La boda. 1996 | 10. Sandra finalizó la lectura del primer libro, lo cerró, y lo dejó sobre el buró. Miró su reloj de pulsera: eran las siete y media. Hacía un buen rato que había encendido la lamparita, casi sin darse cuenta. Fuera ya era de noche. Noche fría y ventosa.
Pensó en levantarse y salir del despacho, pero todavía tardó unos minutos. Con la vista puesta en los libros de actas que tenía delante, se dejó llevar por los recuerdos y reflexiones que le habían suscitado la lectura. Aunque siempre había sospechado que su tío no había conocido la felicidad, jamás creyó que su niñez hubiera sido tan… ¿desgraciada? Quizá no tanto. Pero sí triste. Su infancia, tal y como él mismo la describía, debió de ser triste. Claro que, hasta entonces, ella sólo había pensado en su tío como en el hombre adulto que había conocido y que recordaba. Nunca se le había ocurrido imaginar cómo pudo haber sido su infancia, su adolescencia y su juventud. Sabía que siempre había vivido en la finca, que se había casado y que había enviudado; también sabía que había convivido con otra mujer, con la que mantuvo una relación muy especial, que Sandra intuía de amor y frustración, de pasión y abandono; pero nada conocía de aquella tragedia acaecida con la hija del anterior maser, esa muchacha con la que su tío se había criado y a la que quiso como a una hermana; de la misma manera que tampoco conocía la enorme aflicción que, ya desde niño, había empezado a desgarrar el alma de su tío, a causa de los reveses sufridos: cojera, enfermedades y, muy especialmente, el duro rechazo de su padre. Sin embargo, todo aquel sufrimiento había servido para moldear un carácter apacible y bondadoso, opuesto por completo a ese otro, iracundo y cruel, que presentaban la mayoría de los hombres que, como su tío, desde muy pronto habían padecido el castigo de un destino adverso. Aunque agnóstico declarado y profundamente escéptico con todo cuanto tuviera que ver con los convencionalismos sociales, sabía que su tío fue un hombre íntegro, fiel cumplidor de esas universales normas morales que todos los grandes humanistas han respetado escrupulosamente, por encima de las leyes civiles y divinas.
Sandra salió del despacho y descendió por la escalera hasta la planta baja. Los albañiles ya se habían ido, pero ella revisó a conciencia el trabajo que habían hecho esa tarde. El salón estaba casi terminado; pronto podrían colocar de nuevo los muebles. La cocina en cambio presentaba un aspecto desolador. Habían desaparecido todos los muebles, incluidos los empotrados, y tanto las cañerías de PVC como las tuberías que llevaban hasta allí el propano desde el depósito exterior, ya habían sido colocadas. Faltaba poner el terrazo que aguardaba en el patio, apilado en cajas, y pintar las paredes. Sandra dudó que pudiera estar todo acabado para cuando el carpintero viniera a instalar el nuevo mobiliario, pero calculó que, como mucho, las obras se retrasarían un día. De todos modos, todavía quedaba el día siguiente, miércoles, y la mañana del jueves, así que, si se daban prisa, tal vez los albañiles pudieran cumplir con el plazo previsto. Al fin y al cabo, pensó mientras ojeaba distraídamente el suelo de la cocina, no había que levantar el piso viejo, sino poner el nuevo encima. Eso suponía un ahorro de tiempo. Pero su mirada se quedó clavada en el rincón donde siempre había visto el congelador. Allí, sobresaliendo casi un dedo por encima del suelo, había una trampilla, formada por una única losa, aparentemente muy pesada, y con una argolla en el centro. Al acercarse a ella, comprobó que tenía los bordes pegados con yeso al resto del suelo. Aquello sí que era un pequeño contratiempo, toda vez que los obreros se verían obligados a quitarla para que el piso quedase al mismo nivel. ¿Y qué sería lo que había debajo?, se preguntó. ¿Un pozo viejo? ¿Una cisterna? ¿Quizá una entrada antigua a la bodega? No, eso último no podía ser, se respondió. La bodega ocupaba buena parte del subsuelo de la casa, pero no estaba allí abajo; terminaba a unos seis metros de ese lugar, debajo del zaguán y, más o menos, por donde estaba el rellano de la escalera. Seguramente sería un aljibe. Sí, sería eso. ¿Acaso no había leído en el manuscrito de su tío que había un aljibe en desuso bajo la cocina? Sí, estaba segura de que lo había leído. En cualquier caso, al día siguiente saldría de dudas, se dijo encogiéndose de hombros y yendo en busca de Carmen para ir a cenar.
Cerca ya de la medianoche, Sandra volvió a subir a la planta primera de la casa. Entreabrió la puerta del dormitorio de su hija, comprobó que estaba dormida y bien tapada, y la cerró luego con cuidado. Cruzó el pasillo, entró en el despacho y cogió el segundo libro de actas. Después fue hasta su alcoba, la misma que antes fuera de su tío y antes de sus abuelos. Se desvistió, se puso un camisón y se sentó en el tocador para desmaquillarse y, como cada noche, ponerse en la cara un tónico facial y una crema dermonutritiva. Observándose en el espejo, no se encontró demasiado vieja ni demasiado fea. Estaba a punto de cumplir los cuarenta años, pero consideraba que sus facciones, todavía tersas, le daban una apariencia más juvenil. Por eso no comprendía por qué su marido la había abandonado por esa niñata que trabajaba con él en el Banco. Ella estaba en pleno apogeo sexual y en plena madurez intelectual, pero, por lo visto, después de quince años de matrimonio, él se había cansado de la rutina y había preferido emprender la aventura, a todas luces insensata, de irse a vivir con una mujer veinte años más joven que él.
Sandra suspiró, al mismo tiempo que fijaba su vista en la única foto que había en el tocador y en la casa. En ella aparecía su abuela: una mujer madura, quizá de su misma edad, de cabello castaño claro y mirada dulce. No era una belleza, pero tenía cierto encanto en sus rasgos suaves y delicados. Un encanto lánguido que difundía ternura, pero también melancolía.
Ya metida en la cama y con la espalda apoyada sobre varios cojines de seda, Sandra abrió el segundo libro de actas. Antes de iniciar la lectura, examinó nuevamente el tipo de letra que había plasmada en esas hojas. Había observado que la escritura se presentaba casi siempre con igualdad entre los diversos autógrafos, curva, de un tamaño mediano, si acaso tirando a grande, e inclinada ligeramente hacia la derecha; pero a veces las dimensiones de las letras eran desiguales, o tenían una verticalidad fusiforme, o eran angulosas, con rasgos convergentes y agudos. Sin embargo, no había reparado en qué momentos aparecían tales transformaciones caligráficas. Le parecía recordar que las letras se volvían desiguales cuando su tío evocaba a su madre, y angulosa cuando hablaba de su padre. Pero no estaba muy segura, de modo que se dispuso a fijarse mejor en tales detalles.
I
Apesar de la desaparición de mi madre, doña Isabel siguió viniendo a L’Olivar en compañía de su hija. Las charlas y melindres de aquella mujer no me interesaban, pero le estaba muy agradecido por haber sido la única amiga que había visitado a mi madre cuando se hallaba enferma y relegada por el resto de los castallenses, de modo que las recibía con agrado, e incluso accedí por fin a sus insistentes invitaciones: «Tienes que darnos la oportunidad de corresponder a tu hospitalidad», yendo a su casa para merendar algunas tardes.
Nunca coincidí con Xema, el hijo de doña Isabel, quien apenas si aparecía por Castalla desde que marchara a Alicante, y eso facilitó mi acomodación a aquellas visitas. Poco a poco, me acostumbré tanto a los oropeles de la madre y a la mirada huidiza y púdica de la hija, que cuando mi hermano me insinuó la conveniencia de que buscara esposa, a pesar de que al principio rechacé aquella idea riéndome y burlándome, cada vez que me imaginaba mi boda, siempre llevaba del brazo a Felisa.
Aquella muchacha de cabellera trigueña y sonrisa fácil, labios delgados y ojos pequeños, no se parecía a Soledad y tampoco era la Hiparquía que debía haberme acompañado en una nueva vida errante y feliz, pero, según pensaba, era una joven decente, capaz de convertirse en una buena esposa. La verdad es que era la «única» joven que conocía, pero entonces no reparé en ese detalle.
Una vez que se licenció en Medicina y se especializó en Estomatología, tu padre decidió abrir su propia clínica en Madrid, para lo cual precisaba su parte de la herencia, que aún estaba pro indiviso. Llegamos a un acuerdo rápidamente, repartiéndonos el relicto de nuestros padres de la manera más equitativa que supimos. Como él necesitaba dinero en efectivo, se quedó con el montante obtenido por la venta de nuestras participaciones en las fábricas juguetera y zapatera, así como de la casa familiar de la calle Mayor; quedándome yo con el resto, es decir: la finca y las acciones que poseíamos en la empresa inmobiliaria de Madrid.
Para realizar todas aquellas operaciones, que duraron varios meses, contamos con la ayuda de Mariano, el cual continuaba siendo tan ponderativo que resultaba empalagoso, pero que se había hecho imprescindible para la buena administración de nuestros bienes. A pesar de haber dejado tres años antes su empleo en la fábrica textil de mi tío Vicente, fábrica que, por cierto, acabó cerrándose aquel verano de 1950, Mariano había prosperado junto a nosotros de manera muy notoria. Dedicado exclusivamente a la administración de nuestras propiedades, su sueldo mensual de mil quinientas pesetas le había dado para cambiar de casa y para comprarse un Renault nuevo con el que desplazarse desde Alcoy todos los días laborables. Convertido en nuestro poderhabiente, tenía libertad plena para retribuir sueldos y emolumentos, sufragar los gastos corrientes y librar letras, quitanzas y demás documentos bancarios y mercantiles. Él se encargó de acordar con el notario los términos de nuestro reparto de bienes, resultando todo de forma correcta y a gusto de todos.
Precisamente finalizando aquel primer verano de la década de los cincuenta, días antes de que regresara a Madrid para buscar el local donde instalaría su clínica dental, Ximo me acompañó a casa de doña Isabel para pedir la mano de su hija Felisa. Pese a saber muy bien cuál era el motivo de nuestra visita, la madre borró la sonrisa meliflua con que nos obsequió desde nuestra llegada, cuando le hicimos saber que yo deseaba desposar a su hija. Creyendo que así se mostraría cabalmente linajuda, se puso seria y rígida, mientras su hija seguía ofreciéndonos una sonrisa nerviosa. Con su voz de tiple, nasalizando mucho más de lo habitual, doña Isabel por fin me concedió la mano de Felisa con fingida sobriedad, como si accediera a un matrimonio morganático en el que ella fuera una princesa y yo un campesino ramplón. Pero, en cuanto vio el anillo que le regalé a su hija, de un valor incalculable para ella, según delataron sus ojos, doña Isabel volvió a dibujar, bajo su nariz roma, una sonrisa afectada que ya no desaparecería durante el resto de nuestra visita.
De vuelta a L’Olivar, en tanto yo conducía el Mercedes, tu padre intentó comprobar sutilmente si estaba seguro del paso que acababa de dar.
—Tal vez tendrías que haber vivido más fuera de aquí, haber conocido a más gente, antes de comprometerte —me comentó sin querer dar excesiva importancia a sus propias palabras.
—¿Es que no te gusta Felisa?
—Sí, sí. Claro que me gusta. Me parece una mujer muy atractiva y formal —mintió a conciencia, si bien creía sinceramente que yo no se lo notaría.
—¿Acaso no eras tú el que me persuadía para que maridase y fundara una familia? Ya he cumplido los treinta y…
—Pero, hombre, tampoco se trata de que te cases porque yo te lo haya dicho…
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿de verdad quieres a esa muchacha? —me preguntó mirándome atentamente.
—Claro que sí. Creo que podemos ser muy felices.
Pese a estar con la mirada fija en la carretera, me percaté de que Ximo no separó sus ojos de mi rostro durante un buen rato. En silencio, quiso averiguar la verdad escudriñándome el alma como sólo puede hacerlo alguien que te conoce desde que vino al mundo. No volvió a hablarme de aquel asunto y, por lo tanto, no sé qué fue lo que descubrió. Probablemente se quedó convencido de la sinceridad de mis palabras, puesto que yo quería creer lo que le había dicho, aunque en el fondo de mi corazón, según me parece ahora, nunca estuve seguro de por qué entronqué con la familia de Xema, casándome con su hermana. Quizás estaba ciego por el deseo de llenar el enorme vacío que había quedado en la finca y en mi corazón tras la desaparición de mi madre.
De acuerdo con doña Isabel, señalé la fecha de mi boda con Felisa para el primer sábado de la primavera de 1951. Hasta entonces, nos dedicamos a los preparativos necesarios, centrándome por mi parte principalmente en la reforma de la alcoba que había sido de mi madre. Ampliamos la estancia al convertir mi dormitorio en un vestidor adjunto y, con el revoque de las paredes, desapareció la hornacina y el resto de aquella especie de altar que tenía mi madre, si bien, a sugerencia de Felisa, la imagen de Nuestra Señora de la Soledad permaneció sobre una peana que mandé construir en una esquina del testero. Tal reforma se completó con la sustitución del balcón por un mirador de amplia cristalera, con un banco de obra en la base, tapizado a juego con los estores venecianos y el dosel de una cama nueva que hice traer desde Alcoy.
Un par de semanas antes del día señalado, en respuesta a las invitaciones de papel satinado y marbetes dorados que enviamos, empezamos a recibir los correspondientes plácemes y regalos, entre los que destacaré el magnífico jarrón de caolín que nos remitió mi tío Vicente; el precioso reloj de bolsillo con tapa y cadena de oro, en cuyo interior había una fotografía de nuestra madre, que, al margen del consabido presente para los novios, me regaló mi hermano; y el cuadro que nos mandó Xema desde Alicante, con un marco más valioso que el lienzo, en el que ni siquiera la pátina era auténtica.
Ya la víspera de la boda, la finca entera era víctima de una convulsión generalizada. La Castellana no daba a basto con los preparativos del banquete, a pesar de contar con la ayuda de dos mujeres que contratamos para que la auxiliaran en la cocina, y Joanet estuvo toda la tarde dando los últimos retoques al jardín, en cuyo prado colocaría de madrugada las mesas y sillas donde se serviría la comida.
Por suerte, el día amaneció despejado y con un sol que, al mediodía, lucía radiante en medio de un cielo completamente azul. A esa hora, a las doce de la mañana, todos los invitados estaban ya en la capilla. Sólo faltaba mi tío Vicente, el cual debió quedarse en Madrid por encontrarse enfermo. Aparte de él y el señor Marín, todos los demás estaban presentes. Por parte de la novia, además de su madre y de su hermano, había una docena de parientes, todos ellos de Castalla, así como don Aurelio y su esposa; y por lo que a mí respecta, aparte de Ximo, la Castellana, Joanet y Mariano, estaban mi primo Ramón y los Amorós, quienes se hospedaban en La Espartosa desde el día anterior.
A pesar de que el padre Valeriano me ofreció el alquiler de un órgano y la participación del coro que él estaba tratando de formar desde hacía meses con muchachos del pueblo, la música que al final se escuchó en la capilla fue reproducida por un tocadiscos nuevo que adquirí a propósito. Durante la solemne entrada de la novia, que fue acompañada por Xema hasta el altar repleto de flores, en donde la esperábamos Ximo y yo, sonó la archiconocida marcha que Félix Mendelssohn compuso para su obra «El sueño de una noche de verano», y que, paradójicamente, servía para despedir a los recién casados en las bodas reales inglesas. Una vez que Felisa llegó junto a mí, el sacerdote inició la ceremonia propiamente dicha; pero, desde que pronunciara el introito hasta la despedida, yo me encontré en un estado como de somnolencia, en el que parecía estar presenciando una escena onírica, irreal, ajena por completa a mí, si bien tuve el acierto de comportarme, cual sonámbulo avezado, de forma oportuna y correcta en todo momento. Luego, al finalizar el acto religioso, Felisa y yo salimos de la capilla ante las miradas complacidas de los invitados y al son de la marcha nupcial de «Lohengrin». Y aunque yo mismo había escogido tal música para aquella ocasión, no fue hasta ese momento, mientras llevaba del brazo a mi recién desposada mujer, que caí en la cuenta de que, en la ópera wagneriana, la boda para la que se había compuesto esa marcha constituía realmente el preludio del drama.
Entre el regocijo de los invitados, sentados ya en las mesas que Joanet había colocado en el jardín, las auxiliares de la Castellana fueron sirviendo lechones y ternascos con vinos de nuestra bodega. Después se repartió la tarta nupcial, acompañada de mistela, champán, licores y demás bebidas espirituosas; cafés, cigarros puros… Una banda de siete músicos que doña Isabel se empeñó en que yo contratara, amenizaba tocando música popular en tanto los convidados charlaban animadamente. Algunos invitados se levantaron de sus sillas para danzar al compás de la orquestina y, por más que varios de ellos insistieron en que los novios bailásemos al menos una pieza, el miedo al ridículo que sentía a causa de mi cojera me impidió complacerles. Así que pasé el resto de la tarde sentado a la mesa, hasta que, ya de noche, mientras que una cansada Castellana servía unas jícaras de chocolate con bizcochos a los invitados que aún seguían en la finca, Felisa y yo decidimos por fin emprender nuestro viaje de luna de miel.
Después de despedirnos de todos los presentes, Ximo nos llevó en el Mercedes a la estación de Villena, donde tomamos el tren que nos llevaría a Madrid.
II
Quise comenzar nuestro viaje por Madrid porque deseaba visitar a mi tío Vicente. Sabía que su estado de salud, achacoso desde hacía tiempo, había empeorado recientemente, aunque su hijo no supo o no quiso especificar su enfermedad. Cuando le pregunté por él, Ramón se limitó a contestarme, con tono displicente:
—Está más insoportable de lo habitual. Gruñe tanto como sus tripas.
Además, en una carta que me envió unos días antes de la boda, mi tío me hizo saber que le gustaría verme pronto para hablarme de un asunto de interés común. De modo que convencí a Felisa para que empezásemos nuestro viaje de luna de miel por la capital.
La morada de mi tío Vicente ocupaba toda la segunda planta de un edificio rehabilitado del barrio de Salamanca y, si bien Felisa y yo sólo conocimos el recibidor y el salón, nos impresionó la elegancia y belleza del mobiliario. El señor Marín nos saludó con sincero júbilo, pidiéndonos que esperásemos un momento en el recibidor, ya que mi tío se hallaba en el salón, pero ligeramente indispuesto, lo que yo entendí como amodorrado.
—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.
—¡Ay, señorito Vicente, su tío está sufriendo mucho! Padece una enfermedad en su estómago que le está consumiendo rápidamente. Nunca le había visto en un estado tan consuetudinario —me informó en voz baja, pero con la cabeza erguida—. Pero lo más preocupante es su estado rítmico. Igual está serio, callado, melódico, que un instante después se le ve agitado, nervioso, enfadado…
—Quizá la enfermedad esté haciendo mella en su longanimidad, en esa entereza de ánimo que siempre ha poseído —reflexioné en voz alta.
—Será eso, señorito. Será eso: que la longevidad de su tío se está resistiendo a causa de la enfermedad. Pero mucha culpa de ello también la tiene su primo. ¡Que Dios le perdone!
—¿Por qué dice eso? ¿Es que Ramón no se porta bien con su padre?
—Si usted supiera la discusión que tuvieron la víspera de su marcha a Castalla, para asistir a su boda. El señorito Ramón…
Pero en ese momento tronó la voz de mi tío Vicente, que desde el otro lado de una de las puertas entornadas que daban al vestíbulo, preguntaba quién había llegado. Entonces el señor Marín desapareció por aquella puerta y nos dejó durante unos minutos en el recibidor, donde nos entretuvimos observando la cornucopia bellamente tallada que colgaba en una pared, el tibor chino que había sobre la mesita esmaltada que estaba entre los sillones tapizados de terciopelo verde, el perro de porcelana y en postura sedente que parecía escoltar una vieja armadura de cuerpo entero…
—Su tío les recibirá en el salón —nos dijo el señor Marín, abriendo la puerta por la que había reaparecido.
Si mi tío Vicente en verdad padecía ese estado mental ciclotímico del que me había hablado el señor Marín, nuestra visita debió coincidir con una de sus fases de exaltación, ya que nos recibió con una alegría tal vez exagerada. Sentado en un butacón que más parecía un sitial, en el que sobresalía el metal labrado y brillante que imitaba la piel de zapa, con ambos pies apoyados sobre un puf oviforme y enfundado en una bata acolchada, mi tío extendió sus brazos para que nos acercásemos a abrazarle. Luego, ambos nos sentamos en un diván que había enfrente de él.
El ambiente en aquella sala era íntimo y confortable: el cortinaje de raso con orlas plateadas no había sido descorrido, por lo que apenas si permitía que la claridad de la mañana penetrase en el salón; una música que no reconocí sonada como un murmullo apenas perceptible; y, en algún rincón, un pebete despedía un suave olor a ámbar gris que perfumaba agradablemente toda la estancia. A pesar de la penumbra, se distinguían muchos de los muebles y detalles decorativos: las librerías repletas de volúmenes y flanqueadas por cuadros y tapices, la boiserie de raíz de olivo y madera de fresno, la sillería en rejilla de estilo Luis XVI, la lámpara de bronce…
—¡Qué lástima haberme perdido la boda, con lo bonita que es la novia! —exclamó mi tío mirando a Felisa, quien le correspondió con una sonrisa al desgaire—. ¡Señor Marín, deje que entre la luz para que pueda admirar mejor a la novia!
El mayordomo cruzó el salón con paso firme y descorrió las cortinas, sujetándolas con sendos alzapaños, para dejar así que los rayos solares entraran hasta el rincón más remoto de la sala. Con la claridad, descubrí ante mí a otra persona distinta de la que acababa de abrazar. Como un ser dimorfo, capaz de presentarse bajo dos aspectos diferentes, mi tío Vicente se mostraba ahora como un anciano de piel arrugada y manchada con esas alteraciones propias de la vejez, con manos temblorosas debido a una fiebre insignificante pero constante, y con ojos hundidos, mucho más grises y acuosos de lo que era normal en él. De su vientre, visiblemente inflamado, brotaba un borborigmo a manera de quejido, propiciado por el medicamento carminativo que el señor Marín le proporcionaba puntualmente. Consciente de ello, mi tío se removía en su butaca, intentando así disimular aquellos ruidos tan desagradables como inevitables.
Durante unos minutos, mantuvimos los tres una conversación informal, en la que Felisa y yo le contamos algunos detalles de nuestra boda, al cabo de la cual mi tío decidió entrar por fin en el asunto que más le interesaba.
—Como te decía en mi carta, necesito hablarte de mi último deseo… Ya sabes, todo el mundo desea algo, aunque sea la muerte.
—Pero tío… —le interrumpí a modo de protesta.
—No te preocupes, que no te estoy anunciando ninguna tragedia —me aclaró con una sonrisa fugaz—. Siento una gran curiosidad por saber qué hay más allá de la muerte, pero no por ello estoy dispuesto a anticiparla. No, mi deseo se refiere a vuestro futuro: el tuyo y el de tu primo. Ambos sois mis hijos: Ramón lo es por motivos naturales, tú lo eres por razones espirituales. Bien sabes que, desde mucho antes de que te quedaras huérfano, te prohijé y te traté como mi auténtico heredero. —Muchas veces antes había oído a mi tío censurar a su hijo, tanto en su presencia como en su ausencia, pero nunca le había escuchado una invectiva tan acerba y larga como la que pronunció en aquella ocasión. Desahogando su amargura con un soliloquio que sorprendió a Felisa mucho más que a mí, acusó a Ramón de propender a la molicie de manera incorregible—. A lo largo de los años he procurado infundirle algo de responsabilidad, pero todo mi esfuerzo ha sido infructuoso. Al final no he tenido más remedio que claudicar ante la evidencia: pretender que Ramón actúe de manera juiciosa es pura entelequia. —Y tras suspirar ruidosamente, destilando sus palabras en la ira que retenía entre los dientes, continuó diciendo—: Hasta hace poco creía que sus numerosos devaneos amorosos eran fruto de su temperamento enamoradizo, de su propensión a enamoriscarse con facilidad, pero he llegado a la conclusión de que en realidad es un perdulario. De común acuerdo con ese refitolero hijo de Amorós, se gasta a manos llenas el dinero que le doy, y aun el que consigue sacarme con añagazas, tanto en juegos como en mujeres. Algunas veces, ha tenido incluso la desfachatez de traer a esta casa alguna de esas amigas suyas. Pretendía presentármelas como novias formales y así convencerme para que le diese más dinero. ¿Qué te parece?… Increíble, ¿verdad? Pero es que su descaro ha llegado últimamente a límites inconcebibles. La mujer menos rabanera que llegó a traer era una vicetiple que actuaba en una revista de tercer orden. ¿Y sabes cómo me la presentó? Como artista. Sí, sí, como artista. ¡Artista! ¡Cómo se puede decir que una corista hace arte! Jamás comprenderé por qué a los actores, cantantes, cómicos y demás faranduleros se les llaman artistas. Es una aberración compararlos con los grandes compositores, escultores, pintores, poetas, dramaturgos… ¿Y sabes cuál era la especialidad de esa corista?… El cancán. Sí, sí, estaba tan orgullosa de ello, que hasta quiso hacerme una demostración aquí mismo… —Pese a la indignación de mi tío, no pude reprimir una ligera sonrisa—. Te hace gracia, ¿verdad?
—Oh, no, no, tío. ¡Qué va!… —quise disculparme, pero él prosiguió, forzando una sonrisa:
—Reconozco que puede resultar gracioso: una corista bailando el cancán delante de un viejo como yo, de un venerable anciano, como me llama Ramón con sorna: «un venerable y cicatero anciano»…
—Por favor, tío. No era mi intención…
—Pero si es que tienes motivos para sonreír. Es tan divertido como grotesco… En fin, no quiero que pienses que deseo malquistarte con tu primo. No es eso. Lo que deseo es proteger nuestro patrimonio, cediéndotelo.
—¿Cómo? ¿Quiere decir que seré su heredero? Pero Ramón…
—Serás mi donatario, pues no quiero esperar a morir para que se cumpla esta operación. No me fío de tu primo, ya que, en su desesperación por contar con dinero en efectivo, es posible que llegue un momento en que, con razón o sin ella, consiga inhabilitarme legalmente y así contar con todos los bienes familiares. De modo que, previendo tal circunstancia, he decidido donarte cuanto poseo, aprovechando que mi mente aún no ha periclitado tanto como para que se cuestione mi capacidad de raciocinio.
—Pero tío, no creo que deba desheredar a Ramón. No es prudente ni razonable. Y tampoco creo que quiera de verdad repudiarle.
—Ay, Vicente, no pienses que tengo tan mal corazón. Bien mirado, lo hago por su bien. Si se lo dejase a él, en muy poco tiempo lo dilapidaría todo. En cambio, cediéndotelo a ti, sé que la subsistencia del patrimonio estará garantizada, al mismo tiempo que velarás para que a tu primo no le falten recursos para vivir dignamente.
—Pero si eso es lo que le preocupa, se puede resolver nombrándome simplemente su albacea…
—No serviría de nada. Créeme. No me fío de los abogados. Por eso he desechado la idea de exponerlo en mi testamento. Todos esos documentos pueden ser impugnados. Sin embargo, si te lo cedo todo en vida, nada puede salir mal; ninguno de esos leguleyos podrá impedir que se cumpla mi último deseo. Te lo repito, no me fío de los abogados y espero que tú tampoco te fíes nunca de ellos. Al fin y a la postre, son meros mercenarios legales. ¿Sabes lo que Confucio cuenta de la forma de actuar de Tong Si, el primer abogado chino?… —como no negara con la cabeza, continuó—: Cuenta esta leyenda confuciana que un pescador encontró el cuerpo de un hombre rico que había perecido ahogado en un río. Al enterarse de ello, la familia del fallecido quiso comprarle el cadáver, pero el pescador les pidió mucho dinero. Entonces los parientes acudieron a Tong Si, quien les dijo: «Podéis estar tranquilos, nadie le comprará su hallazgo». Pero también el pescador buscó el consejo de Tong Si, el cual le dijo: «Puedes estar tranquilo, no podrán comprarlo en ninguna otra parte»… Como Tong Si, todos los abogados tienen un único señor: el dinero. Trabajan para el mejor pagador, por eso no me fío de ninguno de ellos. Por esta razón, prefiero manifestar mi voluntad de manera unívoca, transfiriéndote todo cuanto poseo y cuanto antes.
Durante un buen rato, mi tío Vicente y yo discutimos acerca de aquel asunto y, aunque se mantuvo firme en su decisión, al final conseguí convencerle para que sólo me cediese sus acciones en la empresa inmobiliaria, así como la propiedad de los más de veinte pisos y locales que tenía arrendados en Madrid, dejando la casa en donde vivía y La Espartosa como herencia para Ramón, pero con la condición de que, si decidiese venderlas, antes que a nadie debería ofertármelas a mí.
—Está bien. Consiento en que él herede este piso y la finca de Castalla, pero no deseo que su codicia arruine el mejor de mis legados, por lo que te ruego que te hagas cargo de inmediato de la biblioteca de La Espartosa.
—De acuerdo. Me haré cargo de los libros. Y se lo agradezco mucho, tío. Ya sabe cuánto me han gustado siempre esos volúmenes.
—No, no. Me refiero a todo cuanto hay en esa habitación, en la biblioteca, no sólo a los libros. También los cuadros, los tapices, los muebles, los discos, la oplateca… Todo.
Tras despedirnos de mi tío Vicente y, una vez que nos encontramos de nuevo en el recibidor junto al señor Marín, le pregunté a éste por aquella discusión que había empezado a contarme antes y que habían tenido Ramón y su padre.
—¡Ah, sí! ¡Fue horrible, señorito Vicente, horrible! El señorito Ramón llevaba ya bastante tiempo comportándose indebidamente, haciendo caso sumiso de las advertencias del señor e incluso trayendo aquí a gente de baja estopa, pero lo de la otra noche fue terrible. Se comportó como un ser reverso, diabólico. Le gritó al señor y hasta le amenazó levantándole la mano. Jamás había visto al señorito tan fuera de sí. Y todo por el maldito dinero. ¡Qué pena, señorito Vicente! ¡Qué pena!
Nuestra luna de miel duró casi dos meses. Durante aquellos días estuvimos, además de Madrid, en ciudades tan bellas como Barcelona, París, Niza, Milán, Viena, Florencia y Roma. En ese tiempo tuvimos oportunidad de visitar museos, de asistir a sesiones de ópera y teatro, de conocer el Vaticano, de comprar en las tiendas más lujosas y comer en los restaurantes más afamados, pero también tuvimos ocasión Felisa y yo de empezar a conocernos mejor y a comprobar que no había ninguna afición, ninguna inquietud, ningún tema de conversación que nos sirviera de puente unitivo.