La calumnia es un vientecillo. LIBRO I | XXIII. El verano de 1944 volví a pasarlo en El Acebuche, y si bien las diferencias con respecto al año anterior no fueron muy importantes, sí que noté algún cambio significativo: verbigracia, Miguel Ángel ya no llevaba la esvástica enganchada a sus camisas y el entusiasmo de los germanófilos había decrecido de manera tan notable, que a ninguna de las fiestas que dieron los Amorós en su finca fue invitado el cónsul alemán ni ningún otro representante del Reich.
Otro cambio que también descubrí fue el protagonizado por Xema, el cual había abandonado su oficio en el puerto, para engolfarse en asuntos turbios. Después de ajustar sus sobornos con algunos miembros del lumpen alicantino, Xema se dedicó a organizar partidas del monte, varias noches a la semana, en un tugurio situado en el casco antiguo, a las faldas del Benacantil. Sólo una vez acompañé en ese verano a Miguel Ángel y a mi primo a tal garito, y apenas si resistí dentro de aquel pandemónium algo más de media hora. Como experto en el monte, un juego de naipes mucho más conocido en la montaña que en la capital, Xema controlaba las apuestas y las suertes, manejando la baraja con maestría. A su alrededor, los asistentes bebían, fumaban, apostaban, reían, blasfemaban y, sobre todo, vociferaban, convirtiendo aquel sitio en una sentina donde, a partir de determinado momento, se me hacía imposible respirar.
Y, por último, también en aquel verano se produjo un hecho que vino a reafirmar mis sentimientos acerca del mar. Pues acaeció que cierto día, por curiosidad y para evadir el tedio que empezaba a embargarme, accedí a navegar en el velero de los Amorós en compañía de Miguel Ángel, su padre y Ramón. Cuando zarpamos, el mar estaba en calma, hacía un sol radiante y el suave viento de poniente nos llevó rápidamente hasta la isla de Tabarca. Allí echamos el ancla, recogimos velas y, durante un buen rato, don Alfonso se entretuvo pescando con caña, en tanto su hijo y mi primo se bañaban por los alrededores. Después de la comida, mientras Miguel Ángel y Ramón sesteaban, don Alfonso y yo fuimos a tierra en un bote neumático. Paseando por la isla, charlamos sobre diversos asuntos. Yo le conté cómo era Castalla y nuestra finca, formulándole la correspondiente invitación para que, con su familia, viniese a visitarnos cuando quisiera; y él me puso al corriente de los negocios comunes que le unían a mi tío Vicente. Así fue como me enteré de que los numerosos pisos que mi tío tenía arrendados en Madrid, habían sido construidos por una empresa que poseía a medias con Alfonso Amorós.
En cuanto emprendimos el regreso al puerto de Alicante, noté que las condiciones climáticas y marinas habían cambiado: las olas estaban crecidas por culpa del viraje sufrido por el viento y unos nubarrones parduzcos se acercaban por el suroeste cabalgando a gran velocidad sobre un impetuoso levante. Conforme avanzábamos, las velas fueron tensándose y, a mitad de camino, el viento ya se había trocado en vendaval. A partir de entonces las cabezadas del barco se me hicieron insufribles, pues la proa ora estaba casi perpendicular al mar, con el agua entrando en la cubierta por encima de la roda, ora estaba mirando al cielo, con casi todo el tajamar al aire. Quise vomitar por la borda, pero no me dio tiempo, arrojando casi encima del timón. El señor Amorós me mandó que bajase al sollado y yo le obedecí, tumbándome en un camastro y quedándome así, más muerto que vivo, hasta que arribamos al puerto alicantino. Aquella fue la primera y, hasta ahora, la última vez que he montado en un barco, conformándome con admirar la belleza del mar desde la orilla.
XXIV
Cuando regresé a Castalla, me encontré con una situación análoga a la del año anterior, si bien los pertinaces rumores contra mi madre se habían convertido ya en una auténtica campaña vilipendiadora.
El origen de tal oprobio estaba de nuevo en las diarias visitas que Ferrán había seguido haciendo a L’Olivar durante los meses estivales en que yo había estado en Alicante. La Castellana había vuelto a advertirles de los comentarios rumorosos que comenzaban a extenderse por culpa de aquellas constantes visitas, pero tanto mi madre como Ferrán hicieron caso omiso de sus avisos.
Por fin, unos días antes de mi vuelta, mi madre empezó a notar el inicio del ostracismo: las visitas de sus amistades a L’Olivar habían prácticamente desaparecido, parecían rehuirle por la calle y habían dejado de convocarla a las reuniones preparatorias para la celebración de los actos religiosos en honor de la Santísima Virgen de la Soledad. Pero nadie le dijo nada abiertamente, hasta que, una semana después de mi llegada, recién pasadas las fiestas, recibió la visita inesperada del padre Valeriano, quien la convenció por fin para que precaviese males mayores para la honorabilidad suya y de nuestra familia. Por lo visto, el sacerdote le dijo que, aun cuando él estaba seguro de que no existía nada innoble entre ella y Ferrán, el río de la calumnia había crecido tanto a lo largo de las últimas semanas, que se había desbordado hasta niveles muy preocupantes, pues si al principio sólo había entreoído comentarios y quejas más o menos veladas de algunas parroquianas, poco antes de las fiestas había recibido un escrito, técnicamente anónimo puesto que no estaba firmado, pero remitido por un grupo de principalísimas mujeres de la sociedad castallense, en el que le pedían, o mejor dicho, le amenazaban con no colaborar más con él en la organización de actos y festejos religiosos, si no apartaba a la viuda de Berbegal de tales cometidos.
Al cabo de cierto tiempo, aquel libelo supuestamente anónimo fue motivo de una agria discusión entre el padre Valeriano y yo mismo, pues me negó saber qué persona en concreto lo había redactado, pese a reconocer que fue escrito a mano, y cuando le requerí que me dejara verlo, me aseguró que eso era imposible por haberlo destruido al poco de recibirlo, cuestiones estas (especialmente la primera de ellas) que yo no me creí en absoluto, y así se lo dije. En cualquier caso, las consecuencias de aquella visita del padre Valeriano fueron inmediatas.
Al día siguiente, mi madre y Ferrán tuvieron una larga conversación en el jardín. Estuve observándoles desde la galería y, aunque no les oí, sus gestos, sus suspiros, sus miradas, me confirmaron que, a pesar de que Ferrán era doce años más joven que mi madre, entre ellos existía algo más que amistad. Mientras paseaban, ella hablaba sin apenas mirarle, dedicándose distraídamente a arrancar algunas hojas secas de las plantas. Luego, una vez que mi madre calló, fue él quien se explicó durante un buen rato. Llegados a un recoleto rincón donde crecía un vistoso grupo de lirios, ella se entretuvo regándolos en abundancia, pero sin dejar de escucharle. Mantenía mi madre la cabeza agachada, con los ojos fijos en la roseta de la regadera, dirigiéndole una mirada de soslayo sólo de vez en cuando, pero era evidente que las palabras de Ferrán le estaban llegando a lo más hondo del corazón. Por fin, cuando él se despidió y mientras caminaba hacia la casa, mi madre volvió la cabeza para mirarle durante un intenso y angustioso instante. Ferrán no pudo ver sus lágrimas, pero yo sí que vi sus ojos arrasados por la enfermedad del amor. La duda estaba en saber si aquel sentimiento que compartían había transgredido o no los confines de lo platónico, pero jamás me atreví a preguntárselo a mi madre. Como la Castellana, preferí creer que el amor entre ellos siempre había sido puro, exento de todo contacto carnal.
Pocos días más tarde, Ferrán se marchó de Castalla, despidiéndose de nosotros con una escueta misiva que nos hizo llegar a través de la Castellana. Al cabo de unos meses, recibimos una carta suya desde Barcelona. En ella nos contaba que había encontrado trabajo en una editorial y que por fin estaba terminando la novela que llevaba escribiendo desde hacía tanto tiempo. Y ya no volvimos a saber nada más de él hasta que, unos años después, cuando mi madre ya no se encontraba conmigo, recibí otra carta desde Argentina en la que Ferrán me informaba de que llevaba viviendo en Buenos Aires desde hacía unos meses, al haber sido enviado hasta allí como delegado de la editorial para la que estaba trabajando.
XXV
A pesar de la marcha de Ferrán y de los esfuerzos vindicatorios de la Castellana y del padre Valeriano, mi madre no recuperó su reputación en el seno de la sociedad castallense. Seguía sin recibir visitas y tampoco la invitaban a fiestas, bodas, comuniones ni bautizos.
Pero mi madre no sólo supo sobreponerse a esta situación, al menos aparentemente, sino que además ella misma determinó aislarse por completo, no saliendo de L’Olivar nada más que para asistir a misa los días preceptivos. Y aunque el párroco sí que la invitó a participar en las periódicas reuniones que se celebraban para preparar los eventos religiosos, ella no acudió a ninguna.
Para entretenerse, a lo largo de aquel invierno mi madre se dedicó a remodelar la cocina y a facilitar el trabajo doméstico con aparatos más modernos. Pese a la opinión en contra de la Castellana, que hubiese preferido dejar las cosas como estaban, mi madre se empeñó en que construyeran una especie de isla central en la cocina, donde se instalaron unos fogones de petromax que, poco después, funcionaron con butano, los cuales sirvieron, a partir de entonces, para calentar muchas veces la novedosa olla exprés que hizo traer desde Alicante. La modernidad también alcanzó a la plancha, cuyo nuevo modelo eléctrico supuso un avance reconocido incluso por la Castellana, así como la tradicional manera de hacer la colada, pues la adquisición de una lavadora mecánica con rodillo incorporado hizo más cómoda esta labor.
Pero también durante aquel invierno empezaron a producirse los primeros cambios en mi propia madre.
En un principio creyó que aquellos desarreglos eran propios del climaterio, pero cuando aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad, con molestos pujos y ocasionales melenas, acudió a uno de los nuevos médicos que habían abierto consulta en el pueblo, el cual le diagnosticó una infección y le recetó unas medicinas que acabaron con las molestias.
Pero, al cabo de unos meses, cuando los almendros y los melocotoneros tapizaban el valle con sus flores rosas y blancas, mi madre volvió a la consulta del galeno porque, aun no habiendo vuelto a tener hemorragias, sentía unos ligeros dolores en el viente y además se notaba excesivamente cansada, con una lasitud anormal que le duraba todo el día. Los resultados de los análisis que le hicieron entraban dentro de la normalidad, ya que sólo resaltaban un moderado grado de anemia, según le informó el médico, por lo que éste insinuó la posibilidad de que tales trastornos tuvieran un origen psicosomático.
Almendros en flor
—¿Quiere decir que me lo estoy inventando? —le preguntó, extrañada.
—Quiero decir que es muy posible que este cansancio sea consecuencia de su estado anímico. Junto con la falta de apetito, que explica esta ligera anemia que usted padece, la desidia y el cansancio son síntomas claros de un estado depresivo.
—Pero yo como bien; y estos dolores en el vientre…
—Le repito que los resultados analíticos no evidencian infección alguna… Pero bueno, por si acaso, le recetaré algo que le irá muy bien.
Por aquel entonces no existían los ansiolíticos, pero supongo que, al creer que se trataba de una depresión nerviosa, el galeno le recetaría algunas drogas parecidas; aunque bien pudo mandarle también un tratamiento innocuo a base de vitaminas y reconstituyentes, convencido de que surtiría un efecto placebo sobre los dolores que ella decía sentir. El caso es que, fuera por una razón u otra, mi madre afrontó la primavera y el verano de aquel año de 1945 con ganas de trabajar y de disfrutar en su jardín, como si tuviera prisas por cultivar el mayor número de plantas y pidiéndole con frecuencia a mi tío la búsqueda y envío a L’Olivar de determinadas semillas, tubérculos o plantas. Auxiliada por Joanet, se preocupó de que se desmocharan debidamente los claveles; de que se podaran las lavandas, los índigos y la glicina. Al mismo tiempo, se ocupó personalmente de enterrar unos tubérculos al fondo del jardín, donde pronto crecería un bosquecillo de dalias, así como de plantar en el centro del césped varias coronas imperiales, unos carrizos y un ciprés de verano o arbusto del fuego, llamado así por parecerse a un pequeño ciprés, pero cuyo follaje adquiere en otoño una intensa coloración roja.
Fueron unos meses de sosiego durante los cuales recibimos únicamente las esporádicas visitas de mi tío Vicente. Por cierto que, una de aquellas veces, mi tío le ofreció a mi madre la oportunidad de incorporarnos como socios en la empresa inmobiliaria que tenía a medias con Alfonso Amorós en Madrid:
—Hemos aprobado una ampliación de capital para hacer frente a las nuevas inversiones que vamos a hacer en la sierra madrileña y en los alrededores de la capital, de modo que hemos pensado en ofrecerles la compra de acciones preferentemente a personas de confianza. Y, en este sentido, seguro que te alegrará saber que fue precisamente Amorós quien pensó en vosotros, pues por lo visto tiene una excelente opinión de tu hijo Vicente.
—Pero si Vicente no posee experiencia en estos asuntos y además le preocupan bien poco los negocios —se extrañó mi madre.
—Mira, querida, en estas cuestiones la bisoñez tiene fácil solución. Lo que importa es la valía personal, la honradez, la confianza que se pueda inspirar a los demás…
—Y la liquidez pecuniaria, ¿no?
—También —reconoció mi tío.
—Pero nosotros no tenemos mucho dinero en efectivo. Todo cuanto hemos sido capaces de ahorrar a lo largo de los últimos años lo hemos destinado a la reconstrucción de esta finca y, por otra parte, los gastos de Ximo en Madrid…
—Bueno, bueno. Pensadlo. Quizá podáis pedir algún crédito, o tal vez desprenderos de otras participaciones empresariales. En fin, yo me he limitado a ofreceros una oportunidad que considero única, para que podáis diversificar vuestras inversiones…
Aquella misma noche, aprovechando que Ximo estaba pasando aún sus vacaciones en casa, mi madre nos reunió para hacernos partícipes de la propuesta de nuestro tío. Debatimos durante un rato y, al final, decidimos aceptar la oferta, acordándose que sería yo quien estudiaría el modo de conseguir el dinero preciso. Para ello, busqué asesoramiento en Mariano, nuestro administrador. Ambos ponderamos el estado financiero de la familia, valorando las diferentes opciones que se nos presentaban para obtener el monto que necesitábamos con que adquirir las acciones de la inmobiliaria que se nos ofrecían: pedir un crédito bancario o desprendernos de las participaciones en las fábricas de calzado de Elda, la juguetera de Ibi, o en la textil de Alcoy, de cuya contaduría seguía encargándose Mariano.
—Sería una deslealtad por mi parte utilizar información confidencial sobre el estado económico de la fábrica textil —me dijo con fingida preocupación, antes de añadir—: Pero considerando que ustedes comparten intereses en ella…
El consejo de Mariano se concretó al fin en la venta de las acciones que teníamos precisamente en la fábrica alcoyana de mi tío, puesto que redituaban bastante menos que nuestras participaciones en las otras empresas.
—Llevo mucho tiempo intentando convencer a su tío para que se desprenda de esa factoría y que reinvierta en otro negocio, como una papelera, por ejemplo, pues los ingresos han descendido notablemente, sobre todo desde que finalizó la guerra en Europa, pero no me hace caso. Dice que la fábrica textil es de los Berbegal desde hace un siglo y que no será él quien acabe con ella —y tras suspirar ruidosamente al mismo tiempo que se acariciaba la perilla, me dijo mirándome por encima de sus gafas de concha—: Pero ustedes no tienen por qué compartir tales sentimentalismos. A fin de cuentas, esa fábrica es más responsabilidad de su tío que de ustedes, ¿no?
¿Sería posible, pensé, que cuando mi tío nos animó a que adquiriésemos aquellas acciones de su fábrica tras la guerra, lo hiciera más por interés suyo que para ayudarnos a nosotros? Me apresuré a responderme que no, que mi tío nunca se hubiese aprovechado de nuestra confianza, que únicamente había buscado nuestro bien. Pero con igual rapidez me convencí de que Mariano tenía razón, pidiéndole a continuación que me ayudase a justipreciar las acciones que teníamos en aquella fábrica textil de Alcoy.
A la mañana siguiente, festividad mariana, fui a La Espartosa para comunicar a mi tío Vicente la resolución que habíamos adoptado.
«Por ser fiesta de concepto», tal como dijo él mismo con su paronomasia habitual, el señor Marín había marchado aquella mañana al pueblo para oír misa, por lo que fue la guardesa de la finca quien me atendió a mi llegada, acompañándome enseguida hasta la biblioteca. Nada más entrar en aquella vasta y sin embargo acogedora estancia, antes incluso de ver a mi tío sentado en su sillón, percibí el agradable aroma a nardo que desprendía el pebetero de plata, y reconocí la bellísima súplica que Lauretta le dirigía a su padre, Gianni Schiachi, a través del gramófono, para que le ayudase a resolver su dramático dilema: «O mio babbino caro…». En cuanto me senté frente a él, le expuse el motivo de mi visita. Conforme le explicaba las razones que nos habían convencido para vender las acciones de la fábrica textil de Alcoy, y así poder adquirir las de la inmobiliaria madrileña, leí en sus ojos grises una sarcástica pregunta: «¿Es idea tuya o de Mariano?»; pero, comoquiera que no la pronunció en voz alta, preferí desentenderme de ella, terminando sin embargo con una frase que posibilitaba el entendimiento, la corrección o la complicidad:
—…Pero esta decisión queda supeditada a su opinión, ya que si usted no cree acertada esta operación, si considera inconveniente la venta de estas participaciones en su fábrica textil…
Por la acidez de su sonrisa adiviné lo que me iba a responder:
—En absoluto. Si esta es vuestra resolución, yo mismo os compraré esas participaciones. Haremos un nuevo trueque, ¿de acuerdo? Unas acciones por otras. Así todo quedará en la familia. —Pero, apenas un instante después, su sonrisa se amplió, transformándose en una franca señal de simpatía—: ¿Sabes?, mi amigo Alfonso Amorós tiene razón: Eres un joven con mucha intuición y también muy inteligente. Una mezcla rara e interesante que, bien empleada, puede hacerte muy rico. Mucho.
—Pero yo no estoy interesado en dedicarme a…
—Lo único que puede malograr tu futuro es que te subestimes —siguió diciendo, interrumpiéndome y sin hacer caso de mis palabras, acaso porque ya sabía lo que iba a decirle—: Escúchame bien, Vicente —me dijo, separando la espalda del butacón—. Cuando hayas decidido hacer algo, hazlo a conciencia, sin titubear, seguro de ti mismo, con total confianza en tus posibilidades: de esta manera dominarás la situación. Y una vez que lo hayas hecho, sea cual fuere el resultado, jamás te arrepientas de ello, nunca te muestres compungido ni apesadumbrado; muy al contrario, manifiéstate orgulloso de tus propias decisiones, aunque hayas fracasado: así siempre serás respetado.
XXVI
Con la llegada del otoño, cuando la hojarasca cubría el jardín como una alfombra marrón, mi madre volvió a sentir dolores en el vientre y a expulsar melenas como consecuencia de hemorragias en su aparato digestivo. Después de un nuevo reconocimiento y tal vez a causa de los nuevos resultados analíticos, o a que había agotado los recursos de su vademécum, el médico de Castalla envió a mi madre a un cirujano de Alcoy, ya que la enfermedad había tomado «un nuevo sesgo»; pero en ningún momento reconoció que su primer diagnóstico hubiese sido erróneo. Tras hacerle varias pruebas y análisis durante tres días, en los cuales no me separé de ella, mi madre fue operada en una clínica privada de Alcoy. En el telegrama que remití a Ximo no quise darle importancia a aquella intervención quirúrgica, pero tu padre vino de Madrid a tiempo de que el cirujano nos informase a ambos del resultado de la operación: le habían extirpado un pequeño tumor en los intestinos.
—Todo ha salido bien. Podrá marcharse a casa dentro de unos días. Pero, para asegurarnos de que todo se desarrolla adecuadamente, deberemos hacerle revisiones periódicas.
Y, en efecto, una semana después, mientras Ximo volvía a Madrid, mi madre y yo regresamos a L’Olivar, donde el arbusto del fuego la recibió haciendo honor a su nombre, las hojas del liriodendron la saludaron con un llamativo tono dorado, y la aucuba y el espino del coral le dieron la bienvenida salpicando sus follajes verdes con preciosos frutos encarnados.
Durante el resto del año 1945, mi madre continuó participando activamente en las faenas domésticas, colaborando con la Castellana tanto en la cocina como en la sala de costura y plancha. Pero, una vez pasadas las Navidades, su ánimo decayó sin que aparentemente influyera en ello su anterior enfermedad.
Casi de manera imperceptible, entró en un estado de desánimo y atonía, de cansancio y melancolía, que le impedía realizar cualquiera de las labores cotidianas que hasta entonces acostumbraba a hacer con soltura y vigor. Como si de pronto su mente se hubiese quedado en blanco, con la mirada perdida y la prenda a medio coser entre sus manos, se quedaba embelesada en la salita de costura, con las enagüillas de la mesita encima de las piernas, durante ratos tan largos que la Castellana la miraba con más susto que preocupación. O bien se pasaba horas callada, sentada en su mecedora, frente a la chimenea, observando la flama del fuego desde tan cerca que le aparecían cabrillas en las piernas, mientras escuchaba la música que sonaba en la gramola y que, a fuerza de oírla, empezó a distinguir, coincidiendo conmigo en sus preferencias por Rossini.
Recuerdo bien que aquel invierno fue muy crudo y que las fuertes heladas se sucedieron como los días y las noches. El frío llegaba a ser tan intenso que se infiltraba en la casona por cualquier resquicio, debido a lo cual la Castellana tapó con burletes las rendijas de todas las puertas y ventanas. Cierta mañana, estando mi madre ante el hogar, meciéndose en silencio y escuchando «El Barbero de Sevilla», por primera vez sonó el teléfono que, a instancias de tu padre, instalamos en casa. Tras saludar a Ximo, avisé a mi madre para que se acercara al rincón del salón donde estaba el aparato. Risueña y gratamente sorprendida por la llamada de su hijo menor, durante unos instantes estuvo hablando con él a través del hilo telefónico. Procuró mostrarse alegre en su conversación, pero cuando me devolvió el auricular, tu padre me preguntó con preocupación:
—¿Qué le pasa? La encuentro muy triste.
Viendo cómo ella se sentaba de nuevo en la mecedora, le dije bajando la voz:
—No lo sé. Dice que está cansada, pero no le duele nada.
—No me gusta. A ver si ese estado de ánimo le va a afectar la salud.
Quise tranquilizarlo diciéndole que no tenía por qué haber relación entre ambas cosas, pero, nada más colgar el teléfono, me quedé cavilando durante un rato, mientras contemplaba el frío paisaje que se avistaba tras los ventanales. ¿Sería posible que los rumores ignominiosos que habían provocado su ostracismo, le hubiesen ocasionado también aquella enfermedad que había padecido?, pensé en tanto veía cómo la lluvia del turbión que estaba cayendo en ese instante sobre el Cabeço del Pla deshacía poco a poco los témpanos y carámbanos en los rincones y dinteles. Después de todo, pese a errar en un principio, el médico del pueblo podía haber tenido razón cuando dijo que mi madre había somatizado su enfermedad, convirtiendo un trastorno psíquico, cuyo origen acaso él intuyó, en una dolencia física. Y si eso era así, si realmente el estado de mi madre, sus dolencias y tristezas, provenían de aquellas calumnias tan cruelmente recibidas, ¿no habría que buscarle antes que nada una cura anímica? Pero estaba seguro de que mi madre se negaría a visitar a un psicólogo o a un psiquiatra, ya que, para ella, eso sería como aceptar que estaba un poco loca.
Lluvia del turbión
Muchas veces a lo largo de mi vida he rememorado la forma tan casual como, en aquel preciso momento, empezó a oírse el aria de don Basilio, quien, con su voz de bajo, explicaba:
«La calumnia es un vientecillo,
un airecillo muy suave…»
Unos años más tarde, al visitar en Florencia la Galería de los Uffizi, me tropezaría con un cuadro de Boticelli que me impresionaría hasta el extremo de dejarme clavado, inmóvil ante él, durante muchos minutos. Incapaz de separar la mirada de aquel lienzo, recordaría entonces esa mañana fría de invierno, con detalles tan insignificantes como las gotas de lluvia estrellándose contra los cristales, para luego resbalar por ellos como gruesas lágrimas. Pero también me evocaría la figura postrada y consumida de mi madre, su rostro cetrino, sus manos apretadas a las mías, con venas hinchadas y verdosas, su mirada desvaída, su voz estremecida y delirante, su piel fría y alabastrina, su cuerpo exánime y oliendo a lavanda… Y siempre con la misma melodía de fondo:
«…Saliendo de la boca
el escándalo va creciendo;
coge fuerza poco a poco,
va volando ya de un sitio a otro…»
En el cuadro de Boticelli, con ayuda de la Ira, la Envidia y la Insidia, la Calumnia arrastra por los cabellos al inocente ante la presencia del juez, a quien pretende influir por medio de la Ignorancia y la Sospecha. Esta imagen alegórica siempre ha sido rememorada por mí cada vez que he escuchado el aria que escribiera Cesare Sterbini para el don Basilio rossiniano, formando así parte de una cadena de recuerdos indestructible que ha quedado grabada en mi memoria hasta el fin de mis días, y en la que se suceden aquel cuadro, aquella canción, aquella mañana de invierno y aquella imagen de mi madre moribunda.
«…Y el infeliz calumniado,
envilecido, pisoteado,
bajo el flagelo de la opinión general
tendrá suerte si se muere.»
Y todas las veces me preguntaba quién sería el principal responsable de aquella calumnia que tanto dolor había causado a mi madre, quién sería el culpable de su sufrimiento y ulterior muerte.
Con la llegada de una nueva primavera pensé que el ánimo de mi madre se reconfortaría, pero ocurrió todo lo contrario. Antes de que acabara ese verano de 1946, nuevamente padeció de dolores en el vientre y de pérdidas de sangre al evacuar. En Alcoy, el médico que la había operado el año anterior ordenó que permaneciese ingresada en la clínica durante una semana para hacerle una revisión exhaustiva, cuya consecuencia fue una nueva intervención quirúrgica.
—No tengo buenas noticias para ustedes —nos dijo al día siguiente a Ximo y a mí—. Tiene tan extendido el mal, que no hemos podido hacer nada. No merecía la pena.
—Pero, ¿cómo es posible que se haya desarrollado con tanta velocidad? —le pregunté—. Usted mismo la revisó hace sólo unos meses y no vio nada.
—Es cierto, todo parecía indicar que no se había reproducido el tumor. Pero ahora, al abrir… Hasta que no se abre realmente no se puede estar seguro. Pero, no sé… la verdad es que todo ha sido demasiado rápido. Es como si el organismo de su madre tuviese prisa por…
—Por autodestruirse —dijo Ximo.
El médico afirmó con la cabeza, como si no se atreviera a confirmar aquella idea de palabra, como si la sospecha de que era mi madre quien tenía prisa por morirse resultase demasiado ofensiva para nosotros y por lo tanto no fuera conveniente pronunciarla en voz alta.
—¿Y qué podemos hacer? —le pregunté a pesar de saber cuál era la respuesta que iba a recibir, pero todavía incrédulo y reacio a conformarme con lo que nos deparaba el destino.
—Sólo podemos procurar evitarle el dolor, en la medida de nuestras posibilidades. Si quieren que se quede internada…
—No, no. Nos la llevamos —se precipitó a decir Ximo, aunque enseguida buscó mi aprobación con la mirada—. Nos la llevamos a casa. Allí estará bien atendida. Lo único que necesitamos es saber qué medicación debemos suministrarle para que no sufra.
Mi madre no fue consciente de la gravedad de su enfermedad hasta el año siguiente. A pesar de que quiso quedarse en casa durante aquel invierno, aunque ello supusiera la pérdida de todo un curso, al final convencí a tu padre para que marchase a Madrid y continuase sus estudios. El estado de mi madre, que todavía aparentaba normalidad, me ayudó en tal menester.
A partir de esta segunda operación, y hasta las Navidades, mi madre recibió únicamente las visitas de mi tío Vicente, del padre Valeriano y, para sorpresa de todos, la de su antigua amiga Isabel.
Acompañada de su hija Felisa, doña Isabel vino a verla por primera vez una de las últimas tardes de otoño, aduciendo que hacía sólo unos días que se había enterado de su operación. Y si bien era verosímil que en verdad no hubiese sabido antes el estado de salud de mi madre, pues lo llevábamos con bastante discreción, me molestaba que hubiese esperado tanto tiempo para romper el extrañamiento con que el resto del pueblo la estaba castigando. No obstante, al ver el júbilo reflejado en la mirada de mi madre cuando la recibió, yo también me alegré de que por fin alguna de sus viejas amistades viniese a visitarla. No así la Castellana, quien lejos de compartir esa alegría con mi madre, susurró mientras servía el café:
—El lobo anda en el rebaño —en una clara alusión a la madre de Xema, aun cuando fui el único en descifrar su murmullo.
A lo largo de aquella tarde, doña Isabel puso a mi madre al corriente de todo cuanto de interesante había acaecido en Castalla últimamente, sin mencionar para nada los rumores que tanto la habían perjudicado, omisión que mi madre respetó. Mientras ella escuchaba sonriente y complacida las noticias que le hacía llegar su amiga, yo me percaté de que Felisa, pese a ser ya veinteañera, seguía sufriendo esa especie de manía que la obligaba a morderse las uñas casi constantemente. Se había ondulado su cabello trigueño y se había pintado los ojos, pero apenas si pude vérselos por tenerlos casi todo el tiempo dirigidos, a causa de su todavía enorme timidez, a las puntas de sus zapatos.
Con el nuevo año, las señales de la enfermedad empezaron a evidenciarse en la piel de mi madre, hasta entonces poseedora de una tonalidad que, desde niño, yo creía inmarchitable. Su venosidad, de un azul verdoso, se traslucía y formaba relieve en una piel repentinamente envejecida, semejando la nervadura que los tallos de la viña virgen formaban en invierno sobre la fachada de la casa. Hasta las cutículas de sus dedos perdieron su natural elasticidad, apareciendo en las uñas selenosis, esas manchitas blancas que tanto las afean, e incluso dolorosos uñeros. Pero ni aun entonces su piel dejó de oler a lavanda. Y cuando ya la debilidad y los dolores la obligaron a permanecer acostada, siendo cada movimiento de su cuerpo motivo de un alarido por culpa del mal que le roía las entrañas, su mirada me dijo que ya sabía lo que estaba pasando y lo que le esperaba, aunque sus labios callaban, procurando sonreír cuando no se quejaban. Durante aquellos días, y también muchas noches, me quedaba en su alcoba, sentado en la cabecera de su cama y dejando que apretase mi mano con las suyas, huesudas y arrugadas, pero perfumadas con lavanda. Algunas de aquellas noches, tras vencer el sopor, me quedaba mirándola asustado, pues parecía que no respiraba, que su pecho no se movía. Durante unos instantes me quedaba mirando su rostro inmóvil y esquelético, cuyo lado izquierdo estaba iluminado por la tenue luz que irradiaba la lamparilla que había sobre el velador. Atento a sus ojos cerrados, me acercaba a ella hasta comprobar que respiraba, que seguía viva, y entonces me sentía aliviado, si bien la mayoría de las veces apenas si podía reprimir el impulso de abrazarla, sollozando. En ocasiones, ella se despertaba, me miraba con ojos profundos, hundidos en otro mundo ajeno al que todavía se encontraba, y pronunciaba alguna palabra de consuelo con su voz estremecida, intentando forzar una sonrisa que rara vez superaba la condición de rictus. Cuando abría la boca, se apreciaba una lengua blanquecina, pero de su interior no brotaba una vaharada maloliente, sino aroma a lavanda.
El Jueves Santo de aquel año de 1947, después de que el padre Valeriano le administrase la Extremaunción, y cuando Ximo, la Castellana y yo esperábamos un desenlace inminente, mi madre experimentó una súbita mejoría. Inesperadamente se sintió tan bien que se incorporó para sentarse en la cama y apoyar la espalda en unos almohadones, pidiendo también que le diésemos algo de comer. En el pasillo, para que ella no nos viera, Ximo y yo nos abrazamos alborozados como chiquillos, pero la Castellana, que volvía de la cocina con un plato de sopa, nos advirtió con mirada afligida:
—También a mí me gustaría creer que es un milagro, pero por vuestro bien espero que no os hagáis muchas ilusiones. Que es mala señal cuando no se siente el mal.
Y si bien nos molestó entonces el mal augurio de la Castellana, lo cierto es que el Destino no tardó mucho tiempo en demostrarnos que tenía razón. Pues tan sólo cuatro días después de aquella leve mejoría, tu abuela expiró en mis brazos.
Antes de amortajarla, la Castellana ungió el cuerpo de su señora con lavanda, cumpliendo así con las instrucciones que de ella misma había recibido. Y complaciendo también sus últimos deseos, expresados al padre Valeriano cuando le administró el viático, su funeral se celebró en la capilla de L’Olivar, donde el cura rezó un sentido responso ante un grupo muy reducido de personas: Ximo, la Castellana, mi tío Vicente, mi primo Ramón, Joanet, doña Isabel, Felisa y yo.
XXVII
Aunque la pluma es lengua del alma, según escribe el maestro Cervantes, no es menos cierto que siempre faltan palabras donde sobran sentimientos, tal como se lee en el «Criticón». Por eso no esperes, pese a mis deseos, hallar reflejado en estos renglones el inmenso dolor que sufrí en aquella época de mi vida.
Pocas noches después de la muerte de mi madre volví a padecer otro ataque de asma, y si bien fue muy ligero, me sirvió de excusa para quedarme en la cama durante varios días. Sólo cuando dormía me liberaba momentáneamente de la profunda angustia que embargaba mi corazón, y no siempre, pues había veces en que mi madre volvía a morirse en mis sueños. En cualquier caso, el despertarme me hacía daño, ya que volvía a ser consciente de la definitiva y real desaparición de mi madre. Buscando un bálsamo para mi sufrimiento decidí releer las Sagradas Escrituras, pero, muy al contrario de mis iniciales pretensiones, aquella nueva lectura de la Biblia me alejaría definitivamente del cristianismo y me conduciría al agnosticismo.
Por aquel entonces coqueteé con la tentación tolstoiana de abandonar cuanto poseía y marchar en busca de una vida menos cómoda y tranquila, pero también más plena y feliz. Como el viejo Crates de Tebas, me hubiese gustado repartir mis bienes para lanzarme a continuación a la vida errante, a la búsqueda de una Hiparquía que estuviese dispuesta a compartir conmigo esa existencia pobre, cosmopolita y libre. Pero cuantas veces lo pensaba, terminaba retrasando mi decisión al creer que tal cosa perjudicaría a mi hermano, el cual dependía de mí para poder acabar sus estudios sin tener que preocuparse de la finca, los negocios y las finanzas familiares, puesto que mi madre me había nombrado fideicomisario de su herencia para tal fin. Desde luego, aquél no era más que un pretexto cobarde, pero lo cierto es que entonces estaba convencido de que estaba actuando con total altruismo, sacrificando mi propia felicidad por el bien de Ximo.
Así que, resignándome a mi destino, que me ataba a L’Olivar, adopté la determinación de evitar cuanto me fuera posible la vida social. Detestaba la idea de conocer a más personas, pues pensaba que ello sólo me acarrearía más sufrimiento. Conocer a personas suponía arriesgarme a tomarles cariño y sabía que eso podía acabar dañándome, como me habían dañado Sole y mi madre con sus desapariciones. De manera que, si bien no podía dejar de querer a Ximo, a la Castellana, a mi tío Vicente y hasta a Joanet, al menos tomaría todas las precauciones para no encariñarme con nadie más, ni siquiera con un animal de compañía. Pero nada de todo esto cumplí.