El Colegio San Roque | Donde acaba el tiempo | Capítulo 15 | Alicante, diciembre de 2011 | El viernes 2 de diciembre pasé casi toda la mañana paseando por una parte del casco antiguo de Alicante, plano en mano. Descubrí que el colegio público San Roque, construido en 1997, no era un único edificio, tal como yo pensaba, sino que constaba de dos: uno situado en la calle Maldonado, frente al convento de las Monjas Agustinas de la Sangre –muy cerca de la plaza de Quijano, donde vivieron Carmen y su esposo–, y otro situado a unos cien metros más al norte, en la calle de la Balseta. Estuve en ambos, observándolos desde muy cerca, pero no tuve ninguna sensación especial.
En el primero de los edificios –el de la calle Maldonado, un edificio flanqueado por otros dos, sin patio ni lugar abierto alguno– pregunté por mi ex cuñado, Mario Ripoll. Un conserje me informó de que daba clases en el otro edificio, pero que hacía dos años que se había trasladado a otro colegio público de la ciudad, situado en la Albufereta.
Sentí cierto alivio, pues en realidad no me apetecía ver a Mario. Había preguntado por él para que me indicara el sitio exacto donde mi hermana se había empeñado en cavar años atrás, en busca de algo tan misterioso como obsesivo, pero gracias a la información que me facilitó el conserje deduje que dicho sitio debía estar en el otro edificio, el que había en la calle de la Balseta. Y hacia allá fui. Por su situación –casi enfrente del palacete conocido como La Asegurada, que ahora es un museo–, inferí que esas dependencias del colegio de San Roque ocupaban –o se hallaban muy cerca– el terreno donde, en el siglo XIX, debían haber varias casas levantadas, entre ellas la que intentó quemar aquel demente nacido en La Habana, según lo recordado por mí en una de mis regresiones hipnóticas. Y allí estaba, en efecto, a un lado del colegio, lo que parecía ser el patio lateral vallado –en obras, pues estaba tapado por una lona verde– en el que Carmen fue sorprendida dos veces mientras intentaba desenterrar algo tan extraño que ni ella misma supo explicar lo que buscaba.
Porque Carmen salió del Hospital Psiquiátrico Provincial ocho meses después de que la ingresaran por segunda vez. Era a mediados de 2005 y tenía –teníamos– treinta y seis años. Mario estuvo todo el verano cuidándola en Villajoyosa, donde los padres de él tenían un apartamento. Fueron dos meses tranquilos, sin crisis psicóticas, en los que Carmen respondió muy bien a la medicación. Pero poco después de que regresaran a su piso en la alicantina plaza de Quijano, empezó de nuevo a inquietarse, a obsesionarse con aquellas supuestas llamadas que alguien le hacía mientras dormía, reapareciendo muy pronto los delirios y las alucinaciones. Los psiquiatras aumentaron la medicación, que Mario y la enfermera que volvió a contratar le dieron puntualmente, gracias a lo cual desaparecieron las alucinaciones, pero Carmen se pasaba el día tan sedada que parecía un zombi, según me contaba su esposo por teléfono. Por aquella época –otoño de 2005– un equipo de valoración de la Seguridad Social declaró que mi hermana se hallaba en situación de gran invalidez.
Al año siguiente, antes del verano, Carmen volvió a escaparse de su casa en pleno ataque psicótico. Era de noche y saltó desde la ventana del fregadero (que daba a un patio interior) a la de un vecino. Era un segundo piso, pero de haberse caído seguro que se habría hecho mucho daño, quizás hasta podría haberse matado. Mario tenía atrancadas todas las ventanas del piso, pero al parecer aquella no había quedado bien cerrada después de que él tendiera la ropa. Los vecinos no se enteraron de que Carmen entró y salió de su casa, hasta que al día siguiente se lo contó Mario. Éste tardó al menos un par de horas en darse cuenta de la huida de su esposa.
La encontró a las cinco de la madrugada, en el patio lateral del colegio San Roque, en el mismo sitio donde estaba dos años antes, y, como entonces, cavando frenéticamente la dura tierra con ayuda de un palo. Llevaba puesto un pijama, manchado de polvo como sus pies descalzos, y tenía el cabello –ese cabello rubio tan lindo– revuelto e igualmente rebozado de tierra. Llevaba un buen rato cavando, pues a pesar de contar con tan rudimentaria herramienta, tenía hecho ya un agujero de casi medio metro de profundidad, por unos quince centímetros de ancho. Tal era el ritmo obsesivo con el que excavaba. Quiso convencerla para que se dejara llevar de vuelta a casa, pero esta vez Carmen respondió con violencia, mirándole con ojos furiosos –esos ojos azules tan bonitos–, gritándole que se apartara, que la dejara cavar, amenazándole incluso con golpearle con el palo si persistía en su empeño de cogerla, de llevársela de allí.
Mario no quiso forzar la situación; no quiso correr el riesgo de lastimarla. Telefoneó desde su móvil para pedir ayuda y se quedó allí, a su lado, viéndola con el corazón roto cómo seguía sumergida en su demencia, en su empeño denodado y loco de excavar buscando algo que sólo existía en su mente enferma. Al cabo de veinte minutos llegó un coche patrulla de la Policía Local, del que se apearon dos agentes, los cuales se hicieron cargo de la situación una vez Mario les explicó lo que ocurría, por lo que se limitaron a esperar a la llegada de la ambulancia y los sanitarios, que aparecieron diez minutos después.
Carmen fue ingresada aquella mañana y por tercera vez en el Hospital Psiquiátrico Provincial, donde estuvo casi dos años. Durante ese tiempo –primavera de 2007– Mario dejó de visitarla y tramitó el divorcio.
Cuatro años y medio después, me encontraba frente a aquel colegio, viendo el lugar –en obras y tapado por una lona– donde mi hermana se había obcecado en excavar. Pero, en contra de lo que esperaba, de lo que deseaba, no sentía nada, ninguna sensación.
Quise saber qué obras estaban haciendo en esa parte del colegio, pero eran horas de clase y no encontré a nadie en la entrada, ni siquiera un conserje. Apareció por fin un chico de unos doce años que salía con prisa, pero que se detuvo brevemente para contarme que estaban sin patio desde hacía un año porque se había hundido parte del suelo y, como estaban terminando de construir el colegio nuevo, parecía que no iban a arreglarlo.
–¿Qué colegio nuevo?
–El que están haciendo allí –señaló al norte, y se fue corriendo.
Me encaminé en la dirección señalada por el niño y, al final de la calle de la Balseta, vi un edificio en construcción, en la confluencia de las calles Villavieja y Virgen del Socorro, según el plano que tenía en mis manos.
En el cartel que habían colocado junto a la obra se informaba de que se trataba de la construcción del nuevo Colegio de San Roque, dentro del proyecto denominado Medina, que contaba con financiación europea. Un proyecto que contemplaba también, según me contó amablemente un hombre que había observando las obras –jubilado, según deduje por su edad–, la construcción de un aparcamiento subterráneo, y la consolidación y restauración del lienzo de la muralla de la ladera del levante del Benacantil, el monte sobre el cual se halla el castillo de Santa Bárbara.
–Pero van con retraso, como siempre –me dijo aquel septuagenario menudo y facundo, calva cubierta con gorra de visera, abrigo viejo y aura verde, oscura y sucia–. Las obras ya comenzaron en septiembre del año pasado con ocho meses de retraso, pero como la empresa es del ínclito Enrique Ortiz, pues no pasó nada –continuó informándome con sarcasmo–. Se suponía que tenían que acabarla en el plazo de un año, para que los alumnos pudieran comenzar este curso escolar aquí, en el nuevo colegio, pero como encontraron unos restos arqueológicos mientras eran derribadas varias casas viejas que había aquí, volvieron a retrasar el plazo de entrega de obra hasta el mes que viene. Aunque a mí me parece que tampoco esta vez van a cumplir…
–¿Qué restos arqueológicos encontraron?
–Ah, pues no lo sé muy bien… Una capilla o algo parecido, pero muy antigua… Del tiempo de los visigodos, creo. Toda esta zona –extendió los brazos y levantó la mirada por la ladera del monte, en cuya cúspide se veía claramente el perfil del castillo de Santa Bárbara conocido como la cara del moro–, al ser la parte más antigua de Alicante, cada dos por tres, en cuanto se derriba una casa vieja o se excava un poco, se encuentra algún resto arqueológico.
Pero tampoco allí sentí ninguna sensación extraña.
Al mediodía comí con el director general de la cadena hotelera para la que trabajaba, que había venido expresamente a Alicante para verme. Lo hicimos en la suite en la que se hospedaba. Negociamos mi desvinculación de la empresa y llegamos pronto a un acuerdo beneficioso para ambas partes.
Luego, a las cinco y media de la tarde, me reuní con Joan Ríos en su consulta de la Clínica Psicológica Hipnos, para realizar la siguiente sesión de hipnoterapia.
–He decidido no ir a Estados Unidos. Aquí no nos está yendo mal, estamos avanzando y confío en ti. Además, me estoy quedando ciega y no quiero alejarme de mi hermana. Aunque esté ingresada, es mi responsabilidad cuidar de ella. Lo es desde que su marido la abandonó.
–Entiendo –dijo Joan, que llevaba puesta una bata blanca, como siempre impecable. Estábamos de pie, junto a la puerta por la que se accedía a la salita donde estaba la camilla–. Te agradezco mucho tu confianza.
–Espero que mi decisión no perjudique tus relaciones con el doctor Read.
–Desde luego tiene mucho interés en llevarte a New Haven. Hace un par de horas volvió a llamarme para preguntarme si ya te habías decidido… Está acostumbrado a conseguir lo que se propone. Pero confío en que comprenderá tus razones.
–¿Y si no?
–Si no es así, es posible que encuentre dificultades, e incluso duras críticas, si decidiera, llegado el momento, hacer público el resultado de esta investigación.
–También en tu mundillo profesional hay envidias y rencores, ¿eh?
–Como en todas partes. Pero espero que no sea así, repito. Y como tú dices muy bien, por ahora vamos a un buen ritmo. Y en el caso de que nos atrancáramos, de que no pudiéramos seguir progresando hasta dar con la raíz de tu trastorno, siempre podrías reconsiderar tu decisión y marchar a New Haven.
–Quizá no demos con la raíz de mi problema.
–Quizá. Pero vale la pena seguir intentándolo, ¿verdad? Fernando, tu psiquiatra, es de la misma opinión.
–No sé si estos recuerdos que tengo en las regresiones conducen a alguna parte… Además, según me dijiste el otro día, cada vez tardamos más en retroceder hasta la siguiente regresión…
–Sí, pero ese tiempo queda compensado por la rapidez, cada vez mayor, con que llegamos a la tercera fase. Tu capacidad de concentración y sugestión son admirables…, y siguen creciendo.
Donde acaba el tiempo en PDF (capítulos publicados)
Puedes leer y/o descargar en formato PDF los capítulos publicados.