Boticas y farmacias descendientes de las apotecas romanas, las boticas estuvieron durante siglos en manos de especieros que apenas poseían conocimientos de lo que eran las drogas. Todo empezó a cambiar en el siglo XIII, cuando comenzaron a constituirse en Europa los primeros gremios de boticarios. Botica significó primero ‘depósito, almacén’ y ‘tienda, lugar de venta’ (primera mitad del siglo XV), pero no tardó mucho (finales del mismo siglo) en significar también ‘tienda de medicinas’.
A finales del siglo XVII apareció el término farmacia para designar el arte de curar con remedios, pero no fue hasta mediados del XIX cuando se utilizó este mismo vocablo para referirse al establecimiento donde se vendían los medicamentos, sustituyendo paulatinamente al de botica.
En España abrieron las primeras farmacias propiamente dichas a partir de la publicación del Real Decreto del 18 de abril de 1860, por el que se daban a conocer las primeras ordenanzas que regulaban la venta de medicamentos en establecimientos regentados exclusivamente por licenciados en Farmacia. Aun así, como ocurre con casi todas las mercancías controladas, el contrabando de medicamentos continuó funcionando. No obstante, el problema del narcotráfico fue irrelevante hasta que los controles de drogas internacionales se hicieron más rigurosos. Los decretos en tal sentido empezaron a incrementarse en la década de 1930 y a partir de 1940 se obligó a los farmacéuticos a registrar en libros sellados y visados regularmente la contabilidad de estupefacientes, suministrados siempre con receta oficial. En ellos se registraban el nombre del medicamento (morfina, heroína, cocaína, hojas de coca, cáñamo indiano, éter, codeína, narcotina, láudano, etc.), fecha de venta, cantidad cobrada, nombre del médico, y nombre y domicilio del enfermo.
En las farmacias de la primera mitad del siglo XX se almacenaban y expedían productos clásicos de la farmacopea: aceites, ácidos, aguas (destilada, de azahar, de lechuga, de rosas…), alcoholes, vinagres, vinos, bálsamos, cápsulas, emplastos, esparadrapos, extractos acuosos y alcohólicos, férulas, jarabes, ungüentos, zumos, gasa y algodón hidrófilos, mieles, píldoras, polvos, pomadas, tabletas, ceratos, electuarios, esencias, jabones, soluciones… Entre tanto producto para sanar había algunos que también podían ser venenosos, como el cianuro, la cicuta o la nuez vómica.
En el botamen y anaqueles de las farmacias había productos químicos, como el albayalde y otros carbonatos, cloroformo y éter, yodo y yoduros, alcanfor, tinturas, amoníaco, antipirina, glicerina, lactosa, acetatos, cloruro de morfina, de cocaína y de codeína, peptona, permanganato potásico, quermes mineral, citratos, arseniatos, tartratos, hipofosfito cálcico, digitalina, nitratos, óxicos, silicatos, bromuros, sulfuros, vaselina, gelatina, cola, anhídrico arsénico, crémor tártaro, benzoato sódico, clorato potásico, citratos, salicilatos, antomoniato potásico, borato sódico, valerianatos, hidrato de cloral o fosfato cálcico.
Pero también había los tradicionales remedios naturales, ya fueran provenientes del reino mineral (mercurio, azufre), animal (almizcle, castóreo, grasa de cerdo, liquen islándico, coral rojo en polvo) o vegetal. De éste último eran los más numerosos. Además del carbón vegetal, la manteca de cacao y las almendras amargas y dulces, algunas plantas seguían proporcionando medicamentos conocidos desde hacía siglos, como el ajenjo, digital, adormidera, ruibarbo, cubeba, espliego, santónico y saúco. De algunas se aprovechaba la corteza (granado, quebracho, cáscara sagrada), la brea o el leño (cuasia, guayaco, sasafrás); de otras las semillas (lino, zaragatona, estrofanto); de otras el rizoma (valeriana, grama, árnica); de otras los pétalos (amapola, rosa pálida); de otras las hojas (belladona, achicoria, estramonio, salvia, coca del Perú, eucalipto, llantén, nogal, jaborandi, romero, ruda, sen de España); de otras las flores (tilo, violeta, manzanilla, rosa roja -sin abrir-, borraja); de otras las raíces (altea, zarzaparrilla, cinoglosa, colombo, contrahierba, escorzonera, genciana, ipecacuana, jalapa, polígala de Virginia, ratania, regaliz, bulbo de escila); y de otras su resina o jugos (incienso, almáciga, trementina, pez de Borgoña, benjuí, colofonia, copaiba, escamonea, estoraque, goma arábiga, maná, mirra, quina).
Varios de aquellos remedios evocan con sus nombres épocas remotas y oscuras, en las que los curanderos y curanderas eran tomados por brujos y brujas, y corrían el riesgo de ser ajusticiados si eran encontrados en posesión de géneros tales como el cornezuelo de centeno, un conocido alucinógeno, pero cuyo principio activo, la ergotina, sirve también para provocar contracciones del útero y detener sus hemorragias; o el rizoma de helecho macho, eficiente vermífugo; o las cantáridas, insectos que, triturados, tienen poder vesicante; o el cuerno de ciervo calcinado, que sirve de absorbente; o el esperma de ballena, que no es semen sino aceite del cráneo del cachalote, usado como astringente.
En cuanto a los instrumentos que poseían las farmacias, muchos de ellos tenían su origen en los antiguos laboratorios de alquimistas: alambiques, retortas, crisoles, matraces, morteros, balanzas y pesas, campanas de cristal, copas y tubos de ensayo, calderas, cazos, barreños, embudos, espátulas, tamices, baño de maría, lámpara de alcohol, prensa, evaporadoras, cuentagotas, hornillos, cápsulas de porcelana, alcohómetros, termómetros, pildorero…
La mayoría de estos remedios medicinales e instrumentos de laboratorio siguen formando parte del catálogo de bienes y herramientas de las farmacias actuales.