Auras | Donde acaba el tiempo | Capítulo 18 | Alicante, diciembre de 2011 | Joan Ríos y yo habíamos acordado hacer durante algunos días –los que él tuviera menos ocupados– doble sesión de hipnoterapia: una por las mañanas y otra por las tardes. Pero aquel martes 13 de diciembre no fue uno de ellos. Joan tenía que recibir a varios clientes por la mañana y un compromiso familiar por la tarde: su hija menor, de veintiocho años, divorciada y sin hijos, venía expresamente desde Barcelona para presentarle a su nueva pareja, un ejecutivo alemán de la empresa Audi, la misma para la que ella trabajaba.
El día anterior habíamos tenido la primera doble sesión y, entre medias, Joan me había invitado a comer en El jardín de Galicia, en la avenida de Maisonnave. El restaurante estaba especializado en marisco, pero tanto Joan como yo nos limitamos a comer un delicioso solomillo, acompañado de una copa de Ribera del Duero. Teniendo en cuenta que luego íbamos a seguir con la hipnoterapia, no nos convenía excedernos con la comida y la bebida, pero nos prometimos volver una noche para tomar una buena cena a base de crustáceos y vino de Ribeiro.
Durante la comida Joan me contó que su exesposa y sus dos hijos vivían en Barcelona, de donde él había venido después de divorciarse. Necesitaba cambiar de aires y un amigo alicantino le propuso asociarse para abrir una clínica psicológica en el centro de Alicante. Le pareció una buena idea, así que vino, constituyó junto con su amigo una sociedad limitada y abrieron la clínica. Al cabo de dos años la clínica no daba los beneficios esperados, pues no habían conseguido la clientela suficiente, por lo que su amigo desistió y propuso cerrarla. Sin embargo, Joan persistió. Tenía fe en su trabajo y esperanza en que la clínica saliera para adelante, que los alicantinos por fin superaran el prejuicio que siempre se había tenido en general por la hipnosis, a causa del mal empleo que de ella han hecho durante décadas muchos impostores y algunos hipnotizadores que buscaban la fama y el dinero fácil a través del espectáculo. Así que le compró a su amigo la parte de la sociedad que le correspondía y siguió volcándose en su trabajo. Poco a poco fue conquistando la confianza de un mayor número de clientes, así como de varios psiquiatras que trabajaban para la sanidad pública o que tenían sus propias consultas privadas, con los que colaboraba en sus tratamientos terapéuticos. Recientemente había trasladado la clínica a un piso más céntrico y amplio, tenía dos empleadas –una enfermera y una recepcionista–, una larga lista de clientes que aumentaba día a día, y estaba pensando en contratar a un psicólogo con experiencia en hipnoterapia.
–Y en estos años, a pesar de estar tan ocupado con tu trabajo, ¿no has tenido tiempo para rehacer tu vida privada?
–¿En qué sentido?, ¿en el sentimental? –sonrió–. Más que por falta de tiempo no he podido rehacerla porque no he encontrado a la persona indicada…, hasta ahora. –Sus ojos verdes me miraron con una intensidad que me cautivó–. ¿Y tú?
–¿Qué?
–¿Y tú no has encontrado a nadie con quien compartir tu vida…, aparte de tu hermana, claro?
Su aura azul cobró brillantez y de pronto percibí con mayor intensidad su perfume a miel y limón; y es que había puesto, con la misma delicadeza con que una mariposa se posa en una flor, su mano derecha encima de la izquierda mía.
–No, no he encontrado a nadie –sonreí–…, hasta ahora.
Mi aura dejo de ser rosa para mostrarse de un color rojo claro y brillante, pero tal transformación duró sólo un momento, pues volvió a recuperar el rosa cuando retiré, con suavidad y sin dejar de sonreír, mi mano de debajo de la suya.
Al día siguiente, como digo, no nos vimos Joan y yo, aunque sí hablamos por teléfono. Aquel martes 13 de diciembre pensaba dedicarlo a averiguar el significado de las auras y a visitar a mi hermana, pero esto último no pude hacerlo por culpa de un imprevisto que me surgió en forma de llamada telefónica.
–¿Señorita Mayans?
–Sí, soy yo.
–Buenos días, soy el doctor Bermúdez… Me recuerda, ¿verdad?
–Sí, claro. Buenos días.
–Mire, aprovechando que he venido a Alicante para hacer una gestión, y que ésta la he podido hacer con mayor celeridad de lo esperado, he pensado que quizá podríamos vernos un momento. Me gustaría mucho poder comentarle algo que considero importante.
En ese momento eran las once y media de la mañana y estaba en la puerta de un centro de yoga, donde me había citado telefónicamente con un yogui llamado Mool Nam, así que le dije:
–Lo siento mucho, pero esta mañana estoy ocupada y…
–Quizá podamos comer juntos…
Se me antojaba demasiado extraña aquella llamada del doctor Bermúdez, pero también estaba intrigada, por lo que decidí poner a prueba su interés.
–Lamentablemente he quedado ya para comer. Quizás esta tarde…
Me pareció que suspiraba.
–Bien… Pero tendría que ser pronto. He de coger el avión para Madrid a las siete. ¿Le parece si nos vemos a las cuatro y media en la cafetería que hay al principio de la avenida Maisonnave, frente al Corte Inglés? Creo que se llama Solera. Hay una parada de taxis cerca, que me vendrá muy bien para ir al aeropuerto.
Sospeché que estaba ahora mismo en esa cafetería.
–A las cinco sería mucho mejor –apreté.
–De acuerdo. –Esta vez oí perfectamente como suspiraba–. No tendremos mucho tiempo, pero espero que sea suficiente. Hasta las cinco, pues.
–Adiós.
A continuación telefoneé a Joan, pero me respondió el contestador automático de su móvil. Le dejé un mensaje y entré en el centro Ioga Mool Nam.
Mool Nam era el seudónimo de un autodenominado yogui de mi misma edad, calva afeitada y reluciente, delgado, no muy alto, ojos negros y ligeramente rasgados, voz melodiosa con acento rioplatense, que me recibió descalzo y vestido con camisa y pantalón de lino negro, en una salita que había al lado del recibidor del centro Ioga Mool Nam, que ocupaba la segunda planta de aquel edificio de la avenida de Aguilera.
Había elegido este lugar después de haberme pasado muchas horas buscando por internet páginas web relacionadas –con mayor o menor seriedad– con las auras. En la web de Ioga Mool Nam se decía que era un centro especializado en un tipo muy concreto de yoga, el kundalini, inventado por el yogui indio Bhajan, maestro de Mool Nam. Un centro en el que, además de enseñar yoga, se practicaban terapias alternativas.
Nada más verme, Mool Nam se sintió muy interesado por mi lunar de la frente.
–Es de nacimiento, ¿verdad?
–Sí –le respondí mientras me sentaba sobre la gruesa alfombra de lana que cubría el suelo, imitando a Mool Nam. Éste me dijo que, si lo prefería, podía sentarme en una de las sillas que había en la salita, pero rechacé su ofrecimiento, sentándome en el suelo, aunque sin meter los pies debajo de los muslos, tal como hizo él con una facilidad envidiable. Me alegré de llevar puesto un vaquero ajustado pero cómodo.
–¿Sabe lo que es el chakra del tercer ojo? –me preguntó, sin separar la mirada de mi frente.
–Más o menos. –Y como no cesaba de observarme el lunar, añadí–: Tal como le dije por teléfono, estoy buscando cierta información, por lo que le agradecería mucho que me respondiera varias preguntas…
–Sí, recuerdo que me dijo que en principio no estaba interesada en ninguna terapia, ni siquiera en el yoga…
–En principio… Tal vez más adelante.
Había leído en su web mucha información sobre los chakras, los mantras, el yoga, la importancia de la relajación y de la respiración…, pero muy poco sobre las auras. Y mi intención era no hacerle perder el tiempo, ni desperdiciar el mío, con otras cosas que no fueran lo que a mí realmente me interesaba.
–Perdone, ¿puede quitarse las gafas?
No me esperaba su petición, pero tampoco me molestó.
–Disculpe. Sufro una enfermedad muy grave en ambos ojos y prefiero llevarlos protegidos por estas gafas de sol –dije, mostrándole los ojos por encima de la montura. No sé si le dio tiempo a ver que los tenía cubiertos por una finísima capa de color blanco, que no obstante no me impedía seguir viendo relativamente bien de cerca–. ¿Le importa si me las dejo puestas?
Hizo un mohín de fastidio.
–Bien –y con repentina impaciencia–: Pues vos…, usted dirá…
–He leído mucho sobre las auras, pero cuanto más leo, menos claro tengo el significado de sus colores…
–¿Usted ve las auras?
–No… Bueno, creí ver algo parecido a un halo alrededor de las personas cuando empecé a sufrir los primeros síntomas de esta enfermedad…, pero ahora ya no veo eso… –mentí–, y dentro de poco, para mi desgracia, ya no veré nada.
–¿Es incurable?
–Sí.
–Lo siento.
–Pero tengo mucha curiosidad por saber de verdad qué diferencia hay entre los colores y tonalidades del aura. He leído mucho, como he dicho antes, pero no lo tengo muy claro…
Mool Nam accedió por fin a cumplir mi deseo, pero remontándose primero a la definición del aura: es el reflejo energético del cuerpo, mediante el cual se percibe el estado de salud y anímico de la persona en cuestión, así como su carácter y hasta su alma. Estos estados del cuerpo y del alma se manifiestan en diferentes colores y matices, siendo éstos muy numerosos, tantos como personas… Y seguidamente empezó a enumerar los principales: el blanco es el color perfecto, el de la completa armonía; el dorado es el de la pureza y la perfección; el negro, que es la ausencia de color, simboliza el odio de las almas perdidas… Nada que yo ya no supiera.
Esperé pacientemente a que finalizara su exposición, para hacerle una pregunta:
–¿Y el verde?, ¿qué significado tiene este color en el aura de una persona?
–El verde suele indicar prosperidad y éxito. En las personas animosas y visibles aparece el verde claro y brillante.
–¿Y si es oscuro?
–El verde oscuro pero plateado, como el de la hierba o el de los pinos, representa sosiego y tranquilidad. Pero si es un verde oscuro y sucio, significa envidia y celos…
–¿Y si es aún más oscuro, como el verde olivo?
–Engaño y traición.
–¿Usted ve el aura de las personas?
–Sí.
–¿Me puede decir, por favor, de qué color es la mía?
–Amarillo claro. Elevación de pensamiento.
–Muchas gracias.
Nos pusimos de pie, pero antes de salir de la salita le pregunté mientras sacaba un papelito de mi bolso:
–¿Podría, por último, decirme si reconoce algunas de las frases que tengo aquí apuntadas?
Mool Nam cogió el papel y leyó en silencio las cinco frases siguientes:
En la otra vida encontrarás lo que en esta has creído, si tu fe es verdadera.
La vasija era arcilla y volverá a serlo.
Renunciar al espejismo de los nombres y de las formas.
Cada cual forja su propio destino.
El hielo y el vapor se creen aquello que no son.
–Son sutras de los Upanisads, parte integrante de los Vedas o textos sagrados hinduistas. El tema central de los Upanisads es la búsqueda de la Realidad Última, y estas frases o sutras forman parte de ello.
–Ah, gracias… No entiendo muy bien el significado de la primera frase –reconocí en tanto retomaba el papel y volvía a guardarlo en mi bolso.
–Está relacionada con la penúltima: la de que cada cual forja su propio destino –y mientras salíamos de la salita, agregó–: Si en esta vida uno cree en algo de verdad, con auténtica fe, lo verá cumplido en el más allá, tras la muerte.
–O sea, que si uno cree en el cielo y en el infierno…
–Si su fe es auténtica, al morir irá al cielo o al infierno, dependiendo de su propia conciencia.
–¿Y si cree en la reencarnación?
–Se reencarnará –sonrió.
–Depende entonces de la religión que se profese…
–Es la fe la que hace buena cada religión, cada creencia. Si uno cree firmemente en que, para alcanzar el paraíso o la inmortalidad, debe morir sin pecado o una vez cumplido su karma tras sucesivas reencarnaciones, y su cadáver enterrado o incinerado…, si efectivamente muere con los pecados perdonados o con el karma cumplido, si su cuerpo es sepultado o incinerado, alcanzará en el más allá el paraíso o la inmortalidad.
–¿Y si no lo consigue?
–No alcanzará la inmortalidad ni el paraíso. Se reencarnará o irá al infierno.
–¿Y si no cree en nada?
–Alcanzará la nada.
Volví a darle las gracias, le pregunté cuánto le debía, pero no quiso cobrarme nada por la consulta.
Salí del centro Ioga Mool Nam ligeramente desconcertada. En realidad no había acudido a ese centro para que me explicaran el significado de las auras –algo que ya sabía gracias a lo mucho que había leído en libros especializados y en internet–, sino para averiguar si realmente había otras personas que tuvieran la capacidad de ver las auras de las personas. La de Mool Nam había sufrido sucesivas transformaciones durante el breve rato que había estado en su compañía, según aprecié mirando de vez en cuando por encima de las gafas de sol. Del verde brillante y claro había pasado al verde olivo cuando me mintió al asegurarme que veía el aura de la gente, para finalizar adquiriendo una radiante y espiritual tonalidad amarilla dorada.
Llegué a las cinco y diez de la tarde a la cafetería Solera, donde el doctor Bermúdez estaba esperándome sentado junto a una mesa rinconera. Iba vestido con un traje gris, camisa blanca y corbata azul marino. En la silla de al lado había dejado un portafolios negro y un abrigo del mismo color.
Se levantó de su asiento para saludarme –sonrisa amplia, mirada firme– y volvió a ocupar su silla cuando yo hice lo mismo en la que había al otro lado de la mesa. Había pedido un cortado y esperó a que yo le pidiera lo mismo –pero descafeinado– a la camarera, para empezar la conversación.
–Verá, señorita Mayans, conozco a Joan desde hace muchos años y le tengo un gran aprecio. Hemos colaborado juntos en varios proyectos, hemos coincidido en muchos congresos y seminarios… Es un gran hombre y un eminente psicólogo… Pero precisamente porque es un hombre sensible y amable, quizás no haya podido o sabido explicarle a usted la importancia real que tiene su caso…
–¿De veras?
Joan me había devuelto la llamada media hora antes, cuando estaba a punto de coger un taxi para venir a esta cita. Le había sido imposible telefonearme antes porque había terminado en la consulta muy tarde, cerca de las dos y media, y para su sorpresa su hija y el nuevo novio de ésta estaban ya esperándole. Habían comido juntos y ahora estaban en su casa, adonde acababan de llegar. Le expliqué la conversación y la cita con su colega Bermúdez, y aunque trató de disimularlo, le noté sorprendido. A él no le había dicho nada. Habían hablado por teléfono el día anterior y no le había anunciado su visita a Alicante ni su intención de llamarme para quedar conmigo. Por cierto, ¿cómo había conseguido el número de mi móvil? Él no se lo había dado; supusimos que se lo habría facilitado mi psiquiatra, el doctor Maldonado. Ambos coincidimos también en sospechar que venía enviado por el doctor Read, con quien le unía una antigua amistad, para tratar de convencerme de que debía cambiar de opinión e ir a New Haven. «No voy a aceptar. ¿Le digo que he hablado contigo? Así comprobarán la confianza que te tengo». «Como quieras –me contestó–. De todas formas supondrá que me contarás tu encuentro con él antes o después. Lo que significa que Read le ha presionado tanto que no le importa poner en riesgo nuestra amistad». «Intuyo que es su propia ambición lo que le ha impelido a actuar a tus espaldas, Joan, mucho más que la presión que haya podido ejercer Read sobre él. Pero ya veremos, te llamaré luego.»
–No le oculto mi interés por usted…; quiero decir, por su caso, Patricia –avanzaba en su intención de ganar mi confianza usando mi nombre y empleando un tono de voz calmado; pero sus argumentos no eran convincentes–. Pero le doy mi palabra de que su propio interés y el de la ciencia están muy por encima de mi ambición profesional. Tanto es así que, si usted cambiara de opinión y decidiera ir a New Haven, el doctor Read me ha asegurado que le insistiría a Joan para que siguiera dirigiendo la investigación… y yo tal vez formaría parte del equipo de apoyo –suspiró. Su corpachón estaba envuelto por un mezquino y torpe halo de color gris opaco–. Le voy a ser completamente sincero, Patricia: Ni Read ni yo nos atreveríamos a llamar investigación científica a lo que está haciendo Joan con usted…, con su caso. Adolece de falta de método, de medios técnicos, de equipo de apoyo… En New Haven, por el contrario, la investigación contaría con todo eso y mucho más: los hipnoterapeutas más ilustres, el equipo técnico más avanzado, un grupo de historiadores que contrastarían debidamente los datos que usted fuera recordando en sus regresiones, la seguridad de que su caso alcanzará la notoriedad que se merece en los anales de la ciencia… Además, Read me ha pedido que le diga que estarían dispuestos a llevarse a New Haven a su hermana Carmen, donde la tratarían con los…
–No siga, por favor –le interrumpí, más abochornada que enfadada–. Les estoy muy agradecida al doctor Read y a usted; a usted doblemente puesto que se ha tomado la molestia de venir a Alicante para hablar conmigo personalmente…
–No ha sido una molestia. He venido para…
–Pero no. No voy a ir a New Haven, doctor Bermúdez –en la aureola gris de su cuerpo empezaron a aparecer de repente motas rojas, muchas y a gran velocidad, como manchas de sangre salpicadas sobre una perla gigante y transparente, evidenciando así la ira creciente que iba apoderándose de él–. Estoy convencida de que allí me tratarían muy bien, y que cuidarían de mi hermana, pero prefiero quedarme aquí, en mi casa, con mi psiquiatra y con Joan. Ambos se han portado muy bien conmigo y no se merecen que les traicione. Porque al final se trataría de eso, de traicionar su confianza, de infravalorarlos, de apartarlos de mi lado porque no les creo capacitados para llevar un caso como el mío, comportándome así como esos deportistas desagradecidos que cambian de entrenador cuando llegan a la elite, arrumbando a quienes los descubrieron, o como esos novelistas que al saborear las mieles del triunfo se deshacen de los editores o representantes que creyeron en ellos cuando eran unos desconocidos y apostaron por ellos publicando sus primeras obras… Y yo no soy desagradecida.
–Creo que se equivoca, Patricia. Se equivoca al compararse con un jugador de elite o un escritor de superventas… Usted es una mujer especial que, por razones aún desconocidas, parece tener el don de recordar personas que vivieron y episodios que ocurrieron mucho antes de que usted naciera…, pero de manera involuntaria y en estado hipnótico. Y para descubrir el porqué y cómo se produce esto, además de dar con la causa de su trastorno, es preciso que cuente con la ayuda de los mejores medios humanos y técnicos. No es razonable que se conforme con menos. No es aconsejable… por su propio bien y por el de la ciencia…
–De momento no me está yendo tan mal con Joan, ¿verdad? Y seguiré así.
Cuando me levanté de la silla y me despedí del doctor Bermúdez, las motas que salpicaban su aura gris no eran del color de la ira, sino de la depresión: negras.
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