La Mancha | Por los siglos de los siglos | En este capítulo vamos a conocer la Mancha en primavera. Se toma como referencia el libro de Miguel Cervantes Saavedra “Don Quijote de la Mancha”, del que se leen párrafos relacionados con cada unade las ciudades en las que el documental se detiene. Contiene vistas aéreas y vistas desde tierra de los distintos entornos naturales y pueblos.
La hora mágica del amanecer La Mancha contagia necesariamente una pulsión de euforia, de inquieta sorpresa, de apacible encantamiento.
Tal y como si del viajero fueran enseguida a cuidar doncellas y princesas de su rocín, que eso fue lo que sentía Don Quijote, el habitante más augusto de estos territorios, cuando inició la triple expedición que no pudo remediar su locura maravillosa, sólo contagiarla a los demás.
Ningún topónimo español es más conocido y más querido en el mundo que el de La Mancha.
Porque aquí nació, aquí murió, aquí reveló sus pasiones y forjó su mito, uno de los más grandes personajes, de la literatura universal, es decir, uno de los mejores inquilinos del corazón de los hombres.
Aquí está el mapa fantástico de un libro que el mundo entero adoptó como propio.
El aventurero sueña.
Soñó la vida en la llanura inmensa, bajo el cielo bruñido como un espejo, y la soñó inacabable, irreposada, llevando el mundo todo dentro del pecho.
Un ciudadano eterno ya ciudadano del mundo en sutiles versos de Unamuno.
“Quiso llamarse Don Quijote de La Mancha, conque a su parecer declaraba muy altivo su linaje y patria y la honraba con tomar el sobrenombre de ella.”
Ocho días enteros tardó el hidalgo en dar con ese nombre que alcanzaría fama universal.
El padre, el imaginador de las hazañas y mal aventuras de aquel caballero de la triste figura conocía, sin duda, muy bien estos bastos territorios de la meseta Sur de la península Ibérica.
Paisajes sin límites precisos entre Toledo, Ciudad Real y Albacete.
Y todavía más al Sur, hasta Sierra Morena en realidad.
Miguel de Cervantes no había nacido aquí; pero si debió viajar mucho por estas llanuras, que entonces eran más arboladas, más húmedas, más salvajes y más solitarias que hoy.
De hecho, nunca habla en su libro de tierras yermas y estériles, ni de paisajes desolados.
Don Quijote y su escudero Sancho encuentran siempre bosques propicios al reposo, tropiezan a menudo con prados de fresca hierba, descubren fuentes de agua clarísima.
Si en la realidad no existió la persona del ilustre e inolvidable caballero andante.
La verdad de su patria física sí es firme y duradera.
Deliberadamente Cervantes eludió na geografía precisa y concreta, juega con nombres, revuelve caminos, altera topónimos, confunde paisajes.
Sus razones tenía el vagabundo y valeroso escritor, desde luego.
En La Mancha, la de su Don Quijote, estaba y está en su sitio, llena de poéticas emociones y de rincones mágicos.
“¿Ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren 30 o pocos más desaforados gigantes con quiénes pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas?”.
Dio de espuelas a su caballo Rocinante sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento y no gigantes.
Este tipo de molinos, al parecer de origen persa, habían comenzado a levantarse en muchos cerros de La Mancha poco antes de que Cervantes naciera.
Eran, por lo tanto, una curiosa novedad a mediados del siglo XVI.
Sigue asombrando aún su prestancia, su hermoso porte en poblaciones como Consuegra.
Sobre todo los que se asientan en el cerro Calderico, mirador fastuoso sobre la que Azorín llamaba: “llanura ancha, llanura infinita”.
Aislados o agrupados en familias, y cada cual siempre con su nombre propio, quedan todavía en La Mancha muchos molinos.
Aunque ya ninguno dedicado a su vieja función de moler el grano con el empuje del viento.
Los de la villa antigua y famosa de Consuegra, la que guarda recuerdos romanos y celebra cada mes de octubre su rica cosecha de azafrán.
Poseen, sin duda, una elegancia especial, ya que son vecinos de uno de los grandes castillos manchegos.
Fue propiedad de la orden de San Juan de Jerusalén, cabeza del priorato de estos frailes guerreros.
Caballeros y molineros poseían, desde luego, uno de los sitios mejores para contemplar el mundo y alegrarse en él.
Al oeste, luego de pasar por Madridejos y por Camuñas, donde por Jueves Santo pecados y virtudes bailan juntos, entre Villafranca de los Caballeros y Alcázar de San Juan, brillan unas cuantas lagunas siempre de dudosa consistencia, como en muchos otros parajes manchegos, lagunas que alimentan en secreto al río Guadiela y al misterioso Guadiana.
Cuando el agua abunda en sus lechos se pueblan de hermosas aves o de sudorosos bañistas.
Y, si no, al menos sus lodos medicinales alivian o curan ciertas dolencias de los peregrinos que a ellas llegan.
Las sierras próximas de modesta prestancia autorizan a una población plantada allí a llamarse Puerto Lápice, en tiempos de Cervantes se llamaba el lugar Ventas del Puerto Lápiche; porque era un conjunto de ventas mesones y de posadas, en las que solían detenerse los viajeros del camino real que bajaba de Toledo.
Sobreviven, más o menos recuperadas, construidas o levantadas de nuevo, unas cuantas ventas en este y otros pueblos vecinos, alguna de mucha calidad arquitectónica y agrado para el viajero de hoy.
Mas para Don Quijote podrían ser inexpugnables castillos y si en una, muy mísera, había sido armado caballero en aciaga noche, en otra padeció desgraciada aventura con la moza asturiana llamada Maritormes, a cuyo novio nada gustó el comportamiento del caballero.
Tanto este como su fiel escudero, acabaron muy maltrechos: molidos y aporreados, manteado Sancho, incluso, en aquella venta, de la que tampoco debemos acordarnos.
Puerto Lápice era un caserío dependiente de Herencia, que hace 400 años era ya un poblado de postín.
Y en la misma calzada romana que iba de Mérida a Zaragoza, un pequeño caserío de paso y orígenes celtíberos acabó convirtiéndose en Alcázar de San Juan.
Alcázar por haber sido fortaleza mora, de San Juan por los caballeros que la habitaron luego, desde el año 1186.
Lo mismo que aficionados de otras 20 poblaciones españolas atribuyen el hecho a las suyas, muchos de Alcázar de San Juan han argumentado que fue aquí donde nació Miguel de Cervantes, .no en Alcalá de Henares y también, naturalmente, que fue de aquí de donde salió en busca de aventuras su glorioso personaje.
Y defienden su tesis, su hermosa e inflexible voluntad, con el mismo entusiasmo con que los vecinos de Campo de Criptana apenas a una legua hacia el oeste, mantienen que sus molinos del Cerro o Sierra de la Paz fueron los mismos a los que se enfrentó el caballero andante en la sin par batalla de su primera salida, ¿quién lo sabe? Y, además, ¿qué importa? Si, por otro lado, fue todo una malvada, ejemplar y risueña mentira.
La furia de los tiempos ha ensalzado y arruinado mucho a estos vigorosos y espléndidos molinos, de los que ahora sobreviven 10, insólita corona de una villa con muchos otros méritos y encantos.
Campo de Criptana, calles estrechas y empinadas, silenciosas, hermosas casas campesinas y solariegas, encaladas muchas de ellas y con su faldón de añil, y una larga historia popular.
Cualquier población manchega que se precie honra y venera a sus propios molinos, sean antiguos o modernos.
Quintanar de la Orden, de la Orden Militar de Santiago, se enorgullece de ellos y de muchas otras cosas como del campanario de su parroquia gótica tardía, dedicada, naturalmente, al propio Santiago.
Un antiguo cronista dijo de esta torre que (RECITA) Es tan grande de alta y gruesa que en España no hay seis mejores que ella.
Puede que tuviera alguna razón su hipérbole.
Y tampoco hay muchas plazas de toros tan lucidas como la de este pueblo tumbado en medio de la llanura.
Sucesos más grandes y asombrosos, eso sí, ocurrieron no muy lejos a una treintena de km al oeste, ahora provincia de Cuenca, en un pequeño monte al que el rey Pedro I consideró bello.
Como Belmonte pasó a la historia, aquella modesta pobladura arrancada, entonces, al señorío de Alarcón.
No apostaría nadie, hoy, si es más bello o imponente el pueblo o el fulgurante castillo que tiene en frente: cerro de San Cristóbal.
La historia y la fantasía, la quijotesca, sobre todo, se dan la mano para tejer un tapiz tan complejo como asombroso.
En sus tiempos de mayor poderío, las murallas eran el doble de altas como hoy se ven.
La torre del Homenaje añadía hasta nueve metros a los actuales.
Fueron los Reyes Católicos quienes, por precaución, mandaron rebajar tan altas defensas.
Los muros y los aposentados de este fiero edificio encierran, desde luego, tal cantidad de historias que daría pavor asomarse a ellas. Aquí dicen que estuvo asilada o presa la Beltraneja, la que disputaba el trono a su tía Isabel de Castilla y que logró escapar descolgándose por una ventana. Aquí vivió la emperatriz Eugenia de Montijo cuando perdió el trono francés, su marido Napoleón III.
Luego cedería el castillo a frailes dominicos franceses, que al irse se llevaron casi todos sus grandes tesoros.
En frente, el pueblo conserve muy bien un urbanismo clásico de mucha gracia, mientras recuerda que aquí nació el genio de la lírica clásica española: fray Luis de León, catedrático de Salamanca y preso de la Inquisición en Valladolid.
Por el castillo de Garci-Muñoz se añade a la larga lista de importantes nombres otro más, enaltecido y glorioso: Jorge Manrique.
Intentaba asaltar sus muros peleando en favor de la princesa Isabel, cuando le atravesó el cuerpo la lanza de un soldado de Villena, seguidor de la Beltraneja. El inmenso poeta, autor de “Las Coplas” moriría poco después en el vecino pueblo de Santa María del Campo Rus.
(RECITA) Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar.
No había cumplido 40 años.
Como si los límites orientales de La Mancha estuvieran erizados de castillos y defendidos por fosos de agua, un quiebro del río Júcar se convierte en el embalse de Alarcón, nombre que, en árabe, equivale a “la roca” porque se refiere, desde luego, a su erguida fortaleza.
Tenía yacimientos ibéricos y romanos. Consiguió recuperarla para los cristianos Alfonso VIII unos años después de conquistada Cuenca.
En realidad, la leyenda asegura que la venció un caballero llamado Fernán Martín de Ceballos.
Hombre araña de la época, escaló a pulso la muralla con la ayuda de dos dagas y ante la sorpresa de los sitiados, consiguió abrir las puertas a sus compañeros.
Fue este pequeño, sólido y hermoso castillo, residencia querida del infante D. Juan Manuel, el poderoso sobrino del Rey Sabio, que escribió aquí parte de su abundante obra.
Aún resaltan, junto a la silueta de la fortaleza sobre el promontorio, ahora parador de turismo, las bellezas de esta pequeña e íntima población medieval.
Los viejos puentes, los grandes bosques de la ribera del Júcar y los hondos tajos que abrieron sus aguas.
Y la gran capital de la llanura: Albacete. Parece que su nombre árabe hace ya referencia a ese carácter: llanura.
Pero entonces, era sólo una alquería. Cuando se apodera de estas comarcas el rey Fernando III, en el año 1241, la capital manchega no era más que una aldea con el único mérito de encontrarse en un cruce de caminos.
Una aldea que aguardaba a que el inevitable marqués de Villena le echara una mano de apoyo.
Pero todo sucedió sin muchos esparavanes históricos. Cuando Cervantes se emocionaba escribiendo “El Quijote”, y cuentan que anduvo por aquí, en la posada de la calle del Rosario, Albacete albergaba a unos 5 000 habitantes.
Tres siglos más tarde, en 1900, alcanzaría apenas los 20 000, y eso que en 1833, con la reestructuración administrativa que ocurre en la provincia, el raso poblado había adquirido ya honores de capital.
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Fuente: RTVE | España, entre el cielo y la tierra