Némesis | LIBRO III | XV. A pesar de la insistente invitación de Rafael Amorós para que me alojara en su casa del paseíto Ramiro, preferí hospedarme en el hotel Palas, ya que la salud de su madre era muy delicada y no queríaocasionarles ningún trastorno doméstico. Además, deseaba encontrarme con mayor libertad para entrar y salir sin preocuparme de no molestar a mis anfitriones.
No obstante, mis visitas a la casa de los Amorós fueron frecuentes, pues en el despacho de Rafael celebramos varias reuniones para hacer el seguimiento de nuestros negocios comunes ya en funcionamiento, como la promotora-constructora y la agencia de viajes, y la creación de otros nuevos, como la agencia inmobiliaria para el alquiler de apartamentos en varias poblaciones de la costa, en especial Alicante y Benidorm.
El resto del tiempo lo dediqué a pasear por la ciudad y a comprar ropa, discos, libros y bastones, precisamente fue entonces cuando inicié la modesta colección de bastones que poseo ahora. En mis paseos pude comprobar los cambios que se habían producido en Alicante a lo largo de los últimos años. Algunos de estos cambios eran paisajísticos, como la construcción del hotel Meliá: una mole levantada cerca de la Comandancia de Marina, junto al puerto, en un suelo ganado al mar y protegido por escolleras; otros cambios, por el contrario, eran mucho más recientes y meramente sociales, como el ambiente de apertura política que se apreciaba por doquier y que había tenido su momento más álgido casi un año antes, durante las primeras elecciones democráticas que se celebraron tras cuatro décadas de dictadura.
—Miguel Ángel no puede venir a ver a nuestra madre, a pesar de saber muy bien que le queda poco tiempo de vida, porque está muy ocupado desde que le nombraron secretario de Estado. ¿Qué te parece? Ahora la excusa es su ocupación como hombre de Estado, antes lo fue la inminencia de su nombramiento y antes la campaña electoral. La cuestión es que lleva más de año y medio sin venir por aquí —se quejaba Rafael en tono sarcástico y mientras tamborileaba nerviosamente con sus dedos en los brazos de la silla de ruedas—. Se limita a telefonear de vez en cuando para preguntar por la salud de nuestra madre. ¡Como si eso fuera lo mismo que venir a verla! Claro que yo ya no me molesto en hablar con él. ¿Para qué? Además, la última vez tuvimos una discusión muy desagradable. De eso hace ya un año. Está tan metido en su papel de politicastro, se ha creído tanto sus propias sandeces, que hube de recordarle con quién estaba hablando. ¿Te puedes creer que intentó convencerme de la conveniencia de legalizar al partido comunista? ¡A mí, que llevo la mitad de mi vida sentado en esta silla por culpa de los malditos bolcheviques! ¡Ay, Vicente, nunca podré acostumbrarme a las sinvergonzonerías de mi hermano! Es capaz de presumir de pedigrí demócrata sin el menor sonrojo, tanto en público como en privado, hasta delante de personas que le conocen desde siempre. ¡Y pensar que gente así es la que está gobernando España!
Por mi parte, pese a seguir con expectación los importantes cambios políticos que se estaban produciendo en el país, no permití que me preocuparan tanto como para perder el sueño. Un sueño que por fin había recuperado tras mi marcha de L’Olivar, si bien había noches en que me despertaba angustiado y sudando, a causa de las pesadillas terribles en las que siempre estaba presente el rostro desfigurado y sangriento de Eréndira.
XVI
Tenía previsto que mi estancia en Alicante se prolongara hasta después del verano, pero diez días más tarde debí regresar a Castalla. La causa de este precipitado regreso estuvo en la incordiante aparición de Ramón. Dos días antes de su llegada a Alicante, Virtudes ya me había advertido por teléfono de la inesperada irrupción de mi primo en L’Olivar. Había preguntado por Irma y pareció muy contrariado cuando Virtudes le dijo que hacía más de diez días que se había ido de la finca. Luego preguntó por mí y ella le informó de que me encontraba en Alicante.
—No me dijo nada, pero estoy segura de que irá por ahí. Se le veía muy preocupado. Desesperado diría yo.
Y, en efecto, tal como vaticinara Virtudes, mi primo se presentó en el Palas una mañana muy temprano, bastante nervioso y alterado. Me telefoneó a mi habitación desde el vestíbulo y yo le pedí que me esperase en la cafetería del hotel. Después de asearme y vestirme, bajé a encontrarme con él. Estaba sentado en la barra, sobre un taburete, y enseguida noté la fuerte tensión que le mantenía rígido, alerta e impaciente. Pero aún fue mayor mi sorpresa cuando vi la ropa nueva que vestía: camisa y corbata de seda, zapatos italianos y traje de cachemir, cuyo precio debía superar las cien mil pesetas de entonces. Ya no tenía la lozanía del ángel con laúd de Melozzo da Forli, pero su aspecto seguía siendo donoso y agradable: sus cabellos rubios y canos lucían perfectamente peinados, formando una melena bien tupida que armonizaba con sus suaves rasgos faciales, de tez tan limpia y tersa que hasta las breves y difusas arrugas que recorrían su frente y sienes resultaban atractivas, aunque no tanto como sus ojos, de un color similar al del mar bajo un cielo nublado.
Como medida preventiva por si acaso nuestra conversación subía de tono, le convencí para que fuéramos a pasear, aprovechando que hacía una hermosa mañana primaveral. Él aceptó, pues lo que menos le importaba era el lugar donde pudiéramos hablar, y, al salir del hotel, se acercó a un impecable descapotable rojo que había estacionado en la esquina, para sacar de la guantera unas gafas de sol. Aquel Mercedes de novísima matrícula terminó de convencerme de que mi primo ya había empezado a sacar provecho de las comprometedoras películas y fotografías en las que aparecía su antiguo amigo Miguel Ángel Amorós.
Mientras caminábamos por el paseo de la Explanada, Ramón me instó a que le dijera en donde estaba Irma:
—…Y no me digas que se marchó a Madrid, porque no es cierto.
—No sé si se fue a Madrid o no, aunque ese era su destino, según me dijo ella misma antes de irse —le contesté, encogiéndome de hombros—. Por mi parte, lo único que puedo asegurarte es que se marchó en un taxi, supuestamente en dirección a Villena.
—¿De dónde era el taxi? —me interrogó mirándome fijamente. A pesar de tenerlos ocultos tras la opacidad verde de las Ray-Ban, sabía que tenía clavados en los míos sus ojos marinos.
—Pues no lo sé —dudé—. Tal vez lo hiciera venir de la propia estación de Villena. Es lo más probable. Aunque también pudo llamar a algún otro sitio.
—¿Es que no lo viste?
—No —y le eché una mirada reprobadora—. Como comprenderás, en aquellos momentos lo que menos me importaba era ese detalle. Ni siquiera salí de la casa.
Ramón resopló y desvió su mirada hacia la izquierda, hacia el bosque de mesanas, trinquetes y velachos que había más allá de las palmeras, pero era obvio que no se encontraba repentinamente interesado por lo que sucedía a orillas del puerto, sino que aquel era más bien un gesto de desesperación, de frustración por no haber oído de mi boca la respuesta esperada.
—¿Qué importancia tiene el taxi? Si Irma no fue a Madrid, seguramente es porque cambió de parecer y decidió irse a otro lugar. O quizá sí que fue a Madrid, pero no quiso encontrarse contigo —le razoné con ánimo de hurgar en su herida. Pero Ramón reaccionó deteniéndose.
—Tienes que decirme la verdad, Vicente. ¿Dónde está Irma? Antes de venir a verte, me he pasado varios días indagando tanto en Madrid como en la estación de Villena, entre los taxistas, y he llegado a la conclusión de que ella no llegó hasta allí. Es más, estoy completamente seguro de que ni siquiera salió de tu casa. Irma estaba deseando volver conmigo, pero tú debiste impedírselo.
Era tal su excitación, que todos sus músculos estaban agarrotados por la tensión. Tenía el cuerpo tan rígido como una estatua y me miraba con la cabeza levantada en actitud desafiante, de la misma manera que un morlaco encampanándose ante un adversario. Pero realmente a mí no me impresionó su aspecto; más bien me parecía estar ante un cabestro de inofensiva cornamenta. Por un instante, hasta me compadecí de él. Al fin y al cabo, desde que Xema me confesara lo acaecido con Sole, ante mis ojos Ramón había perdido casi toda aquella carga de maldad con que hasta entonces le veía. Era verdad que siempre se había comportado conmigo de un modo arrogante y, a veces, despectivo, y ciertamente me había traicionado con Eréndira, pero estaba convencido de que esto último, más que por afán revanchista, lo había hecho siguiendo los impulsos irrefrenables del amor. En definitiva, me dije mientras le veía delante de mí, quieto en mitad de la Explanada y mirándome con desesperación, el único pecado de Ramón había sido el querer con pasión y sin condiciones a Eréndira. Y si no se hubiese empeñado en buscarla, quizá nunca se me habría ocurrido tenderle aquella trampa que, súbitamente, surgió nítida en mi magín.
—Sentémonos en una terraza y te haré partícipe de mis sospechas acerca de donde puede encontrarse Irma.
—¡Déjate de pamplinas y dime de una vez en donde está! —me exigió con las mandíbulas apretadas.
—Te estoy ofreciendo mucho más de lo que tú me diste cuando era yo quien deseaba encontrarla. ¿Te acuerdas? Así que, por favor, cálmate y procura abrir la mente a lo que voy a decirte.
La frialdad de mi voz hizo tanto efecto como la constatación de tan aplastante realidad. Sus músculos se relajaron de inmediato y, visiblemente derrotado, se avino a acompañarme hasta una de las mesas vacías que dependían de la cafetería más próxima al Casino.
El sol empezaba a calentar, filtrando sus rayos por entre las ramas de las palmeras, las cuales se mecían con suavidad ante la brisa marina que perfumaba buena parte de la ciudad con su olor salino. Poco a poco, la Explanada fue llenándose de alicantinos que deseaban aprovechar aquella festiva mañana para asomarse al mar, desayunar en alguno de los bares y chiringuitos que bordean el paseo, o simplemente tomar el sol o leer el periódico tranquilamente sentados en un banco. Pero nada de eso fue percibido por Ramón, que sólo tenía ojos y oídos para mí.
—Irma me dijo que Paco Donati filmó unas películas e hizo algunas fotografías en las que aparecía Miguel Ángel de forma un tanto… comprometedora. Y que ahora están en tu poder. —Ramón trató de disimular su asombro improvisando un desmentido, pero yo no le di opción, añadiendo categóricamente—: A mí me interesan esas películas y fotos, de modo que te propongo un trato: tú me las das, y yo te digo donde está Irma.
—Estaba seguro de que lo sabías —pero la sonrisa triunfante que esbozara, se difuminó de inmediato—. ¿Qué le has hecho?
Se incorporó ligeramente de su asiento para acercarse a mí, pero aquel movimiento no me inquietó; sabía que era fruto de su impaciencia. Se hallaba demasiado asustado y desesperado como para atreverse a amenazarme. Más bien era yo quien estaba en disposición de intimidarle.
—Por ahora, confórmate con esta promesa: si cumples tu parte del trato y me llevas a L’Olivar esas películas y fotografías, te enterarás donde está ella.
De haber reparado en el sutil arrastre con que pronuncié la primera ere del verbo enterar, seguramente habría entendido la singularidad de aquella promesa, pero Ramón no estaba predispuesto a captar sutilezas y además nunca había sido partidario de los juegos de palabras. Desde niño, tanto los calambures como las acepciones translaticias menos usuales habían pasado siempre desapercibidas para su roma inteligencia. Y aquella no fue una excepción.
XVII
Cinco días después de que mantuviéramos aquella conversación en la Explanada alicantina, Ramón acudió a nuestra cita en L’Olivar conduciendo su Mercedes descapotable.
Yo me encontraba en el jardín, entreteniéndome como cada mañana con el cuidado de las flores y las plantas. Por aquel entonces, ya eran numerosísimas las variedades de plantas que crecían en la finca, perfumando y coloreando hasta los rincones más recónditos. Sólo una planta estaba prohibida en este vergel, una planta que había sido desterrada hacía unos años, extirpada del patio donde trepaba y del jardín donde crecía, y cuya flor nunca más ha sido vista ni olida en L’Olivar: el rosal. Pero estoy seguro de que Ramón no se dio cuenta de este detalle cuando, aquella mañana de finales de abril, paseó conmigo por el jardín, antes de dirigirnos a la parte más umbría del mas, en la fachada septentrional, donde está la galería de arcos con celosía de hierro y techo de cañizo, cubierta por una glicina muy visitada en aquel momento por las abejas que se interesaban por el dulce corazón de sus flores. Allí, sentados en sendos sillones de mimbre y con una mesa singular entre ambos, compuesta por las patas de hierro de la primera máquina de coser que comprara mi madre y coronada por un grueso mármol de alicante, Ramón y yo nos dispusimos a cerrar el trato que le había traído hasta mi casa.
—Aquí tienes los rollos y las fotografías, así como los negativos —me dijo, arrojando encima de la mesa un sobre grande de color marrón. Lo cogí y, tras abrirlo, extraje al azar varias de aquellas fotos, en las que efectivamente aparecía un Miguel Ángel Amorós más joven, desnudo, ebrio y en compañía de varias muchachas (algunas de ellas menores de edad), cuyas posturas resultaban demasiado explícitas.
—Bien —dije satisfecho y metiendo de nuevo las fotos en el sobre.
—Ahora dime dónde está Irma —me exigió con impaciencia y maldiciéndome con sus bellos ojos de aguamarina.
Al llegar a la galería se había quitado las gafas de sol, así como la chaqueta de sastre que cubría su magnífico suéter de punto de lana, y ambas cosas las había dejado en uno de los sillones vacíos. En su muñeca izquierda descubrí un espléndido Piaget de oro, y supuse que mi primo había aprovechado para sonsacarle a Miguel Ángel una última pero suculenta cantidad de dinero, antes de desprenderse de aquel tesoro que ahora reposaba sobre la peculiar mesita de hierro y mármol.
—Contéstame: ¿dónde está?
Pero en ese momento apareció Joanet portando una bandeja cargada con dos vasos vacíos y una jarra de limonada. No era casualidad que Virtudes librara ese día, por lo que se hallaba ausente desde la noche anterior, y aunque siempre la sustituía Esperanza, en aquella ocasión ésta se encontraba en Alcoy, adonde yo la había enviado con su marido para que me hiciera ciertas compras.
—Traigo un refresco —dijo el masero en tanto ponía la bandeja encima de la mesita.
—No quiero nada, gracias —rechazó mi primo con un brusco ademán de fastidio.
—Ten paciencia, Ramón. Te aseguro que estarás con Irma más pronto de lo que te imaginas.
La mirada verdemar de sus ojos se desvaneció en cuanto recibió el golpe en la coronilla. Joanet se había puesto detrás de él y, levantando la mano con que asía el martillo hasta la altura del hombro, la dejó caer con relativa fuerza sobre la cabeza de mi primo.
Mientras registraba los bolsillos de la chaqueta, el masero soltó un silbido y enseguida apareció Migueli por la esquina. Después de dejar la cartera de Ramón sobre la mesita, Joanet dio por fin con las llaves del coche y se las dio al gitano, al tiempo que le recordaba:
—Ya sabes. No debe quedar ni rastro de él.
—No te preocupes: mi primo lo desguazará. Es una lástima, porque es un coche nuevo de trinca y muy bonito, pero sacará bastante vendiendo algunas piezas —y en tanto esto decía, le quitó a Ramón el reloj de la muñeca y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón de pana. También cogió la cartera, reconociendo al mismo tiempo que la registraba—: Es una cartera de piel muy bonita —y al encontrar dentro un buen fajo de billetes, silbó de entusiasmo—. ¡Vaya! Aquí debe de haber por lo menos setenta mil pesetas.
—Quédatela, si quieres —consintió Joanet—. Pero deshazte de la documentación.
—No hay problema: la quemaré —dijo Migueli agradecido y guardándose la cartera y las Ray-Ban. Luego le ayudó a Joanet a cargar el cuerpo inerte de mi primo hasta la cocina, adonde yo les seguí portando la chaqueta del visitante.
Antes de llevarnos la limonada a la galería, el masero ya había adelantado faena en la cocina apartando el trinchero y despegando la trampilla con su martillo y un punzón, pero todavía necesitó la ayuda del Raspa para desencajar definitivamente la pesada lastra que tapaba el aljibe.
Al quedar el pozo abierto, un olor nauseabundo se extendió por la cocina.
—Ya te puedes ir.
Migueli obedeció a Joanet saliendo de la casa y montándose en el Mercedes descapotable para llevárselo de la finca. Entretanto, me hice con la linterna que Joanet había dejado a un lado, junto a la soga, la escoba de tamujo, el yeso y la paleta, enfocando con ella el fondo de la cisterna. Hasta ese momento, aunque no esperaba encontrarme a Eréndira reducida a un esqueleto, un cacaxtle, como diría ella, debido a la acción de los feroces saprófagos, sí que suponía que estaría ya muerta, pues creía que dos semanas encerrada allá abajo, sin apenas aire para respirar y a merced del hambre, la sed, el frío y los ataques de las alimañas, era demasiado tiempo para que hubiera podido sobrevivir. Por eso me sorprendió sobremanera comprobar que todavía retenía en su cuerpo un soplo de vida. Seguramente, pensé, el agua que se filtraba por las húmedas paredes y que formaba pequeños charcos putrefactos en el suelo le había ayudado a mantenerse viva. El haz de la linterna iluminó su cuerpo acurrucado en una esquina, el cual seguía cubierto por el poncho, pero éste se hallaba rebozado de toda clase de bichitos que se zambullían en lo más profundo de la lana para esconderse de la luz. También varias ratas se escabulleron entre los escombros que cubrían el suelo, o ascendiendo hasta el rebosadero, sin duda no del todo ciego, y por el que debía de entrar algo de aire. Si bien era seguro que estos roedores la habían mortificado con sus mordiscos, algunos de ellos también le había servido de alimento; así lo probaban los restos que aún tenía en una de sus manos desguantadas. Eréndira tenía la cabeza levantada y apoyada en la pared, pero sólo pude verle el rostro de perfil, precisamente por el lado en que recibiera uno de mis bastonazos. Su piel había palidecido, tomando una tonalidad casi lechosa, y sus labios estaban monstruosamente inflamados y agrietados, entre los que sobresalían trocitos de carne y pelos de rata. El cabello que le caía sobre la frente, sucio y enmarañado, formaba un amasijo con la costra oscura que había cubierto la herida y el ojo seguía hinchado, pero sus párpados se entreabrieron cuando sintieron posarse el haz de la linterna sobre ellos. Eréndira movió ligeramente la cabeza. Quería ver de donde provenía esa claridad, aunque enseguida hubo de desistir, pues ya no tenía fuerzas ni para mantener abiertos los ojos. Volvió a cerrar los párpados, probablemente creyendo que aquel brevísimo instante de claridad formaba parte de un sueño, pero a mí me dio tiempo de ver cómo tenía el globo ocular cubierto por una membrana tan fina y blancuzca como una binza de huevo.
De pronto oí unos ruidos en la cocina que atrajeron mi atención. Joanet había golpeado con el martillo las rodillas de Ramón, quebrándole ambas articulaciones.
—Esto será más eficaz que las cadenas —murmuró a manera de explicación y arrastrando el cuerpo de Ramón hasta el borde del agujero.
—No le dejes caer de golpe —le ordené—. Quiero que viva el tiempo suficiente como para que se dé cuenta de que he cumplido mi parte del trato.
—Entonces tendré que ir a por la escalera.
—No hace falta. Descuélgale con la cuerda. Con las piernas rotas, no creo que le sirva de mucho allá abajo.
Joanet asintió, embragó el cuerpo de Ramón pasando la soga por debajo de sus axilas y lo descolgó luego hasta el fondo del pozo. A continuación dejó caer el cabo de la cuerda y tras ella arrojó la chaqueta de mi primo.
—Nunca más habrá de abrirse esta trampilla —sentencié—. Y mejor si se olvida su existencia.
—Podemos obrar encima —propuso él.
—De acuerdo. Hazlo.
Pero nunca llegó a hacerse esa obra, por innecesaria. Aquella mañana Joanet se limitó a sellar la trampilla con yeso y a taparla nuevamente con el trinchero, pero, al cabo de unas semanas, éste fue sustituido por un congelador de gran capacidad, el cual ocupaba, aún ocupa, un espacio mucho más amplio, ocultando por completo la entrada del aljibe.
XVIII
Esta vez no tuve necesidad de huir de L’Olivar porque no sentí ni pizca de piedad, misericordia o compasión por las dos personas que estaban encerradas en la cisterna y que, con toda seguridad, debieron morir asfixiadas con relativa rapidez, puesto que Joanet se encargó de cegar el rebosadero en la arqueta adonde desembocaba, fuera de la casa. Precisamente en aquella dureza y crueldad de mi corazón reconocí el principio de mi prematura senilidad, toda vez que la firmeza y la dureza, son atributos de la muerte; la blandura y la debilidad, son atributos de la vida; y lejos de sentirme con la flexibilidad del tallo joven, en verdad que empezaba a notarme tan rígido e inflexible como el más viejo de los troncos.
Mi casi repentina pérdida de tolerancia y paciencia fue sufrida con resignación por quienes me rodeaban: Virtudes, Esperanza, Joanet, Xop…, pero creo que no llegó a perjudicar nuestra relación, probablemente porque tus visitas continuaron siendo esporádicas y cortas, a pesar de que hice rehabilitar la antigua caseta de Tono (que luego fuera también del señor Marín) para que tú la ocuparas en tus estancias aquí y así te sintieras más cómoda e independiente. Por cierto que una de esas visitas tuyas a L’Olivar se produjo a finales de aquel verano de 1978, cuando coincidiste por algunos días aquí con Fulgencio Boj. Supongo que lo recordarás, puesto que, según me pareció, este amigo mío te resultó muy simpático.
Aunque el motivo que me expuso Fulgencio abiertamente cuando me anunció su llegada a L’Olivar era su deseo de verme, no por ello dejó de entrever otra causa algo más real y convincente:
—Llevas demasiado tiempo enclaustrado en esa especie de castillo. Además, se da la feliz circunstancia de que mi amigo Fermín Larraínzar se encuentra veraneando muy cerca de ahí. ¿Te acuerdas de él? Ese actor que te presenté… Exacto. Pues bien, resulta que el bueno de Fermín se casó hace unos años con una conocida presentadora de televisión. Supongo que estarás enterado de esa boda: la noticia salió en todas las revistas de papel cuché… ¿No? Bueno, da igual. El caso es que Fermín y señora están veraneando en una residencia para empleados de Televisión Española que está muy cerca de ahí, en un lugar llamado el Xorret de Catí, y he pensado que quizá podría aprovechar también para verle…
Y si bien esa sí que me pareció una razón más propia de Fulgencio para venir a mi casa tan de repente, tampoco descarté otro motivo, que a la postre resultó por lo menos igual de acertado. Un motivo que tenía mucho que ver con las pesquisas que habían estado realizando la Policía y la Guardia Civil sobre la desaparición de mi primo Ramón, y que estaba seguro habían sido impulsadas por Miguel Ángel Amorós, el cual ocupaba un altísimo cargo en el Ministerio de la Gobernación, en donde mandaba con la autoridad de un valido. Ni que decir tiene que la preocupación de Miguel Ángel no radicaba tanto en querer saber dónde estaba Ramón y cual era su estado de salud, como en averiguar en dónde estaba y cómo apoderarse de las fotografías y películas con las que le extorsionaba. Y esa preocupación de Miguel Ángel fue lo que motivó la movilización de varios detectives de la Policía, tanto en Madrid como en Alicante, amén del destacamento de la Guardia Civil de Castalla.
El resultado final de aquellas pesquisas fue negativo, por cuanto mi primo no apareció, si bien en el último informe redactado por los investigadores se apuntaba la hipótesis de que pudiera haber salido del país en compañía de Irma, tal vez con destino a América Latina; hipótesis fundamentada principalmente en la información que yo mismo les facilité. Pero Miguel Ángel no se conformó. Sabía que el único modo de conjurar definitivamente la amenaza que representaba la existencia de aquellas pruebas de su libertinaje era dando con ellas y destruyéndolas. Por eso no cedió en sus presiones, sobre todo ante el gobernador civil de Alicante, sufragáneo de su poder político, recurriendo asimismo a la intervención de amigos comunes para que trataran de averiguar lo que realmente sabía yo al respecto. Amigos como Fulgencio Boj.
Fulgencio arribó en su Jaguar a finales del mes de agosto. Su estancia duró algo más de una semana, pero supo aprovechar bien ese tiempo para reunirse con su amigo Fermín, para inquirirme sutilmente acerca de Irma y Rammón, para animar tus últimas horas en L’Olivar y para conocer mejor el lugar donde yo vivía y había nacido.
Tan divertida te pareció su compañía, que logró convencerte para que le acompañaras en sus turísticos paseos por el pueblo, visitando sus edificios más representativos y curioseando en su historia; algo que hasta entonces habías rehuido por considerarlo demasiado aburrido. Y tal era tu entusiasmo cuando regresabais a L’Olivar, que me contabas lo que habías visto y conocido como si fuera algo extraordinario y absolutamente desconocido por mí.
—¿Sabías que la ermita fue levantada durante la Reconquista, en el siglo XIII, y que también por entonces el castillo fue convertido en fortaleza, aunque había sido construido mucho antes por los moros? ¿Y sabías que Castalla ya existía en los tiempos del imperio romano? La llamaban Castra Alta. ¡Parece increíble, ¿verdad?!
Confieso que me sentía algo celoso, pero de ninguna manera quise demostrarlo. Así que sonreía complacido mientras tú me desgranabas aquellos detalles que tantas veces me hubiese gustado contarte.
—En verdad que tu tierra es bella y antigua, querido Vicente —declamaba Fulgencio con voz altisonante y en un tono de divertido desafío—. Pero no puede compararse a la nobleza que rezuma cada casa, cada iglesia, cada puente que se levanta en mi tierra natal. Allá el terreno es tan uliginoso, que los bosques sólo son interrumpidos por los prados y los cultivos. Espero que algún día tu encantadora sobrina y tú vengáis a pasar una temporada en mi casal, a orillas del Alberche. Entonces conoceréis el paraíso.
—No sabía que tuvieras un amigo marqués —me reprochaste con los ojos brillando de excitación—. Un marqués de verdad.
Y a mí me dolió que aquel título te pareciese tan importante, aunque me limité a responderte con una sonrisa.
Fulgencio abordó el asunto de Irma y Ramón dos días después de su llegada, durante la comida. Yo hubiera preferido que no hubieses estado presente, pero supongo que él quiso aprovechar la oportunidad que tú le brindaste sin querer al preguntarle si les conocía. Le expliqué de manera sucinta cómo Irma se había marchado, supuestamente a Madrid, para reunirse con mi primo, y cómo él vino preguntando por ella unos días más tarde.
—Y ya no he vuelto a saber nada más de ellos —concluí—. Aunque sé que se les da por desaparecidos y que la Policía ha estado buscándolos.
—Es extraña esa desaparición, ¿no te parece? —me preguntó sin levantar la mirada del medallón de merluza que tenía en el plato.
—No me he parado a pensarlo —le respondí displicentemente, sin dejar de utilizar mi cubierto—. Lo lamento. Confieso que no me gusta hablar de este tema —me excusé. Pero lejos de respetar mi deseo, Fulgencio insistió:
—Es comprensible. Sin embargo, estoy seguro de que entenderás la inquietud que padecen… o padecemos, algunos amigos de Ramón.
—Sinceramente, me cuesta creer que haya alguien que se preocupe por la desaparición de Ramón, a no ser que se deba a razones meramente egoístas —y levantando por fin la cabeza para mirarle fijamente, agregué—: No pretendo dudar de tu lealtad, Fulgencio. Pero dime, aparte de ti, ¿quién puede estar tan preocupado por Ramón como para presentar una denuncia por desaparición? ¿Miguel Ángel, quizá?
A pesar de que me dirigió una de esas miradas lánguidas con que pretendía expresar su indiferencia, noté su incomodidad por saber descubierto su encargo.
—¿Tan raro te parece que Amorós se preocupe por la repentina desaparición de un amigo suyo? También a mí me intriga saber en dónde está y qué es lo que ha podido pasarle… Tanto a Ramón como a Irma.
—Pero, según tengo entendido, Miguel Ángel quiso distanciarse de mi primo para que su amistad no perjudicara su carrera política. Así que me cuesta entender por qué ahora arma tanto revuelo, movilizando a buena parte de las fuerzas de seguridad para que le busquen. ¿A ti se te ocurre alguna razón verdaderamente importante?
El angioma de Fulgencio enrojeció, al mismo tiempo que su mirada se volvía más definida, más directa, pero no interpreté aquello como demostración de que él conociese realmente las auténticas razones que impulsaban a Miguel Ángel en su frenética búsqueda de mi primo, sino más bien como certeza de que yo le estaba mintiendo, ocultándole lo que de verdad sabía sobre la desaparición de Ramón y de Irma. Pero la conversación se desvió oportunamente por otros derroteros gracias a tu intervención.
—Algún día me gustaría saber toda la historia relacionada con Irma y el primo Ramón, pero ahora no creo que sea el momento idóneo para hablar de ello.
Yo te lo agradecí en silencio y Fulgencio se avino a olvidar por el momento la misteriosa desaparición de la pareja, aunque advirtió:
—Me temo que en tanto no se sepa en dónde están, habrá quien siga interesándose por ellos. Como nuestro común amigo Amorós, quien efectivamente parece muy afectado por todo esto…
—Tal vez también él desista de forma repentina —aventuré con un tono tan firme que más bien sonó como una profecía.
—Todas estas cosas me hacen pensar en la volubilidad de las personas, en la poca consistencia de sus sentimientos —dijiste con un suspiro, dirigiendo así la conversación hacia un terreno más abstracto y filosófico, en el que supiste manejarte tan bien como siempre, pese a no tener más que veintiún años de edad. Pero en esta ocasión no tuviste más remedio que rendirte ante la mayor sabiduría y experiencia de Fulgencio, quien supo captar tu interés y ganar tu admiración de una forma tan absoluta que, para cuando Virtudes nos sirvió los cafés y licores, hacía ya un buen rato que él era el único que hablaba.
—…Los sentimientos son tan importantes como la razón. Eso es algo que como estudiante de Derecho deberías de tener siempre presente. Mañana, cuando seas una eminente jurista, o quizá una magistrada, acuérdate de esto: quien sólo se deja guiar por la razón, como quien se deja llevar tan sólo por los impulsos de sus sentimientos, puede acabar justificando el peor de los crímenes.
—Eso no es del todo cierto —le interrumpí con excesiva contundencia, llevado por los celos que me atormentaban desde que monopolizara tu atención. Estaba dispuesto a arremeter contra todos aquellos argumentos falaces de los que te había estado hablando Fulgencio, y sin dilación habría pasado a demostrarte cómo la razón y los sentimientos tienen un mismo origen: la fuerza que impulsa todo cuanto existe: el egoísmo. Pero en cuanto me vi frente a tus ojos sorprendidos, en los que se reflejaban toda la ingenuidad e ilusión de la juventud, no tuve valor para presentarte la cruel realidad de la vida, desmoronando delante de ti cuantos pilares sustentaban el mundo que te rodeaba. Por eso me limité a repetir con voz apagada—: Nada es del todo cierto, aunque lo menos falso de cuanto existe son nuestros sentimientos. Ellos son lo más natural que nace de nosotros mismos y, por lo tanto, lo más auténtico. Pero reitero que, en realidad, nada es del todo cierto —y señalándote con el índice, recité una de las humoradas de Campoamor, no exenta de ironía por tu admiración hacia nuestro invitado—:
«Pues que tanto te admira
el saber de los viejos,
voy a darte el mejor de los consejos:
“Todo es mentira”.»
Por la forma como me miraste, supe que te había decepcionado. En cambio Fulgencio me sonrió comprensivo, intuyendo lo que a mí me hubiese gustado decir de verdad. De ahí que intentara provocarme, preguntándome:
—¿Quieres decir con eso que lo verdaderamente justo nace de nuestros sentimientos, aunque éstos sean tan negativos como el odio o la venganza?
Dudé, me mordí el labio inferior, pero al ver cómo me mirabas expectante, no tuve más remedio que picar el anzuelo:
—Sólo digo que quien viva y actúe en contra de sus impulsos naturales, será tan injusto como infeliz.
—Pero estáis confundiendo los sentimientos con los instintos —dijiste.
—¿Estás segura de que son cosas diferentes?
Parpadeaste y separaste los labios, pero Fulgencio se adelantó a tu réplica:
—¿Insinúas, pues, que la venganza es la mejor de las justicias?
Sabía muy bien adónde quería conducirme con sus preguntas, pero no tuve reparo alguno en seguirle, ya que podía elegir hasta dónde llegar sin delatarme.
—La justicia es convencional, artificial; fue creada por los hombres y, por lo tanto, es imperfecta. Sin embargo, la venganza es tan natural como el mismo hombre. De ahí que los antiguos griegos la consideraran propia de los dioses.
—Es cierto. Rendían culto a la venganza porque creían que se debía a la cólera divina —convino Fulgencio, tragándose el cebo mitológico que yo le había soltado—. Pero también es verdad que hasta los propios dioses estaban obligados a cumplir con la Justicia, ya que sus leyes son eternas. Temis, diosa de la Justicia, era la protectora de la paz entre los hombres, sancionando sus reglas de convivencia. Sin ella, no hubiese existido la sociedad humana más primaria. No en vano era la madre de Eunomía, el Buen Orden, de Eirene, la Paz, y de Dike, el Derecho.
—Pero para ellos Temis siempre iba de la mano de Némesis, diosa de la Venganza, pues eran conscientes de que sin el miedo a ésta, nadie respetaría a aquélla y a sus hijas. Consideraban a Némesis vengadora de toda maldad.
—Sí, pero vengadora al servicio de los dioses, no de los humanos.
—Y por eso muchos también la tenían como enemiga de la felicidad.
—¿Estáis diciendo que para ser feliz es necesario abolir la justicia en beneficio de la venganza?
Sin darnos cuenta, ambos nos habíamos acalorado, alzando la voz y gesticulando con vehemencia. Fulgencio tenía el antojo de color violáceo y parecía estar a punto de mirar dentro de mi alma con sus ojos brillantes. Para ello aguardaba mi respuesta, con su mosca canosa temblándole ligeramente bajo su boca. Entretanto, tú nos observabas con ojos muy abiertos, asombrada por el repentino giro que había tomado la discusión, cuyo alcance real se te escapaba, aunque sabías que trascendía el mero sentido teórico de aquellas frases. Pero decidí no seguir con esa discusión por considerarla ya demasiado peligrosa. No me hubiese importado descararme algo más con él, pero no delante de ti. Así que forcé una sonrisa y, cogiendo la copa de coñac, la levanté con intención de brindar.
—Por la felicidad.
Fulgencio tardó aún unos instantes en reaccionar, pero supo aceptar con elegancia aquel cambio brusco que le proponía:
—Por la felicidad, pero no a cualquier precio —dijo él haciendo chocar suavemente su copa con las nuestras.
XIX
Fulgencio y Fermín procuraron ser discretos en sus encuentros, eligiendo siempre lugares suficientemente apartados de Castalla. Pero dos días después de que tú te fueras, Fermín se presentó en L’Olivar de improviso. Las fiestas de Moros y Cristianos que se celebraban en el pueblo le sirvieron de pretexto para salir de la residencia sin su esposa, quien por lo visto sentía auténtico pánico por todo cuanto estuviera relacionado con la pólvora. Así que el actor cogió su coche y, a través de la carretera sinuosa y huérfana de quitamiedos que cruza el collado del Portell, recorrió aquella tarde los ocho kilómetros que, aproximadamente, separan el Xorret del Catí (en la vertiente meridional de la sierra del Maigmó, muy cerca ya de Elda y Petrel, aunque perteneciente todavía al término municipal de Castalla) y el Cabeço del Pla. Y, por supuesto, aceptó mi invitación de quedarse a cenar.
Hasta entonces no alcanzaba a comprender por qué Fulgencio, a quien nunca le faltaba la compañía de un hermoso efebo o una bella doncella, todavía se mostraba tan interesado por Fermín, pues si bien éste seguía gozando de cierto atractivo, merced a sus ojos melosos, pelo rizado y facciones aún aniñadas, era ya un hombre cuarentón y casado. Sin embargo, cuando ese atardecer los vi juntos en mi jardín, adiviné qué era lo que tanto les unía. Yo me había separado de ellos para pedirle a Virtudes que improvisara la mejor de las cenas posibles y, al salir de la casa, los vi desde lejos paseando alrededor del estanque, zureándose mientras observaban a los patos nadando entre los nenúfares y a los gladiolos cambiando el color de sus flores, al mismo tiempo que desprendían un perfume parecido al del clavel. Luego se acercaron hasta la balaustrada, donde se apoyaron para contemplar el espectáculo crepuscular, con un cielo plagado de nubecillas irisadas por los agonizantes rayos solares y con el fondo sonoro de los petardos y trabucazos que, procedentes del pueblo, resonaban por todo el valle. Sus manos se rozaron con disimulo, acariciándose con delicadeza, furtivamente, y enseguida se separaron como suspirando. Entonces comprendí que les unía un cariño sincero y recíproco, capaz de resistir el transcurrir del tiempo y los sacrificios que le exigían las normas sociales, como el que hubo de asumir Fermín al casarse para proteger su imagen de galán.
Fulgencio se fue unos días más tarde sin conseguir uno de los objetivos que le habían traído a L’Olivar, pero con el convencimiento de que yo le ocultaba algo terrible, demasiado terrible como para poder confesárselo. No sé qué fue lo que le diría a Miguel Ángel a su regreso a Madrid, pero éste no desistió en su empeño de averiguar qué había sucedido con Ramón, hasta que, unas semanas después, hice llegar anónimamente varias copias de las fotografías y de las películas tanto al ministro de la Gobernación como al presidente del Congreso. El resultado de aquello no se hizo esperar: antes de concluir el año, Miguel Ángel renunció al acta de diputado que había obtenido por la circunscripción electoral de Madrid y dimitió como secretario de Estado en el Ministerio.
Volvió a dedicarse a su cátedra en la Universidad, pero su traumática retirada de la política le acarreó serios trastornos anímicos y físicos. Según noticias que me dio su hermano, pronto fue víctima de una profunda depresión; pero más definitiva fue la cirrosis que le devoró el hígado en pocos meses. Desahuciado, se trasladó a vivir a Alicante a finales de 1979. Antes de su muerte, tuve ocasión de verle en el entierro de su madre. Ya no tenía ese aspecto rechoncho de antaño: la enfermedad le había consumido tanto que parecía un esqueleto cubierto por un pellejo reseco y arrugado; sólo su cabeza orbicular y calva seguía recordándome al Miguel Ángel de siempre. A pesar de su extrema debilidad, quiso estar presente en los funerales que se celebraron por su madre en la concatedral de San Nicolás, por lo que hubo de ser llevado en una silla de ruedas parecida a la de su hermano; pero, a diferencia de éste, Miguel Ángel no pareció reconocer a ninguno de los concurrentes que nos acercamos para darle el pésame. A ninguno menos a mí, pues si bien no pronunció palabra, sus ojos hundidos y acuosos me dedicaron la más furibunda de las maldiciones.
XX
Desde entonces han pasado ya casi diez años y en este tiempo no ha sucedido nada importante que tú no conozcas.
Aunque los diferentes negocios me exigían viajar con cierta asiduidad a Madrid y a Alicante, estas salidas fueron cada vez menos frecuentes. Ciertamente aprovechaba esos viajes para realizar algunas compras, visitar museos, asistir a determinadas representaciones operísticas y a mantener esporádicas relaciones sexuales con profesionales, siempre distintas, pero poco a poco todo esto fue perdiendo interés para mí, debido principalmente a la escasa novedad artística, a la posesión de una colección ya bastante completa de bastones y sabonetas, al frío panorama que se me ofrecía a través de las ventanas de los hoteles (tan estático como un cuadro de Antonio López y tan diferente del que se aprecia desde mi casa), y a la ausencia de una mujer con la que pudiera acoplarme como una llave en su rodete y no como una aguja en un estanque, que era la sensación que tenía cuando copulaba con aquellas parejas ocasionales.
Pero, a partir de aquel día de invierno de 1985 en que me disloqué el hombro al resbalar en la galería por culpa del verglás que cubría el suelo embaldosado, apenas si he salido ya de L’Olivar; pues, si bien mi recuperación fue del todo satisfactoria al serme ensalmado el hueso perfectamente, tal accidente me sirvió de excusa para renunciar definitivamente a los negocios, vendiéndole a Rafael Amorós mi parte en las empresas que compartíamos y concentrando casi todos mis recursos financieros en las inversiones más cómodas y rentables que me administraba la asesoría madrileña.
Desde entonces he reducido mi mundo a L’Olivar, en donde he vivido aislado del exterior, a despecho del televisor y de la radio, que sólo han funcionado durante los pocos días en que tú has estado aquí. Retraído y achacoso, cuando me miro al espejo veo a un anciano que me recuerda sobremanera a Cornelis van der Geest, cuyo retrato de Van Dyck tuve ocasión de admirar varias veces en la National Gallery de Londres. Salvo los adornos capilares y el cuello de gola, mis facciones secas, mi rostro alargado, mi cabello escaso y entrecano me asemejan mucho a ese rico comerciante de Amberes del siglo XVII.
Probablemente me haya vuelto más huraño, incluso adusto, pero no creo que las escasas personas que tienen trato conmigo puedan quejarse de mí. No tengo conciencia de molestarles con respuestas airadas ni con exigencias caprichosas de viejo senil, por más que, algunas veces, cuando la buena de Esperanza se me acerca para interesarse por mí, me gustaría responderle tan displicentemente como lo hiciera Diógenes ante el poderoso Alejandro, cuando éste le preguntó en Corinto qué podía hacer por él: «Que te apartes un poco y no me quites el sol».
Y es que, en efecto, me paso largas horas tomando el sol, en el jardín o en el porche, sentado o paseando, y observando tanto el cielo como el campo, donde el colorido va transformándose en un ciclo inacabable pero siempre sorprendente: azul y amarillo diurnos, rosa y violeta vespertinos, negro y plateado nocturnos; hojas verdes y marrones, flores blancas y rosadas de los almendros, los cerezos, los melocotoneros… Y este ciclo inacabable de la Naturaleza me recuerda el mito del eterno retorno del que habla el taoísmo, el epicureísmo, Nietzsche… y hace que me pregunte una y otra vez si acaso volveré a vivir esta misma vida, en esta misma tierra que creo poseer, aun cuando en realidad es ella la que siempre me ha poseído, conociendo a la misma gente y experimentando las mismas vivencias, idénticos hechos. Hechos, vivencias y gente que recuerdo con facilidad gracias a la ayuda que me presta cada mueble, cada piedra, cada olor, cada sabor… Así, cuando me encuentro en la biblioteca, que es como el zurrón, como la segunda cáscara en la que me envuelvo en busca de un aislamiento más completo, todo cuanto me rodea me evoca el recuerdo de mi tío, del señor Marín y de La Espartosa, la finca donde tantos momentos deliciosos pasé leyendo y escuchando música. Por cierto que la lectura también me ayuda a recordar a Ferrán, y con él a su esposa y su hija. Los olores generados en la cocina hacer revivir a la Castellana, que vuelve a zascandilear por el mas en cuanto llega hasta mi olfato el aroma del romero, de la hierbabuena, del hinojo, del tomillo, del laurel, de la cebolla frita, de la pebrella, del café molturado o de la ropa recién lavada. Y tras la estela de la Castellana llega el Tapenot, y con él su hija Soledad. Sole, mi amiga de la infancia, mi compañera del alma, a quien tanto quise y a quien tanto he añorado. Pese al mucho tiempo transcurrido desde su muerte, ¡qué dolor siento aún al recordar la manera tan horrible como le fue arrebatada la vida! Pero es sin duda mi madre quien más fácilmente reaparece ante mí (a veces acompañada por un Ximo niño), ya que son muchas las cosas capaces de evocarla: desde la fragancia de lavanda hasta el jardín, punto de encuentro de amores tan imposibles como el suyo y Ferrán, o el de Fulgencio y Fermín. Sin embargo, es en las noches tempestuosas o en las que sufro las molestias del asma, cuando la noto más cerca. Tanto es así que, no hace mucho, cierta noche de tormenta en la que hube de levantarme de la cama para cerrar una ventana que había quedado abierta y que, a impulsos del fuerte viento, golpeaba su hoja con insistencia contra el renvalso, me pareció ver a mi madre mirándome desde la puerta de mi alcoba. Me sonreía con ternura y se diría que estaba dispuesta a acercarse hasta donde yo estaba, pero de pronto se oyó la voz de mi padre, que la llamaba a gritos desde otro lugar de la casa, y ella se marchó de inmediato, desapareciendo por el final del pasillo. Desde luego aquello no fue más que un sueño, pero me estremecí al comprender cómo me horrorizaba soñar siquiera con mi padre.
Como supongo que le ocurre a la mayoría de las personas, mi memoria es renuente a mortificarme con recuerdos demasiado desagradables, de manera que son muy escasos los instantes en que me acuerdo de mi esposa, de mi suegra, de Miguel Ángel Amorós, de Xema, de Mariano…, pero, de vez en cuando, algunas de estas figuras inquietantes de mi pasado se cuelan sin permiso en mis pensamientos, especialmente cuando estoy dormido. Entonces sufro de nuevo ante la presencia de mi padre, quien además de insultarme, se regodea de la forma tan atroz como forzó a Sole; o me veo ante Eréndira y Ramón, que se burlan sin piedad de mí, pese a no ser más que un par de cadáveres en plena descomposición.
Aparte de los recuerdos y pesadillas, una vez que Virtudes se jubiló hace unos años y se fue a vivir a Villena con su familia, en la actualidad sólo cuento con la compañía de Joanet, quien sigue haciendo su trabajo diariamente como si tuviera cincuenta años menos, Esperanza y el Xop, que hacen más vida aquí, en el mas, que en su propia casa, y los hijos de éstos: dos niños y una niña que juegan y alborotan por toda la finca, tal y como lo hacíamos ayer tu padre, Sole y yo. Todos ellos son legatarios míos, puesto que he dispuesto en mi testamento que, a mi muerte, pasen a ser de su propiedad los terrenos, casas y animales que ahora cuidan, cultivan y habitan. No obstante, la mayor parte del Cabeço del Pla seguirá formando parte de L’Olivar, y esta finca será heredada por ti. Sé que nunca te ha entusiasmado vivir en este lugar, al que por cierto sólo has venido un par de veces desde que te casaste con ese aprendiz de banquero, pero como única Berbegal superviviente tu obligación será cuidarlo como el mejor y único legado que recibes de tus antepasados.
Pero, al margen de mi testamento legal, te haré llegar este otro documento, en el que he querido explicarte cómo ha sido esta vida mía, cuyo final presiento cerca, y en la que el sufrimiento ha predominado sobre las escasas y minúsculas alegrías. Como has podido comprobar, mi alma llega a las postrimerías de su existencia sucia y herida, muy diferente de como era cuando la descubrí siendo un niño, pero no creo que sea una excepción: nadie acaba su vida con el alma incólume. Pero estas páginas constituyen algo más que mi autobiografía, pues en ellas he vertido con absoluta sinceridad mis más íntimas remembranzas y reflexiones, convirtiéndolo así en una especie de elucidario en el que se relatan muchos hechos que quizá fueran desconocidos por ti o que han parecido hasta ahora inexplicables. ¡Y qué maravilloso milagro se ha producido merced a la escritura! Lo que antes no eran sino mis más ocultos y secretos pensamientos, de repente se han trocado en públicas confesiones en virtud de la palabra escrita. ¡Qué maravilla! ¡Y qué miedo! Miedo porque estas páginas también suponen la confesión de unos hechos que la sociedad entiende como delitos. Por eso, dado que Migueli falleció hace ya un par de años, tomaré las medidas oportunas para que esta plica no llegue a tu poder hasta después de que hayamos muerto Joanet y yo. Así evitaré que este manuscrito pueda comprometerte como sobrina o como togada, pues entonces ya no importará lo que hagas con él ni con la información que contiene.
Vale.
L’Olivar, marzo de 1989.