Visita inesperada | 1996 | 12
—Mamá, tengo hambre.
Sandra levantó la vista del libro y miró a su hija, luego consultó su reloj de pulsera: eran las ocho y media. Hubiera jurado que sólo habían pasado unos pocos minutos desde que encendió la lámpara que había sobre el velador, pero en realidad de eso hacía casi tres horas. Ahora ya era de noche y fuera debía de hacer mucho frío, aunque allí dentro, acostada y tapada con el edredón, se sentía a gusto.
Le daba pereza levantarse, pero sabía que no quedaba más remedio, así que dejó el libro de actas encima de la cama y se incorporó al mismo tiempo que su hija. Juntas salieron de la alcoba y se dirigieron hacia la escalera, pero Sandra se detuvo al reconocer las voces que sonaban en el piso inferior.
Javier Mínguez acababa de llegar a El Olivar, en donde le estaba esperando el sargento que ya le acompañara hasta allí unos días antes. Se saludaron y, mientras Javier se asomaba al pozo en donde habían sido descubiertos los dos esqueletos, su compañero le amplió la información que le anticipara por teléfono.
En cierto modo, el suboficial del Grupo de Policía Judicial se alegraba de que se hubiese producido tal hallazgo. La única línea de investigación que había seguido hasta entonces parecía agotarse. Después de visitar el día anterior en Villena a la antigua sirvienta con mal de Alzheimer, sólo le quedaba la imprecisa pista de esa mujer que supuestamente había vivido en la finca veinte años atrás. Pero ahora era de esperar que, con el descubrimiento de esos dos fiambres, le resultaría más fácil averiguar qué había ocurrido en ese lugar y quién era el culpable de aquellos asesinatos.
—La señora está indispuesta. Se ha retirado a su habitación —le informó Esperanza, cuando pidió hablar con Sandra—. Pero ya ha hablado con el sargento y el oficial del Juzgado.
Esperanza estaba acompañada por su marido y su hija. Los tres parecían montar guardia al pie de la escalera que llevaba a los pisos superiores de la casona.
—Y supongo que a ustedes también les habrán tomado declaración mis compañeros —supuso Javier en voz alta.
—Sí —le confirmó Xop—. Como a los albañiles, al jardinero y a nuestros hijo mayor. El segundo está fuera, haciendo la mili, así que…
—Y no saben quienes pueden ser esas dos personas que han encontrado encerradas en el aljibe, claro.
—No —corroboró Xop, en tanto su esposa sacudía la cabeza.
—¿No tienen ni la más leve sospecha?
—No —volvió a negar Xop encogiéndose de hombros. También Esperanza negó de nuevo moviendo la cabeza, aunque esta vez a Javier le pareció que no estaba tan segura. Antes de rehuir su mirada, en sus ojos creyó descubrir un atisbo de duda, de contrariedad. Por eso se atrevió a insistir, haciendo gala de su tosca tenacidad.
—¿Están seguros? Quizá si hacen memoria, puede que recuerden algo extraño, o por lo menos inusual, que sucediera aquí, en la finca, hace unos años… Desde luego así fue. Eso es indiscutible: ahí están esos tres muertos…
—Pero nosotros no sabemos… —protestó Xop.
—Por supuesto. Ustedes no saben, pero tal vez, si lo intentasen, podrían acordarse de las personas que pudieron haber estado por aquí en aquellas fechas, hace unos veinte años, de visita… o quizá viviendo. Tengo entendido que entonces hubo una mujer viviendo aquí… Una mujer que no era la esposa del anterior dueño.
—Pero ella se fue —dijo Esperanza.
—¿Se fue?
—Sí. Estuvo viviendo aquí unos años, con el señor, pero se fue —repitió la mujer.
—¿Y cómo se llamaba?
Esperanza miró a su marido, consultando en silencio lo que debía de hacer, pero en ese instante se oyó la voz de Carmen, que había bajado la escalera.
—Esperanza, tengo hambre.
Con la inesperada aparición de la niña, se interrumpió el interrogatorio. Esperanza dijo que enseguida irían a la casa de invitados para cenar, y Javier aprovechó para preguntarle a Carmen por su madre.
—Está acostada. Creo que no se encuentra bien —respondió, siguiendo las indicaciones de Sandra.
Esperanza hizo amago de ir con la niña hacia el zaguán, pero Javier no estaba dispuesto a dejarla marchar sin acabar con el interrogatorio.
—Perdone, pero no me ha dicho cómo se llamaba esa mujer…
—Irma —le contestó Xop—. Se llamaba Irma.
Nada más oír la respuesta del masero, Sandra regresó a su alcoba. Cerró la puerta, se acostó en la cama, y volvió a abrir el libro de actas que estaba a punto de concluir.
XXV
Irma no cumpliría su promesa de telefonearme, pero tampoco yo cumplí la mía de no ir en su busca. Dos días después de su precipitada marcha de Castalla, cuando todavía tenía casi intactas mis esperanzas de poder recuperarla, recibí una visita inesperada e indeseada que, sin embargo, sirvió para empezar a entender muchas cosas que hasta entonces me habían estado ocultas, pese a haber estado delante de mí todo el tiempo.
Aquella tarde el ocaso solar fue especialmente bello, merced a los arreboles reflejados en las nubes que cubrían el cielo y que abarcaron todas las tonalidades existentes entre el rosa y el granate. Después, una vez que el sol se ocultó por completo, quedó una noche prieta, casi negra, y bastante húmeda. Era interlunio, pero las estrellas estaban cubiertas por el oscuro manto nuboso que se interponía entre ellas y yo. Recuerdo que aquello me hizo pensar en lo que Fulgencio me había dicho acerca de la sinceridad nocturna, preguntándome si él había contado con esa contingencia, pero tal pensamiento enseguida fue sustituido por aquel otro que me obsesionaba desde que se fuera Irma.
Mientras cruzaba el jardín desde el cenador, en donde había estado sentado desde que comenzara el cotidiano pero siempre fascinador espectáculo crepuscular, aproveché para disfrutar de las fragancias que desprendían los jazmines, sin que por ello dejara de pensar en las posibles causas que habían impulsado a Irma a marcharse. Al pasar junto al estanque, un pato se atravesó en mi camino, plantándose delante de mí bajo la luz de una farola adorada por multitud de palomillas. El animal levantó la cabeza para mirarme y, durante un instante, se quedó inmóvil, como retándome, pero, en cuanto avancé un paso más, huyó parpando hacia el lugar donde estaban el resto de las ánades.
Cuando me hallaba a la altura del invernadero oí el canto de un ruiseñor, lo cual me sorprendió, pues hacía semanas que debía de haber emigrado, tal y como habían hecho sus congéneres. Pero tampoco ese hecho logró distraerme mucho tiempo de mis obsesivos pensamientos. Como tampoco lo consiguieron las luciérnagas que vi a mi derecha, con sus pequeños y lucíferos cuerpos revoloteando en uno de los lugares más oscuros del jardín, junto al seto de ciprés con alma metálica que servía de linde.
Pero lo que sí logró retener mi atención fue el rabioso ladrido de los perros que vigilaban la finca. Estaba acostumbrado a oír sus aullidos por la noche, pero aquella vez no gañían, sino que ladraban con auténtico furor. Algunos, los que Joanet dejaba sueltos hasta el amanecer, incluso los oía correr y ladrar al otro lado de la valla que les impedía pasar al jardín. Un ruido más cercano, proveniente de la parte trasera del invernadero, hizo que me detuviese, asustado, hasta que vi llegar desde ese lugar, y bajo la tenue claridad de la farola más cercana, a la gata que fuera mascota de Irma. Realenga se me acercó lentamente y, tras restregarse con docilidad entre mis piernas, se marchó hacia la casa.
Realenga no podía ser la causante de aquella alarma canina, puesto que los perros debían estar acostumbrados a su presencia. De modo que mi inquietud quedó intacta hasta que, instantes después, descubrí una figura que se movía tras las adelfas que crecían enfrente de donde yo estaba. Y entonces mi inquietud se trocó en alarma, ya que aquella figura, pese a haber desaparecido enseguida, estaba seguro de que no era la de un animal, pues tenía más apariencia humana que zoomorfa. Aun cuando mis pies permanecían momentáneamente inmovilizados por el pavor, mi mente especuló a gran velocidad: quienquiera que fuera, debía de tratarse de un extraño, de alguien que se había colado en la finca; y, en cuestión de milésimas de segundo, recordé el último antecedente en este sentido.
Ocurrió tres veranos antes y lo habían protagonizado un par de muchachos alicantinos que vivaqueaban con otros amigos en el valle. Joanet, escopeta en mano, los sorprendió cuando, huyendo de los perros, intentaban entrar en el jardín. Según dijeron, estaba buscando ayuda porque se habían perdido al sorprenderles la noche fuera de su campamento y, aunque el masero no terminó de creerse aquella explicación, optó por dejarles ir sin avisar a la Guardia Civil.
Pero esta vez no era verano y, con toda seguridad, no debía de haber nadie acampando cerca, así que obligué a mis piernas a que se movieran, aproximándome a la entrada del invernadero. Allí, junto a la puerta, encontré parte del utillaje que Joanet empleaba en sus menesteres de jardinería y albañilería. Me agaché para coger la herramienta que consideré más apropiada: una manejable alcotana de pico puntiagudo y hacha afilada, que me infundió confianza en cuanto la blandí con mi diestra. Pero al ver de nuevo aquella misteriosa figura humana delante de mí, tal confianza se difuminó de inmediato. Y aunque seguí empuñando la alcotana, el miedo me paralizó por completo el cuerpo y la mente al ver cómo aquella figura oscura y misteriosa, tras avanzar unos pasos y recibir la claridad de la farola, se transformaba en una persona conocida y temida.
—¡Che, Vicente, qué rancho tan lindo tenés! Estaba deseando que se hiciera de noche para poder verlo por dentro —me dijo Paco Donati a manera de saludo.
Su aspecto era lamentable a causa de su ropa raída y el desaseo de sus greñas y barba. Se diría que había caminado muchos kilómetros sin quitarse el traje que llevaba puesto y que hacía más de una semana que no visitaba un cuarto de baño. Además, su estancia en la cárcel había ajado sensiblemente la otrora belleza andrógina de sus rasgos faciales, por culpa de la infinidad de frunces que cruzaban su frente, mejillas y cuello.
—Oh, no creo que precises ese martillo —me dijo mirando la alcotana; pero, comoquiera que yo seguí empuñándola, extrajo una pistola que llevaba cogida con el cinturón y oculta bajo la chaqueta, para apuntarme con ella mientras me explicaba—: La Policía no me devolvió mi facón, pero a cambio he logrado hacerme con esta pipa, por cierto bastante celosa, por lo que te recomiendo que no me pongas nervioso.
Alcotana
Dejé caer la alcotana, preguntándole:
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—¿A ti qué te parece, pendejo? Vengo a reclamar lo que es mío. ¿A qué viene tanta sorpresa? Ya sé que mi liberación no ha sido una noticia tan importante como para que fuese reportada por los periódicos, pero supongo que te esperarías que repuntara por acá en cuanto me viera libre, ¿no? ¿O es que de verdad pensabas que iba a olvidarme de ustedes? Reconozco que me sorprendiste, pues no me esperaba que embarraras a Miguel Ángel en el negocio que teníamos entre manos para deshacerte de mí, batiéndome a la Policía. Pero, en fin, a pesar de haber pasado estos años en la capacha aguantando boludos y cuchilleros, y a pesar de verme ahora así: vistiendo este saco andrajoso y sin una peseta en el bolsillo, no te guardo rencor. Comprendo que fui yo quien la chingó al menospreciarte, al no creerte capaz de jugármela. Seguramente en tu lugar, yo también habría actuado como vos lo hiciste. Así que no busco venganza. No más deseo que me des lo que me debes… con sus intereses, claro.
—No sé de qué me estás hablando.
—¡Oh, vamos, dejáte de cachadas! ¿No te parece que ya me has titeado bastante?
—Si lo que quieres es llevarte a Irma, llegas tarde. Hace dos días que se fue.
—Vaya, vaya. Así que te ha abandonado —sonrió maliciosamente.
—Sí —reconocí—. Y no sé donde está.
—Ya te advertí que para ella no eras más que una pichincha que se presentó oportunamente en su camino, un carcamán a quien sacarle toda la plata que pudiera. Y a buen seguro que así lo habrá hecho durante estos años. Y una vez que se ha cansado de vos o que ha considerado agotada la pichincha, se ha ido sin más, sin importarle cómo te quedas. Después de todo, para ella siempre has sido tan insignificante como ese cocuyo —me dijo, señalando displicentemente con la pistola a una de aquellas luciérnagas que seguían revoloteando cerca del seto—. Pero, en fin, no es ese el tema que me interesa tratar. No he venido hasta acá para llevármela a ella. He venido a por mi plata, mi dinero.
—¿Qué dinero? —y pese a empezar a comprender lo que había sucedido, añadí—: Ya te pagué la cantidad que me pediste por la libertad de Irma.
—A mí no me pagaste nada. Me denunciaste y me encané en la cárcel. ¿Es que no te acuerdas? —me respondió irritado.
—No, no. Yo le di el dinero a Irma para que, siguiendo tus instrucciones, lo metiera en una caja de seguridad bancaria.
—¡¿Qué?! —exclamó Paco, parpadeando ostensiblemente.
—Pues eso. Que como estabas fuera de Madrid, le dijiste que ingresara el dinero en…
—¿Y se lo diste a ella?
—Sí, claro. Ramón y ella me dijeron que estabas de viaje y… —pero yo mismo me di cuenta por el asombro que reflejaba su rostro de que ambos habíamos sido víctimas del mismo engaño, por lo que no seguí explicándole lo sucedido.
—No estarás mintiendo, ¿verdad?
Durante unos segundos, ambos nos quedamos quietos y en silencio, mirando nuestros respectivos rostros de asombro, hasta que Paco pensó en voz alta, con una sonrisa torcida en sus labios:
—Ramón, ¿eh? Ahora comprendo por qué no ha habido forma de encontrarle en Madrid —y dejando caer hasta el costado la mano con la que empuñaba la pistola, murmuró ensimismado—: En cuanto se enteró de mi salida de la trena, Ramón debió de avisarla. Y la muy tramoyera se fue a la disparada porque sabía que yo vendría…
De pronto, soltó unas sonoras carcajadas, al tiempo que guardaba la pistola en el mismo sitio de donde la había sacado.
—Entonces, es verdad que no te entregaron el dinero —inferí con una ingenuidad que me sorprendió a mí mismo. A pesar de que ya había barruntado cuál era la realidad de toda aquella trama, cuando Fulgencio me aseguró que Paco había sido detenido antes de que yo le entregara el dinero a Irma, lo cierto es que no había querido dar crédito a tal sospecha. Y aun en ese instante, pese a que la evidencia se presentaba de manera tan ineludible como aplastante, seguía aferrándome a la idea de que, tal vez, habría una explicación que demostrara la inocencia de Irma.
—Pues claro. No me digas que es ahora cuando caes en la cuenta, alma cándida —me dijo Paco sin dejar de reír—. Yo he estado encerrado y no he podido deschavarlo antes, pero vos, que seguro lo has tenido todo el tiempo delante, ¿cómo es que no has comprendido antes lo que estaba ocurriendo? Ellos se quedaron con la plata después de deshacerse de mí. Para ello me delataron con ayuda de Miguel Ángel Amorós, pues sé muy bien que fue él quien influyó para que me detuvieran tan rápidamente. Y luego, también en asocio, Irma y tu primo planearon la forma de sacarte todo el dinero posible durante este tiempo. Hasta que se enteraron de mi puesta en libertad. Sabían que yo te buscaría y que ambos descubriríamos lo sucedido. Por eso huyeron, dejándote solo y encampanado… ¿Te has casado con ella?
—No.
—Supongo que les parecería demasiado riesgoso, pues podría haber sido denunciada por bigamia.
—También te equivocas con lo del dinero. Ella no se ha llevado nada de valor, aparte de sus joyas y ropa. Y no creo que te refieras a eso.
—No es sólo eso, no. Seguro que te habrá sacado algo más. Ya te dije que con ella te enyetaba la mala suerte, ¿te acuerdas?
De improviso, Joanet apareció por la esquina del invernadero, armado con su escopeta de doble cañón.
—¿Todo va bien?
Sobresaltado, Paco se llevó la mano al lugar donde escondía la pistola, pero no llegó a empuñarla.
—Todo está bien —le contesté a Joanet, quien se colgó la escopeta al hombro, pero sin dejar de mirar con cierto recelo al forastero.
—¿Necesitas algo? —me preguntó.
—Nada, gracias. Puedes volverte a casa.
Tras echar un último vistazo de soslayo a Paco, el masero se despidió, marchándose por el mismo sitio por el que había venido.
—Bien —dijo Paco, ya más tranquilo—. También yo me voy. Durante estos años has disfrutado de una posesión mía sin que yo haya recibido nada a cambio, pero supongo que no sería justo exigirte que pagaras nuevamente. En realidad, has sido tan víctima como yo. De modo que te pido me disculpes por esta visita tan inesperada, aunque estoy seguro de que te ha resultado tan interesante e instructiva como a mí.
Ambos rodeamos la casa sin cruzar más palabras, hasta que llegamos al camino de salida de la finca. Entonces rompí el silencio para preguntarle:
—¿Vas a buscarles?
—Por supuesto. Tendrán que resarcirme de todo cuanto he perdido y sufrido.
—No les hagas daño.
A mi pesar, aquella frase sonó a súplica, lo que provocó una nueva y torcida sonrisa en sus labios.
—Ya te he dicho que no deseo venganza. Sólo busco una compensación económica. Si se atienen a razones, nadie saldrá dañado.
Y mientras empezaba a chispear, le vi alejarse por el mismo camino en que se había ido Irma dos días antes. Andaba con paso veloz, sin importarle la llovizna ni el viento frío que le azotaba la cara y, aunque la oscuridad se lo tragó enseguida, no dejé de mirar hacia el lugar por donde había desaparecido, hasta que la lluvia empezó a arreciar. Tenía curiosidad por saber cómo había llegado hasta el Cabeço del Pla y por donde iniciaría la búsqueda de Ramón e Irma. Pero sobre todo me preocupaba lo que podría suceder cuando los encontrara.
XXVI
A lo largo de los tres días siguientes me debatí entre la añoranza y la preocupación, la duda y el temor. Quienes han sufrido la amputación de un miembro, aseguran que, durante mucho tiempo, perdura la sensación de dolor en ese miembro, como si aún lo tuvieran unido a su cuerpo. Del mismo modo, durante mucho tiempo después de la huida de Irma, seguí sintiendo su presencia en la casa, pues a menudo creía tenerla a mi lado, en la cama, o esperaba encontrarla sentada en su sillón predilecto cuando entraba en el salón, o me parecía olerla cuando paseaba por el jardín, entre los rosales. Todo en esta casa me hablaba de ella. Y también esa era una sensación dolorosísima. Pero tal dolor fue más intenso en aquellos tres días que siguieron a la visita de Paco Donati, ya que a la añoranza se unió la preocupación. Añoranza porque, si alguna vez somos felices, no somos conscientes de ello hasta que dejamos de serlo: la felicidad no se disfruta, se añora. Y preocupación porque temía que Paco pudiera dañar a Irma cuando la encontrase, y tal temor acentuaba mi dolor, un dolor enraizado en el corazón, pero que, a la manera de una sinalgia, se reflejaba en todos los miembros de mi cuerpo y, por supuesto, en mi alma. De modo que, a pesar de la promesa que le hiciera el mismo día en que se fue de Castalla, decidí marchar a Madrid para buscar a Irma. Pero aquella búsqueda resultó infructuosa.
Según el portero de su casa, Ramón se había ido de viaje a un lugar desconocido hacía una semana; y Miguel Ángel Amorós casualmente también había tenido que ausentarse de Madrid, tal y como me informaron en su despacho de la Universidad, por asuntos particulares, pero sin que dejara dicho adonde iba. Sólo Fulgencio Boj, de entre mis amigos, estaba en Madrid, si bien no supo decirme en donde podría encontrar a mi primo y, mucho menos, a Irma.
—No sabía que hubiese venido a Madrid —me dijo en la cafetería de un conocido teatro al que se empeñó en invitarme, durante el entreacto de la función que protagonizaba su amigo Fermín Larraínzar, el actor de pelo rizado y ojos melosos que yo conociera en su palacete años atrás, y que ya se había convertido en un afamado galán, muy asiduo en las telenovelas.
—En realidad no sé si vino a Madrid. Se fue de Castalla hace una semana y he supuesto que vino aquí para encontrarse con Ramón.
—¿Por qué con Ramón?
En respuesta, le conté la visita que había recibido de Paco Donati y las conclusiones que éste había sacado de la repentina fuga de Irma.
—¿Es verdad que les diste ese dinero?
—Sí. —Fulgencio resopló expresivamente—. ¿También tú crees que estaban compinchados, que durante todo este tiempo han intentado aprovecharse de mí?
—No lo sé. Pero reconozco que, a posteriori, es la conclusión más lógica. De todos modos, no debes precipitarte en sacar deducciones. Antes debes hablar con ellos y cerciorarte.
—¿Y Miguel Ángel? ¿Crees posible que él interviniese para encerrar a Paco?
Fulgencio se encogió de hombros.
—Me cuesta creerlo. ¿Qué tendría él que ganar en todo eso? ¿Como favor a Ramón? Es posible. Al fin y al cabo, son compañeros de juergas desde mucho antes de que yo los conociera, y, aunque se las da, como buen político, de hombre serio y decente, ambos sabemos cómo se las gasta… y cuánto gasta. Y la verdad, no creo que su sueldo de catedrático le dé para tanto.
—Entonces…
—Pero también es cierto que habría sido una temeridad por su parte involucrarse en un asunto tan turbio y arriesgado. Una cosa es irse de farra de vez en cuando con los amigos, y otra bien distinta declararle la guerra a un tipo como Donati, influyendo en su contra. Amorós lleva muchos años metido en política, como sabes, pero últimamente parece que por fin está sonriéndole la Fortuna: ha sido aceptado en el seno de uno de los grupos mejor colocados y cuando no come con un exministro, lo hace con un embajador o con un reputado periodista.
—Pero, entonces, ¿crees de veras que Paco tiene razón cuando le acusa de haber intervenido para propiciar su detención?
Fulgencio volvió a encogerse de hombros.
—Ya te digo que no parece muy sensato, pues con ello sabía bien que se crearía un enemigo peligroso. Pero con Amorós nunca se puede estar seguro. Quizás no podía negarle ese favor a tu primo; quizás le venía bien el dinero que éste pudiera darle; quizás ambas razones, unidas a la lejanía de la liberación de Donati, le convencieron fácilmente… ¡Yo que sé!
En ese momento sonó el aviso para que los espectadores volviésemos a sentarnos ante el escenario y, aunque Fulgencio cambió de nuevo el tema de conversación mientras nos dirigíamos a nuestros asientos, para volver a alabar el virtuosismo y preciosismo de Fermín Larraínzar, mi cerebro se cerró herméticamente y nada de lo que en adelante captaron mis sentidos alteró lo más mínimo la repetitiva y obsesiva cavilación en que se enfrascó mi mente.
Todo parecía apuntar a que ciertamente había sido víctima de una traición, pero sólo encontraba a un autor claro: Ramón, mientras que la complicidad de Irma no me resultaba tan obvia. Ramón sí era capaz de traicionarme. A pesar de no ser muy inteligente, mi primo era lo suficientemente trapacero como para concebir aquella trama, aquella urdimbre en la que yo me había visto envuelto en el transcurso de esos años. Pero Irma en cambio era otra cosa, me decía. Posiblemente podía haber caído en las redes amatorias de Ramón, tal vez empujada por mis propias torpezas, pero estaba seguro de que eso sólo podía haber ocurrido muy recientemente, durante los últimos meses; porque me resultaba del todo punto imposible creer que siempre había sido así. Era sencillamente inconcebible que ella pudiera haber participado en un plan tan cruel y duradero desde el principio, desde antes de haber ido a vivir conmigo a mi hogar. ¿Realmente podía creer que ella había sido capaz de mentirme durante tanto tiempo? ¿Acaso sus miradas, sus sonrisas, sus besos, sus caricias habían sido siempre fruto del artificio y del engaño a lo largo de aquellos años? Cada vez que me formulaba tales preguntas, me respondía que eso era imposible… aunque en el fondo de mi corazón quedaba siempre la huella de una duda. Una duda que, como las células malignas en metástasis, se reproducía a toda velocidad hasta conformar un terrible y feroz monstruo que devoraba todas mis esperanzas, cuando recordaba que el dinero que debía de haber sido paraPaco Donati se lo había entregado directamente a ella, a Irma, y no a Ramón.
XXVII
Regresé a Castalla frustrado y desanimado, pero convencido de que en mi hogar encontraría la paz que necesitaba para recuperarme.
Sin embargo, nada más llegar, me encontré con dos inquietantes cartas que sirvieron para aumentar mi zozobra. La primera me la entregó en mano Virtudes, a quien se la había dado para tal propósito Mariano dos días antes. En aquella nota, escueta y manuscrita, el administrador me informaba de que, debido a los cada vez más numerosos compromisos que le retenían en Alcoy, se veía obligado a dejar de trabajar para mí. Tal noticia me contrarió, ya que, tal y como el propio Mariano me había estado advirtiendo en los últimos meses, el estado de mis finanzas era demasiado preocupante como para encontrarme de pronto sin nadie que controlase mis cuentas, pero aquella contrariedad continuó en un segundo plano dentro de mis prioridades a causa de esa otra carta que había recibido por correo y que me había remitido Ferrán desde México. En su epístola, escrita medio año antes de su muerte, Ferrán me contaba que había recabado información acerca de Irma tanto en Guadalajara como en la capital mexicana.
«He dudado mucho antes de escribir estas líneas, pero al final he creído que contarte lo que he averiguado se corresponde más con lo que entiendo que es la lealtad, que el callármelo por miedo a que te resulte doloroso conocer la verdad».
En resumen, Ferrán ratificaba cuanto Irma me contara de su propia vida, si bien aparecían un par de datos que desconocía y que suponían un cambio sustancial de aquel pasado que ella me había descrito. En primer lugar, Ferrán me aseguraba que el marido de Irma era un hombre bastante mayor que ella, sesentón largo, pero que disfrutaba del respeto de todos sus vecinos y clientes por ser trabajador y honrado, cabal y bueno.
«Su bondad le hizo acoger, más como ahijado que como empleado, al hombre que luego le traicionaría llevándose consigo a su mujer y cuanto tenía de valor en su negocio y en su propia casa».
La lectura de aquellos renglones me hizo el mismo efecto que un antídoto. Conforme leía las palabras escritas por Ferrán, fui liberándome de los espejismos, de las engañosas imágenes que me habían impedido ver la realidad desde que, un lustro atrás, Irma me hechizara con aquel bebedizo encantado hecho de lágrimas, suspiros y tiernas palabras. Así, la imagen de aquel hombre borrachín y displicente que solía maltratar a su joven esposa, fruto de la versión que me ofreció Irma, se trocó de repente y merced a aquellos renglones en un bondadoso varón, víctima de la codicia y la lujuria de su mujer y su protegido. Y esa nueva imagen me mortificaba por lo mucho que, según me parecía, se semejaba a la mía. Pero mayor aún fue mi contrariedad cuando me enteré de que Irma había abandonado, junto con su marido, a su único hijo.
«Un bebé de apenas unos meses de edad, que había tenido la desgracia de nacer deforme, aunque su mayor infortunio fue el haber sido concebido en el seno de un vientre tan perverso. Tal vez por fortuna para él, murió poco después de que su depravada madre lo abandonase para dedicarse a la prostitución».
Ferrán finalizó su misiva excusándose una vez más por haberse convertido en tan infausto mensajero, pero aprovechando también para darme un último consejo:
«Sé, porque lo vi, cuán enamorado estás de esa mujer. Me resultó fácil comprobar cómo tus ojos permanecían todavía cegados por el resplandor de su belleza y por los vivos colores de la pasión. Pero recuerda que, al igual que los colores más vivos de la naturaleza tienen por finalidad avisar de la presencia de venenos letales, algunas veces la belleza oculta tras de sí la mayor de las maldades».
Aquel descubrimiento del abandono por parte de Irma de un hijo suyo, deforme y recién nacido, para huir con Paco Donati, me impactó de tal manera que, durante los días sucesivos, estuve conmocionado, aturdido, comportándome como un autómata. En vigilia, apenas si podía pensar en otra cosa; y, en cuanto me dormía, soñaba siempre la misma pesadilla, en la que se mezclaban monstruos, niños abandonados y madres terribles que, con el rostro desfigurado de Irma, se mofaban cruelmente de la joroba de Joanet. Tal fue mi ofuscamiento en esos días que, pese a los continuos y acuciantes avisos que me llegaban acerca de los problemas económicos que empezaban a amenazar incluso mi patrimonio más valioso, no tenía fuerzas para enfrentarme a ello. Sabía que tenía que buscar soluciones con urgencia, pero me resultaba imposible centrarme en otra cuestión ajena a Irma. Hasta que, cierto día, al hojear casi por casualidad y con desgana uno de los periódicos provinciales que Virtudes me dejaba cada mañana en la mesa con el desayuno, encontré en la página de sucesos una fotografía de Paco Donati. Tras leer el breve artículo que había bajo la foto, me enteré de que Paco había aparecido degollado en una calle de Alicante tres días antes, si bien no se conocían los motivos ni el autor.
Aquella noticia sí que me hizo reaccionar, puesto que de inmediato me dispuse a marchar a la capital alicantina para averiguar lo que le había hecho ir hasta allí a Paco Donati, aunque parecía fácil deducirlo.
XXVIII
En aquella ocasión me hospedé en el hotel Palas, cuyo nombre había sufrido las consecuencias de la fiebre carpetovetónica que padecieron las autoridades franquistas nada más acabar la guerra civil. Dicha fiebre patriotera motivó la prohibición de las lenguas vernáculas y los extranjerismos, razón por la cual la dirección del hotel se vio obligada a cambiar el nombre de su establecimiento, que siempre había sido Palace, por este otro de Palas que aún hoy perdura.
La misma tarde de mi llegada fui al piso de los Amorós, en el paseíto Ramiro, para pedirle ayuda por partida doble a mi socio. Rafael me recibió en el salón, acompañado de su madre, pero en cuanto se percató de que mi visita trascendía el interés meramente formal y trivial de saludarles, me invitó a ir con él a su despacho.
—Bien, Vicente, ¿cuál es el motivo de tu visita? —me inquirió desde su silla de ruedas y en tanto yo tomaba asiento al otro lado del escritorio. Aproveché entonces para contarle los apuros económicos que estaba atravesando y lo desasistido que me hallaba tras la dimisión de mi administrador.
—No comprendo estos aprietos tuyos. Nuestro negocio inmobiliario va fenomenalmente —me dijo desorientado.
En respuesta, le conté cómo los beneficios que me correspondían por nuestra constructora alicantina eran administrados por la asesoría financiera y fiscal de Madrid que su padre me aconsejara años atrás, y de forma totalmente independiente del resto de la administración que manejaba Mariano.
—¿Y no sabes el alcance concreto de esos problemas? ¿Acaso tu administrador se ha marchado sin más ni más, sin dejarte claras las cuentas?
—Te confieso que no conozco realmente la gravedad de la situación. Sólo sé que los apremios bancarios empiezan a sucederse de forma alarmante. Reconozco que debería de haberme preocupado de conocer mejor el estado de mis finanzas, pero durante estos años he confiado plenamente en Mariano y ahora, aunque soy consciente de que debería averiguar cual es la situación, no tengo fuerzas para ponerme a revisar papeles y documentos.
—Deberías intentarlo, al menos —me reprochó.
—Tienes razón. Y quizá lo haga. Pero ahora… Ahora existe otro asunto que me preocupa mucho más y que tiene que ver con esta noticia. —Le dejé encima del escritorio el recorte de prensa en el que aparecía la fotografía de Paco Donati y, mientras Rafael leía el texto del artículo, le expliqué—: Este hombre era el antiguo novio de Irma.
Al terminar su lectura, Rafael dejó el fragmento de periódico en la mesa y, encogiéndose de hombros, me interpeló:
—¿Y qué tiene que ver la muerte de este hombre con tus problemas económicos?
Por difícil que pueda parecer, lo cierto es que, hasta ese momento, no había relacionado ambos hechos. De ahí que, al escuchar la pregunta de Rafael, me sorprendiera por no haber pensado antes en un posible nexo entre la huida de Irma y mis problemas económicos; máxime cuando el propio Paco Donati ya me advirtiera días antes de cuales eran los motivos por los que ella había vivido esos años conmigo. Aturdido por tal descubrimiento, me desahogué ante Rafael explicándole el pasado de Irma, su repentina fuga de mi casa, la inesperada visita de Paco Donati, las muy probables relaciones entre Irma y Ramón, así como la casi segura intervención de su hermano Miguel Ángel en la detención del hombre que aparecía fotografiado en el periódico y que había muerto degollado tres días antes en Alicante.
Rafael me escuchó con atención y sin que ninguna expresión de sus ojos o facciones me delatara sentimiento alguno. Sólo cuando acabé de hablar se permitió esbozar una leve sonrisa.
—Dices no estar seguro de la posible implicación de mi hermano en todo este sórdido asunto, pese a que tú mismo afirmas que desapareció de Madrid justo cuando este fulano, ¿cómo se llamaba?… Ah, sí, Donati. Justo cuando este Donati terminaba de salir de la cárcel y os andaba buscando. Pero yo te voy a sacar de dudas, puesto que sé en donde estuvo esos días escondido —y sin esperar a que le animara a seguir, continuó diciéndome—: Estuvo aquí, en Alicante, en El Acebuche, precisamente hasta hace un par de días, acompañado por tu primo y, según parece, por una mujer.
—¿Irma?
—No estoy seguro, pero es muy posible. La información que poseo me la facilitó el matrimonio que nos cuida la finca, pues yo no fui a El Acebuche durante los días en que ellos estuvieron allí. Según me dijeron, tu primo y mi hermano no salieron de la finca, aunque sí paseaban por ella, mientras que la mujer no se dejaba ver, ya que apenas si salía de su habitación. Sólo una vez, de noche y de lejos, la vieron sentada en el porche, y aunque creían haberla visto anteriormente, no llegaron a reconocerla. La verdad es que, cuando me lo contaron, me intrigó la presencia de aquella misteriosa mujer. Mi hermano ha llevado a varias de sus conquistas a El Acebuche, pero el comportamiento de esa desconocida me hizo sospechar algo distinto, insólito. Hasta que, al escucharte ahora, he caído en la cuenta de que, en efecto, debía tratarse de Irma.
—Que estaba escondida con ellos por miedo a Donati —pensé en voz alta y con el corazón rebosante de amargura. Rafael asintió con la cabeza y, cogiendo de nuevo el recorte de prensa, dedujo:
—Y este hombre debió de averiguar que estaban aquí, en Alicante, y vino en su busca. Aunque murió antes de saber donde se escondían… Está claro que se le adelantaron.
—¿Crees que ellos lo mataron? —le pregunté, sobresaltado.
—Imposible —me contestó con una sonrisa sarcástica—. Tanto tu primo como mi hermano son demasiado cobardes como para enfrentarse a un tipo como éste. Ni siquiera se atreverían a atacarle a oscuras y por la espalda.
—Quizá les siguió la pista hasta El Acebuche, pero una vez allí ellos le sorprendieron y mataron. Luego pudieron traer el cadáver a la ciudad para dejarlo en algún descampado o en cualquier callejuela del barrio antiguo.
—Demasiado novelesco —opinó Rafael sin dejar de observar la foto de Paco Donati—. Aquí no dice en qué calle fue encontrado ni si fue asesinado como consecuencia de un atraco, un ajuste de cuentas o una simple reyerta. La verdad es que no dice casi nada…
—Sí, es cierto. La noticia es demasiado escueta —asentí.
—Veré si puedo averiguar algunos detalles más. Tengo varios amigos en el Gobierno Civil y en la Comisaría de Policía que, con toda seguridad, me informarán de cuanto sepan. Pero, en cualquier caso, estoy seguro de que este hombre no llegó a ir a El Acebuche. Los guardeses me dijeron que, en esos días, mi hermano y tu primo sólo tuvieron la visita de un desconocido, pero por su descripción y por la forma amistosa como lo recibieron, no pudo ser este Donati.
—¿Estás seguro?
—Aunque la fotografía no es muy buena, se ve que este hombre no era tan rubio ni tan mal encarado como el que me describieron los guardeses.
—¿No te dijeron cómo se llamaba ese hombre que les visitó?
—No oyeron su nombre. Pero me dijeron que tenía un aspecto muy desagradable. Vestía como un pordiosero, con un anorak zarrapastroso; y tenía la piel llena de picaduras y sarpullidos. Recuerdo que Milagros, la guardesa, me dijo que parecía estar infestado de piojos…
—La última vez que lo vi, Donati también tenía un aspecto muy desaseado, andrajoso. Llevaba puesto un traje harapiento… —recordé.
—¿Y un anorak?
—No, no llevaba anorak.
—¿Y era rubio?
—No. Su cabello era castaño.
—Ni tampoco lo hubieran recibido como a un amigo, ¿verdad?
Al mismo tiempo que me rendía meneando la cabeza, desde la memoria brotó la imagen de un hombre de características muy parecidas a las de aquel visitante de El Acebuche:
—¡Xema!
—¿Cómo dices?
Sin querer, había pronunciado aquel nombre en voz alta.
—Digo que muy probablemente fue Xema quien les visitó. Coincide con la descripción que te dieron los guardeses.
—¿Y quién es ese Xema?
Le conté nuestro parentesco y las extrañas relaciones que siempre había mantenido con Ramón y, menos frecuentemente, con Miguel Ángel.
—Ah, pues sí que pudiera tratarse de él. ¿Y dices que lleva años moviéndose por los bajos fondos?
—Sí.
—Luego bien pudo ser este Xema quien se deshiciera del tal Donati, personalmente o a través de otros.
—Ahora que lo dices… —reconocí sin atrever a creérmelo.
—Veré también qué puedo averiguar sobre él.
—Intentaré verle para que me diga cuanto sepa.
—No me parece muy prudente. Si en verdad tiene algo que ver con el asesinato de ese chulo, no creo que sea buena idea que vayas en su busca para preguntárselo.
—Sí. Es posible que tengas razón —dudé—. Pero es el único modo que se me ocurre de saber qué fue lo que pasó. Además, él me conoce desde hace muchos años y sabe que yo nunca le delataría…
—De todas formas, insisto en que me parece una imprudencia que indagues por tu cuenta. Mejor sería que esperaras a que yo recabe la información que precisas por mediación de mis amistades.
—Si metemos a la Policía por medio, Xema se asustará y huirá. Y aunque le viera, no se atrevería a contarme nada.
—Está bien. Nada de Policía —acató Rafael, si bien agregó—: Al menos oficialmente.
—¿Qué quieres decir?
—Me limitaré simplemente a charlar con algún amigo de manera confidencial y con la mayor discreción acerca de ese tal Xema. Pero te prometo que nadie se movilizará para buscarlo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Y mientras salíamos del despacho con el trocito de periódico de vuelta en mi bolsillo, le pregunté—: ¿Sabes si Ramón e Irma se fueron con tu hermano a Madrid?
—No lo sé. Pero supongo que sí. Una vez desaparecido el peligro que les amenazaba, es de esperar que hayan regresado a sus casas —y levantando la cabeza para mirarme a los ojos, me interrogó—: ¿Es que piensas ir a buscarla sabiendo lo que sabes?
Sin dejar de avanzar a su lado por el pasillo, le respondí:
—No podría vivir sin volver a hablar con ella. Necesito que me explique por qué me ha hecho lo que me ha hecho.
—Desde luego no se puede decir que careces de coraje. Tal vez se deba a tu innata candidez, pero de veras que me asombra tu arrojo. Te gusta enfrentarte a los problemas cara a cara, sin tapujos, y eso te da ventaja, porque los demás seguro que no esperan esa reacción. Te plantas delante de ellos, les miras con esos ojos ingenuos y les preguntas con sencillez: ¿Por qué? Y eso puede romperle los moldes al más sinvergüenza.
Ya en el vestíbulo, tras despedirme de su madre y un instante antes de que saliera del piso, Rafael me prometió que me mantendría informado sobre lo que él averiguase de Xema:
—Pero debe de ser recíproco. Tú también me debes tener al corriente.
—Conforme. Ya sabes que me hospedo aquí mismo, en el Palas.
Y cuando ya estaba a punto de cerrar la puerta:
—Ah. Otra cosa: Yo de ti les pediría a nuestros asesores de Madrid que me ayudaran a clarificar y solventar esos problemas financieros tan acuciantes.
—Así lo haré. Gracias.
Aquella misma tarde, cuando las sombras de los edificios oscurecían las estrechas calles del barrio más antiguo de Alicante, fui hasta el piso en donde había visto a Xema por última vez, pero lo encontré deshabitado. Me acerqué entonces a la casa de citas que regentaba Sarita, pero en ella sólo hallé a un matrimonio de ancianos que, según me dijeron, habían alquilado esa vivienda un par de años atrás. Así que, como último recurso, me dirigí al bar en el que ya estuviera unos años antes preguntando por Xema, pero esta vez nadie supo explicarme en donde encontrarle. Sólo el camarero que atendía desde detrás de la barra y que, según me parecía recordar, no era el mismo que me ayudara la otra vez, me facilitó cierta información que, si bien me interesó, reducía aún más mis posibilidades de alcanzar mi meta:
—Sarita murió hace cuatro o cinco años. Se cayó desde el balcón de su casa, un cuarto piso, y se rompió la crisma. Unos dijeron que se tiró ella, otros aseguraron que la habían matado, pero la versión oficial, la que dio la Policía, fue la de que se cayó accidentalmente. Como no hubo testigos…
Decepcionado por la infructuosidad de mis pesquisas, regresé a mi hotel con intención de volver a la mañana siguiente a Castalla, pero en recepción me dieron, junto con la llave de mi habitación, un mensaje de Rafael en el que me pedía que le telefonease en cuanto llegara. Pese a ser medianoche, le llamé desde mi habitación y, aunque quise disculparme nada mas escuchar su voz, Rafael no me prestó atención, yendo directamente al grano:
—Escucha: ese tal Xema es más peligroso de lo que yo me había imaginado y de lo que tú siempre has creído. Ha sido detenido varias veces por delitos menores, pero se sospecha que ha estado involucrado en algunos otros de mayor enjundia, incluso en algún que otro asesinato, aunque nunca se ha podido probar nada en su contra. De modo que…
—¿En dónde está ahora?
Mi brusca interrupción le desconcertó, pues tartamudeó confundido antes de contestarme:
—Según parece, ahora se dedica a traficar con heroína. Él mismo se inyecta esa porquería. ¿Entiendes?
—Sí, pero, ¿sabes dónde vive?
Esta vez Rafael permaneció en silencio durante un corto pero elocuente espacio de tiempo, antes de responder:
—Me han dicho que su campo de acción está en las Mil Viviendas, un barrio marginal que hay a las afueras, por la carretera de Villafranqueza, en donde tiene alquilado un piso desde hace tiempo.
—Estupendo. Me has sido de gran ayuda.
—¡Pero oye, Vicente! No estarás pensando en ir a verle después de lo que te he dicho, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Ya te dije que le conozco desde que éramos unos niños —y añadí con un cinismo que me asombró a mí mismo—: Además, seguimos siendo parientes. Somos cuñados.
—Me asustas. No me gusta reconocerlo, pero te juro que al oírte hablar de esta manera, con tanta frialdad y determinación, me pareces un hombre muy distinto del Vicente que yo conozco. En estos momentos tengo la carne de gallina.
—No es para tanto…
—¿Que no es para tanto? Bueno… tú veras. Pero ten mucho cuidado y mantenme informado. ¿Lo harás?
—Así lo haré. Te lo prometo.
XXIX
Al día siguiente, un taxista me dejó en las proximidades de las Mil Viviendas, el barrio que constituían varios bloques de pisos que habían sido construidos para atender la demanda de la gente más humilde de Alicante, pero entre la cual se habían afincado muchos camellos, ladronzuelos y proxenetas de la más baja estofa.
A pesar de que mi indumentaria me delataba como foráneo, en ningún momento temí ser asaltado por alguno de aquellos muchachos de rasgos agitanados y ropa sucia con los que me crucé por las calles o que me observaban desde las esquinas y portales. Incluso me acerqué a un par de ellos para preguntarles si conocían a Xema, si bien ninguno supo o quiso ayudarme. Por fin, varios chavales que rondaban entre los diez y doce años de edad, a cambio de las pocas monedas que llevaba sueltas, no sólo me indicaron en donde vivía Xema, sino que además me guiaron gustosos y con gran jolgorio, arremolinándose a mi alrededor, gritando y empujándose, hasta la misma puerta del edificio.
—Xema vive en el segundo derecha —me dijo el más espabilado de los críos.
Les dí las gracias y ascendí por las escaleras hasta la planta indicada. Una vez allí, a falta de timbre, aporreé la puerta señalada con una D. Debí llamar varias veces y hube de esperar un buen rato antes de que una voz ronca me preguntara desde el otro lado quién era yo.
—Soy Vicente Berbegal y estoy buscando a Xema. ¿Eres tú?
La puerta se entreabrió y por la rendija asomó el rostro desfigurado de Xema. Por encima de una barba de varios días, aparecían unos ojos legañosos y enmarcados por cejas ralas y ojeras de un inquietante color morado.
—¡Joder! Pues es verdad. Eres tú. ¿Qué coño haces aquí? —se quejó mientras abría más confiado la puerta, permitiéndome verle mejor. Tenía la cabeza recién rapada y vestía una camiseta de tirantes blanca, pero alunarada con multitud de rodales amarillentos, y un pantalón de pijama tan arrugado como descolorido. Pero lo que más me llamó la atención fueron las pupitas y manchas rojas y escamosas que tenía en los brazos, cuello y, sobre todo, en el cuero cabelludo. Era como si en verdad sufriera una infección en su piel, una pediculosis, a causa de la acción irritante de los piojos.
—¿Puedo pasar? Necesito hablar contigo, pero espero no molestarte mucho tiempo.
Xema se hizo a un lado para dejarme paso, pero el espacio era tan estrecho que, mientras cruzaba el umbral, rocé su cuerpo, del cual fluía un olor tan desagradable que a punto estuvo mi estómago de jugarme una mala pasada.
Ya en el pequeño comedor, tan revuelto y sucio como una madriguera, me volvió a preguntar en tanto despejaba un par de sillas de varias prendas allí arrojadas, entre las que destacaba un anorak zarrapastroso:
—¿Qué quieres ahora de mí?
—Como ya te he dicho, no quiero hacerte perder el tiempo, de manera que voy a ir directamente al grano —le dije mientras hacía un gesto para rechazar la silla que me ofrecía.
—Estupendo. Dispara —me incitó, sentándose y encendiendo un cigarrillo de tabaco negro.
—Sé que estuviste hace unos días en El Acebuche, la finca que los Amorós tienen en La Albufereta, para visitar a Ramón y a Miguel Ángel. —Esperé a que él me lo confirmara, aunque fuese con un simple y desdeñoso movimiento de su cabeza, pero no fue así, ya que se limitó a fumar y a observarme con mirada displicente. No obstante, dí por hecho que estaba en lo cierto, continuando con tono decidido—: Sé también que con ellos había una mujer, y quería que me confirmaras si se trataba de Irma.
—¿Irma? ¿Quién es Irma? —me inquirió arqueando las cejas y dirigiéndome un chorro de humo.
—¿Cómo se llamaba esa mujer?
—No sé. No me lo dijeron.
—¿No te la presentaron?
—A mí nadie me presenta formalmente. Ni siquiera mis amigos.
—O sea que no sabes cómo se llamaba.
—Ya te he dicho que no —repitió con un mohín de fastidio.
—¿Era joven y morena, con un ligero acento mexicano?
—Era guapa, sí. Muy guapa. Y se veía muy enamorada de tu primo. ¿Por qué me lo preguntas?
Aun ahora no estoy seguro de si Xema se estuvo burlando de mí, haciéndome creer que no sabía quién era esa mujer y lo que representaba para mí, pero, sea como fuere, en aquel momento abrió los ojos desmesuradamente y, dibujando una sarcástica sonrisa en sus labios rasposos, exclamó:
—¡Ahora caigo! Hace tiempo me dijeron que vivías con una mexicana que habías conocido en un burdel madrileño… Así que esa es la mujer que tú crees que estaba en esa finca, con tu primo y Amorós —y ampliando la sonrisa, convirtiéndola en una muestra inequívoca de triunfo, añadió—: ¿Qué pasó? ¿Te dejó la dama para irse con tu primito? —Xema soltó unas carcajadas, al mismo tiempo que se ponía de pie—. Vaya, vaya. De modo que Ramón sigue interponiéndose entre tú y las mujeres, ¿eh? —Sin dejar de reír, fue hasta la cómoda sobre la cual reposaban varias botellas y vasos—. ¿Quieres una copa de coñac?
—No, gracias.
Dándome la espalda, se sirvió un vaso bien colmado de brandy. Sus risotadas no me molestaron tanto como el hecho de que él estuviera enterado del pasado turbio de Irma. Suponía que había sido el propio Ramón quien le había informado de ello, y también deduje que, con toda seguridad, Xema se lo debió de contar a su madre, la cual no tardó en pregonarlo por toda Castalla. Pero en aquel instante habían otras cuestiones que me urgían más, de manera que relegué tal detalle a un segundo término.
—¿Por qué dices que Ramón siempre se ha interpuesto entre las mujeres y yo? ¿Acaso insinúas que él tuvo algo que ver con tu hermana?
—¡No, por Dios! —se burló con nuevas y sardónicas carcajadas mientras volvía a su asiento—. Ambos sabemos que Felisa carecía de atractivo. Sólo alguien como tú pudo sentirse atraído por ella. Aunque también en tu caso lo dudo… —Pensé replicarle, pero me mordí la lengua a tiempo—. No, Vicente. Cuando digo que tu primito siempre te ha quitado las mujeres que a ti te han interesado, claro que no me refería a la pobre Felisa. Más bien pensaba en Sole y en esa… ¿Irma?
—¿Por qué mencionas a Sole? ¿Es que Ramón y ella…?
—Bueno… —titubeó.
—¿Qué pasó entre Sole y Ramón? ¿Tiene algo que ver con su muerte?
El titubeo de Xema duró tan sólo unos pocos segundos, pues enseguida recuperó su cinismo habitual:
—¿Te acuerdas cuando te dije que tenías a tu primo cogido por el cuello por culpa del dinero…? —y sin esperar a mi afirmación—: ¿… pero que yo lo tenía cogido por los cojones? Pues bien, por el momento, no pienso soltarlo. Cuando decida hacerlo, quizá te avise.
—¿Qué quieres decir con eso? No te entiendo —y, airado, le repetí—: ¿Pero tuvo algo que ver Ramón con la muerte de Sole?
Ante mi insistencia, Xema borró su sonrisa y se encogió de hombros.
—Volvamos a lo que te ha traído a mi casa ahora, ¿quieres? Porque no me creo que sólo hayas venido para confirmar lo de esa mujer… Sospecho que tú ya estabas seguro de ello, antes de venir.
Saqué del bolsillo el recorte de prensa donde aparecía la fotografía de Paco Donati y se lo dí mientras le preguntaba:
—¿Conoces a este hombre?
Xema echó una breve ojeada a la foto y me devolvió el papel; ni siquiera se molestó en leer por encima el texto de la noticia.
—No.
Su respuesta sonó tan contundente como lacónica.
—¿Estás seguro? Si algo bueno puedo decir de ti, es que nunca me has mentido.
—¡Joder, Vicente, deja de tocarme los…! ¿Pero qué quieres que te diga? No pretenderás que me delate, ¿verdad?
—Luego lo conoces. No te ha dado tiempo para leer nada, y sin embargo, sabes que se trata de un asesinato.
—Vaya con el detective de pacotilla. Con el titular es suficiente para deducir de qué va.
—Este hombre iba persiguiendo a Irma y a Ramón.
—¿Ah, sí?
—Y estoy seguro de que mi primo te pidió que les libraras de él.
—Que me lo cargara, vamos.
—Sí.
Xema se incorporó de su asiento y, acercándose a mí, me miró fijamente a los ojos.
—Estoy acostumbrado a deshacer los entuertos de tu primito, pero no pienso decirte nada que…
A pesar del brandy, su aliento era tan fétido como el de su hermana. A buen seguro, pensé, debía de sufrir como ella de alguna dolencia gingival.
—¿A deshacer entuertos como el de Sole?
Su mirada penetrante se volvió vidriosa y sus labios temblaron levemente. Por un instante, creí que iba a agarrarme por el cuello con sus manos, pero lo único que hizo al fin fue aplastar el cigarrillo en un plato sucio que había sobre la mesa.
—Todo tiene su momento —dijo con un inesperado tono conciliador.
—Es decir: cuando Ramón deje de corresponder a tus favores.
—Muy listo; sí señor —sonrió.
—Pero, por lo que veo, no te debe de pagar mucho —opiné, ojeando a mi alrededor.
—Y muy astuto —rió—. Pero no te esfuerces, no conseguirás desatarme la lengua —y ya de nuevo sentado en la silla, tras apurar el vaso de brandy—: No necesito vivir lujosamente para ser feliz. En realidad, no es dinero lo que tu primo me proporciona. Aunque últimamente le va bastante bien, hubiera sido como pedírselo a un mendigo. No, lo único que Ramón me ha podido ofrecer durante estos años, y todavía ahora, es influencia.
—Influencia para sacarte de los apuros legales en los que te debes meter muy a menudo.
—Así es.
—Aunque sea una influencia prestada, pues él no debe de ser más que un intermediario.
—Eso a mí no me importa, con tal de que me responda como debe, cada vez que se lo pido.
—Seguro que es Miguel Ángel Amorós quien de verdad te saca de todos esos aprietos. ¿Por qué no recurres a él directamente? Tú también le conoces.
—Hum, sí, pero no le conozco tanto como a Ramón.
—Quieres decir que no te debe ningún favor tan importante como los que te debe Ramón.
Los ojos de Xema chispearon, divertidos.
—Puede ser.
—Hasta ahora. Pues Donati también tenía mucho interés en saldar con Miguel Ángel una deuda pendiente.
Esta vez sus ojos me rindieron admiración.
—Si tú lo dices…
Sabía que nada de lo que yo le pudiera decir u ofrecer en ese momento serviría para que me respondiera sin evasivas a la cuestión que más me interesaba, aunque no era precisamente ninguna de las que me habían impulsado a ir hasta su casa. Del mismo modo que ya tenía la confirmación de que en efecto era Irma la mujer que se había escondido en El Acebuche con Ramón y Miguel Ángel, y contaba como cierto que Xema había sido quien acabara con la vida de Paco Donati, estaba convencido de que habría de marcharme de allí sin penetrar en aquel secreto que, treinta y siete años después, todavía envolvía la muerte de Soledad. Como así fue.