octubre 4, 2023

Alicante 1844

Alicante, 1844 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 17 | Alicante, marzo de 1844 | Baldomero | Eran las seis de la mañana del viernes 8 de marzo de 1844 y aún no se había levantado el sol, cuando los más madrugadores se enteraron de que iban a ser dos docenas los hombres que serían ejecutados minutos más tarde.

Una hora después, a las siete, con el sol anunciando su inminente aparición entre el mar y el cielo, todas las tropas que se hallaban en Alicante libres de guardia formaron en el malecón. También acudieron a dicho lugar muchos paisanos con impaciente curiosidad: hombres y mujeres, ancianos y niños, ricos y pobres, que vieron llegar al cabildo municipal en pleno, pues el general Roncali le había ordenado asistir a la ejecución.

Tomaron a continuación buenas posiciones para presenciar el espectáculo muchas otras personalidades: el cabildo eclesiástico y los cónsules extranjeros; priores, tribunos y vocales del Tribunal y Junta de Comercio; varios aristócratas, la mayoría de los cuales estuvieron ausentes de la ciudad durante el asedio, pero que se apresuraron a regresar tan pronto como se enteraron de que había sido liberada; acaudalados representantes de la burguesía local, cuyos apellidos recordaban en muchos casos su procedencia europea; todos ellos rivalizando en elegancia y muchos acompañados por sus distinguidas esposas.

En posición menos relevante, mezclado con el vulgo, se hallaba el joven Baldomero Pellús, vestido con su uniforme de soldado. Tenía diecisiete años y había nacido en Villafranqueza. Un año antes, tras morir su madre, se había alistado al ejército como voluntario. Y desde hacía poco más de un mes era uno de los asistentes de Federico Roncali, capitán general del cuarto distrito militar.

Su padre, Baldomero Pellús Cardell, había abandonado a su madre pocos meses después de contraer matrimonio. Se casaron muy jóvenes –él diecisiete años; ella dieciséis– porque su madre se había quedado embarazada. La huida de su padre no extrañó a casi nadie en Villafranqueza, según se enteró Baldomero siendo aún muy niño, pues siempre se había comportado irresponsablemente, como era de esperar de un bastardo. Aunque la mujer que lo había criado –sirvienta del párroco– decía ser su tía, todo el mundo en el pueblo sabía que era en realidad su madre –abuela, pues, de Baldomero– y que su padre era don Fernando, el propio párroco de Villafranqueza, que dejó de serlo una vez se quedó completamente ciego. Si eso era cierto, Baldomero no tenía abuelos, pues el cura Fernando y su criada hacía años que habían fallecido, al igual que los padres de su madre. De modo que, con el padre huido y sin familia, Baldomero decidió buscar acomodo en el ejército a los dieciséis años, edad mínima para alistarse como voluntario.

Después de desfilar por varias calles, los reos llegaron al malecón, donde Baldomero se encontraba junto a cientos de alicantinos. Fueron recibidos con un tenso silencio.

Encabezaba el desfile el capitán general, vestido con su uniforme de gala y montado en el caballo que Baldomero había enjaezado dos horas antes. Al lado de Roncali cabalgaban los políticos moderados recién liberados y repuestos en sus cargos locales y provinciales, quienes aceptaron encantados este privilegio que les ofreció el capitán general, en desagravio por la larga prisión que habían sufrido en el castillo de Santa Bárbara, cuyo gobernador, Juan Martín El Empecinado, declinó por el contrario participar en aquella cabalgata.

El capitán Juan Martín El Empecinado –sobrino del célebre guerrillero del mismo nombre y apodo– había llegado a Alicante el 26 de enero pasado, junto a ciento cincuenta carabineros de infantería, cincuenta de caballería y una compañía del batallón de infantería de Saboya, al mando todos ellos del coronel Pantaleón Boné. Venían de Valencia con la misión oficial de perseguir a los contrabandistas que menudeaban por la costa, si bien su verdadero y secreto objetivo era el de rebelarse contra el Gobierno moderado, apoderándose de Alicante y su castillo. Una rebelión progresista que, se esperaba, se generalizaría y triunfaría en toda España. Para ello contaban con la ayuda de los progresistas civiles, muchos de los cuales formaban parte de la Milicia Nacional. El cabecilla de estos alicantinos progresistas era Manuel Carreras Amérigo, comerciante y comandante de la Milicia.

La rebelión comenzó el 28 de enero, domingo de carnaval, por la noche. Al mismo tiempo que una parte de los rebeldes, dirigidos por el capitán Juan Martín El Empecinado, se hacía con el control del castillo de Santa Bárbara –uniéndoseles buena parte del batallón del provincial de Valencia que lo guarnecía–, el coronel Boné y sus carabineros se apoderaban de la ciudad, encarcelando al alcalde y a la mayor parte de las autoridades locales.

Pero la rebelión no triunfó en el resto de España. Aunque algunas ciudades estuvieron en poder de los progresistas durante varios días, poco a poco Alicante se fue quedando sola en aquel intento por derrocar al Gobierno moderado y devolver los derechos democráticos.

Al mando del ejército sitiador estaba el capitán general Federico Roncali Ceruti, de treinta y cinco años de edad, quien instaló su cuartel general primero en Muchamiel y luego en Villafranqueza. En esta última población ocupó una casona que le fue cedida y a la que fue llamado el soldado Baldomero Pellús, para que ayudara al teniente Juan Belda en las labores de asistencia al general. «Como eres natural del pueblo, seguro que te las arreglarás muy bien para conseguir cuanto necesitemos para tener bien atendido y satisfecho a su excelencia», le dijo Belda. Y así fue como el joven Baldomero se ocupó de mantener siempre limpio el uniforme de Roncali, de servirle los platos que preparaba su cocinero –a menudo con las provisiones que él mismo compraba o conseguía en el pueblo–, de limpiar, alimentar y preparar su caballo…

La admiración de Baldomero por Roncali fue creciendo según le iba conociendo –siempre respetuoso, el general jamás gritaba ni reía a carcajadas; aseado, le gustaba bañarse casi a diario; laborioso, se pasaba largas horas por las noches leyendo periódicos y misivas, escribiendo informes y cartas de su puño y letra dirigidas al ministro de la Guerra, al secretario de Estado, a su esposa, a su madre–, pero aumentó considerablemente esta admiración cuando por fin consiguió la capitulación de los rebeldes, después de convencer a Juan Martín El Empecinado para que traicionara a Pantaleón Boné. El Empecinado aceptó las condiciones que el general Roncali le hizo llegar directamente al castillo por mensajeros que subían y bajaban por el camino del Bon Repós, el más alejado de la ciudad. Además de la promesa del general de no tomar represalias contra él y los soldados que guarnecían la fortaleza, y hasta de proponer su ascenso, se rumoreaba que El Empecinado obtuvo el compromiso de los prisioneros de entregarle una importante gratificación económica, una vez finalizara la sublevación.

La procesión cívica de Villafranqueza recuerda a los Mártires de la Libertad

Perdido el control del castillo el sábado 2 de marzo, los rebeldes que ocupaban la ciudad tardaron aún cuatro días en rendirse o emprender la huida. Algunos civiles, como Manuel Carreras Amérigo, huyeron embarcados en naves francesas o inglesas, rumbo al exilio. Por su parte, Pantaleón Boné y seis de sus leales carabineros salieron de la ciudad a caballo y de noche.

Boné y quienes le acompañaban fueron perseguidos y apresados cerca de Sella. Al día siguiente fueron llevados de vuelta a Alicante, donde entraron a las seis de la tarde por la puerta de la Reina, montados a caballo y escoltados por treinta lanceros de Lusitania. Entre la muchedumbre que los vio llegar, vigilada por los muchos soldados que había tendidos desde la puerta y a lo largo del paseo de la Reina, estaba Baldomero. Al principio, Boné y sus compañeros fueron recibidos con un respetuoso silencio, hasta que alguien gritó varios insultos y maldiciones contra ellos, que fueron coreados por muchos de los presentes. Llevados al castillo, aquella misma noche fueron juzgados por un consejo de guerra. Fue una reunión breve, de mera formalidad, por cuanto la sentencia ya había sido dictada desde Madrid.

Federico

Detrás de Roncali, escoltados cada uno por un piquete de diez soldados y un oficial, marchaban con los brazos amarrados los veinticuatro rebeldes sentenciados a la mayor de las penas. El primero iba Pantaleón Boné, muy sereno y vestido con su traje levita de paño verde oscuro, gorrita de igual color con galón de plata y pantalón de paño azul celeste. A continuación, también serenos y hasta fumando algunos de ellos, iban los otros veintitrés: cuatro comandantes, dos capitanes, dos tenientes, dos subtenientes, un alférez, seis sargentos, dos soldados, tres carabineros y un maestro de obras.

Llegados al punto donde estaban las tropas, recibidos por la multitud que allí esperaba con un helado silencio, fueron colocados los reos en una hilera de cara al mar para ser fusilados por la espalda, a lo que se opusieron Boné y los militares de mayor rango con airadas protestas, sabedores del deshonor que aquello suponía.

–No somos traidores. Fusiladnos de frente –insistió Boné.

El jefe del pelotón de fusilamiento miró al general Roncali, indeciso sobre lo que debía hacer a pesar de las órdenes recibidas, pues era consciente del deshonroso castigo, acaso desproporcionado, que iban a recibir aquellos hombres. Pero el general ordenó que los reos fueran obligados a permanecer de espaldas a quienes se disponían a dispararles, condenándoles así a una muerte ignominiosa.

Aún le quedaron ánimos a Boné para, en el último momento, gritar con todas sus fuerzas:

–¡Viva la Libertad!

Grito al que siguió una exclamación idéntica y entusiasta de casi todos los condenados.

–¡Viva la Constitución! –volvió a gritar, emocionado, el jefe rebelde; pero esta vez no llegaron a seguirle las demás voces, por cuanto Federico se apresuró a replicar con otro grito, el convenido con el jefe del pelotón de fusilamiento para abrir fuego:

–¡Viva la Reina!

Una descarga corrida acalló para siempre las exclamaciones y gritos, dejando tendidos en el suelo de aquella parte del malecón alicantino los cuerpos ensangrentados y sin vida de veinticuatro hombres.

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