La Tierra del Grajo | El cálido verano en una quinta alicantina | Mucho antes de la incorporación al castellano de la palabra turista ya abundaban en nuestras tierras los forasteros, los bohemios, los nobles de alcurnia en busca de un clima suave que aliviase sus males del cuerpo o, quién sabe si del alma.
A finales del XIX y principios del XX, la pujante burguesía alicantina de los ensanches decidió salir de las ciudades para disfrutar del bien ganado tiempo de ocio (palabra ésta que se había perdido desde tiempos de Roma) y que entonces se conocía como veraneo. Así que compraron extensas fincas rústicas en el extrarradio de pueblos y ciudades. Tras asegurar el mantenimiento de la huerta o el secano –lo que hubiera- con la contrata de labriegos del lugar, que en buena parte de los casos se establecieron en las fincas junto a sus familias, los burgueses erigieron las que se vinieron a llamar quintas, o villas. Eran construcciones eclécticas de techos altos, anchos y potentes muros, contraventanas de madera y sillares de piedra que aislaban el interior de calores o de fríos. El exterior abundaba en porches, riu-riaus, pérgolas y arbolado en estudiadas disposiciones, buscando proporcionar a los propietarios esa sombra, esa brisa necesaria durante el estío, así como calidez en los días soleados durante el invierno.
Los jardines de las villas alicantinas eran pródigos en cenadores, estanques con peces de colores, setos laberínticos e incluso cascadas, como bien describe Gerardo Muñoz en su artículo sobre los tiempos de esplendor de estas fincas de recreo. Todo ello muy a la moda europea. Pero también hay que decir que lo importado se amalgamaba en perfecta comunión con el pozo cubierto por una tapa llena de geranios, el botijo, la ristra de ñoras colgada de un clavo y el abanico sobre la mesita de mimbre. Todo ello muy de la terreta.
Y así era: las quintas alicantinas seguían modas europeas. Pero no solamente en la decoración interior o en el jardín. Los que allí vivían se contagiaban de un cierto espíritu filantrópico, ilustrado, de tertulia, café copa y puro. En sus largas sobremesas se solazaban echando un vistazo a la actualidad local y así, decidir qué se podía hacer para que todos- incluidos los iletrados- se montaran en el tren del progreso.
Pero no eran todos los que consideraban el progreso como un fin en sí mismo. Los protagonistas de la Tierra de Grajo, eficaces y sensatos hombres de negocios dedicados, unas veces al transporte de cabotaje y suministro de ingenios para faros y balizas, otras a la explotación minera y no les cuento a qué cien cosas más, sabían de primera mano y mejor que nadie qué ruta, qué invento, qué método había de ser el mejor, el más rentable en ese marco de progreso y de avance científico. Sin embargo un matiz tan sutil como importante ponía distancia entre ellos y otros hombres de su tiempo: nunca se dejaron seducir por él. Es más, el progreso era el medio, sólo el medio, para que ellos mismos y sus familias tuvieran en sus manos el regalo de saborear con lentitud aristocrática un mundo lleno de pequeños y exquisitos placeres; para percibir esa gran belleza que sólo aquellos que saben mirar encuentran, ora en un balneario de lujo, ora en un barbecho alicantino, hoy en un paseo por un camino de cipreses, en el aroma almidonado de la sábanas tendidas al sol, mañana en bajar a Alicante en el tranvía de mulas. Quizá en todo lo que en nombre del progreso se ha relegado al olvido.
Entonces, ¿qué es el progreso?: Un homicida que vuelve al lugar del crimen para cantar las perdidas virtudes de su víctima.
Mª José Moro Cuadrillero