en el barrio de Carabanchel. Su madre no respondió a su pregunta sobre la pensión de viudedad que debía recibir, evadiendo la respuesta con excusas vagas, hasta que, después de que su abuela y su tío, agobiados por su insistencia, la convencieran para que se lo dijera, le reconoció que su padre y ella no habían llegado a casarse, que tenían planeada la boda para unos días después de que él muriera, y que por eso tenía los apellidos de ella. Seguramente para aliviar la conmoción de saberse hijo ilegítimo, su madre le entregó un regalo que le había hecho su padre poco antes de morir y que tenía celosamente guardado: un puñal moruno con la empuñadura ricamente adornada con piedras rojas y azules, que su padre le había arrebatado a un hijo del sultán de Marruecos, después de vencerle en un duro combate cuerpo a cuerpo. Gracias a ello, aquel extraño puñal no tuvo el mismo destino que otros objetos más o menos valiosos que había en la casa: el Monte de Piedad, tal como le sucedió, por ejemplo, al juego de tocador de carey que tanto apreciaba su abuela, muerta unas semanas antes.

            Su madre, Guadalupe Molina Montero, había nacido en 1882 y, desde que se muriera su padre completamente arruinado en 1905, se había hecho cargo del mantenimiento de la casa, de su madre y de su hermano. Lo hizo como cupletista. Llegó a ser muy famosa y, durante algo más de dos años, viajó por España, Francia y América, donde era recibida como la gran estrella que era. Hasta que se quedó embarazada; pues fue a partir de que él naciera que la fama de su madre se esfumó rápidamente. Wenceslao tardó en comprender –tendría diecisiete o dieciocho años– la razón de aquel repentino final de la carrera artística de su madre: fue precisamente su embarazo el causante de aquel abrupto final. Soltera y preñada, Guadalupe Molina, la gran estrella del cuplé, dejó de interesar a los empresarios teatrales, al público y a los periodistas. En un principio su madre trató de ocultar su maternidad, pero un artículo publicado en El Liberal desveló el secreto. Sus hasta entonces rendidos admiradores no le perdonaron aquel escándalo. Terriblemente apenada, su madre trató de recuperar el ánimo bebiendo licores con demasiada frecuencia, en especial absenta; al mismo tiempo que, acostumbrada al lujo, gastó demasiado rápido sus ahorros, pese a las desesperadas advertencias de la abuela Belén. Como consecuencia de todo ello, apenas tenía Wenceslao cuatro años cuando su madre se vio obligada a buscar trabajo. Fue para ella una enorme humillación tener que pedir a los propietarios de los teatros –que antaño la perseguían rogándole que actuara en sus escenarios– que la permitieran trabajar para ellos en la taquilla, en el vestuario o, incluso, limpiando. Siguió teniendo buena voz, pero ya no era, ni mucho menos, la misma que cuando era famosa; aquella voz armoniosa y potente fue degenerando en otra más desgarrada y débil conforme la absenta y demás licores fuertes iban haciendo mella en sus cuerdas vocales.

            De todas formas, Wenceslao creció oyendo cantar a su madre cuando estaba contenta, y su voz era realmente deliciosa. Sus antiguas competidoras –La Fornarina, que murió en 1915; La Chelito, que se retiró como empresaria de Eldorado en 1928; Raquel Meller, cuyo estreno en Nueva York fue un éxito portentoso, pagándose veinticinco dólares por butaca; Pastora Imperio, que se casó el 20 de febrero de 1911 con el también famoso torero Rafael Gómez el Gallo– y otras cupletistas que aparecieron luego –como La Goya– triunfaban en los escenarios donde ella había brillado e inauguraban otros que ella jamás pisaría –como el Trianón Palace–, cantando cuplés que ella había hecho famosos u otros nuevos igualmente célebres. Los mismos cuplés que su madre cantaba en casa, emocionando a quienes la oían –familia y vecinos–, de cuyo recuerdo se había ayudado Wenceslao durante los últimos tres años, para superar los momentos de mayor soledad y desazón. ¡Cuántas noches, montando guardia, había creído oír a su madre cantando aquella primera estrofa de La Violetera:

Como aves precursoras

de primavera,

en Madrid aparece, la Violetera;

que pregonando,

parecen golondrinas

que van piando,

que van piando.

También el cuerpo de su madre fue deformándose. Aquel tipo rellenito pero pleno de encanto que tenía antes de quedarse preñada –y que Wenceslao tantas veces había admirado viendo las viejas tarjetas postales coloreadas a mano que ella guardaba en una caja de latón– se había ajamonado hasta alcanzar proporciones casi elefantinas.

            Pese a todo, algún encanto debía de conservar su madre, puesto que a sus cincuenta y cuatro años todavía fue capaz de encandilar a un hombre de gusto refinado. Probablemente el hecho de que fuera un antiguo admirador suyo debió de influir decisivamente, pero el hecho es que Alejandro Donati, un orondo bonaerense de algo más de sesenta años, viudo y dueño de una de las principales empresas de exportación de carne de la Argentina, rescató inopinadamente a Guadalupe Molina de las garras de la pobreza.

            Donati había llegado a Madrid a mediados de junio de 1936 y se habría marchado a su país en cuanto se produjo la rebelión fascista, de no haber sido porque se empeñó en llevarse con él a Guadalupe Molina, su idealizado sueño. Enamorado de ella desde que la viera en un teatro de Buenos Aires en 1908, Alejandro Donati aprovechó su primer viaje a Madrid tras quedarse viudo, para buscarla y tratar de conquistarla. Para sorpresa de ella misma, cuando la vio no cejó en su empeño; muy al contrario, insistió en su deseo de cortejarla, de seducirla, confesándole lo mucho que la admiraba, que la deseaba, mientras la contemplaba con una mirada inequívoca, sincera, propia de un enamorado irredimible. ¿Tanto puede trastornar o deformar la realidad una vieja e intensa pasión no satisfecha?, pensó Wenceslao y, según intuyó, debió también de preguntarse su madre, quien dejó de beber licores, quizá para comprobar que aquello que le estaba pasando no era un espejismo provocado por el alcohol. En cualquier caso, Donati actuó realmente como si hubiera reencontrado al amor de su vida, a la mujer que estimulaba su más ardiente pasión. La invitó a comer varias veces en los mejores restaurantes de Madrid, empezando por el del hotel Palace, donde él se alojaba. La llenó de atenciones y regalos –también a él y a su tío Wenceslao les cayó algunos, como un reloj y una radio, respectivamente–, se le declaró solemnemente y le pidió, por fin, que se casara con él y le acompañara de vuelta a Buenos Aires. Para entonces ya estaban en septiembre y el ejército de África había tomado Talavera y Maqueda, en su marcha triunfal y, al parecer, irrefrenable hacia Madrid.

Hhotel palace de madrid en curiosidariootel Palace de Madrid

            Alejandro Donati convenció por fin a Guadalupe para que se casara con él, prometiéndole que la llevaría a Argentina con su hijo y su hermano. Wenceslao no veía con buenos ojos el enlace, pues desconfiaba de aquel burgués gordo y demasiado entusiasta, demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Aun así asistió, junto a su tío, a la ceremonia de matrimonio, que celebró un juez popular. En seguida Donati se ocupó de los preparativos para viajar con su nueva familia a Argentina, pero la situación bélica dificultaba la salida por avión. El ejército fascista, además de estar acercándose rápidamente a Madrid, ocupaba ya buena parte del territorio español: Galicia, Castilla la Vieja, Navarra, parte de Extremadura y Andalucía… Después de realizar varias gestiones, Donati al fin anunció que la mejor forma de salir de España era marchando a Alicante, pues el cónsul argentino que allí había y él tenían un amigo en común, el cual ya se había puesto en contacto con el diplomático. «Desde Alicante podremos partir hacia la Argentina sin problemas», dijo Donati con seguridad. Y el 22 de octubre, con el ejército de África ocupando lugares tan estratégicos y próximos a Madrid como Cebreros, San Martín de Valdeiglesias y Navalcarnero, salieron en automóvil, dirección a Alicante, Donati, su madre y su tío. Wenceslao decidió quedarse, pese a los ruegos y el llanto de su madre.

            Media hora después de llegar a la estación alicantina y, tras preguntar a dos transeúntes, llegó Wenceslao a la dirección deseada, en el paseo del Doctor Gadea. Era un edificio de dos plantas, antiguo pero elegante. Eran las cinco de la tarde.

            Wenceslao hizo sonar la aldaba en la gruesa y ancha puerta de madera, la única que había en la planta baja, en medio de la cual estaba clavado un cartel metálico donde se leía: «Consulado de la República Argentina». Abrió la puerta un hombre joven, de unos veinticinco años, espigado, moreno, bien vestido, pelo corto y peinado hacia atrás con brillantina, bigotito y ojos muy vivos que le miraron ceñudos tras unas gruesas gafas de concha.

            –Buenas tardes. Quisiera hablar, por favor, con el señor cónsul, don Eduardo Lorenzo

            –¿De parte de quién? –preguntó el chico mientras observaba, con el entrecejo aún más arrugado, el petate que el visitante había dejado en el suelo. Tenía la puerta a medio abrir, pero Wenceslao alcanzó a ver detrás de él un recibidor lujosamente amueblado. Parecía evidente que aquella casa, además de consulado, era la residencia habitual del cónsul.

            Wenceslao le dijo su nombre y le explicó que su padrastro, Alejandro Donati, un hombre de negocios argentino y conocido de don Eduardo, le había dicho que le buscara para que le ayudara a salir de España.

            –Hace dos años y medio ayudó a salir a mi familia: mi padrastro, mi madre y mi tío. Espero que se acuerde –terminó diciendo no muy convencido al ver como aquel muchacho no se inmutaba y seguía mirándole con evidente suspicacia.

            –Espere un momento.

            Cerró la puerta y Wenceslao se quedó solo en el amplio y silencioso portal durante cerca de cinco minutos. Un espacio de tiempo que se le hizo tremendamente largo. Por fin reapareció el chico tras abrir la puerta.

            –Mi pa… El señor cónsul está ausente –dijo con resolución y mirándole con el ceño todavía fruncido.

            –¿Cuándo volverá? Puedo venir mañana…

            –Se encuentra en Villa Marco y no sabemos cuándo regresará.

            –¿Villa Marco?

            –En Campello… –y como viera por su mirada que Wenceslao seguía sin comprender, añadió fastidiado–: Un pueblo que hay cerca… Buenas tardes.

            Después de que la puerta volviera a cerrarse, Wenceslao se quedó mirándola, quieto, y así estuvo un buen rato, hasta que por fin reaccionó suspirando y sacando un cigarrillo del paquete de Ideales. Mientras lo hacía, oyó un suave ruido metálico que procedía del otro lado de la puerta. Le estaban observando por la mirilla. Le dieron ganas de hacerle la higa, pero se contuvo. Encendió el cigarrillo con el mechero y, cargando el petate en el hombro derecho, salió del portal.

            Wenceslao había sido un mal estudiante. Desde niño le costó mucho aprender. Consiguió por fin leer, escribir, contar, pero a una edad mucho más avanzada que el resto de los niños que iban a su escuela. Por suerte, le dijo su abuela Belén para consolarle, Dios había querido compensarle con una extraordinaria habilidad para los trabajos manuales. De ahí que dejara el colegio a los quince años, para ponerse a trabajar como aprendiz de carpintero, cerrajero, fontanero y, por fin, jardinero, oficio que le gustó tanto que muy pronto consiguió ejercer con maestría, obteniendo a los dieciocho años un puesto en la brigada municipal que cuidaba los jardines del Parque del Retiro.

            Pero sus habilidades manuales también le llevaron a sobresalir –o al menos eso creía él cuando aún no había cumplido los veinte años– en el juego de cartas. Le costaba mucho llevar la cuenta del valor de los naipes y calcular las probabilidades de cada jugada, pero suplía todo ello con tesón y, sobre todo, con el manejo hábil y veloz de la baraja, colocando y repartiendo las cartas con una facilidad y una velocidad tan pasmosa que los demás casi nunca se percataban de sus artimañas. Aquella destreza le sirvió para ganar muchas veces sus apuestas al monte o al siete y medio, pero también le ocasionó algún que otro disgusto en forma de huida repentina o somanta de palos. Durante su juventud ganó mucho dinero jugando en timbas improvisadas o cuidadosamente organizadas, pero también lo perdió –a veces todo su salario– y se vio involucrado en numerosas peleas. En una de aquellas partidas clandestinas, celebrada en casa de un capataz de jardineros municipales, en la que participaron, entre otros, un guardia de asalto y un cabo de carabineros –vestidos con sus respectivos uniformes de color azul y vede aceituna–, perdió Wenceslao todo el dinero que tenía –cerca de doscientas pesetas–, su reloj y el puñal moruno con piedras preciosas que le regalara su madre años atrás y que había sido de su padre. Fue su última partida antes de alistarse y, por suerte, su madre no llegó a enterarse de la pérdida del puñal, pues se fue a Argentina dos semanas más tarde.

            Aunque estaba afiliado a la UGT, Wenceslao no era socialista. Por supuesto había votado al Frente Popular y era un republicano convencido, pero nunca había sentido la necesidad, pese al ambiente que le rodeaba, de participar activamente en política. Se indignó cuando se enteró de la rebelión de los militares en África, pero no creyó que aquella intentona llegara a prosperar. Tres meses después, los rebeldes fascistas estaban en las puertas de Madrid y Wenceslao se sintió impelido a ayudar en la defensa de su ciudad. Su madre le suplicó que marchara con ella, su flamante marido y el tío Wenceslao a Argentina, pero él no quiso. No podía huir. De haberlo hecho, estaba seguro de que se arrepentiría, que se avergonzaría de sí mismo durante el resto de su vida. Debía quedarse para defender a la República luchando contra los fascistas. Y así lo hizo, alistándose en el batallón 1.º de Mayo, con sede en el cuartel-escuela de equitación –antiguo reformatorio de menores–, ubicado en Carabanchel, luego de ver uno de los carteles que habían fijado en la fachada del edificio donde vivía y en el que pedían voluntarios para combatir al fascismo.

            Wenceslao deambuló durante cerca de dos horas por las calles de Alicante, después de su infructuosa visita al consulado argentino. Había poca gente en las calles, la mayoría de los comercios estaban cerrados y muchos edificios se encontraban derruidos o amenazaban ruina. Se apreciaba con claridad que Alicante había sufrido muchos e intensos bombardeos, que la ciudad donde había sido encarcelado y fusilado José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange, estaba siendo duramente castigada por la aviación fascista.

            En el paseo de los Mártires, un hombre le indicó cómo llegar a la sede de la UGT. Estaba cerca y Wenceslao pensó en sacar provecho por primera vez de su carné sindicalista, o por lo menos intentarlo. En el número 15 de la calle Gravina encontró, clavado en la fachada, un cartel que indicaba en efecto que aquel edificio albergaba la «Sede de la Federación provincial de la UGT», pero la puerta estaba cerrada y así continuó luego de que él se cansara de golpearla con sus nudillos. Eran las siete de la tarde y ya era de noche.

            Abordó a un hombre que salía de un portal cercano –cincuenta años, medio calvo, barba de varios días, mono azul, abrigo viejo, alpargatas– y le preguntó si sabía cuándo abrían la sede de la UGT.

            –¡Uff! Hace días que está cerrada –resopló el desconocido, deteniéndose. Llevaba en una mano una fiambrera de latón. Tenía una voz agradable y su mirada parecía limpia. Al ver su petate, le preguntó–: ¿Acaba de llegar?

            –Sí.

            –¿Del frente?

            –Sí. De Madrid.

            El desconocido esbozó una sonrisa.

            –No le va a resultar fácil partir, ¿sabe? –vaticinó al mismo tiempo que desaparecía la sonrisa–. ¿Tiene pasaporte?

            –No.

            –¡Uff! –volvió a bufar, mirándole ahora compasivamente–. En las últimas semanas son varios los barcos que han zarpado del muelle llevándose a gente que venían huyendo de los…, que venían huyendo –dijo mirando, repentinamente preocupado, a un lado y a otro, antes de continuar hablando. También lo hizo Wenceslao, viendo a una mujer mayor que cruzaba la calle y a un hombre alto que había en la esquina más cercana, de pie y quieto, como esperando a alguien, cerca de una de las pocas farolas que había encendidas; llevaba puesto un abrigo caro con las solapas levantadas, una bufanda y una boina–. El Winnipeg y el Marionga se llevaron a cientos de ellos. Son barcos franceses que hacen la ruta Marsella-Orán. También el inglés Ronwyn se llevó hace unas dos semanas a más de setecientas personas que esperaban en el puerto. – Volvió a mirar a los lados y Wenceslao le imitó. Esta vez no vio a nadie en la calle –. El último fue el African Trader, un carbonero inglés que se llevó el día 19 a más de ochocientos.

            –Está usted muy bien informado.

            –Trabajo donde los depósitos de CAMPSA, en el puerto –volvió a sonreír.

            –¿Y hay ahora algún barco en el muelle en el que se pueda embarcar?

            –Hay dos, pero no creo que le dejen subir sin pasaporte.

            –¿Dónde puedo sacarme uno?

            –¿Un pasaporte? –se sorprendió el trabajador de CAMPSA.

            –Sí –respondió Wenceslao, consciente de que debía parecerle un ingenuo.

            –No debemos seguir aquí parados –advirtió el hombre algo más nervioso y observando los alrededores. Una pareja venía andando por la acera–. Si quiere acompañarme… Voy para allá. Aunque usted, con ese petate…

            –Ya. Pero es lo único que tengo.

            –Entiendo.

            Empezaron a caminar en dirección a la esquina donde estaba la farola encendida y, al ir a cruzar la calle, le pareció ver al hombre del abrigo caro en la acera de enfrente, de pie junto a un portal cerrado.

            –¿Eres de algún sindicato o partido político? –le preguntó el trabajador de CAMPSA, tuteándole.

            –De la UGT.

            –Ya, claro –sonrió–. Yo soy de la CNT.

            –¡Ah!

            –El compañero Llopis, presidente del Consejo Provincial, ha estado despachando durante las últimas semanas pasaportes oficiales a quienes lo solicitaban, previo pago de cincuenta pesetas. También los despachaba el gobernador civil. Esos pasaportes eran visados por los consulados, sobre todo los de Francia y de México. Al principio de la guerra los visaban los de Inglaterra y Argentina, pero eran para los fascistas que huían, ¿entiendes? Ahora esos consulados no visan ninguno. –Wenceslao notó cómo su corazón se encogía al escuchar aquellas palabras. Al llegar a la siguiente esquina, giraron a la izquierda, para encaminarse hacia el puerto. Miró hacia atrás pero ya no vio al hombre del abrigo caro–. Pero ahora ya no hay nadie que despache pasaportes oficiales y los ilegales… –Volvió a comprobar que no le oía nadie más que él y luego continuó, bajando aún más la voz–. Los pasaportes clandestinos cuestan muchísimo dinero. Más de trescientas pesetas… ¿Tienes tanto dinero?

            –No tengo ni un duro –reconoció Wenceslao con una sonrisa triste.

            Esta vez el anarquista no bufó, pero movió la cabeza significativamente, antes de decir:

            –Lo tienes jodido, compañero.

            –Me temo que sí.

            –Y negociar con los capitanes de los barcos directamente es perder el tiempo. La mayoría se niega porque dicen que son naves mercantes y que las leyes internacionales les prohíben llevar pasaje. Otros aceptan, pero cobrando en especies porque no quieren dinero republicano.

            –¿En especies?

            –Sí, ya sabes, cosas que tengan bastante valor: joyas, azafrán…

            –Ya entiendo. Pues tampoco tengo nada de eso –dijo, encogiéndose exageradamente de hombros.

            Al hombre se le escapó la risa, pero en seguida la reprimió, observando de nuevo a su alrededor. Habían llegado a una plaza que había junto al puerto. Enfrente se veían los depósitos de CAMPSA.

            –¿Por qué tienes tanto miedo de que nos escuchen? –se atrevió por fin a preguntarle.

            –Porque dicen que ya están sueltos –contestó el hombre, deteniéndose en la orilla de la plaza. Wenceslao aprovechó para dejar el petate en el suelo. Había muy poca gente pese a no ser más que las siete y media de la tarde. En la plaza y en el paseo que había a la derecha eran bastantes las farolas que había encendidas.

            –¿Quiénes están sueltos?

            –Los fascistas.

            –¿Qué?

            –Se rumorea que están dejando salir a los jefes falangistas de la cárcel.

            –¡No jodas!

            –Quieren negociar con ellos para que no tomen represalias.

            –¿Y quién se puede fiar de ellos?

            –Pues eso digo yo.

            –¿Y tú no te vas?

            El hombre negó con la cabeza.

            –Yo me quedo. Ahora entro de turno de noche, como vigilante –dijo señalando con la cabeza los cilíndricos y gigantes depósitos que había al otro lado de la plaza–. Mañana ya veremos.

            –Gracias por la información.

            –Ah, toma esto… –Le dio tres pesetas arrugadas que sacó de un bolsillo del mono–. Es todo cuanto llevo encima.

            –No puedo…

            –Acéptalo, compañero. Suerte y salud.

            –Gracias –repitió, estrechándole la mano.

            Wenceslao vio durante un rato y mientras encendía un pitillo cómo se alejaba aquel trabajador de CAMPSA, cruzando la plaza y cargando la fiambrera donde presumiblemente llevaba su cena. Después volvió a cargar con el petate y marchó en dirección al paseo de los Mártires.

            A finales de octubre de 1936, el Ejército de África estaba en las estribaciones del Guadarrama y se acercaba a la carretera de La Coruña, principal arteria de Madrid para comunicar con los frentes de la Sierra donde se encontraban varias brigadas de milicianos republicanos. En la capital empezó a cundir el pánico y multitud de civiles iniciaron su emigración hacia las costas de Levante. También huyó a Valencia el Gobierno de la República, formándose en Madrid una Junta de Defensa a las órdenes del general Miaja, quien encomendó la dirección de las operaciones militares al comandante jefe de Estado Mayor, Vicente Rojo. Pero el día 29 de ese mes de octubre las tropas republicanas lograron frenar el avance de los rebeldes por el sur, en Seseña. Por primera vez el Ejército de África, compuesto mayoritariamente por militares profesionales y bien armados, se encontraba frente a un Ejército Popular reorganizado en las llamadas brigadas mixtas –dos de ellas internacionales– y apoyadas por unidades blindadas soviéticas.

SSierra de Guadarrama en curiosidarioierra Guadarrama al norte de Madrid

            Desde el comienzo de la guerra, el gobierno republicano presidido por José Giral había intentado coordinar a las distintas milicias populares que, armadas por partidos políticos y organizaciones sindicales, intentaron frenar el avance del ejército rebelde que se dirigía hacia Madrid. Pero las derrotas sufridas en el mes de agosto –especialmente en Talavera– crearon una crisis de gobierno e hicieron comprender al nuevo gabinete, presidido por Francisco Largo Caballero, la necesidad de una reorganización profunda y urgente de las fuerzas armadas de la República, con el objetivo de incorporar a las milicias a una estructura regular. El 16 de octubre de 1936 se publicó en la Gaceta de la República la orden de creación del nuevo Ejército Popular Regular, con la militarización de las milicias existentes, y dos días después se crearon las primeras seis brigadas mixtas, formadas por los militares profesionales que no habían apoyado el golpe de Estado, voluntarios y, a partir del 30 de octubre, por los hombres de entre 20 y 45 años que fueron movilizados. Pero mientras se fraguaban estas brigadas mixtas y el Ejército Popular, fueron las milicias las que mantuvieron a raya en la sierra de Madrid a las tropas rebeldes.

            Las brigadas mixtas estaban compuestas de cuatro batallones, con varias compañías cada uno, que no superaban los cuatro mil hombres y que, tras su éxito defensivo de Madrid, fueron organizándose en regimientos, divisiones, cuerpos de ejército y Ejércitos.

            El batallón en el que se había alistado Wenceslao Molina, 1.º de Mayo, constituyó el 26 de noviembre, junto con el de Córdoba, el de Milicias Vascas y el de Milicias Castellanas, la 40.ª Brigada Mixta.

            Después de recibir una breve instrucción, Wenceslao fue destinado con su unidad al frente oeste de Madrid. Eran los primeros días de noviembre de 1936, justo cuando las tropas rebeldes dirigidas por el general Varela iniciaban el asalto frontal contra la capital por el foso del Manzanares, en el sector de la Ciudad Universitaria, con el objetivo de penetrar por la Moncloa a la plaza de España y la Puerta del Sol. Luego de ocupar el cerro de los Ángeles y desplegarse el día 6 por el frente de Carabanchel-Boadilla del Monte-Pozuelo, las vanguardias del general Varela se dispusieron al día siguiente a atacar el foso del Manzanares donde se encontraron con una fuerte resistencia. En la mañana del día 8 el Ejército de África atacó frontalmente por la Casa de Campo y el Puente de los Franceses, pero no logró llegar al otro lado del río, bien defendido por las brigadas mixtas del Ejército Popular y la primera de las brigadas internacionales, la XI, a las órdenes del general Kléber. Wenceslao estuvo presente en aquellos combates, pero no pudo intervenir activamente al carecer de fusil. Sí que lo hizo en los siguientes combates, al recibir el arma de un compañero que había caído herido. El día 15 las tropas de África, tras obligar a retroceder a la columna anarquista mandada por Buenaventura Durruti, consiguieron cruzar el foso del Manzanares y entrar en la Ciudad Universitaria, estableciendo una cuña que llegaría en días sucesivos hasta la Casa de Velázquez, el Hospital Clínico, la Residencia de Estudiantes y el palacio de la Moncloa. La lucha fue dura y constante, edificio a edificio. Uno de los caídos en este combate por parte republicana fue el dirigente anarquista Durruti, que murió el día 19.

            Esta larga batalla en el río Manzanares entre los días 6 y 23 de noviembre de 1936 fue la primera de las cuatro que conformaron la llamada batalla de Madrid. Las otras tres, en las que no participó Wenceslao pero de las que le llegaban noticias a diario, se desarrollaron en la carretera de La Coruña entre los días 29 de noviembre y 16 de enero de 1937; en el Jarama, entre los días 5 y 23 de febrero; y en Guadalajara entre los días 8 y 22 de marzo de 1937.

            El 4 de marzo de aquel año de 1937 se creó oficialmente el Ejército Republicano del Centro, dirigido por el general José Miaja y el teniente coronel Vicente Rojo como jefe de Estado Mayor, articulado en tres cuerpos de ejército. El segundo de ellos estaba destinado a la defensa del cinturón interior de Madrid y lo componían un total de 44.219 hombres, repartidos en diecisiete brigadas mixtas, concentradas en seis divisiones. Wenceslao Molina era uno de aquellos hombres que formaba parte de este segundo cuerpo de ejército, adscrito concretamente al batallón 1.º de Mayo, de la 40.ª Brigada Mixta, que pertenecía a la 7.ª División.

            Eran cerca de las ocho de la noche del 28 de marzo de 1939 cuando Wenceslao Molina se sentaba en uno de los bancos que había en el alicantino paseo de los Mártires, muy cerca de una de las farolas que había encendidas. Abrió el petate y extrajo de él una bolsa de trapo manchada de grasa. De ella sacó un trozo de chorizo y un cuarto de hogaza de pan negro. Mientras buscaba una fuente cercana con la mirada, empezó a comer. Así llevaba algo más de cinco minutos cuando se sentó en el banco, a su lado, un hombre al que reconoció en seguida por su abrigo caro, su bufanda y su boina, como el mismo que había estado vigilándole en la calle Gravina en tanto hablaba con el trabajador de CAMPSA. Y que resultó ser el mismo que le había recibido en el consulado argentino. Sin duda, dedujo, le había estado siguiendo.

            –Buen provecho.

            –Gracias. Si gusta… –invitó en tono burlón y ofreciéndole el trozo de chorizo mordido.

            –No, gracias –sonrió por primera vez el hijo del cónsul–. Mi padre dice que tratará de ayudarle, pero que no va a ser fácil, que tendrá que tener paciencia…

            –¿Su padre? ¿Es que ha vuelto de esa Villa… Villa Marco donde estaba? ¿O han hablado por teléfono? –preguntó Wenceslao con una sonrisa irónica.

            –Comprenderá que tomemos precauciones… –explicó el muchacho. No tenía acento argentino, por lo que Wenceslao dedujo que había nacido en España o lo habían traído de Argentina siendo un niño pequeño. Luego recordó lo que le había dicho el anarquista: que el consulado argentino había ayudado al principio de la guerra a salir del país a partidarios del golpe de Estado, pero que ahora, al final, no facilitaba ningún visado a los republicanos que deseaban exiliarse desesperadamente. Y comprendió que Eduardo Lorenzo tuviera miedo de que las autoridades republicanas, con las que debía tener malas relaciones, pudieran tenderle una trampa.

            –¿No hay ningún barco argentino en el que pueda embarcar?

            –No. El 25 de Mayo, en el que marchó su familia, fue sustituido por otro torpedero, el Tucumán, el 5 de noviembre de 1936. Pero el Tucumán fue repatriado el 31 de mayo del 37. Hasta entonces evacuamos a más de mil españoles.

            –Partidarios de Franco –afirmó más que preguntó Wenceslao.

            El hijo del cónsul asintió con la cabeza.

            –Desde entonces no ha salido nadie de aquí en un barco argentino.

            –Entiendo. Podría intentar subir a alguno de los barcos que hay en el puerto, pero dicen que necesitaré un pasaporte. Y no lo tengo.

            –Un pasaporte y un visado. Nosotros podríamos hacerle el visado, aunque no sería muy recomendable, pues podría volverse en su contra. Pero necesita un pasaporte.

            –¿Ustedes podrían conseguirme uno? –preguntó Wenceslao al mismo tiempo que notaba cómo le desaparecía el apetito y se le revolvía el estómago.

            El joven meneó la cabeza antes de responder.

            –¿Adónde quiere ir?

            –Mi destino es Buenos Aires. Quiero reunirme con mi familia. Pero por ahora me conformo con salir rápidamente de aquí, antes de que lleguen los fas… los otros…

            –Podríamos intentar conseguirle un pasaporte, pero llevaría tiempo. Y me temo que usted no tiene mucho. Efectivamente, si no es mañana mismo, dentro de dos o tres días como muy tarde llegarán las tropas de Franco y ya no podrá irse. Quizás podríamos procurar protegerle entonces, pero la verdad es que nadie sabe qué podría pasarle… Hay muchas ganas de revancha…

            –Dicen que hay capitanes de barco que se dejan sobornar, pero no tengo dinero ni nada de valor…

            –Al parecer están saliendo barcas pequeñas con refugiados desde algunos pueblos de la costa: Benidorm, Denia, Villajoyosa, Santa Pola, Torrevieja…, pero no sabemos en qué condiciones. Quizá no exijan pasaportes ni visados, pero seguro que los dueños de las barcas pedirán dinero o algo de valor.

            –Podría pedirle a mi familia que me enviara dinero, pero supongo que se tardaría demasiado tiempo.

            –Sí. Podríamos mandar un cablegrama a Buenos Aires, pero me temo que el dinero no llegaría hasta dentro de dos o tres días, como pronto…

            Ambos estuvieron callados durante un rato. Wenceslao metió lo que quedaba de chorizo y pan en la bolsa de trapo, y ésta en el petate.

            –Les agradezco de todos modos su…

            –Tal vez mañana… Quedemos aquí mismo mañana al mediodía. Quizá mi padre haya podido arreglar algo… –propuso el muchacho poniéndose de pie.

            –¿A mediodía?

            –Mejor a las cuatro… Sí, a las cuatro de la tarde –corrigió el hijo del cónsul–. En este mismo banco.

            –De acuerdo. –El muchacho empezaba a alejarse cuando Wenceslao, poniéndose de pie, le preguntó–: ¿Sabe dónde puedo pasar la noche?

            El hijo del cónsul se detuvo, volvió la cabeza para mirarle con el ceño ligeramente arrugado y, al cabo de unos segundos, le contestó:

            –Su familia se hospedó en el hotel Palace, que está ahí mismo.

            Wenceslao no se molestó siquiera en mirar hacia donde señalaba.

            –No tengo dinero para pagarme una pensión de mala muerte, conque menos un hotel.

            El otro no hizo el menor amago de llevarse la mano a la cartera. Sencillamente arrugó los labios antes de decir:

            –Pruebe en alguno de los refugios. Hay uno en la Montañeta, otro en la plaza de Séneca, otro en la calle Bailén…

            Wenceslao pasó la noche del 27 al 28 de marzo en el refugio antiaéreo que había en el Benacantil, el monte en cuya cima se levantaba el castillo de Santa Bárbara. Se accedía por una galería que profundizaba como un túnel en el monte y cuya entrada estaba cerca de la playa del Postiguet. Al final de la galería había una abertura, una especie de habitación grande, de cuyo techo colgaban varias bombillas. No había nadie, por lo que Wenceslao pasó la noche solo, acostado en el suelo, tapado con su manta y la cabeza apoyada en el petate, y con la única compañía de dos botijos que habían pegados a la pared, uno de ellos vacío y el otro con un poco de agua.

            Fue una noche larga, fría y silenciosa. Pese a estar muy cansado, Wenceslao se despertó muchas veces, sobresaltado, por culpa de una reincidente pesadilla en la que una voz de mujer no cesaba de llamarle. En aquella realidad onírica, Wenceslao no podía reprimir el impulso de emprender la búsqueda de aquella mujer, cuya voz le pedía ayuda. Era una voz suave pero firme, que le hablaba con palabras extrañas pero cuyo significado comprendía a la perfección. Le pedía que la socorriera, que la ayudara a liberarse. Cada vez que volvía a dormirse se veía a sí mismo corriendo desesperadamente por la galería, internándose cada vez más en el interior de la montaña y rodeado de tinieblas. Hasta que por fin atisbaba al fondo una claridad blanquecina, tenue al principio, resplandeciente cuando se aproximaba a ella. Una claridad que nacía en una especie de globo grande y semitransparente, en cuyo interior se vislumbraba una figura sedente, una silueta dorada rodeada de una blancura cegadora. Pero aunque corría hacia aquel resplandor, nunca llegaba a alcanzarlo. Entonces se despertaba angustiado, sin aliento, una y otra vez.

            Aquella mañana del día 28 Wenceslao fue a los muelles, donde habían en efecto dos navíos: el Stanbrook y el Marítima, ambos con las escalerillas a medio alzar. Una multitud de refugiados –cerca del millar, calculó– se encontraba en los alrededores del edificio de Aduanas, controlada por un puñado de carabineros. La gente estaba en calma, aunque se percibía la tensión en el ambiente. Caras serias y preocupadas. Habían llegado de distintas partes de lo que quedaba de la España republicana y se apreciaba, por su forma de vestir, que si bien la mayoría eran pobres, también había hombres y mujeres con atuendos menos humildes. Todos portaban maletas, bolsas o bultos de diferentes tamaños.

            Un hombre de unos cuarenta años y que acababa de llegar con su familia de Albacete, le explicó que estaban esperando a que las autoridades portuarias convencieran a los capitanes de ambos barcos para que accedieran a embarcarles.

            –Pero el del Marítima, pese a ser de mucho mayor tonelaje, ya ha dicho que no, que no piensa embarcar a nadie, aunque tengamos pasaportes y visados. Se dice que están esperando a unos pocos jerifaltes de aquí, de Alicante, y a sus familias… Ya ves, camarada, a lo que hemos llegado… Hacer la revolución y la guerra para que sigan habiendo privilegios… ¡Qué vergüenza!

            –¿Y el capitán del otro barco? ¿Qué ha dicho?

            –Están intentando convencerle. Hace un rato ha llegado el cargamento que esperaban –dijo señalando unas cajas que habían en la parte del muelle más próxima al Stanbrook–, por lo que no creo que tarden mucho en cargar las mercancías y levar anclas. Esperemos que nos dejen subir, antes de que seamos muchos más… La gente no para de llegar –dijo mirando hacia el principio del muelle, donde había un camión vacío arrancando y un coche con el motor aún en marcha del que estaban apeándose varias personas–. Aunque dicen que no faltarán barcos para la evacuación de todos porque así se lo prometieron ayer en Valencia los camaradas franceses al general Casado, yo no me fío. Más vale subir a este barco si se puede, que esperar a otro que está por llegar. Y como yo piensan todos los que están aquí… Los fascistas no tardarán en llegar.

            –¿Y pedirán pasaporte y visado para embarcar?

            –El pasaporte seguro. ¿Tú no lo tienes, camarada?

            Wenceslao negó con la cabeza y acto seguido se alejó del puerto cargando con el petate.

            Una vez repelido el ataque frontal del ejército de África en el frente oeste madrileño en noviembre de 1936, la 40.ª Brigada Mixta, a la que pertenecía Wenceslao Molina, ocupó el sector centro-derecha de dicho frente, que iba desde la calle Isaac Peral hasta la Puerta del Ángel. Un frente que permaneció estancado prácticamente hasta el final de la guerra. Con las tropas de Franco ocupando el cerro Garabitas como observatorio principal –frente por frente al parque del Oeste– y los altos del Hospital Clínico, en este frente estático, urbano y repleto de minas, apenas si se produjeron verdaderos combates, aparte de algún que otro intercambio de tiros entre las trincheras de uno y otro bando. Sólo el 17 de enero de 1937 se llevó a cabo un ataque de cierta importancia a la Residencia de Estudiantes, al suroeste de la Ciudad Universitaria. El resto del tiempo, la actividad en el bando republicano se reducía a pequeñas incursiones en campo enemigo y patrullas de reconocimiento. Ni siquiera cuando se produjo la ofensiva republicana contra los cerros del Águila y de Garabitas –el punto más elevado de la Casa de Campo, donde estaban emplazadas las baterías rebeldes que bombardeaban Madrid– en abril de 1937, intervino la brigada mixta de Wenceslao. Esta ofensiva corrió a cargo de las divisiones 5.ª y 6.ª, con un resultado frustrante para el bando republicano, pues la derrota acarreó la muerte de unos mil quinientos hombres.

Bbrigadas mixtas en curiosidariorigadas mixtas del ejército de la República en 1936 

            No es de extrañar por tanto que, tal vez, lo más emocionante que vivió Wenceslao en este frente a lo largo de aquellos veintiocho meses fuera la captura de un par de enemigos. Sucedió durante el ataque realizado el 17 de enero de 1937 a la Residencia de Estudiantes y se trataba de dos regulares. Permanecieron retenidos en la posición defendida por Wenceslao durante cinco o seis horas, siendo luego trasladados a una cárcel de la retaguardia. Eran dos moros jóvenes, de menos de treinta años, que vestían pantalones anchos tipo zaragüelles, caquis como las guerreras, con amplios capotes con capuchas y tocados con esos típicos gorros cilíndricos y rojos. Un teniente les arrebató los capotes, arguyendo que eran prendas de abrigo demasiado buenas como para que se desperdiciaran en una prisión.

            Wenceslao observó detenidamente a los prisioneros. Trató de hablar con ellos, pero la conversación fue corta. Hablaban español con el acento característico de los moros, pero entre ellos murmuraban una lengua desconocida, que Wenceslao supuso árabe. Ambos tenían una estatura media y eran delgados. Uno, que parecía algo mayor, tenía barba corta y negra, y la piel del color de la aceituna. La piel del otro era algo más clara y llevaba la cara rasurada. Le dijeron que eran de Frahana –el de la barba– y de Beni Enzar, respectivamente, ambas poblaciones muy cercanas a Melilla. Parecían asustados, pues miraban constantemente con ojos muy abiertos. Desde luego su imagen difería mucho de aquella otra que se había formado en el imaginario colectivo de los madrileños, en la que los regulares –más incluso que los legionarios– eran tenidos por seres fieros y crueles, sedientos de sangre y capaces de cortar en trocitos a cualquiera que cayera en sus manos y no fuera súbdito de Franco. Más bien parecían dos muchachos aterrados al verse apresados muy lejos de su casa y en poder de ateos, capaces por tanto de matarles del modo más atroz imaginable para un musulmán.

            Observando a los prisioneros, Wenceslao trató de imaginar a su padre luchando contra moros como aquellos, acaso mucho más aguerridos y experimentados. Lástima no haber sabido conservar el puñal moruno que le había dado su madre y que, según le dijo, había pertenecido a uno de aquellos temibles enemigos de su padre. Se lo habría mostrado a esos regulares con orgullo, a la espera de su reacción. Quizá le habrían sabido confirmar si realmente era un puñal tan extraordinario, antigua posesión de un sultán marroquí.

            Pero Wenceslao ya no tenía aquel puñal porque lo había perdido en una partida de cartas. El juego de azar, como la prostitución, estaba prohibido en la República, pero él sabía muy bien, incluso durante la guerra, donde encontrar garitos en los que se jugaba, así como prostíbulos clandestinos, y hasta tugurios en los que se podía encontrar ambas cosas.

            Sin novia ni amigas, Wenceslao aprovechaba cada permiso que le concedían para desahogar sus ansias de las dos formas que más le satisfacían. Había dejado el piso de alquiler en Carabanchel nada más irse su familia y alistarse él en el ejército, por lo que arrendó otro diminuto y céntrico meses después, que le sirvió de guarida durante los permisos. Era un piso de una habitación que estaba cerca del mercado Olavide, próximo pues al frente donde estaba destinado.

            A las trincheras no llegaban con regularidad armas, municiones ni ropa, pero sí comida y el sueldo, por lo que Wenceslao no tuvo dificultades para sobrevivir en el Madrid de la retaguardia, donde la mayoría de la gente malvivía a causa de los bombardeos y del racionamiento de víveres. Aprovechaba estos permisos para acudir a uno o varios de los diecisiete teatros o cuarenta y una salas de cine que había en la capital, para comer en elegidas tabernas y comprar tabaco, pero sobre todo para disfrutar de la compañía de alguna mujer –pocas veces tenía tiempo para cortejarlas, por lo que optaba casi siempre por las prostitutas– y para participar en timbas que se celebraban de manera casi permanente en ciertos garitos, de los que salía con el tiempo justo para regresar al frente y muchas veces pelado de dinero.

            No obtuvo ningún ascenso, pero no le inquietaba, lo prefería incluso; cuanta menos responsabilidad, menos preocupaciones, pensaba. Rodeado de compañeros con los que solía llevarse bien –la mayoría de ellos vascos y leoneses–, Wenceslao vio pasar el tiempo más preocupado por las noticias que llegaban de la retaguardia o de otros frentes, que de los moros y legionarios que había en las trincheras de enfrente. Noticias que hablaban de la disolución de la Junta de Defensa –abril del 37–; de la desmoralización progresiva que causaban las sucesivas caídas de ciudades importantes –Bilbao, Santander, Gijón, en junio, agosto y octubre de 1937, respectivamente–; de las cruentas batallas de Teruel –invierno de 1938– y del Ebro –verano del 38–; de la llegada de las tropas de Franco al Mediterráneo, partiendo en dos la zona republicana –mayo del 38–; de la huida de Azaña y el general Rojo a Francia; de la partida de Negrín a tierras alicantinas; del golpe de Estado del coronel Segismundo Casado –5 de marzo de 1939– y la posterior expulsión de los comunistas del Frente Popular, con el apoyo, entre otras, de su brigada mixta –la 40.ª–; de las negociaciones que Casado pretendía entablar con Franco para la rendición de Madrid…

            El 27 de marzo de 1939, al rendirse las fuerzas del frente de Madrid, la 40.ª Brigada Mixta dejó de existir. Esa misma mañana, temprano, Wenceslao montaba precipitadamente en un tren en la estación de Atocha que le llevaría a Alicante.

            Wenceslao estuvo esperando desde las cuatro menos cuarto hasta las cinco y media de la tarde en el banco del paseo de los Mártires donde había quedado en reunirse con el hijo del cónsul argentino en Alicante. Pero éste no apareció. Así que, cargando su petate y con un ideales encendido entre sus labios, fue hasta el edificio del paseo del Doctor Gadea donde estaba el consulado de Argentina. Llamó varias veces usando la aldaba y los nudillos, pero no le abrió nadie. Al cabo de una hora de espera en el portal, decidió volver al puerto.

            Llegó al muelle de Levante cuando faltaban unos pocos minutos para la siete de la tarde. Ya era de noche y el viento que venía del mar era muy frío.

            Frente al carbonero Stanbrook había una multitud mucho más numerosa que la que Wenceslao había encontrado por la mañana. Debía haber al menos dos mil personas, y no dejaban de llegar más en coches y camiones. Hacían cola frente a la pasarela donde los aduaneros esperaban el permiso del capitán del barco, para dejar subir a los refugiados ordenadamente y previa inspección de sus pasaportes. El Stanbrook tenía la escalerilla bajada y, mientras Wenceslao se colocaba al final de la laga cola, vio subir por ella a un funcionario de aduanas, acompañado de un marinero inglés de uniforme.

            Pocos minutos después, había detrás de Wenceslao, formando cola, al menos dos centenares más de personas. Llegaron andando o en automóviles, cargando bultos, fardos y maletas. Eran hombres, mujeres y niños, y venían de diferentes puntos del país, pero sobre todo de Madrid. Los últimos traían noticias sobre la ocupación de Madrid por parte de las tropas fascistas. Al parecer, Franco había logrado por fin entrar en la capital de España esa misma mañana. La noticia no tardó mucho en llegar a los funcionarios de aduanas y carabineros que vigilaban la pasarela, los cuales no se molestaron en disimular su preocupación. También los nervios hicieron que los más inquietos y rezagados abandonaran la cola para aproximarse al barco, lo que originó las protestas airadas de los que estaban delante, que de ninguna manera iban a consentir que se colase nadie. Algunos llevaban esperando casi veinticuatro horas.

            Eran casi las nueve de la noche cuando por fin descendió el funcionario de aduanas por la escalerilla del barco. Se acercó a sus compañeros y, al momento, éstos empezaron a revisar los pasaportes de los primeros refugiados, que a continuación se acercaban de prisa a la escalerilla para subir a bordo.

            El embarque se producía de manera ordenada y Wenceslao veía esperanzado cómo iba acercándose cada vez más a la pasarela, pero también preocupado al saber que carecía de pasaporte. ¿Le impedirían embarcar? Había estado muy atento y no había visto a nadie rechazado por los funcionarios de aduanas. ¿Acaso era él el único que no tenía pasaporte? Podía ser, se dijo, y entonces una sombra le cubrió el rostro como un velo aciago.

            Faltaba ya poco para llegar adonde estaban los aduaneros, cuando vio a un hombre que pretendía subir al Stanbrook trepando por una maroma. Se fijó mejor y descubrió que no era un hombre, sino dos, pues uno iba sobre los hombros del otro. Ningún carabinero ni aduanero ni miembro de la tripulación parecía haberlos visto. Había bastante ruido y jaleo, con una avalancha humana invadiendo el barco, ocupando la escala o esperando aún la revisión de los pasaportes.

            Cuando ya sólo había tres personas delante de Wenceslao, se produjo un hecho inesperado que le benefició. De repente, muchos de los carabineros y aduaneros se desentendieron del control de la pasarela y, desprendiéndose de sus armas, corrieron en tropel a embarcarse. Aquella estampida atascó todavía más la escalerilla, provocando un forcejeo entre muchos que amenazaba con acabar violentamente. Pero por suerte no fue así y, aunque con gran dificultad, todos los que ocupaban la escalerilla terminaron subiendo a bordo y dejando espacio para que avanzaran los que estaban detrás. Uno de éstos era Wenceslao, que aprovechó el desmantelamiento del control de pasaportes para, sin dejar de cargar su petate, abrirse paso a codazos y empujones, hasta que logró por fin subir al barco.

            Ya a bordo, los refugiados eran instados en español por los marineros ingleses a que se repartieran por cubierta y bajaran a las bodegas, para así dejar más espacio. Para lo primero no había dificultad, ya que el barco se llenó hasta el palo mayor, pero para lo segundo costaba más que obedecieran, pues casi todos se mostraban reacios a bajar a las bodegas. Aun así, más empujados por el resto que por obediencia a lo que se les decía, muchos terminaron desapareciendo por las escalas que llevaban a las tripas del navío.

            Wenceslao acabó subiéndose al techo de las cocinas junto a otros hombres jóvenes. Desde allí vio cómo seguía embarcando más gente. No menos de dos mil personas debían haber ya en el barco, calculó. Y aun así el capitán permitía que siguieran subiendo más. Al poco, ya apenas si quedaba gente en el muelle. Pero a lo lejos, en la entrada del puerto, gracias a las farolas encendidas, Wenceslao vio un cordón de carabineros armados que impedía a un grupo cada vez más numeroso de refugiados acercarse al Stanbrook.

            Eran las once de la noche cuando al fin el capitán ordenó soltar las amarras y la nave, llena de gente que protestaba, se lamentaba, reía o lloraba, ponía proa a un rumbo desconocido para Wenceslao y la mayoría de los pasajeros. Fue ponerse el barco en movimiento y producirse de pronto un gran silencio, sólo herido por el ruido de las máquinas.

            Unos minutos después, cuando el Stanbrook había ya traspasado la bocana del puerto, en la oscuridad del cielo se oyó el ruido producido por un avión trimotor. Al principio semejaba el zumbido de un moscardón, pero el ruido fue haciéndose cada vez más fuerte, hasta que Wenceslao descubrió al avión en el cielo, encima casi del barco. Alguien a su lado dijo que era un Savoia italiano. El pánico cundió rápidamente cuando se oyó el silbido característico de dos bombas cortando el aire a gran velocidad. Un instante después, se oyeron caer al agua, lejos de la popa.

            Wenceslao suspiró, encendió un pitillo y miró adelante, hacia la oscuridad que les esperaba en alta mar. No sabía adonde les llevaría el Stanbrook, pero no le importaba. Sólo deseaba salir de España antes de que los fascistas le apresaran. Desde donde fuera que desembarcara, ya buscaría la manera de ir a Buenos Aires. Y este deseo de abandonar su país cuanto antes se vio refrendado cuando el ruido lejano de las bombas al caer sobre tierra firme le hizo mirar de nuevo hacia atrás. Como fuegos artificiales se veían en el horizonte los destellos provocados por las explosiones. La aviación fascista estaba bombardeando Alicante.

            –Al final, el rumor de que iba a haber un bombardeo y que ha originado el pánico entre los carabineros ha sido cierto –dijo uno de los hombres que había a su lado.

Archibald 

            El Stanbrook era un carbonero de 1.383 toneladas, construido en 1909 por la Tyne Iron Shipbuilding de Newcastle y remozado en 1937. Desde 1936 era propiedad de la Stanhope S. S. Co. Tenía capacidad para alojar a veinticuatro tripulantes.

            En marzo de 1939 el capitán del Stanbrook era Archibald Dickson, un galés nacido en Cardiff cuarenta y siete años atrás. Alto, robusto, rubio, de ojos claros y cara redonda, Archibald llevaba un año capitaneando barcos mercantes que comerciaban con la República de España, siendo el Stanbrook con el que había visitado este país las dos últimas veces.

            Siguiendo las instrucciones de sus armadores, Archibald zarpó de Marsella a bordo del Stanbrook el 17 de marzo de 1939, rumbo a Alicante, donde debía cargar varias mercancías. Un destructor de la Armada de Franco trató de impedir la entrada del Stanbrook en el puerto alicantino, pero gracias al temporal que había lograron burlar el bloqueo y arribar a Alicante a las seis de la tarde del día 19.

            Con el Stanbrook amarrado en el muelle de Alicante, Archibald estuvo esperando la llegada del cargamento, pero los días pasaban y la mercancía no llegaba. Hizo varias gestiones para reclamar el cargamento, pero sin éxito. Eran los últimos días de la guerra y todo estaba demasiado revuelto como para conseguir información fácilmente. Cansado de esperar, el día 26 alquiló un coche y se desplazó a Madrid, donde le informaron de que el cargamento que esperaba se encontraba de camino a Alicante en camiones. Al regresar a esta ciudad, ya de noche, le entregaron un telegrama de los armadores en el que le ordenaban que zarpase inmediatamente si no había noticias de la mercancía. Él contestó informando de que esperaba embarcar el cargamento al día siguiente.

            Y en efecto, el día 27 llegaron al muelle varios camiones que descargaron cerca del Stanbrook cajas de tabaco, naranjas y azafrán. Pero junto a este cargamento empezaron a llegar también algunos grupos de refugiados. Al mediodía ya eran unas mil las personas que se arremolinaban cerca del edificio de Aduanas. Llegaban andando o montados en carros, coches o camiones. Eran fugitivos de la España republicana que cargaban con todo cuanto poseían de valor o que podían llevar consigo, aunque también los había que sólo tenían lo puesto y que venían directamente del frente, vestidos todavía de uniforme.

            Dos representantes de la autoridad portuaria le pidieron a Archibald que permitiera subir a bordo de su nave a los refugiados, para llevarlos a Orán, el puerto extranjero más cercano.

            –Serán sólo unas horas; menos de un día, y allí podrá desembarcarlos a todos –dijo el jefe del puerto.

            –Todos tendrán el pasaporte en regla. Así no encontrarán dificultades para desembarcar en Orán. Nos encargaremos de comprobarlo antes de que embarquen –aseguró el jefe de Aduanas.

            –Están en una situación desesperada y no sabemos cuándo vendrán otros barcos –siguió diciendo la máxima autoridad del puerto.

            –Y el capitán del Marítima no parece que esté por la labor de llevarse a muchos. Volveremos a insistirle, pero somos pesimistas… Tiene órdenes muy estrictas de a quién debe dejar embarcar –se lamentó el aduanero.

            –Mis instrucciones son muy claras: No debo tomar refugiados a no ser que estén realmente necesitados.

            –Estos están más que necesitados, capitán. Están desesperados. No tiene más que verlos.

            Archibald sabía que era cierto. No hacía falta más que echar un vistazo a aquella multitud para cerciorarse de que estaban realmente desesperados. Cerca de dos mil personas deseando exiliarse por miedo a las represalias fascistas. Hombres, mujeres y niños de todas las edades –algunos en brazos de sus padres–, en su mayoría pobres y hambrientos, vestidos con ropa vieja e insuficiente. También los había con apariencia no tan desangelada, pero eran pocos. Y a cada momento llegaban más, en grupos o solitarios, en vehículos o andando.

            Convencido de que pronto podría desembarcarlos en Orán, Archibald decidió ceder al impulso humanitario que le animaba a aceptarlos a todos en su barco.

            A las nueve de la noche empezaron a subir a bordo y en orden los refugiados, después de que los funcionarios de aduanas revisaran sus pasaportes. Pero cuando ya estaban embarcados cerca de dos mil, se produjo una repentina avalancha. Por alguna razón los carabineros y aduaneros perdieron el control de la pasarela y cientos de personas corrieron en estampida para subir a bordo forcejeando y gritando. Viendo lo que ocurría desde el puente de mando, Archibald pensó en mandar que dejaran caer la pasarela y el alejamiento del Stanbrook del muelle, pero desistió al darse cuenta de que ello provocaría la caída al agua de al menos un centenar de personas. De modo que suspiró y decidió dejar que subieran todos los que esperaban en tierra, mandando a sus hombres que procuraran calmar los ánimos y dirigir al mayor número de gente posible hacia las bodegas. Pero eran tantos los refugiados que atestaban la cubierta, que resultaba imposible moverse por ella.

stanbrook en curiosidario El carbonero Stanbrook en el muelle del puerto de Alicante

            –Todo el mundo a las bodegas –gritaban en español los oficiales de la tripulación. Gritos que quedaban ahogados por otros de protesta y lamento. El barco estaba saturado de gente, maletas, fardos… Y aún no habían subido el cargamento de mercancías.

            Había gente por todas partes del barco y Archibald ordenó que se impidiera el paso de refugiados al puente de mando y a la sala de máquinas. Todo lo demás fue invadido por los pasajeros. En sus treinta y tres años como marino, Archibald nunca había visto nada parecido. Por un momento, el Stanbrook le evocó la imagen de uno de esos vapores turísticos que surcan el Támesis en un día de fiesta.

            El segundo oficial le comentó entonces que, al parecer, había corrido el rumor de que la ciudad iba a ser bombardeada en un gran ataque aéreo. Y que ello había originado el pánico de todos, incluidos los carabineros y aduaneros.

            –¿Cómo han podido enterarse? –se extrañó Archibald.

            –La aviación italiana que bombardea estas costas proviene de Mallorca. Es probable que, al despegar los aviones, alguien avise a los quintacolumnistas de Alicante, para que busquen refugio a tiempo –aventuró el oficial.

            Hasta dos veces mandó bajar la escalerilla después de haber ordenando lo contrario, para dejar que subieran a bordo los últimos refugiados que llegaban corriendo. Cuando por fin hizo levar anclas y soltar amarras, en la entrada del puerto había congregada ya otra multitud de gente desesperada, retenida por un cordón de carabineros. Archibald lamentó no poder acogerlos. El Stanbrook estaba tan lleno que la línea de flotación estaba sumergida. En el muelle quedaba el cargamento de mercancías, incluidas las cajas con ochocientos kilos de azafrán, de mucho valor y poco peso.

            No habían pasado ni diez minutos de su partida del puerto, cuando el Stanbrook fue sobrevolado por uno de los aviones italianos que se dirigían a Alicante. Muy pronto comenzó el bombardeo sobre la ciudad.

            Con un poco de suerte, pensó Archibald, antes de que acabara el día siguiente arribarían a Orán y desembarcaría a toda esa pobre gente.

arbol genealogico cap 6

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