septiembre 20, 2023

Lluvia de piedras

Lluvia de piedras | Se precisó la fuerza de dos mulos y seis hombres para mover aquel peñasco. Podían haberlo volado allí mismo, pero cuando el maestro de obras José Terol vio que debajo de tan enorme peña asomaba parte de lo que parecía ser un aljibe, ordenó que se moviera hasta otro lugar. No quería correr el riesgo de que la explosión provocara un socavón de proporciones incalculables.

Aquel peñasco formaba parte de la lluvia rocosa que había caído sobre buena parte de Alicante un año antes. Fue una lluvia de rocas provocada por la explosión de una mina en la falda del Benacantil, el monte sobre el que se alzaba el castillo de Santa Bárbara. El 7 de diciembre de 1708, después de conquistar los barrios extramuros de San Antón y de San Francisco, los siete batallones borbónicos dirigidos por el general D’Asfeld entraron en Alicante. Previamente D’Asfeld había aceptado las condiciones del gobernador inglés de la plaza, John Richardí, permitiendo que embarcaran en las naves que había fondeadas en la bahía tres regimientos de soldados ingleses y varias familias de alicantinos ‘austriaquistas’. Richardí se hizo fuerte entonces en el castillo con la guarnición del mismo y el resto de sus tropas. Con la ayuda de la armada inglesa, que bombardeó las baterías borbónicas, Richardí y los suyos resistieron el asedio heroicamente, intercambiando fuego de cañones durante cerca de tres meses. Entretanto, D’Asfeld había ordenado que se abriese una mina en el Benacantil, debajo de las murallas y torreones que había a mediodía. A pesar del esfuerzo denodado de los ingleses, que trataron de impedirlo disparando sin cesar contra los zapadores y arrojando sobre ellos bombas incendiarias, la mina se dio por terminada cuando alcanzó los ochenta palmos de profundidad y fue cargada con más de mil quintales de pólvora. D’Asfeld instó a Richardí a la rendición varias veces, comisionando una de ellas a mosén Bernardo de Bonanza, canónigo de San Nicolás, pero el orgulloso inglés no solo rechazó todas las veces aquellas ofertas intimidatorias, sino que se permitió un día comer con sus oficiales (y a la vista de todos) en el torreón bajo el cual se hallaba la mina. El 28 de febrero de 1709 D’Asfeld mandó que, a la mañana siguiente, se explosionara la mina. Y así se hizo. Aquella noche los alicantinos abandonaron sus casas. El ayudante mayor de la plaza, Miguel Morelló, fue el encargado de aplicar la mecha en la boca de la mina a las cinco de la mañana. Cuando los sitiados vieron a Morelló abandonar la mina corriendo, Richardí ordenó desalojar el baluarte que había encima, quedándose él allí, desafiante, en compañía de varios oficiales. La estruendosa explosión de la mina estremeció las entrañas del Benacantil. La muralla y los torreones del castillo que daban a mediodía se desplomaron a continuación, en medio de un estrépito tan formidable que los sobrevivientes quedaron sordos y aturdidos durante horas. Perecieron ciento ochenta soldados ‘austriaquistas’ y ochenta paisanos, sepultados por los escombros de los torreones; entre ellos Richardí, el ingeniero sir Richard Siburch, cinco capitanes y tres tenientes ingleses. También fueron víctimas de esta explosión unas cuatrocientas casas, casi todas ellas de un mismo barrio que, a partir de entonces, fue conocido con el nombre de la Mina. Por la parte de la Villa Vieja solo algunas casas fueron derribadas o dañadas por las rocas caídas del Benacantil.

Una de estas casas, en la calle de la Balseta, era donde ahora se encontraba José Terol, observando cómo media docena de sus hombres movían uno de aquellos peñascos con la ayuda de dos mulos. Otra roca aún más grande había roto parte del muro posterior del edificio y había llegado hasta el corazón mismo de la casona, el claustro adonde daba la caja de escaleras. Se imaginó aquella enorme mole rodando por la ladera del monte, cada vez a mayor velocidad, hasta chocar contra la casa, y sintió un escalofrío que le recorrió la espalda con la virulencia de un latigazo.

José se sintió brevemente hastiado de tanta miseria, destrucción y dolor. Pero, tras suspirar, se recordó que él no era precisamente un perjudicado. Más bien todo lo contrario. Durante los últimos veinte años los alicantinos habían sufrido varios bombardeos y terremotos que habían destruido su ciudad, pero gracias a las constantes labores de reconstrucción a él no le había faltado trabajo y había logrado ascender desde simple peón hasta alarife. La Providencia parecía querer evitar que Alicante tuviera tiempo para recuperarse de tanta catástrofe y el último desastre sufrido por la ciudad había sido la explosión de aquella gran mina que derrumbara todas las defensas de la fortaleza a mediodía y que provocó la rendición de la guarnición inglesa, si bien ésta tardó dos meses en verificarse.


Una de las rocas que, como consecuencia de aquella explosión, había caído rodando hasta la calle de la Balseta, fue por fin movida varios pasos, quedando a la vista un agujero no muy profundo que parecía ser la boca de un aljibe. José Terol escarbó la tierra con un pico y llegó a la conclusión de que era en efecto un aljibe bastante antiguo, en desuso desde hacía mucho tiempo, que había sido rellenado con tierra y cascotes. El impacto de la roca había reventado las paredes por varias partes. No se molestó en excavar. Tenía prisa por acabar cuanto antes con aquel trabajo que apenas si le reportaba ganancias. Otros proyectos mucho más beneficiosos le estaban esperando, como los encargos que le habían hecho para construir varios palacetes en la calle Labradores.

Muchos años después, a finales de la década de 1980, los arqueólogos municipales encontraron, excavando en el patio trasero de una casa de la medina musulmana situada en la calle de la Balseta, un aljibe que dejó de utilizarse a finales del Medievo, rellenándose posteriormente con tierra y cascotes, que presentaba signos evidentes de haber sido aplastado por una gran piedra que cayó desde la falda del Benacantil como «consecuencia de la explosión de la Mina en la Guerra de Sucesión», según escribió uno de ellos, Pablo Rosser.

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