Alicante, septiembre-octubre 1050 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 40 (último) | Al-Laqant, jumada al-awwal – jumada ath-thani del 442 de la hégira | Yusyf | La nave se acercaba lentamente al muelle que había en medio de aquella bahía flanqueada al norte por un cabo que sobresalía en tierras de huertas y al sur por otro llamado Al-Nadur. A oriente se veía la isla Blanasia, plana y alargada.
Yusuf inspiró profunda y placenteramente mientras divisaba su ciudad natal desde la borda de la nave. El aire de poniente venía cargado de olores familiares que emanaban de los almacenes que había en el puerto, próximos al astillero. Un numeroso grupo de estibadores se hallaban en ese momento cargando la nao de su amigo Alí al-Uryuli con fardos y toneles de esparto, higos, pasas, telas de lino, de cáñamo… Yusuf volvió a observar Al-Laqant. Jamás se cansaba de contemplar la sencilla belleza de su ciudad, pese a conocerla desde hacía más de seis décadas. Bajo la reluciente luz del sol de mediodía, como un cachorro medroso pegado al vientre de su madre, la medina se acurrucaba en la falda del Benacantil, el monte sobre cuya cumbre se erigía una alcazaba inexpugnable. En esta fortaleza se había refugiado un siglo antes su antepasado más célebre y poderoso, Mohammed ben al-Sayj al-Aslami, señor de Qalyus, después de sublevarse contra el futuro califa Abd al-Rahman III. Pero si bien la alcazaba de Laqant era inexpugnable, su bisabuelo no pudo resistir el pertinaz asedio a que fue sometido y acabó rindiéndose. Junto con toda su familia, Mohammed fue apresado y llevado a Qurtuba, donde el califa se mostró empero magnánimo, proporcionándole pensiones y tierras de las que vivió hasta su muerte, ya centenario, acaecida en el mes de Ramadán del año 329. Tras ella, uno de sus nietos, padre de Yusuf, regresó a Laqant, donde recuperó la casa familiar y parte de las tierras del alfoz.
La singladura desde Daniya, tranquila y rápida, estaba felizmente concluyendo, pero Yusuf estaba muy cansado y su rostro se hallaba ligeramente ceñudo. Su estancia en la capital de la taifa había sido fructífera, aunque más breve y menos plácida que las anteriores.
El motivo del viaje que ahora finalizaba había sido visitar por primera vez a su hija Assma desde que ésta se desposara e ido a vivir a Daniya. El matrimonio había sido convenido varios años antes por Yusuf con su viejo amigo Abu Amr al-Muqiri, fundador de la escuela coránica de Daniya, padre del marido de Assma. Junto con otros hombres de reconocido prestigio, como el también lector del Corán Abu Amar ben Said al-Dani, el médico Abu Marwan Ibn Zuhr y el literato Abu Umar ibn Abd al-Barr, Al-Muqiri formaba parte del reducido pero selecto círculo de amistades que Yusuf cultivaba con esmero en Daniya desde hacía muchos años. Todos ellos eran hombres muy próximos a Alí Iqbal al-Dawla, rey de la taifa, como antes lo habían sido del padre de éste, el eslavo Muyahid al-Muwaffaq, fallecido hacía cinco años.
Al mismo tiempo que desembarcaba con paso cansado, precediendo a su esposa Fátima y a su fiel criado Hassan, Yusuf al-Sayj recordó las largas e intensas reuniones que había mantenido durante la última semana en Daniya con sus amigos. Se sentía satisfecho de lo vivido en esos días, salvo por un resquemor ligero pero persistente que enturbiaba su ánimo. Desde la fundación de la taifa, Daniya se había convertido en una de las ciudades más importantes de Sharq al-Andalus, centro cultural de gran prestigio en todo el Islam, sobre todo gracias a la escuela coránica fundada por su amigo, y ahora consuegro, Al-Muqri. Entre sus cincuenta mil habitantes había gran número de juristas, matemáticos, poetas, lingüistas, a cual de mayor renombre. Y también, desde el año pasado, estaba su hija Assma, razón por la que esta vez había ido a visitar tan hermosa ciudad, acompañado por la primera de sus esposas, Fátima, madre de Assma.
Lo único malo de Daniya, pensaba Yusuf en tanto emprendía el camino hacia su casa, avanzando con paso lento pero constante, seguido de Fátima pero no de Hassan, que se quedó en el muelle encargándose del equipaje, era el pantano que había en sus proximidades. Un lugar insano que provocaba fiebres altas, tan graves a veces que causaban la muerte. Preocupado, aunque el cansancio que arrastraba ya lo había notado en el viaje de ida, Yusuf le había preguntado a su amigo Ibn Zuhr, alfaquín del rey, si acaso aquello podía deberse al mal del pantano, pero éste le había tranquilizado descartando tal causa. Ofreciéndole una amplia sonrisa, le dijo: «No tienes fiebre, viejo amigo. Tu cansancio, como mis múltiples achaques, no tienen más motivo que la edad.»
Pero en Daniya también vivía desde hacía un año otra persona, verdadera causante de la inquietud que embargaba a Yusuf desde entonces. Se llamaba Aixa y su hija Assma se la había llevado consigo porque ambas, de la misma edad, habían crecido juntas durante los últimos ocho años. A pesar de que Aixa era una esclava, ambas muchachas se querían como hermanas. Sin embargo, Aixa no quería irse. Cuando se enteró de que debía acompañar a Assma a Daniya, Aixa no se resistió –no hubiera podido debido a su condición de esclava–, pero sí que insistió en su intento de persuadir a Assma, para confusión y perturbación de ésta, y hasta llegó a rogarle a Yusuf entre lágrimas que le permitiera quedarse en Laqant. Su tristeza se manifestó desde entonces en un laconismo perseverante y en la irreprimible cascada de lágrimas que manó de sus ojos cuando el barco zarpó del muelle de Laqant rumbo a Daniya, con ella y Assma a bordo.
El llanto y la tristeza de Aixa se debían a que se separaba, por primera vez en su vida, de su madre.
Levemente encorvado, levantando apenas las sandalias de cuero de la tierra, anduvo Yusuf por el camino que bordeaba la huerta y la rauda o cementerio del arrabal. De pronto sintió una leve presión en el pecho. Pero no se detuvo. No era la primera vez que sentía aquel ligero dolor. Desde hacía varias semanas le asaltaba cuando llevaba un rato caminando, desapareciendo cuando descansaba. Dejó atrás la suwayga o mercadillo que había en la placita de la mezquita menor, colindante a la cual se hallaban unos baños cuyas aguas venían del manantial que había al otro lado del Benacantil; mediante acequias, el agua atravesaba la medina, suministrando las fuentes y los baños de la mezquita aljama, así como el lavadero, y proseguía luego hasta el arrabal y la huerta. Tras atravesar la puerta que se abría en la muralla de tierra apisonada, penetró en la medina, de calles más empinadas y pegadas al Benacantil, pero con mejores edificios que las del arrabal. Y mientras esto hacía, rememoraba el regreso de aquel otro viaje que hizo ocho años atrás, mucho más largo puesto que había ido a La Meca. Con él se había traído a Aixa y a su madre. Ambas las había comprado en Damasco.
En un principio solo había pensado comprar a la madre, pues no le interesaba adquirir también a una niña de seis años –que además aparentaba uno o dos menos–, pero la insistencia con que se lo rogó la madre, la profunda aflicción que percibió en los ojos de ambas, tan parecidos, tan mortificados, tan pavoridos, tan hermosos, hizo que su corazón se compadeciera y por fin ajustara con el tratante la compra de las dos esclavas.
Durante la larga travesía del mar Intermedio que le trajo entonces de vuelta a casa, en compañía de su inseparable criado Hassan y las dos esclavas recién adquiridas, Yusuf empezó a conocer el carácter de ambas. Y ya casi al final del viaje intuyó los recelos que habría de despertar la esclava madre en su harén, especialmente entre sus esposas.
Y así fue, en efecto.
Aixa y su madre habían nacido en una remota región de Oriente conocida como de los cinco ríos. La niña apenas tenía dos años cuando ambas fueron esclavizadas por los soldados musulmanes que islamizaron aquella región, arrasando los pueblos cuyos habitantes se resistían a la conversión, entre ellos el de Aixa y su madre. Bajo las ruinas de lo que había sido hasta entonces su casa quedaron los restos de su familia, incluido el padre de Aixa, que había luchado valerosamente contra los invasores. Ellas fueron llevadas a Persia y luego a Siria. Entonces Aixa se llamaba Ambika y su madre Sakari. Para cuando Yusuf las compró hacía ya tres largos años que Sakari y Ambika habían sido apresadas. En la recién reconstruida ciudad de Ray fueron compradas por un mercader persa, que al cabo de unos pocos meses las vendió a un tratante que marchaba hacia Damasco. Por lo poco que consiguió entender Yusuf –Sakari entonces a duras penas chapurreaba el árabe–, aquel mercader persa se deshizo de ellas tan pronto porque creía que estaban malditas.
Aunque Sakari le aseguró que tanto ella como su hija se habían convertido al Islam, Yusuf comprendió que tal conversión era, en el mejor de los casos, imperfecta. Oraban y parecían cumplir con los principales preceptos coránicos, pero desconfiaba de su sinceridad. Había algo indeterminado en ellas que le generaba tal desconfianza. Para empezar, le turbaban aquellos lunares, idénticos, que ambas tenían en la frente, justo encima del entrecejo. En un principio creyó que eran tatuajes o manchas artificiales, pruebas de su idolatría, pero cuando comprobó que eran manchas naturales de la piel, quedó confuso. Confusión que creyó disipar al reconocer que no eran pocos los hijos que heredaban señales o marcas en la piel de sus padres. Sin embargo, con el paso del tiempo, aquella desconfianza fue creciendo paulatinamente, hasta convertirse en una lacerante certeza. Pero para entonces hacía ya muchos meses que aquellas dos mujeres vivían en su hogar y su corazón se había prendado de ambas.
No obstante, en vísperas de desembarcar en el puerto de Laqant, Yusuf decidió cambiar los nombres de sus dos esclavas. Si en verdad eran musulmanas, no debían seguir llevando nombres de infieles. Sakari, que en hindi significaba dulce, según le informó ella misma, pasó a llamarse Shakira, agradecida, y la pequeña Ambika, nombre de una diosa hindú, se convirtió a partir de entonces en Aixa, la que eligió el de mayor autoridad, nombre de la favorita del Profeta, que Dios los tenga en su gloria.
Así lo recordaba Yusuf en tanto llegaba al final de la calle principal de la medina, donde se hallaba el zoco y la mezquita aljama. Giró entonces a la izquierda por un callejón empinado y con escalinatas, por donde circulaba con fuerza la escorrentía después de las fuertes lluvias. Su paso allí se hizo más lento y costoso por ir cuesta arriba. Fátima, que iba todo el tiempo dos pasos detrás de él, en un momento determinado hubo de detenerse para no alcanzarle. A pesar de tener más de cincuenta años y ser de abundantes carnes, la mujer no se hallaba tan cansada como él. Nunca hasta entonces había pasado algo igual, pensó Yusuf apesadumbrado. Y es que esta vez la presión en el pecho no solo no desaparecía, sino que se había intensificado conforme subía la cuesta. Al llegar a la calle del Lavadero le costaba respirar, pero no por ello dejó de avanzar. Giró de nuevo a la izquierda y, unos pasos más adelante, a la derecha, arribó por fin al portón de su casa, que estaba atrancado. Mientras lo empujaba para entrar, se preparó mentalmente para enfrentarse a un momento que presumía doloroso.
La vivienda de Yusuf era grande: tenía ocho estancias, cinco de ellas alcobas –el harén constaba de tres de ellas– y un amplio hogar en la cocina, además de los espacios abiertos: la azotea, un patio trasero muy extenso, donde se hallaba el aljibe y una antigua despensa, y el corral anejo. Los gruesos muros eran de tapial, realizados con la técnica del encofrado, que formaban esquinas en ángulo recto, y el suelo estaba hecho de cantos rodados, tierra y cal. En verano era un lugar fresco y durante el invierno las chimeneas y braseros, estratégicamente colocados, mantenían caldeadas la mayoría de las habitaciones. En aquel segundo día del mes Jumada Al-Awwal la temperatura que había en el interior del edificio era muy agradable.
Los viajeros fueron recibidos con albórbolas por Jalila y Amina –las esposas más jóvenes del harén–, Zahara y Soraya –hijas solteras de Yusuf–, y los esclavos Faruk y Malika. Su hijo Karim, el más joven y único varón soltero, se encontraba en Ils y no llegaría hasta el anochecer, según le informó su madre, Jalila.
Después de intercambiarse los saludos, el dueño de la casa decidió ir hasta su estancia privada para asearse y orar.
–Señor, ¿deseas ir a los baños? –preguntó solícito Faruk mientras le seguía hasta la habitación.
–Iré más tarde. Ahora me conformaré con hacer mis abluciones y cambiarme de ropa –respondió Yusuf con tono fatigado. No obstante, tras quitarse el turbante de albengala, se dejó caer sobre unos cojines, quedando allí sentado durante un rato. Luego, una vez desapareció el dolor del pecho, se quitó la almalafa y las sandalias, se lavó con el agua que había en una jofaina, se puso una aljuba adornada con dibujos de follajes y flores, y, arrodillándose sobre una alfombrilla, rezó inclinándose hacia la alquibla.
Acabada la zalá, Yusuf se calzó las cómodas babuchas que Faruk le había preparado, salió de su estancia y cruzó el patio para ir hasta la antigua despensa. Sabía que las mujeres le estaban espiando desde el otro lado de las ventanas del harén, pero no se molestó en mirar hacia allí.
La antigua despensa no era más que un semisótano angosto que había en la esquina del patio más alejada de la casa, junto al aljibe. Era un lugar oscuro y sin ventilación, pero Shakira lo había elegido para vivir después de que su ceguera se hiciera casi completa, Aixa partiera a Daniya con Assma y muriera el pequeño Omar. Tan terribles tragedias –sobre todo la repentina muerte del niño–, acaecidas en pocos días, parecían haber vencido la hasta entonces sólida templanza de Shakira. Desde que enterraran al pequeño ya no entraba en la casa y casi nunca salía de aquel zaquizamí. Aunque una mañana, poco después del entierro de Omar, la encontraron vagabundeando por la calle, cerca de la casa, sucia y con las manos y pies magullados, perdida y trastornada.
Lejos quedaban ya las noches de alegría y placer en las que Yusuf y Shakira compartían alcoba una o dos veces por semana. El goce carnal que sentía con ella era extraordinario, muy diferente del que había experimentado hasta entonces con otras mujeres. Los clímax que alcanzaba con Shakira eran tan sublimes que, en muchas ocasiones, llegó a creer realmente que se trataban de encuentros místicos, tal como afirmaba ella –«Es una unión divina», musitaba–, si bien él nunca lo reconoció de palabra para no ofender a Dios. Añoraba muchísimo aquellos encuentros, aquellas noches de dicha y felicidad. Como añoraba también el júbilo con que madre e hija llenaban la casa mientras realizaban los quehaceres domésticos. La innata circunspección de Shakira desaparecía cundo se hallaba en compañía de su hija. La risa cantarina de Aixa mientras tendían la ropa en la azotea sonaba como el anuncio de un heraldo angelical. A pesar de ser esclavas, la alegría que derramaban por la casa contrastaba con la insulsez que envolvía la vida de las demás mujeres que moraban en el edificio, y ello provocaba envidias y resentimientos, como muy bien sabía Yusuf.
Desde su llegada, Shakira y Aixa despertaron el recelo de las esposas e hijas de Yusuf. Su mayor temor era que desposara a la madre. Pese a tratarse de una esclava, podía casarse con ella si era creyente, y aunque su comportamiento era bastante extraño e inquietante, lo cierto es que cumplía escrupulosamente como musulmana, al menos en apariencia. Pero Yusuf no llegó a casarse con la esclava venida de Oriente. Seguramente porque tampoco él confiaba en la sinceridad de su conversión al Islam, según sospechaban las esposas. Una cosa era el disfrute sexual y otra muy distinta la unión formal del matrimonio, se decían. A pesar de ello, las envidias y los celos no cejaron, como tampoco las protestas y discusiones, pues Yusuf trataba a Shakira más como una daifa que como una esclava, hasta que Yusuf recordó a sus esposas que debían mantener la compostura, que los gritos y contiendas verbales eran reprobables, según la cuadragésima novena sura, y que si persistían en sus chillidos y desaires se vería obligado a castigarlas, repudiando inclusive a las contumaces. Y aunque sabían que su marido, de natural bondadoso, nunca llegaría a cumplir aquellas amenazas, sus ánimos se calmaron y rebajaron sus protestas y resquemores al nivel de murmullos.
Antes incluso de descorrer la gruesa cortina que había en la entrada de la antigua despensa, Yusuf percibió el intenso olor a alheña que desprendía aquel lugar. Después de que los comestibles fueran trasladados a la amplia alacena que se había construido en la cocina, allí dentro habían sido almacenados varios sacos con productos diversos, entre ellos uno de polvo de alheña, y cuando Shakira le convenció para que le permitiera ocupar aquel lugar, supuso que ella no soportaría tan fuerte y permanente olor. Sin embargo no fue así: «No me molesta. Me recuerda el aroma de la casia, un árbol de mi tierra», le dijo Shakira con indiferencia. Pero al mismo tiempo que su nariz percibió el olor a alheña, los oídos de Yusuf sintieron un ruido igualmente conocido, aunque mucho más perturbador, que salía de aquel lugar a través de la cortina. Era un sonido trémulo que resonaba en un tono no muy elevado, casi constante, que Shakira emitía mientras se hallaba sentada, con los ojos cerrados y los brazos abiertos.
La primera vez que la sorprendió en aquella posición y emitiendo tal sonido, la reprendió sobresaltado, pues creía que estaba realizando un rito infiel, idólatra, pero ella acabó calmándole tras explicarle con paciencia y aparente sinceridad que no se trataba más que de meditación, de una manera de meditar muy antigua que se aprendía desde niño en el lugar donde había nacido y que nada tenía que ver con dioses ni creencias religiosas de infieles. Yusuf decidió creerla, aceptar que aquello en verdad no era más que una forma extravagante de reflexionar, si bien le advirtió que no debía de ponerse en tal postura ni producir ese ruido tan extraño delante de nadie.
–Podrían pensar que estás poseída por Iblis.
–Pero tú no lo crees, ¿verdad? –le preguntó ella mirándole con ojos risueños, tan negros y grandes como un cielo nocturno sin estrellas.
Yusuf admiró el bello rostro de Shakira, del color de la miel y la forma de una luna oblonga, e inspiró hondamente. No hacía todavía dos meses que la había llevado a su casa, pero ya estaba completamente prendado de ella. En ese tiempo se había notado rejuvenecer, recuperar la ilusión y la energía perdidas hacía ya muchos años. El distanciamiento que mantenía con los demás habitantes de la casa, excepto su hija, que él achacaba a la resignación de la esclavitud, no existía entre ellos. Sentía aquella mujer tan pegada a su cuerpo y a su alma como la broma adherida al casco de los barcos. Era consciente de la posibilidad de que ella simulara su fe, que en su corazón no hubiera abjurado de las creencias religiosas de sus antepasados, fueran estas las que fuesen, que estuviera actuando como el musulmán apresado en tierra hostil, practicando la taqiyya, la precaución, para sobrevivir, para no convertirse en un mártir o vivir sin remordimientos. Posiblemente, pensó, aquella mujer y su hija se convirtieron al Islam para salvar la vida cuando fueron apresadas y esclavizadas. Algo que aquí, en Sharq al-Andalus, hubiera sido innecesario. Como esclava podría haber seguido sin declararse musulmana. Hasta podría concebir hijos legítimos. ¿Acaso Muyahid, rey de la taifa, no era un saqaliba, un eslavo, y la madre de su primogénito Alí no era cristiana?
–No. No creo que estés poseída por el diablo. Más bien estoy convencido de que los ángeles que vigilan tus malas acciones sobre tu hombro izquierdo tienen celos de los que vigilan tus buenas acciones sobre tu hombro derecho.
Pero cuando descorrió la cortina y miró dentro de la antigua despensa, Yusuf no creyó ver ángeles vigilando sobre los hombros de Shakira, sino genios de fuego purísimo que desaparecieron en cuanto la densa oscuridad fue rasgada por los rayos de sol que penetraron de repente. Sentada sobre una vieja alfombra y en un rincón que continuaba en penumbra, con los pies recogidos y la espalda bien erguida, Shakira bajó los brazos y dejó de emitir aquel sonido que parecía vibrar en su corazón. Llevaba puesta una almejía de algodón y del color del azafrán, y su cabellera caía libremente por su espalda como una cascada de seda negra.
–Que Dios sea contigo, mi señor –saludó Shakira abriendo los párpados y dejando ver unos ojos en los que parecía haber desaparecido los iris y las pupilas.
–Que también esté contigo, Shakira –respondió Yusuf descendiendo los tres escalones que llevaban al suelo del semisótano y con la mirada fija en aquellos ojos de un blanco tan ardiente que parecían brillar como libélulas. Aquella ceguera progresiva y, al parecer, indolora, había comenzado un año atrás. Ningún médico, ni siquiera el eminente Ibn Zuhr, a quien le había contado lo que le ocurría a su esclava durante su penúltimo viaje a Daniya, supo explicar qué enfermedad era aquella. Al principio no era más que un tenue velo que le impedía distinguir con facilidad los colores, según le explicó ella, pero que poco a poco fue haciéndose más opaco, reduciendo su vista, hasta sólo apreciar una figura amorfa donde había una persona a menos de dos pasos de distancia. Sería por eso que aquellos turbadores ojos parecían mirarle fijamente, se dijo Yusuf.
–Traigo buenas noticias. El marido de Assma ha consentido que Aixa se case con uno de sus criados, un liberto. Parece que es un buen hombre. Tu hija está contenta.
Shakira no dijo nada. Ningún rasgo de su rostro se alteró lo más mínimo.
–¿No te alegras por ella? –inquirió, acercándose un paso más.
–Sí, claro –dijo al fin en un tono ambiguo. Por un momento, a Yusuf le pareció vislumbrar una fugaz expresión de pena en aquel bello pero impenetrable semblante. Entonces comprendió que la aflicción de Shakira no se debía tanto a la añoranza de su hija como a la de su hijo. Y al acordarse del pequeño Omar también él sintió una aguda punzada en su corazón. Casi siete años había tardado Shakira en darle un hijo. Había llegado ya a la triste conclusión de que Dios no quería bendecir aquella unión por no fiarse tampoco Él de la sincera conversión de la mujer, cuando al fin quedó embarazada. Y la alegría fue enorme cuando parió a un varón rollizo y sano. Pero aquella alegría solo duró unos meses, ya que el pequeño falleció de repente una tarde mientras dormía. Hacía ocho meses de aquella tragedia y desde entonces Shakira, acuciada ya por su ceguera y la anterior pérdida de su hija, decidió retirarse al lugar más alejado del edificio, a aquel lúgubre escondrijo. Y Yusuf, aunque apesadumbrado, accedió a su deseo.
–¿Estás bien, mi señor?
Yusuf reconoció claramente preocupación en el tono de voz de Shakira. Bajo un ceño fruncido, los ojos blancos le miraban con vehemencia, como si realmente le vieran con detalle.
–Estoy cansado –admitió él, al mismo tiempo que daba un paso atrás, levemente intimidado por el modo como aquellos ojos inquietantes parecían observarle.
–Cuídate.
–Lo haré –dijo él ya en la puerta– ¿Necesitas algo?
–No, gracias.
–Queda en paz.
En medio del patio Yusuf se encontró con Karim, su hijo menor, que venía a buscarle. El cielo se hallaba teñido de carmesí y las sombras se habían apoderado ya de todo el suelo, arrastrándose desde el zócalo de la casa.
–¿Todo bien por Daniya, padre?
–Sí, todo muy bien –respondió Yusuf devolviéndole el abrazo y los besos– ¿Y qué tal por aquí? ¿Vienes de Ils?
–Acabo de llegar. He traído dos carros cargados hasta arriba. Sobre todo alfombras y pasas. Mañana negociaré con el viejo Al-Uryuli –informó Karim con entusiasmo y mientras ambos entraban en la casa.
–Bien, bien. –Yusuf llevaba más de treinta años encargándose del cobro de los tributos. Como su padre antes que él, su responsabilidad como sahib al-suq era la de controlar el pago de alcabalas de hornos, baños, alhóndigas…, que ingresaba puntualmente en el tesoro real tras quedarse con un merecido porcentaje. Su intención era, llegado el momento, interceder ante el cadí para que nombrara a Karim como su sucesor, pero mientras esto sucedía se alegraba de ver cómo su hijo se dedicaba a ganar sus buenos dirhams mercadeando en Ils y otros lugares aún más lejanos, como Altaya, Qalyus o Uryula–. Muy bien hijo, muy bien.
Sakari
Sakari se enteró de la muerte de Yusuf por Malika. Como cada mañana, la anciana esclava había entrado de madrugada en su refugio portando un candil encendido en una mano y en la otra un trozo duro de almojábana y una taza con talvina, que dejó sobre el ataifor que había cerca del rincón donde ella se encontraba. Antes de oír su voz ya sabía quien era. Aunque no veía su viejo cuerpo, gracias a la oscuridad que aún reinaba dentro de aquel pequeño e improvisado aposento, reconoció el tenue resplandor de color verde oscuro, sucio, que lo envolvía.
–El amo ha muerto esta noche mientras dormía.
No dijo más, pero se quedó quieta durante un instante. Sakari intuyó que la estaba observando, para ver cómo reaccionaba, pero como ella no preguntó nada ni hizo ningún gesto, ni un suspiro siquiera, la oscura mancha verde salió del refugio. Mientras lo hacía, Sakari recordó que cuando la conoció, cuando llegó por primera vez a aquella casa, el círculo de luz que a veces se apreciaba alrededor de Malika no era verde, sino amarillo, aunque de una tonalidad igualmente oscura y sucia, como empañada. Se deducía fácilmente que sus celos innatos y su sospecha de que la nueva esclava iba a ser la favorita del amo, se habían trocado con el paso del tiempo en recelo y envidia.
De nuevo sola y sin moverse de la alfombrilla sobre la que estaba sentada, Sakari se sintió invadida por un agudo sentimiento de tristeza. Aunque se lo esperaba, le había sorprendido la rapidez con que se había producido el fallecimiento de Yusuf. La tarde anterior, la última vez que lo vio, había notado con pena cómo el halo que le envolvía prácticamente había desaparecido. Era evidente que su atman estaba preparándose para abandonar su cuerpo. Antes de que viajara por última vez a Daniya, aunque ligeramente turbia, aún se apreciaba su maravillosa luminosidad azulada. Y es que siempre había conocido a aquel hombre bueno, sincero, íntegro, sabio, espiritual, rodeado de un halo azul brillante, claro u oscuro, marino o turquesa, según el momento, que en ocasiones hasta llegaba a mostrarse añil o violeta.
La tristeza que sentía estaba acompañada de los recuerdos de aquellos buenos momentos, muchos, que habían pasado juntos. La manera tan amable y respetuosa como Yusuf siempre la había tratado a ella y a su hija, el cariño que luego les demostró, el sosiego y la armonía que infundía a su alrededor, aunque a veces para ello hubiera de mostrarse disgustado –nunca enfurecido–, como cuando intervenía para poner fin a las asechanzas con que sus esposas querían dañarla a ella o a su hija.
Antes de llegar a Laqant, Sakari ya había aprendido algo de árabe, así como los principales preceptos coránicos y costumbres musulmanas. Como en su país, la mujer era considerada inferior al hombre, si bien el recato en el caso de la musulmana era mucho más estricto. Su rostro, desde la pubertad, debía de estar cubierto en público por un velo, pues solo podían verlo sus padres, sus hijos, sus hermanos, los hijos de sus hermanos o hermanas y las esclavas; y la esposa debía mostrar respeto y sumisión a su marido caminando unos pasos detrás de él y sentándose siempre a su izquierda. Ya en casa de Yusuf, Sakari y su hija debieron de aprender el dialecto que se hablaba en Andalus y que muy poco –salvo en las oraciones y saludos– se parecía al árabe que se hablaba en Siria. Y, por supuesto, tuvieron que aprender a convivir con mujeres que, en su mayoría, las detestaban.
Para Sakari fue muy fácil aprehender el carácter de las personas que vivían en casa de Yusuf. Unos años después de que su tío Jayin, un yogui de gran prestigio, la aceptara como alumna siendo niña –algo realmente extraordinario y que se debió a su pronta orfandad, al afecto que le tenía y a que, según él, era una niña «muy especial»–, descubrió la maravillosa existencia de las auras. Al principio no eran más que círculos de luz difusa que vislumbraba alrededor de algunas personas y en determinadas circunstancias. Para entonces ya había comprobado una de las verdades que le había descubierto su tío Jayin: que su atman, la parte del Todo que ella tenía en su corazón, era ciertamente mucho más veloz que su pensamiento. Después, con el paso del tiempo y el perfeccionamiento de la meditación y del distanciamiento, logró apreciar las aureolas de más personas y en situaciones menos propicias. Pero no fue hasta que empezó a perder la vista que, paradójicamente, comenzó a ver las auras con mayor intensidad y casi en cualquier circunstancia. Y conforme progresaba la ceguera, mejor fue apreciando aquellos resplandores de diferentes colores.
De esta manera fue como, desde hacía más de un año, los ojos de Sakari cada vez veían peor las cosas y mejor las aureolas. Aureolas de casi todos los colores, quietas o en movimiento, brillantes u opacas, claras u oscuras, bellas o feas, gracias a las cuales reconocía la identidad, el carácter, el estado de ánimo y hasta el alma de cada una de las personas que la rodeaban. Así, Hassan, el esclavo de confianza de Yusuf, al que ya conociera en Damasco bordeado de un ligero halo amarillo rojizo, fue perdiendo la timidez que mostrara al principio hacia ella según fue pasando el tiempo y la tonalidad de su halo pasaba al carmesí y, después, a un muy elevado escarlata. Aquel cuarentón de rasgos vulgares, callado, severo, que solía vestir chilabas pardas y calzar alpargatas del mismo color, empezó pronto a espiarla en la casa, dominado por las pasiones y deseos más bajos, a mirarla con un brillo lujurioso en sus ojos, aunque jamás se atrevió a decirle o hacerle nada ofensivo.
Faruk, el otro esclavo de la casa, algo mayor que Hassan y que olía permanentemente a sudor, orina y ajo, poseía también un aura de un intenso carmesí, mezclado incluso con negro. Pero, de conducta acuchillada, reprimía mejor que su compañero los bajos instintos, casi animales, de los que era prisionero, por lo que nunca incomodó a Sakari, ni siquiera con la mirada.
Egoísta, codiciosa y, en ocasiones, cruel, Fátima, la primera esposa de Yusuf, tenía un aura que oscilaba ligeramente entre el rojo oscuro intenso y el rojo oscuro nebuloso. Mientras que Jalila, la segunda esposa, de cuerpo flaco y faz angulosa, contaba con un aura de un gris muy opaco, reflejo de su frialdad y dureza, de su mezquindad y rudeza. Aunque habían aprendido a soportarse, las pocas veces que ambas mujeres discutían –siempre a espaldas de su esposo–, el aire en el harén se caldeaba como en un horno, el aura de Fátima se entenebrecía aún más y la de la iracunda Jalila aparecía salpicada de motas rojas. Por su parte, Amina, la menor de las esposas, mucho más pacífica, laboriosa y diestra para las tareas culinarias, disponía de un aura que vacilaba entre el amarillo intenso y el marrón oro, dependiendo de las circunstancias.
Aunque lo era, Assma no parecía hija de Fátima. Los halos que desprendían sus cuerpos eran rojos, pero en tanto el de la madre era siempre oscuro, el de la hija era claro. El día que partió hacia Daniya, rebosante de generosidad y ambición, se despidió de Sakari envuelta en un brillante círculo de color rojo claro. El ánimo, la versatilidad y la facilidad para adaptarse de Zahara, hija de Jalila, se manifestaban en su aureola verde, brillante y clara. Su hermano Karim, hijo también de Jalila, era un muchacho esbelto, de rasgos parecidos a los de su padre –nariz aguileña, ojos pequeños pero intensos, pómulos sobresalientes, boca bonita aunque cubierta por una barba tupida–, y si bien era tan trabajador como su padre, con habilidad para los negocios, su egoísmo lo entregaba con frecuencia a la avaricia, de ahí que Sakari viera a veces el marrón de su aura muy luminosa o con pintas verdes. Y Soraya, hija de Amina, la más joven y bella de las descendientes de Yusuf, activa pero superficial, de risa fácil pero temperamento difícil, manifestaba un humor tan cambiante como el brillo plateado de su aura.
A partir de un momento indeterminado, cuando aquella extraña enfermedad llevaba ya varios meses cegándola, aquellos discos y círculos luminosos que vagaban por la casa, uniéndose y separándose, eran lo único casi que Sakari era capaz de percibir con sus ojos.
Y uno de aquellos círculos luminosos, hasta su marcha a Daniya, era el de Ambika, que paulatinamente fue cambiando su tono amarillo claro inicial por otro amarillo dorado y brillante, y que terminó transformándose, por fin, en un espléndido rosa. Porque, a pesar de que en público la llamaba Aixa, cuando estaban a solas siguió llamando a su hija por su nombre hindú. De igual forma que, si bien ella misma atendía ante los demás al nombre de Shakira, no se reconocía con él, sino con el suyo de siempre: Sakari. Y es que, en secreto, ella continuó instruyendo a su hija sobre la fe verdadera.
–La certeza-fe hace posible lo imposible –le había repetido innumerables veces mientras iban juntas al lavadero, o tendían la ropa en la azotea, o se hallaban acostadas de noche y Malika roncaba en el otro extremo de la habitación–. La fe te llevará hasta el Infinito, hasta donde no existe el tiempo.
¡Oh, Ambika! Su recuerdo seguía turbándola a pesar de sus esfuerzos por mantenerse al margen de la ilusión y de sus frutos, de las manifestaciones y fenómenos que se interponían entre su atman y el Todo, el brahman. Bien sabía que aquella tristeza, que aquel dolor que sentía no era más que un espejismo proporcionado por el maya que la rodeaba. Pero a veces era tan difícil mantenerse distante… Cuando perdió a Omar, su pequeño, de forma tan repentina, había sucumbido ante la fuerza de sus sentimientos. A pesar de sus esfuerzos y de su experiencia en el distanciamiento y la meditación, le costó varios días recuperarse. Desde luego no había olvidado a su pequeño. No lo haría jamás. Distanciarse no significaba olvidar, ni inhibirse, ni evadirse, ni renunciar. Distanciarse era comprender que los sentimientos, por duros que fueran, no eran más que consecuencias de la ilusión. El distanciamiento era la fuerza resolutiva que trascendía esa manifestación ilusoria y superpuesta sobre la única verdad: el sin-tiempo del Todo, del Infinito.
Decidida a liberar su mente, Sakari se dispuso a concentrarse. Aunque estaban casi completamente ciegos, cerró los ojos al mismo tiempo que colocaba los pies bajo su cuerpo erguido. Sus oídos no sentían ningún ruido –nadie a esas horas solía salir al patio– y su nariz dejó de percibir el olor de la alheña. Sin embargo, su mente seguía muy agitada, asaltada por multitud de recuerdos de Yusuf. «Hoy mismo lo enterrarán –pensó–. Los musulmanes entierran a los muertos antes del anochecer». La imagen de Yusuf acariciándola en su alcoba la turbó durante un instante. En seguida se deshizo de aquel recuerdo. Pero le sobrevino otro, esta vez de Ambika:
–Mamá, ¿por qué tenemos las dos este lunar en la frente? –pregunta una Ambika de tres años, mirándola con ojos tan abiertos que en su interior parecen brillar dos lunas negras.
–Porque las dos hemos sido bendecidas por los dioses. Son nuestros bindis, donde reside nuestra energía más importante. Con el tiempo, si aprendes bien a usar esa energía, podrás ver las tres divisiones del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Son como un tercer ojo.
–¡Ah! –exclama la niña–. ¿Y tú ves lo que va a pasar?
–Todavía no, cariño. Todavía no he aprendido lo suficiente.
Sin solución de continuidad, a este recuerdo le sigue otro. Llevan pocos días en Laqant y Ambika está mirando atentamente la vasija de terracota que ella le está señalando:
–Nuestros ojos ven esto con la forma de una vasija. Pero esta forma es solo temporal. La vasija en realidad no es más que arcilla. Lo era antes y lo seguirá siendo después de que deje de tener esta forma. ¿Lo entiendes?
Ambika afirma con la cabeza sin apartar la mirada de la vasija.
–Como esta vasija, nosotras también tenemos una forma temporal. Cuando muramos volveremos a ser como éramos antes de nacer.
–¿Y cómo seremos entonces? –pregunta Ambika mirándola a los ojos.
–Como el Universo.
Sakari consiguió por fin desprenderse también de estos recuerdos y penetrar en la siguiente fase de su meditación. Dominados los sentidos, apartados los recuerdos, se dispuso a domeñar el flujo de sus pensamientos. Mientras abría los brazos lentamente, empezó a emitir la sílaba sagrada, un sonido vibrante que nacía más cerca de su corazón que de la garganta y cuya resonancia la guiaría hasta más allá de la conciencia. Como una cadena discontinua, entre las ideas que formaban el pensamiento que aún ocupaba su mente había vacíos. El objetivo era conquistar uno de ellos. Para ello, intentó concentrarse en uno, moderando la velocidad con que se sucedían las ideas. Eligió uno, fijó en él su concentración y trató de detener así la cadena del pensamiento. Pero en ese preciso momento la asaltó de improviso y desde el subconsciente una dolorosa imagen que la desconcentró.
«Mi niño» musitó una voz afligida en el interior de Sakari, al tiempo que aparecía en su mente la imagen de Omar en su cuna. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Por qué ella no se había dado cuenta de que había dejado de respirar? ¿Por qué se había separado de él? Aunque apenas si veía más allá de donde alcanzaba con el brazo, ella estuvo buena parte de aquella mañana en la cocina ayudando a Amina, que preparaba un cuarto de cordero para asarlo. Después, casi al mediodía, fue hasta la habitación contigua, donde estaba la cunita, extrañada de no haber oído aún el lloro con que su hijo solía pedir a esa hora su comida. Y allí estaba Omar, bocabajo, muy quieto, con los ojos cerrados, como dormido… Solo que no respiraba, que no se movía, que no se despertaba por mucho que lo llamaba, que lo cogía y lo zarandeaba… Una muerte repentina, inexplicable. Un niño tan sano… No había más explicación que la voluntad de Dios, le dijo Yusuf entre lágrimas. Pero ella no podía entenderlo ni podía perdonárselo. ¿Por qué ella no había estado a su lado? ¿Por qué nadie vio que el niño no respiraba? Con tanta gente en la casa… Recordaba haber visto durante aquel rato y desde la puerta de la cocina cómo Malika salía de la habitación. En realidad no había visto más que una sucia mancha de color verde oscuro, pero la esclava era la única con un aura como esa.
–Has entrado antes en la habitación. ¿Acaso no viste que mi niño no se movía, que no respiraba?
Malika quedó tan sorprendida como el resto de los habitantes de la casa que en ese momento se hallaban presentes. ¿Cómo era posible que la hubiera visto si desde la puerta de la cocina hasta la de aquella habitación había cerca de cinco pasos? Todos sabían que su ceguera le impedía ver algo así desde hacía semanas. Pero ella no se molestó en explicar tal cosa y la tragedia, tan reciente, tan abrumadora, arrumbó en seguida aquel detalle. Nadie conocía su don, ni siquiera su hija. Era su secreto. ¿Cómo explicarlo sin convertirse en alguien más sospechoso de lo que ya era? Bien sabía ella que las mujeres de aquella casa, sobre todo las esposas mayores de Yusuf, la acusaban a escondidas de ser una falsa creyente, de practicar la brujería inclusive. Si además se enterasen de que ella era capaz de ver el aura de las personas… En cuanto a Ambika, había esperado que también tuviera aquel don, pero cuando rebasó con creces la edad que ella misma tenía cuando lo descubrió y vio que no era así, quizás porque su habilidad para la meditación no era tan buena como la suya, decidió que lo mejor era no decírselo. Le habría resultado muy difícil explicárselo y corrían el riesgo de que se le escapara algún comentario indiscreto delante de alguien.
En cualquier caso, después de balbucear algo ininteligible, Malika reconoció que sí que había entrado aquella mañana en la habitación donde estaba Omar, pero que en ningún momento se había fijado en él.
–Entré para dejar unas mantas y salí en seguida.
Pero mientras esto decía el grado de coloración de su aura subió hasta un fuerte verde olivo. Sakari supo entonces que la estaba engañando, pero ¿cómo saber hasta donde llegaba su traición?, ¿cómo desenmascararla sin descubrir su don? Quizás, pensó en aquel momento, su mentira no tenía nada que ver con Omar…
Pero ahora…
Sin embargo, Sakari se repuso a tiempo y, tras superar la tentación de volver a pensar en aquel trágico suceso, volvió a centrar su atención en la liberación de su mente. Algo que le costó más de lo que esperaba. Pues otro recuerdo de Omar brotó de nuevo de su subconsciente.
Era un recuerdo que le produjo un intenso sufrimiento. Un recuerdo tétrico, con el cuerpo de Omar ardiendo en un paraje remoto. Dos noches después de su entierro, aprovechando que había convencido a Yusuf para que la dejara convertir aquel tabuco en su refugio, había ido hasta el cementerio para desenterrar a su hijito. Había memorizado el sitio donde estaba su tumba mientras Yusuf la guiaba durante el entierro. Aun así, le costó encontrarla. Cargando una azada y un saco en el que había metido leña y excremento de vacas –recogidos del corral de la casa–, anduvo con paso indeciso por las calles oscuras y vacías hasta el otro lado de la muralla, cerca del arrabal, donde se hallaba la rauda. Encontró la tumba y desenterró a Omar. Después de rellenar la tumba vacía con la misma tierra, fue cargando el cuerpecito dentro de un saco hasta la ladera del Benacantil. Era una noche de estío, calurosa y de luna llena, pero su ceguera y cansancio retrasaron mucho su marcha. Por el camino se deshizo de la azada, tropezó en infinidad de ocasiones y se dañó al caerse varias veces, pero al fin llegó a un lugar que supuso estaba lo suficientemente alejado de la medina. Allí preparó el ritual con prisa y sin cesar de llorar. Cuando las llamas menguaron, emprendió el regreso. Debería haberse esperado a que se apagara el fuego y se enfriara la pira para recoger los huesos que quedaran, pero sabía que no tenía tiempo. Probablemente los perros y otros animales asilvestrados que deambulaban por aquellos contornos dejarían aquel lugar de forma que nadie podría sospechar lo que allí se había consumado. Lo fundamental estaba hecho, pensó mientras volvía a la casa, ya casi amaneciendo, tropezando, cayendo, magullándose los brazos y las manos, las piernas y los pies, pero con el alivio de saber que había hecho lo que debía. A pesar de ello no quería que lo descubrieran. No por ella, pues no le importaba lo que le hubiesen hecho, sino por Yusuf. Aquel hombre bondadoso, a quien estaba tan agradecida, no merecía pasar la vergüenza y la deshonra que a buen seguro sufriría si se supiera públicamente lo que ella acababa de hacer. Para los musulmanes, aquello habría representado una aberración imperdonable. Pero para ella por el contrario era el cumplimiento de una obligación, la posibilidad de que su hijo, aquel niñito de gran pureza, de aura de oro, pudiera alcanzar la liberación absoluta. Ella misma le había hecho prometer a Ambika, antes de que partiera hacia Daniya, que convertiría en cenizas su cadáver. Y para que no se olvidara de su promesa, le dio el amuleto que le regalara su tío Jayín cuando ella era todavía una niña. Un amuleto de marfil que representaba la sílaba sagrada y que había llevado siempre consigo, oculto desde que fueran apresadas.
Sakari se descubrió en ese momento con los brazos caídos. La sílaba sagrada había dejado de vibrar en su interior. Parpadeó varias veces y pensó desistir por el momento en su deseo de silenciar su mente. Apenas un instante después, empero, resolvió volver a intentarlo.
Aislada de las sensaciones externas, respirando profundamente, penetró con determinación en su conciencia y menguó el flujo de su pensamiento, fijando su atención en un punto concreto, en uno de aquellos hiatos que había en la cadena de ideas, al tiempo que volvía a abrir los brazos y desde su corazón brotaba nuevamente el sonido trascendental. Esta vez su subconsciente no se interpuso y, poco a poco, logró dominar las modificaciones pensantes, reteniendo aquel vacío, estabilizándolo hasta detener la cadena de ideas. Concentrada en aquel punto y con la ayuda de la venerable resonancia que nacía de su atman, dilató el hiato y los pensamientos terminaron por desaparecer. Había alcanzado el estado más importante de la meditación, pero no el último. Nada sentía, ni siquiera el sonido sagrado. Su cuerpo no existía. Su mente estaba en completo silencio. Paz, paz; solo había paz. Una especie de velo se desgarró y entonces se produjo el milagro de la contemplación del sin-tiempo, de la armonía y la belleza perfectas, del Brahman en toda su plenitud.
Ambika
Hacía frío y el cielo estaba cubierto de nubes bajas y muy oscuras. Pronto llovería. Ambika llevaba un rato en medio del patio, de pie, quieta, con la mirada fija en la tapia que había donde antes estaba la entrada de la antigua despensa, el lugar que –según le había explicado Yusuf en Daniya– su madre había elegido voluntariamente para morar. Recordaba que el amo se lo contó con tristeza.
–Cuando murió el pequeño Omar, que Dios lo tenga en su gloria, me insistió para que la permitiera ocupar ese sitio. Y ya sabes lo persuasiva que llega a ser. Quizá con el tiempo podría volver a entrar en la casa, me dijo, donde había perdido a nuestro hijito. Pero hasta entonces… La muerte tan repentina de Omar nos ha trastornado a todos, pero a ella mucho más… Muy comprensible, pues era su madre… Pero no te preocupes por ella, yo la cuidaré y, con el tiempo, espero que pronto, se repondrá y abandonará su encierro.
Pero Yusuf falleció la misma noche en que regresó a Laqant y su madre le siguió dos días más tarde. Ambos, según le habían dicho, de repente y mientras dormían… Igual que su hermanito, al que no había llegado a conocer.
Las lágrimas volvieron a brotar de sus grandes y enrojecidos ojos al rememorar el día en que se despidió de su madre. No fue hasta entonces que le dijo que estaba embarazada. Las dos se abrazaron, a la vez jubilosas por la buena nueva y tristes por la separación.
Mohammed, con quien iba a casarse una semana más tarde, pero cuya boda se había retrasado hasta que volvieran a Daniya, se acercó a Ambika y le puso con suavidad una mano sobre su hombro derecho. Respetuoso, se había quedado hasta ese momento detrás de ella, callado. Vestía una albadena azul y la cabeza la llevaba cubierta con un almaizar del mismo color.
–Lo tapiaron al día siguiente de su entierro. Dicen que por respeto a tu madre –dijo él, mirando también hacia la esquina donde se hallaba el aljibe y la antigua despensa.
–Me cuesta creer que lo hicieran por pena –murmuró Ambika en tanto se enjugaba las lágrimas.
Mohammed se encogió de hombros y apretó con delicadeza su hombro como gesto de apoyo.
–¿Qué más da? Si los amos lo permiten, podremos ir esta tarde al cementerio. La enterraron junto a tu hermano, ¿no?
Ambika miró a su prometido al tiempo que afirmaba con la cabeza. Él le devolvió la mirada y le sonrió.
Liberto, criado de confianza del marido de Assma, Mohammed estaba al servicio de éste desde que era un niño. Su madre, esclava del suegro de Assma, lo había parido en la misma casa donde había nacido el amo. Como ella y Assma, Mohammed se había criado con su amo y entre ambos había una relación de confianza, casi de amistad. De ahí que lo liberase al cumplir los dieciocho años. Alto, delgado, de rostro risueño y voz grave, Ambika mientras lo observaba se había sorprendido a sí misma muchas veces pensando si acaso se parecería a su padre. «Tu padre era un hombre fuerte, valiente y bueno… Y también muy guapo», le había contado su madre sonriendo cada vez que ella le pedía que le hablase de él, de cómo era la casa donde ella había nacido y de la que apenas si guardaba unos pocos y vagos recuerdos.
–Vamos, Aixa. Debemos ayudar a los señores en su alojamiento.
–Ve tú. En seguida iré yo.
Mohammed fue hacia el interior de la casa y Ambika se quedó sola en el patio. Mientras notaba cómo las primeras gotas de lluvia mojaban el suelo y el jaique del color de la tierra con que cubría su cuerpo, volvió a mirar con atención la esquina donde estaba la vieja despensa tapiada.
–¡Oh, mamá!
Sin ningún control por su parte, los recuerdos se sucedieron en su mente con la rapidez del relámpago:
Ambas, su madre y ella, tienden en la azotea la ropa que habían lavado en las pilas públicas que hay en esa misma calle, a pocos pasos de la casa. Con el sol en lo alto y el viento meciendo las prendas ya tendidas, ella acerca la colada a su nariz y entre risas dice lo mucho que le gusta ese olor a limpio. Y su madre, con una sonrisa bañada en nostalgia, le responde que se parece a su abuela más que ella misma: «Cuando yo era niña, mi mamá hacía y decía lo mismo que tú ahora.»
Las dos están ahora sentadas a oscuras en la habitación, que comparten con Malika. Ésta ronca y su madre le enseña en voz baja cómo debe hacer para practicar el yoga correctamente, cómo debe respirar y concentrarse, deshacerse de todo estímulo sensorial… Pero, aunque lo intenta, no consigue hacerlo bien, o al menos no todo lo bien que su madre quiere. Como tampoco alcanza a comprender bien lo que trata de explicarle con aquella analogía de la arcilla y la vasija que tantas veces le repite. Ni la importancia tan grande que para su madre tiene la cremación de los cadáveres: «Para ganar la completa Liberación, los restos del fallecido deben ser incinerados. De nada le habrá servido alcanzar en vida el Conocimiento, si su cuerpo no es incinerado siguiendo el ritual sagrado». Ambika recordaba las piras funerarias que se prendían en la orilla del río, allá donde vivían, antes de que su padre muriese y ellas fueran apresadas, pero lejos de comprender la relevancia de lo que su madre le explica, piensa que aquel ritual hindú está más cerca de la superstición que de la verdad absoluta. Pero el amor que siente por su madre la hace afirmar con la cabeza en tanto la escucha con atención, prometiéndole a continuación que sí, que cuando ella muera, se encargará de quemar sus restos: «¿Me lo prometes?», insiste en preguntarle, mirándola fijamente a los ojos, como si dudara de que realmente se atreviera a hacerlo. «Te lo prometo», contesta ella con seguridad. Aunque no comprende bien sus razones, el cariño que le tiene la impulsa a prometérselo sinceramente una y otra vez.
–Lo haré, mamá –musitó Ambika sin apartar la mirada de la tapia y llevándose una mano al pecho, donde colgaba desde su cuello y bajo la ropa el amuleto que su madre le regalara antes de que se separaran.
Justo entonces creyó escuchar un sonido reverberante que, aparentemente, provenía de aquel preciso lugar, de la antigua despensa. Asombrada, prestó más atención. Sí, sí, se dijo, a pesar del ruido que la lluvia creciente producía al chocar con el suelo, los muros, la escalera que llevaba a la azotea, los objetos metálicos que habían repartidos por el patio, las hojas y las ramas de las adelfas y de la higuera que crecían en la esquina opuesta, reconocía aquel sonido, cada vez más audible, que parecía atravesar la pared nueva de la antigua despensa.
El ceño y las mejillas de Ambika temblaron de emoción y, de arriba abajo, un escalofrío le recorrió como un rayo la espalda.
–¡Mamá! –exclamó a media voz y con los labios esbozando una sonrisa de estupor más que de alegría.
–¡Aixa!
El grito la sobresaltó y le hizo dar un respingo. Aturdida, volvió la mirada hacia la puerta de la casa, donde vio a Mohammed que la llamaba gesticulando.
–¿A qué esperas? Te vas a empapar. Ven.
Ambika desvió su mirada hacia la esquina, pero aquel sonido tan familiar que creía haber oído había cesado. Entonces se encaminó hacia la casa, donde la esperaba Mohammed y la familia de Yusuf. Una casa que otro Mohammed, el primogénito de Yusuf, ulema de Ils, generosamente había cedido a su hermano Karim. De esta manera, Jalila, madre de Mohammed, de Karim y de Zahara se había convertido en la dueña de aquella casa. Y ese era el verdadero motivo por el que Ambika había viajado a Laqant, mes y medio después del fallecimiento de su madre: A pesar de que Karim se había comprometido a hacerse cargo de las tres viudas de su padre, así como de sus hermanas solteras, Fátima mandó recado a su hija Assma para que viniera a recogerla. La otra alternativa, marchar a casa de su hija mayor, residente en Lurqa desde que se casara, no le gustaba por estar su yerno casi arruinado.
Assma se alegró mucho cuando su marido –almocrí casi tan eminente como su padre y jefe de las atarazanas de Daniya– aceptó acoger a su madre y hasta acompañarla a Laqant para recogerla. Aunque más bien lo hizo porque tenía pendiente ir hasta allí para entrevistarse con varios mercaderes relevantes, como Al-Uryuli, por asuntos de negocios. Y con ellos se trajeron a sus servidores de mayor confianza.
Después de planearlo con detenimiento y de hacer los preparativos a escondidas, la noche anterior del viaje de regreso a Daniya se dispuso Ambika a cumplir con la promesa que le había hecho a su madre.
Aprovechando que Malika era la única persona con la que compartía habitación para dormir, y que ésta se hallaba profunda y ruidosamente dormida, Ambika salió de la casa por el corral, llevando consigo un candil con dos piqueras y cargando una bolsa de cuero en la que había guardado previamente una alcotana, varios troncos de leña y gran cantidad de estiércol vacuno.
Cubierta con la capucha del jaique, caminó hacia el cementerio ligeramente encorvada debido a la pesadez de la bolsa que llevaba cargada a la espalda. Las calles estaban oscuras y silenciosas. Había pasado la medianoche y la fortuna le sonrió al no cruzarse con nadie. Entró en la rauda y encontró con rapidez la tumba donde habían sido enterrados su madre y su hermano, y que ella había visitado varias veces en días anteriores.
Arrodillada, ayudándose de la alcotana y de la luz que desprendía el candil, excavó con el mayor sigilo que pudo, recordando mientras tanto cómo su madre le había explicado hasta el hartazgo que la muerte era siempre derrotada por la reencarnación.
–Pero la auténtica Liberación solo se consigue cuando el alma regresa definitivamente al Principio, al Universo. La inmortalidad, Ambika, vive en el sin-tiempo.
–¿Y cuándo consigue un alma liberarse? ¿Quién decide que así sea, mamá?
–Cada cual forja su propio destino. Es muy importante que entiendas esto: Cada cual se crea en vida su futuro tras la muerte. Quien, con ayuda de la meditación y el distanciamiento, comprende que esta vida no es más que ilusión, que la dicha no está en los bienes ajenos, sino en su propio interior, en su corazón, alcanzará la completa liberación después de que su cuerpo fallezca y sea incinerado. Pero quienes no hayan actuado así se reencarnarán eternamente.
A Ambika le costaba mucho penetrar aquellos conceptos pero tenía claro que debía cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. Desenterraría sus restos, los llevaría hasta el rincón más recóndito del cementerio –cargarlos más allá, quizás a un descampado alejado de la medina, se le antojaba difícil, casi imposible– y los quemaría. Para que nadie sospechase que eran los de su madre, antes recubriría la tumba con la misma tierra excavada.
Pero grande fue su sorpresa cuando no encontró en la tumba restos algunos. Ni de su madre ni de su hermanito. ¿Cómo era posible?, se preguntó con la boca abierta y sin poder apartar la mirada del agujero que había excavado.
Tardó un rato en reaccionar. Superado un primer momento de estupor, su mente trató de hallar una explicación razonable, al mismo tiempo que sus manos se movían con agilidad rellenando la tumba. Ya estaba acabando cuando dedujo que su madre, tras su marcha a Daniya, había convencido a otra persona para que, en el caso de que ella, su hija, no pudiera hacerlo, incinerase su cadáver y, de paso, también el de su hijo.
Pero, ¿qué persona podría ser aquella? Pensó en ello en tanto regresaba a casa, cargando la pesada bolsa y con el jarique rebozado de tierra. Pero no dio con ninguna persona adecuada. Que ella supiera, su madre no conocía a nadie a quien hubiera podido pedir algo así. En nadie tenía tanta confianza y ningún musulmán hubiera aceptado hacer algo tan peligroso y prohibido. Ella misma, si hubiera sido sorprendida profanando la tumba de su madre y hermano, habría sido duramente castigada. Un castigo que habría sido mucho mayor si además la hubiesen descubierto incinerando los cadáveres.
Ella había estado dispuesta a correr ese enorme riesgo por amor a su madre. Pero dudaba que ninguna otra persona hubiera sido capaz de arriesgarse. Y, sin embargo, se dijo entrando a hurtadillas en la casa a través del corral, era la única explicación que se le ocurría para comprender lo que había ocurrido con los restos de su madre y de Omar.
Pocas horas después, a media mañana, Ambika embarcaba en la nave que la llevaría de vuelta a Daniya en compañía de Mohammed, Fátima, Assma y el marido de esta.
Después de acomodar a sus señores y colocar los equipajes, Mohammed y Ambika miraron por última vez hacia Laqant mientras el barco zarpaba rumbo a la capital de la taifa. Aunque ella nunca se olvidaría del misterio que encerraba la tumba de su madre y de su hermano, en aquel preciso momento se hallaba contenta. Antes de embarcar, Assma le había anunciado el regalo de bodas que recibiría de ella misma y de su marido:
–Te concederemos la libertad. –Y añadió, abrazándola y riendo–: Pero con la condición de que sigas siendo mi servidora y confidente.
Fátima
Pese a haber tenido que abandonar la que había sido su casa durante los últimos treinta años, y además dejarla en poder de Jalila, Fátima no estaba disgustada. Tampoco contenta. Se sentía aliviada.
Desde la popa del barco que la llevaría a Daniya en compañía de su hija Assma, contemplaba Fátima Al-Laqant por última vez. Aquella ciudad de unos mil habitantes, donde ella había nacido cincuenta y dos años atrás, pero en donde ya no le quedaba nadie, ningún pariente próximo, ninguna amistad íntima, empequeñecía conforme el barco se alejaba. La medina y su arrabal, manchas blanquecinas y resplandecientes bajo un sol espléndido, jugaban a esconderse en la falda del monte coronado por una alcazaba.
Allí atrás quedaba la maldición que, presentía, le había arrojado la perversa hechicera antes de que se la tragara la oscuridad para siempre. Una maldición silenciosa que no solo iba dirigida a ella, sino también a Jalila y, tal vez, a los descendientes de ambas; y a Malika, la esclava que, según sospechaba, había asfixiado al hijo de la hechicera con una almohada mientras dormía, cumpliendo una orden de Jalila, que no quería ningún otro varón y posible heredero en la casa, aparte de sus propios hijos. Algo que, estaba convencida, también sabía la madre de la criatura. Allá quedaban las zozobras, las inquietudes y los sobresaltos causados por el persistente olor a alheña y el misterioso sonido que, a menudo, se olía y se oía en el patio de la que había sido su casa. Olor y sonido que, inexplicablemente, provenían de la antigua despensa, atravesando la tapia que Hassan había levantado mes y medio antes.
Fue al día siguiente de la muerte y entierro de Yusuf cuando, entrada la tarde, Hassan procedió a tapiar la entrada de aquel siniestro lugar. Se lo habían ordenado ella y Jalila, con el consentimiento previo de Karim. «¿No sería preferible deshacerse de ella vendiéndola?», se había limitado a preguntar Karim a su madre. «¿Quién compraría una esclava ciega y con reputación de hechicera?», le había respondido Jalila, según le había contado ésta a Fátima.
Ambas, Fátima y Jalila, estuvieron presentes. Nadie más que ellas, Malika y el esclavo se hallaban en la casa. Las dos viudas estuvieron todo el tiempo en el patio, expectantes al principio por la manera como reaccionaría la condenada –si era imprescindible, Hassan tenía autorización para reducirla a la fuerza, golpeándola hasta que se resignara o perdiera el sentido–, pero no hubo necesidad de ello: Sin pronunciar una sola protesta, sin hacer el más mínimo gesto de sorpresa o de temor, aquella mujer permaneció callada y dentro de su cubículo, sentada en un rincón y sobre una alfombrilla. Según Hassan, Skakira no se movió lo más mínimo durante el rato que él tardó en construir la tapia. Con sus ojos ciegos cerrados, con los pies bajo su cuerpo erguido, tan solo abrió los brazos en un momento determinado, el mismo en que comenzó a oírse aquel sonido perturbador, constante, profundo, que fue creciendo poco a poco hasta resonar como un cuerno lejano: Aummmmm…
Alertada por aquel extraño sonido, Malika se asomó por la puerta del patio, donde ella y Jalila seguían de pie, pero asustadas. Jalila dio dos pasos atrás, pero ella se mantuvo firme, pese al creciente temor que sentía. Un temor que se trocó en pavor cuando el interior de la antigua despensa se iluminó con una luz blanca que, paulatinamente, fue haciéndose más intensa, más potente, más pura. Una luminosidad que, a falta de que Hassan colocara la última fila de piedras y argamasa, sobresalió de aquel lugar como buscando unirse a su hermana mayor, la luminosidad del sol. En un par de ocasiones, aturdido por lo que estaba viendo y oyendo, Hassan dejó de trabajar y se quedó quieto, mirando con ojos de asombro el interior del lugar que estaba tapiando, pero Fátima, sobreponiéndose al pavor que sentía –o tal vez impulsada por él– le conminó que continuase, que tapara cuanto antes aquel maldito sitio. Más tarde, un balbuciente Hassan les contaría a ella y a Jalila que vio a Shakira rodeada de aquella enigmática y resplandeciente luz blanca: «Era como si saliera de su cuerpo»; a lo que replicó Jalila: «Lo que confirma que era una bruja». Pero en aquel momento Hassan se apresuró a terminar su tarea.
Fátima, Jalila, Hassan y Malika dejaron de ver aquella diabólica luminosidad blanca y brillante en cuanto él colocó la última piedra. Pero el sonido reverberante, aquel Aummmmm…, inquietante y persistente, siguió escuchándose en el patio durante mucho rato. Y también en días sucesivos, aunque cada vez con menos frecuencia e intensidad.