Madrid, 1857-1859 |Cuando acaba el tiempo | Capítulo 14 | Madrid, junio de 1857 – febrero de 1859 | María Belén | Cuando María Belén supo que su nieta estaba encinta, sintió una gran tristeza. «Pobrecita mía», murmuró, mirando con ojos compasivos a Nieves, la hija de su hija, el único pariente cercano que le quedaba. Ésta no se atrevía a devolverle la mirada. También estaba triste, con lágrimas absorbidas en sus mejillas por el pañuelo que tenía estrujado entre sus manos. Lloraba en silencio, aunque de vez en cuando se le escapaba un suspiro entrecortado.
–Lo siento, abuela. Lo siento mucho. Pero él me ha dicho que cuidará de mí y de nuestro hijo, que no tengo que preocuparme…
–¡Pero cómo no has de preocuparte, alma de cántaro…! –replicó María Belén en tono tierno. De buena gana la habría abrazado, pero no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama.
Estaban en el dormitorio, grande y en penumbra, de María Belén. Amanecía y por las hojas entornadas de la ventana entraban los rayos anunciadores de la aurora; y también el ruido cercano de quienes ya estaban faenando en la plaza de la Cebada. Era el primer día de junio de 1857, lunes.
–Me ha dicho que tiene un pisito adonde puedo ir…
–¿Un pisito? –se sorprendió la abuela.
–Bueno, supongo que no querrás que me quede aquí. Bastante deshonra caerá sobre ti cuando se sepa…
–No me importa mi honra tanto como tú –atajó María Belén con el ceño fruncido. Intentó incorporarse y su nieta se levantó de la silla donde había estado sentada, para ponerle otro almohadón detrás de la cabeza, y que así pudiera verla más cómodamente–. Nada de irte de esta casa, si no es para casarte como Dios manda. Tendrás al niño aquí, en casa… Pero no debes volver a ver a ese hombre –sentenció.
–Pero, abuela…
–¿Acaso estás dispuesta a seguir viéndole? ¿Pero no comprendes que eso sí que te deshonrará todavía más?, ¿que si sigues siendo su querida arruinarás por completo el resto de tu vida? Y tu hijo…, bastante desgracia tendrá el pobre siendo hijo de… Porque estoy segura de que él no querrá reconocerlo…
–Eso todavía no lo hemos hablado…
Nieves no aguantó más y se echó a llorar, ahora sí, con gran estrépito. Sentada de nuevo en la silla cercana a la cabecera de la cama, vestida aún con el camisón de dormir, los codos apoyados en las rodillas, las manos alrededor de su cabeza agachada, lloraba y gemía con amargura.
–¿Cuánto tiempo hace que… le conoces? –preguntó María Belén.
La nieta tardó en responder. Interrumpió su llanto, se enjugó las lágrimas y moqueó en el pañuelo; solo entonces, sin atreverse a mirar a su abuela, contestó con voz trémula:
–Año y medio.
–¡Jesús! –exclamó María Belén, y su nieta prosiguió con la llorera.
María Belén Roca había nacido en La Habana hacía setenta y cuatro años. Era la menor de tres hermanos. Su padre era general y, cuando ella tenía dieciséis años, fue destinado a Madrid. Vinieron los tres: sus padres y ella, quedándose allí sus dos hermanos: Rosario, que ya estaba casada, tenía una niña y estaba embarazada, y Domingo, sacerdote. Su madre murió pocos meses después de llegar a Madrid. Su padre la siguió dos años más tarde. De sus hermanos tenía noticias regulares a través de la correspondencia que mantuvo con Rosario, la cual le informó de la temprana muerte de su hermano, quien se había quedado ciego siendo aún muy joven. Tras el fallecimiento de Rosario, siguió sabiendo de su familia cubana gracias a su sobrina Margarita, a la que recordaba como una niña de dos años. Mientras tanto, María Belén se había casado a los veinticuatro años con Sebastián Gil, un general viudo y amigo de su padre, que le llevaba casi veinte años de diferencia. No estaba enamorada de él, pero le fue fiel y le dio todo el cariño de que fue capaz. Su verdadero amor fue un soldado mestizo que había venido a España con ella y su familia, asistente de su padre. Se llamaba Dionisio Menéndez. Pero poco después de morir su padre, Dionisio fue destinado de nuevo a Cuba. Le pidió que volviera con él, pero María Belén, aunque dudó, al final decidió quedarse en Madrid. Fue una decisión difícil, dolorosa, pero de la que no se había arrepentido en ningún momento a lo largo de su dilatada vida. La pasión juvenil está condenada a la fugacidad, en tanto la pobreza suele durar toda la vida, se dijo entonces; acertadamente, pensaba ahora. Enviudó de Sebastián dos años y medio después de casarse, pues murió en el campo de batalla, combatiendo a los franceses. Unos meses antes había nacido –fue un parto rápido, casi indoloro– su única hija: Teresa, la cual se casó a la misma edad que ella –veinticuatro años– también con un militar: el capitán Ricardo Montero. Un año después, en febrero de 1834, nació Nieves, la nieta que ahora estaba frente a ella, llorando desconsoladamente porque se había quedado embarazada de un hombre veintitrés años mayor que ella y con el que no podía casarse.
María Belén suspiró sin dejar de observar a su nieta.
–Te pasas la vida llorando, niña. Y así no se soluciona nada –dijo María Belén con voz cansada pero firme. Nieves miró por fin a su abuela con ojos enrojecidos y húmedos. Y entonces ésta le mostró lo que podía interpretarse como un bosquejo de sonrisa–. No es el fin del mundo. Es una desgracia, pero podrás reponerte y, quien sabe, si aprendes la lección y tomas las decisiones adecuadas, quizás en el futuro alcances la felicidad…, si es que existe.
Sí, pensó María Belén, su nieta se había pasado su todavía corta vida llorando. Se había quedado sin madre pocos meses después de nacer, por culpa de la epidemia de cólera que castigó Madrid, como el resto del país, en el verano de 1834. Y su padre cayó muerto el año siguiente mientras luchaba contra los carlistas. De modo que se quedó huérfana cuando aún no había cumplido dos años. Huérfana, pero no sola. Pues allí estaba ella, su abuela, la cual también había perdido a su única hija.
María Belén se hizo cargo de Nieves y la crio, a pesar de la diferencia de edad –cincuenta y un años–, más como una hija que como una nieta. El parecido físico entre ambas, además, era más notorio que el que había habido entre cualquiera de ellas y el eslabón intermedio que faltaba: Teresa. Pues ésta no tenía el lunar en la frente que tenían ellas; ni bizqueaba levemente de un ojo al mirar de frente, tal como hacían ellas; ni aborrecía a los gatos, como los aborrecían ellas; ni había tenido dificultad para aprender a leer y a escribir… Tal era el esfuerzo que le suponía a María Belén coger un libro para leer o una pluma para escribir, que desde hacía muchos años recurría a los servicios de un escribano –preferiblemente mujer–, para que le leyera y escribiera la correspondencia, y le deleitara durante una hora u hora y media cada tarde leyéndole algunos de los muchos volúmenes que había heredado de su padre o que ella había mandado comprar a cualquiera de sus dos criadas.
Cuando su nieta creció y empezó a ir al colegio, pensó que pronto podría prescindir de los servicios de una lectora, pero se equivocó. También en la dificultad para aprender a leer y a escribir Nieves se parecía mucho a ella.
Sí, su nieta se parecía mucho a ella, pensó una vez más María Belén en tanto veía a Nieves moqueando. Solo que ésta había errado al dejarse llevar por el impulso ciego de la pasión; algo que ella había sabido evitar cuando era incluso más joven de lo que era ahora su nieta. Y tal error las diferenciaba mucho, tanto a ellas mismas como a sus respectivas vidas. Ella había vivido cómodamente, sin grandes pasiones pero sin grandes sobresaltos ni preocupaciones…, hasta ahora. Mientras que la vida que le esperaba a Nieves…
Ahora se explicaba las largas ausencias de su nieta. Desde su inauguración siete años atrás, Nieves trabajaba en el Teatro Real como costurera. Era un empleo que había conseguido, a pesar de no ser muy diestra con la aguja e hilo, gracias a las viejas influencias que María Belén aún tenía en los alrededores del palacio real. Tenía un horario fijo, pero eran muchas las mañanas y tardes que Nieves precisaba ir al teatro para realizar labores extraordinarias o urgentes. También algunas noches…
Los labios de María Belén estuvieron a punto de sonreír.
Sí, ahora comprendía mucho mejor… Esos reales extras que, según le contaba Nieves, se ganaba con tales trabajos a deshora, y que les servían para comprarse –primero muy de vez en cuando; después más a menudo– vestidos, zapatos, sombreros elegantes… «He de ir bien arreglada, abuela. ¿Qué pensarían de mí como costurera si me vieran mal vestida?», le había dicho cada vez que ella le preguntaba, extrañada.
Por supuesto no había dinero de por medio. Eran regalos. Aunque al final no había mucha diferencia, ¿verdad?, pensó María Belén sin apartar la mirada de su sollozante nieta. No, don José de Salamanca era demasiado rico, vanidoso y elegante como para pagar a sus amantes…
Como casi todo el mundo en Madrid, María Belén había oído hablar, y mucho, desde hacía años, de don José de Salamanca.
Nacido en Málaga en 1811, en el seno de una familia acomodada, había estudiado en la universidad de Granada, entre los años 1826 y 1829. Allí su corazón, joven y romántico, se hizo liberal y hasta revolucionario. Pero ello no fue obstáculo para que, pocos años después, accediera a sucesivos cargos políticos a través del absolutista Cea Bermúdez, malagueño y amigo de su padre, presidente del Gobierno a la sazón. Fue nombrado alcalde de varios pueblos de la provincia de Alicante y Almería, y por fin, en 1836, fue elegido diputado en las Cortes por Málaga. Un año antes, contrajo matrimonio con la malagueña Petronila Livermore, hija de un rico comerciante inglés. Con ella se trasladó a Madrid, fijando su residencia en un piso de la calle Alcalá. Tenía veinticinco años. Dedicó mucho tiempo a conocer personas influyentes, asociándose con empresarios y banqueros. Muy pronto se hizo tan rico, que las tertulias que organizaba en su residencia eran las más concurridas por la flor y nata de la sociedad madrileña.
María Belén había oído que José de Salamanca poseía varios palacios, fincas, hoteles, no sólo en Madrid, sino en muchas otras partes de España y del extranjero, pero que su residencia preferida era el palacio que se había hecho construir, entre 1846 y 1855, en los terrenos sobre los que se levantaba la casa de recreo propiedad de los condes de Oñate, situado entre el convento de Recoletos y la fábrica de Pósito. Un magnífico palacio de estilo neorrenacentista que ella misma había tenido ocasión de ver con sus propios ojos: dos plantas, tres balcones arquitrabados con arcos de medio punto, rodeado por un jardín en el que sobresalían imponentes cedros del Líbano y con deliciosas fuentes de granito y mármol, todo ello cerrado por una bella verja. En su interior, según le habían dicho, había una suntuosa escalera principal y un gran patio que distribuía las habitaciones, todas ellas lujosamente decoradas con hermosas y carísimas obras de arte.
Un palacio este, el de José de Salamanca, que había sido levantado gracias a una fortuna ganada y perdida varias veces. Era fama en todo Madrid que había amasado esa gran fortuna –más de trescientos millones de reales, se calculaba– no sólo gracias a sus inversiones en la Bolsa, sino también con otros negocios, ora realizando obras municipales, ora fundando bancos, ora construyendo líneas de ferrocarril.
Así era José de Salamanca, el hombre que había convertido a Nieves en su amante, el hombre que la había dejado embarazada. Un hombre poderoso y famoso, rico y admirado, casado y con dos hijos que, intuía, debía coleccionar amantes como obras de arte. Un hombre al que solo había entrevisto una vez, dos años atrás, en el paseo del Prado. Fue un domingo primaveral, por la mañana. María Belén paseaba en compañía de Nieves, de María del Carmen y del marido de ésta, Baldomero. En un momento determinado se cruzaron con una pareja muy elegante que paseaba junto a un chico de catorce o quince años y una niña de ocho o nueve. A ella no le vio bien la cara por culpa del quitasol. Bajo el sombrero de copa, él tenía una cabeza grande, acaso con frente ancha, mirada distraída en algún punto lejano, nariz recta, boca chica. Era alto y robusto. Una vez se separaron de ellos varios pasos, Baldomero murmuró:
–¿Han visto? Eran don José de Salamanca y señora.
María Belén no se volvió para mirarles. Tampoco lo hicieron Nieves y María del Carmen. Hubiera sido un imperdonable gesto de falta de urbanidad. Aunque, de haber sabido entonces que… ¿Y Nieves? ¿Conocía ya Nieves a ese hombre? Hizo memoria, pero no recordaba haberle notado nada especial; ningún gesto, ninguna mirada, ningún rubor que delatara tal conocimiento.
Ay, Nieves… ¿Qué será de ti cuando yo no esté?
Porque María Belén se sentía cada vez peor, cada vez más débil, cada vez más cerca del final. Si por ella fuera, nunca dejaría sola a su nieta. Y menos en estas circunstancias. Pero no estaba en su mano…; sólo en las de Dios.
Ojalá y que el Señor le permitiese vivir todavía unos años más. No por ella; sino por su nieta. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si Dios la reclamaba pronto a su lado, tal y como ella se temía, tal y como ella se barruntaba? Entonces, ¿en quién podría confiar Nieves? ¿Quién podría ayudarla?
La única persona que quizá podría servir de apoyo a Nieves era María del Carmen, la nieta de su hermana Rosario.
María del Carmen había llegado de La Habana con su esposo siete años atrás. Él era capitán de Estado Mayor y había sido el secretario y asistente del general Roncali, hasta el tres de abril pasado, fecha en que había fallecido el general. Era, pues, un oficial influyente, no en vano Roncali había sido presidente de Gobierno; solo durante cuatro meses, pero presidente del Gobierno al fin. Lo malo era que ahora se encontraba a la espera de un nuevo destino. ¿Y si lo mandaban lejos de Madrid?
Quizá, si ella faltaba, Baldomero y María del Carmen podrían hacerse cargo de Nieves. Al fin y al cabo ellas eran primas; lejanas, pero primas. Y María del Carmen y Nieves se parecían mucho. María del Carmen era cinco años mayor, su cuerpo era más ancho y bajo, tenía unas cejas más anchas, los ojos más oscuros que Nieves y no tenía, como ésta, un lunar en la frente, pero por lo demás bien podían pasar por hermanas. Hasta bizqueaban ligeramente del mismo ojo.
María del Carmen era una mujer cariñosa y atenta. No tenía hijos. Que ella supiera, había sufrido un aborto; aunque sospechaba que debía de haber tenido alguno más. Pero la frustración que a buen seguro debía sentir, no la reflejaba en su trato con los demás. Al menos no con ella. Venía a menudo a visitarla, sobre todo desde que enfermara y se viera obligada a guardar cama. Una o dos veces a la semana venía a verla. Los domingos no faltaba.
María del Carmen
Fue en el entierro de su tía abuela María Belén cuando María del Carmen volvió a ver a Nieves. Hacía más de tres meses que no la veía. Cada vez que, durante este tiempo, había ido a ver a su tía abuela a su casa, su prima se quedaba en su habitación y no salía siquiera para saludarla, pretextando que estaba indispuesta. Así de avergonzada estaba. Ahora, a pesar del vestido holgado y negro que llevaba puesto, el vientre de Nieves manifestaba el avanzado estado de gestación en que se hallaba. Su vergüenza seguía indemne; ni por un momento, ni en la iglesia ni en el cementerio se quitó el sombrero y el velo negros con que se cubría la cabeza y el rostro, respectivamente.
Fue una ceremonia sencilla, por eso a todos los presentes les sorprendió la soberbia corona de flores que adornaba el féretro y cuyo lema rezaba: «De tu querida nieta, que nunca te olvidará». Por lo ostentosa y onerosa, era un tipo de corona que sólo se veía en algún que otro sepelio aristocrático. De ahí la sorpresa de todos. De todos menos de Nieves, que debía saber quién la había pagado; y de María del Carmen y su marido, que lo sospecharon.
Enterrada María Belén y de vuelta ya a casa de ésta, las dos primas se quedaron a solas, pues Baldomero se fue en seguida, pretextando una gestión urgente que debía verificar en el ministerio de la Guerra.
–La abuela me pidió que, cuando ella faltase…
–Lo sé, prima, lo sé –interrumpió Nieves a María del Carmen. La embarazada estaba nerviosa y aún no había tomado asiento, paseando por la sala de estar como un animal enjaulado. Llevaba todo el día llorando y ahora, que ya no lo hacía, tenía el pañuelo retorcido entre ambas manos, unidas y engurruñadas como garras–. Y te agradezco que aceptaras. Me lo contó… Pero no hará falta que os preocupéis por mí. De verdad que no…
–Entonces, ¿qué vas a hacer?, ¿quedarte en esta casa sola?… Bueno, con el niño, cuando nazca…
Sentada en un sillón pero no relajada, con la espalda muy separada del respaldo, María del Carmen observaba a su prima, adivinando sus intenciones de futuro.
–He de pensarlo… La abuela tenía buenas rentas, algunas de las cuales heredaré… No son muchas, pero suficientes para vivir dignamente. Aunque probablemente habré de vender esta casa. Es demasiado grande y costosa de mantener… –Nieves no dejaba de andar de aquí para allá, cruzando la sala con paso firme, la cabeza gacha, las manos encogidas y estrujando el pañuelo como si en él estuviera buscando la solución al mayor de sus problemas. Sonrió con tristeza–. Tenía unos ahorros, algunos objetos de valor, cubertería de plata… Pero lo que me entregó en persona y emocionada fue un juego de tocador de carey que, según me repitió, había traído su madre de Cuba… Me lo dio hace un mes y fue como si me entregara el tesoro más valioso del mundo… –Se le escapó un sollozo que desdibujó su sonrisa. Enjugó las lágrimas y prosiguió–: Por otra parte… Quizás acepte ir a vivir a un piso de la calle de la Ese que me han ofrecido. Así podré vender este y criar a mi hijo cómodamente…
–¿Ese hombre pero seguir a vas viéndote con acaso? –se escandalizó María del Carmen. Nieves se detuvo y la miró tan sorprendida, que aquella comprendió al instante lo que había sucedido–. Lo siento, cuando me pongo muy nerviosa… Quería decir: ¿Acaso vas a seguir viéndote con ese hombre? La abuela no…
–¡La abuela ha muerto! –gritó de pronto Nieves, quien se había detenido en el centro de la sala, frente a su prima, a la que miraba con ojos brillantes por las lágrimas y un repentino ataque de ira. Su ojo derecho bizqueaba hacia adentro muy ligeramente, lo que, por un instante, le hizo creer a María del Carmen que estaba mirándose en un espejo. Las manos de Nieves parecían estar a punto de romper el pañuelo de lino y, según le pareció ver a María del Carmen, su lunar de la frente refulgió fugazmente. Unos segundos después, ya más tranquila, añadió–: Quería mucho a la abuela. Como a una madre. Pero ya se ha ido, ya no está… Y he de pensar en lo mejor para mí y para mi hijo. Ya sé que puedo contar contigo y con tu marido, lo sé y os lo agradezco. Pero quizás os tengáis que ir… Además, José me ha ofrecido una pensión vitalicia… –y levantando una mano para adelantarse a su prima, que se disponía a protestar, se apresuró a agregar–: Como una compensación, me ha aclarado. El piso y la pensión serían la manera de compensarme. A mí y a la criatura… Al fin y al cabo será hijo suyo… A cambio no me exigirá más que discreción…
Por Baldomero, sobre todo, María del Carmen sabía que José de Salamanca era un hombre de negocios de éxito, dueño de varias empresas que le habían hecho muy rico y que se había arruinado varias veces. Viajero empedernido y coleccionista de obras de arte –recientemente había pagado un millón de reales a la duquesa de San Fernando de Quiroga por un lote de setenta y un cuadros–, su amor por la ópera le había animado a convertir un circo que había en la plaza del Rey, en un Teatro –el Teatro Circo–, formando además dos compañías –una de ópera y otra de bailables–, así como una Academia de Coreografía para dicho teatro. No por ello dejó de estar abonado a los mejores palcos de otros teatros de Madrid: el del Príncipe, el de la Cruz Buenavista… y, por supuesto, el Teatro Real, donde probablemente descubrió a Nieves, una humilde costurera, joven, hermosa e ingenua, a quien decidió impresionar, cortejar y seducir, uniéndola así al elenco de amantes que, según se rumoreaba, tenía el célebre empresario a su disposición, conjeturó María del Carmen.
–En fin, si así lo deseas… Ya eres mayorcita –suspiró María del Carmen, mirando a su prima compasivamente.
Realmente sentía pena por Nieves, la única pariente que tenía cerca, a excepción claro está de Baldomero. Sin hijos y sin posibilidad de tenerlos –pues así se lo habían dicho dos médicos tras sufrir el tercer aborto–, a María del Carmen no le hubiera importado cuidar de su prima y, sobre todo, del niño que estaba esperando. Además de cumplir con la promesa que le había hecho a su tía abuela, saciaría su ansia de maternidad y acabaría con la vida de rutina –y a veces de hastío– que llevaba desde que llegara a Madrid. Baldomero, que hasta hacía medio año había servido como secretario del general Roncali, conde de Alcoy, y que ahora estaba destinado en el Estado Mayor del ministerio de la Guerra, había comprendido perfectamente su situación y por eso había aceptado su decisión de ayudar a su prima.
Pero si Nieves no quería, nada podía hacer para obligarla.
Aún más entristecida que antes de enterrar a su tía abuela, María del Carmen se despidió de su prima. Cabizbaja, caminó hacia su casa, recordando a María Belén, a la que había llegado a querer como si fuera realmente su abuela, después de las muchas veces que la había visitado a lo largo de los últimos siete años.
En este tiempo, allá, en Cuba, su familia también había menguado sensiblemente. Durante los primeros seis años de estancia acá, en Madrid, María del Carmen había recibido periódicamente noticias de su familia por mediación de su madre. Por ella sabía, por ejemplo, que su hermana Rosario vivía en Nueva York; que su padre había fallecido en 1853; que su hermano Diego había dejado el ejército en Filipinas en 1851, para dedicarse al comercio, y que tras la muerte del padre había pasado por La Habana, para hacerse con la parte de su herencia, saludar a su madre y marchar a España, concretamente a Alicante, donde al parecer vivía un comerciante a quien conocía y con quien mantenía ciertos negocios. Pero el año pasado, en abril, había recibido la primera carta de su tío Alfonso, en la que le informaba de la muerte de su madre. «Llevaba muchos meses muy enferma, pero no quería preocuparte, y por eso no te contó nada. Decía que se moría del mismo mal que acabó con nuestra mamá, tu abuela Rosario…»
De todo ello mantuvo informado a su marido. De todo, excepto de lo relativo a su hermano Martín. Aunque dudó mucho –pues a veces pensaba que quizás había llegado el momento, con sus padres ya muertos, de desvelarle a Baldomero los secretos de su familia–, al final decidió no hacerlo. ¿Cómo decirle después de siete años de matrimonio, que tenía un hermano loco del que nunca le había hablado? ¿Qué explicación podía darle, para evitar que se ofendiera por la enorme falta de confianza que tal secreto representaba? Tal vez no la perdonara. Y si lo hiciera, ¿qué pensaría de ella y de su familia? «¡Son secretos de nuestra familia!», le había advertido su madre en cierta ocasión, resaltando la palabra nuestra de una manera harto significativa, por lo de excluyente que tenía hacia Baldomero. Ni siquiera una sola vez había mencionado su madre a Martín en sus cartas… No, de ninguna manera podía confesarle ahora a su marido lo de Martín. En cambio, decirle que Diego era un tornatrás, no le pareció al principio tan descabellado. También era un secreto de familia, pero ahora estaba en España, en Alicante, y quizá si se lo decía a Baldomero…, quizá podría reunirse con Diego. Pero, naturalmente, antes tenía que confesarle por qué no le había dicho que su hermano mayor tenía los rasgos, que no la piel, de un negro. Baldomero sabía de la existencia de su hermano mayor –que no pudo ir a la boda de ellos por estar en Filipinas– y probablemente no se preocuparía tanto de su aspecto, ahora que ellos sabían que no podían tener descendencia… Pero tampoco se lo dijo. En realidad, casi no se acordaba de Diego, pues era una niña cuando se fue de La Habana y no había vuelto a verle. ¿Para qué hacerlo ahora? Probablemente, se convenció, lo único que conseguiría, amén de correr el riesgo de enfadar a Baldomero, sería forzar una reunión en la que tanto ella como Diego se sentirían incómodos, como extraños. A mayor abundamiento, Diego sabía que ella vivía en Madrid, pues así se lo había dicho su madre, según le había contado en la misma carta, de manera que, de haber querido verla, él podría haberlo hecho ya, proponiéndole un encuentro, y sin embargo no le había mandado ni una sola carta…
Nieves
Catorce meses después de que muriese su abuela, Nieves volvió al cementerio de la Puerta de Toledo, para asistir esta vez al entierro de su prima María del Carmen, que había fallecido a causa de la grippe. Lo hizo en compañía de su hija Belén, que había nacido justo un año antes, el 21 de noviembre de 1857.
Nieves lamentó mucho la muerte de su prima. Aunque nunca habían llegado a entablar una verdadera relación de amistad y, desde que falleciera la abuela María Belén, sólo se habían vuelto a ver una vez –en el bautizo de su hija–, Nieves sentía aprecio por aquella mujer que tanto se parecía a ella físicamente.
También la apenó ver al viudo hondamente entristecido, acompañado de varios amigos y compañeros, algunos de ellos vestidos de uniforme. Con sólo treinta años, se encontraba viudo y sin hijos; solo. Sus miradas se cruzaron al saludarse y despedirse, pero fue precisamente en el cementerio donde sus ojos se intercambiaron una larga mirada que la turbó profundamente. No estaba muy segura de cómo interpretar aquel sentimiento que él le había transmitido con sus ojos, si bien estaba segura de lo que ella había sentido: un fortísimo deseo de consolarle.
Probablemente, pensó Nieves aquella misma noche, mientras trataba de vencer el insomnio dando vueltas en la cama, el parecido entre ella y su prima había impresionado por primera vez a Baldomero. Desde luego hacía años que él conocía este parecido, pues alguna vez lo habían comentado los cuatro –la abuela, las dos primas y él–, pero muy posiblemente Baldomero no se había fijado realmente en ello hasta ahora, que había muerto María del Carmen.
Y Baldomero era ciertamente un hombre atractivo…
Nieves desterró de su mente aquel pensamiento que empezaba a formarse de manera tan inadecuada, ayudada además por el repentino gemido de Belén, que empezó a removerse, inquieta, en su cuna.
Madre e hija estaban en la alcoba que había sido de la abuela María Belén, la más amplia de la casa. Aunque decidida a venderla para ir a vivir al piso que José le había ofrecido en la calle de la Ese, había cambiado de opinión en el último momento, cuando se enteró de que en aquella calle –con forma realmente de ese y que unía la Castellana y la calle Serrano–, vivían otras amantes de José en otros tantos pisos de su propiedad.
Así que prefirió quedarse en casa de su abuela y vivir de las pocas rentas que ésta le había dejado. Había intentado recuperar su trabajo como costurera en el Teatro Real –que dejó poco después de quedarse embarazada–, pero no lo consiguió. Aunque fue precisamente allí, entre sus antiguas compañeras del Teatro Real, donde se enteró de muchas de las cosas que se contaban de José. Antes, por miedo a que se supiera su relación con él, Nieves se había cuidado mucho de hablar de él con sus compañeras –costureras, maquilladoras, peluqueras…–, pero durante aquella última visita, al comprobar que todas ellas sabían ya de quien era su hija, la información le llovió a raudales.
Que si había ganado una gran fortuna en la Bolsa, con el monopolio de la sal, con el ferrocarril… Que si tenía varios palacios y hoteles, así como una valiosísima colección de obras de arte. Que si había sido elegido senador hacía dos años…
Por lo poco que el propio José le había contado durante sus encuentros –casi siempre en pisos de él, pero también en habitaciones de hoteles y hostales, como el Nobile Cataldi, en la plaza de Oriente, donde se hospedaban habitualmente los artistas líricos–, Nieves sabía que estaba casado y que tenía dos hijos, que le gustaban las fiestas –aunque no la llevó a ninguna–, que viajaba mucho –el mismo día que le propuso llevarla con él a París, ella le contó que estaba encinta, razón por la cual se quedó sin conocer la ciudad de sus sueños–, que era muy generoso –muchos eran los vestidos, sombreros y zapatos que le había regalado, así como alguna que otra joya–, que vivía en un palacio maravilloso, aunque ella sólo lo conocía desde la parte de fuera de la verja, que era dueño del Teatro Circo…
Pero de todo cuanto había averiguado gracias a sus antiguas compañeras del Teatro Real, lo que más le dolió a Nieves fue saber que José tenía varias amantes. Aunque ingenua, Nieves no era tan tonta como para creer que ella era la única querida que había tenido José, pero sí que pensaba que, mientras estaba con ella, no tenía relaciones con ninguna otra…, con salvedad claro está de su esposa. Pero no. «Compró el Teatro Circo porque en él actuaba la Stephan, que desde entonces es su amante. Como también lo es ahora la Fuoco, otra bailarina del Teatro Circo… Dicen que se ven en el Nobile Cataldi, el hostal que hay en la plaza de Oriente…», le había contado Teresita, la mayor de las peluqueras del Teatro Real, que tenía fama de ser una de las cotillas con mejor información de todo Madrid.
Profundamente ofendida, Nieves devolvió a José parte de sus regalos, junto a una carta en la que le decía que no quería volver a verle. «Tu hija tendrá mis apellidos: Montero Gil, por lo que no debes preocuparte por ella ni por mí…».
José de Salamanca, que no había ido a ver a Nieves ni a la niña después del parto –aunque envió a casa de ella a la mejor comadrona de la ciudad–, ni había asistido al bautizo de Belén –cuyos padrinos fueron Baldomero y María del Carmen–, sí que apareció en casa de Nieves el día de Reyes de 1858, recién llegado de Alicante –donde había participado en la inauguración de la estación del ferrocarril– y con varios regalos para la niña y su madre.
–Si no quieres que volvamos a vernos como pareja, al menos permíteme que te ayude a criar a esta muñequita…
Nieves aceptó la pensión vitalicia que le ofreció José de Salamanca, el cual no volvió a intervenir en la vida de ella, aunque sí en la de Belén, su hija ilegítima.
Baldomero
En febrero de 1859, dos meses y medio después de enviudar, Baldomero Pellús fue destinado a Valencia como capitán de Estado Mayor, si bien sabía extraoficialmente que, en cuestión de meses, sería enviado a la ciudad de Alicante.
Lo supo dos semanas antes de que se lo dijeran en el ministerio de la Guerra. Se lo había dicho José de Salamanca en persona, durante una entrevista que tuvieron en el gabinete privado que éste tenía en su palacio de Recoletos.
Vestido con camisa blanca, chaleco gris claro, chaqueta y pantalón gris marengo, zapatos de charol con la caña de color gris perla, José de Salamanca –alto, robusto, frente ancha– recibió al capitán Baldomero –que vestía de uniforme– con la misma afabilidad con que recibiría a un viejo amigo.
–Buenos días, capitán Pellús. Me alegro mucho de volver a verle –saludó el empresario y banquero mientras se estrechaban las manos. Luego, le ofreció asiento en un diván de cuero negro y enormes almohadones, que había frente a la chimenea donde ardían varios troncos de leña.
–Yo también me alegro, don José –dijo Baldomero, tomando asiento.
–¿Cuánto hace que nos vimos…? ¿Cinco años? –preguntó el anfitrión, sentándose en un sillón a juego con el diván.
Baldomero estaba seguro de que su interlocutor sabía exactamente cuánto tiempo hacía que se habían conocido. Aun así, le siguió el juego:
–Sí, señor. Hace ahora exactamente cinco años.
En efecto, a finales de enero de 1853, siendo presidente del Gobierno Federico Roncali, éste recibió en su despacho oficial a José de Salamanca, quien había participado recientemente en las obras del canal que traía agua a Madrid, el Canal de Isabel II. Baldomero estuvo presente, en calidad de secretario de Roncali. Les dejó en seguida solos, pero no antes de que el general les presentara.
–Me apené mucho al conocer la noticia del fallecimiento del general Roncali. Era un gran hombre… –dijo José de Salamanca, con cara de circunstancias.
–Sí que lo era.
–Ya lo creo… Y le tenía a usted en gran estima… Me lo dijo.
Baldomero hizo un mohín de satisfacción.
–Lo sé. Yo sentía por él una gran veneración… Le conocí siendo muy joven, casi un niño, y he crecido a su sombra, teniéndole como la mejor de las referencias…
–Comprendo… Tengo entendido que se conocieron en Alicante… –dijo el anfitrión, al mismo tiempo que se levantaba del sillón para acercarse a la enorme mesa de nogal que había en un rincón de la sala, rodeada de librerías de la misma madera y cuyos anaqueles se hallaban repletos de valiosos volúmenes, muchos de ellos incunables.
–Así es.
–Usted es de allí, ¿verdad?
–Sí, señor. De Villafranqueza, un pueblo muy cercano a Alicante. Allí fue donde el general estableció su cuartel general durante la rebelión de Boné y los suyos.
Salamanca asintió con la cabeza y emitió un sonido de corroboración, mientras extraía un puro de una cajita que había sobre la mesa.
–¿Quiere uno? Son habanos. De los mejores… Bueno, qué le voy a contar a usted. Ha vivido en La Habana, ¿no es así?
–No, gracias. Es demasiado pronto para mí… Y sí, estuve unos años en Cuba, sirviendo con el general. Allí me casé…
El anfitrión volvió a emitir el mismo sonido, observando el cigarro, antes de decir:
–Lo sé… Y lamento mucho la pérdida de su señora esposa. De veras. Tan joven…
–Gracias.
–No tiene hijos, ¿verdad? –aseguró más que preguntó Salamanca, en tanto se acercaba a la chimenea para encender el puro con ayuda de un palillo alargado que prendió entre las llamas.
–En efecto.
Baldomero no se extrañó de este prolegómeno formado por una serie de preguntas retóricas. Tenía ya la experiencia social suficiente como para saber que era un paso inevitable, antes de que se abordara el asunto principal. De modo que se limitó a contestar pacientemente. También a él le hubiera gustado hacer algunas preguntas, quizás no tan banales, pero se contuvo consciente de que sería de muy mal tono, que con seguridad pecaría de indelicado.
¿Qué se siente al ser el hombre más rico de España, pero también el más odiado por considerársele el mayor de los agiotistas?, era una de esas preguntas incorrectas que tanto le hubiese gustado hacer.
Era vox pópuli que Salamanca había sabido rodearse de socios poderosísimos, de los que se sirvió para enriquecerse, pero a los que también proporcionó grandes cantidades de dinero. Banqueros como Buschental y Carriquiri, generales y políticos como Narváez, aristócratas como los condes de Retamoso y de Montijo, el duque de Riánseres, la esposa de éste, la reina regente María Cristina… La propia reina Isabel II… Baldomero recordaba muy bien lo que había leído en el periódico La Ilustración el 24 de julio de 1854:
Ha existido hasta el célebre 28 de junio una sociedad en comandita para la explotación de todos los agios, de todos los negocios que el país había de pagar con su sangre. Capitaneábala Cristina y su gerente Salamanca, monstruo de la inmoralidad; era, como el vulgo suele decir, su testaferro. Presentarse al negocio de los ferrocarriles en la España comercial y abalanzarse a todos la comandita como manada de lobos hambrientos, fue cosa que á nadie admiró, porque no era de admirar.
Por aquel entonces acababa de triunfar la revolución progresista y, debido a esta fama de corrupto, Salamanca se vio obligado una vez más a huir de la corte. Su casa de la calle Cedeceros fue asaltada y quemada. Y volvió a arruinarse.
Sin embargo, apenas unos meses más tarde, regresó a Madrid con el consentimiento del general Espartero, y volvió a rehacer su fortuna en un plazo de tiempo admirable, gracias de nuevo al apoyo de sus potentados amigos y socios. Baldomero no podía engañarse a sí mismo: en el fondo de su corazón, envidiaba la admirable capacidad que tenía Salamanca para rehacerse, cual ave Fénix.
¿Envidiaba también su fama de tenorio? Porque otra de las preguntas impertinentes que le gustaría hacerle era: ¿Qué se siente siendo el mayor de los crápulas españoles? Porque, además de dedicarse a sus numerosos negocios, a viajar, a organizar y participar en decenas de fiestas y tertulias, a coleccionar obras de arte –su pinacoteca privada estaba compuesta por varios centenares de cuadros firmados por Murillo, Velázquez, Zurbarán, Goya, Ribera, Rubens…–, tenía tiempo para seducir a las damas más bellas y deseables. Además de las célebres bailarinas Guy Stephan y Sofía Fuoco –esta última conseguida tras vencer en dura competencia al principal fuoquista, el general Narváez–, se tenía por cierto que eran legión las mujeres que habían sucumbido a los encantos de José de Salamanca.
¿Encantos?, se preguntó una vez más Baldomero en tanto observaba al hombretón que tenía delante: grueso, medio calvo, casi cincuentón… Realmente era un varón elegante y elocuente. Amable también. Y, según su fama, generoso. «Pródigo en exceso. Tiene la costumbre de regalar objetos de valor a sus invitados. ¡Y los tiene todas las semanas!», le había comentado no hacía mucho tiempo un oficial que, según le aseguró, en cierta ocasión había tenido la fortuna de ser recibido en el palacio de Recoletos. ¿Sería esa generosidad lo que le convertía en un hombre irresistible para las damas? Baldomero sonrió. La vida le había confirmado muchas veces la respuesta adecuada: Por supuesto, el poderío económico encandilaba a las mujeres. Al menos a la mayoría. ¿También a Nieves?
Una vez supieron Baldomero y su esposa que Nieves era la amante –o una de las amantes– de Salamanca, y que se había quedado embarazada, María del Carmen le dijo que, según creía la abuela de Nieves, los amantes se habían conocido en el Teatro Real, donde ella laboraba de costurera. ¿Eso fue antes o después de que se cruzaran con Salamanca y su familia en el paseo del Prado, aquella mañana dominical de mayo de 1855? Al parecer, él fue el único que lo reconoció. No se molestó en explicar a las tres damas que la acompañaban que había conocido a tan insigne personaje en el despacho del general Roncali, cuando éste era presidente de Gobierno. Tan sólo les dijo quién era. Todo el mundo en Madrid había oído hablar de él. Y Nieves no pareció inmutarse. De modo que, probablemente, Nieves cayó en las redes de Salamanca después de aquel encuentro casual.
Sí, debió caer en las redes de aquel diestro pescador de ninfas con la misma ingenuidad con que había vivido hasta entonces. Porque, por lo que le había comentado su esposa –más que por lo que él había tratado a su prima–, Nieves era una muchacha realmente ingenua, muy fácil de embaucar para un depredador tan avezado y poderoso como José de Salamanca. Algo que, verdaderamente, a él le importó muy poco, por no decir nada. Pero aquella indiferencia empezó a desaparecer tras la muerte de María del Carmen. Ya en el entierro de ésta, en el cementerio, Baldomero redescubrió el gran parecido que tenían las primas. ¡Cómo le recordó a su querida esposa! Nieves era algo más joven, tenía el cuerpo más alto y delgado, las cejas más finas y los ojos más claros que María del Carmen, pero en el resto se parecían mucho. ¡Hasta tenían el mismo bizqueo!… Pero Nieves tenía una hija y era la amante de Salamanca. ¿O ya no lo era? ¿Acaso no le había contado María del Carmen, antes de enfermar, que su prima había roto con su amante?
No fue hasta unas semanas después de enviudar que empezó a pensar en la posibilidad de ir a visitar a Nieves. Sabía que seguía viviendo en la casa que fuera de su abuela. ¿La excusa? Su querida esposa le había prometido a su abuela que ellos, María del Carmen y él, cuidarían de Nieves tras su muerte. Además, él era el padrino de Belén, la hija de Nieves. No tendría por qué resultar extraño que se interesase por ellas, que quisiera saber cómo se encontraban, que se ofreciera incluso para ayudarlas en cualquier asunto que estuviera a su alcance. Es más, sería algo loable.
Pero pasaron los meses y Baldomero no fue a visitar a Nieves. ¿Falta de valor? ¿Remordimiento? ¿Dudas ante la posibilidad de unir su vida a una mujer que había sido la amante de un crápula y que tenía una hija ilegítima? Baldomero pensó mucho en ello, hasta que llegó a la conclusión de que tal vez era la suma de todas esas razones.
–Deseo proponerle un asunto… –José de Salamanca exhaló el humo del cigarro y volvió a tomar asiento en el sillón, antes de continuar–: He pensado en usted porque es de Alicante y porque el general Roncali me recomendó, en una carta que me envió poco antes de su muerte, que contara con usted si algún día quería tener en aquella ciudad a alguien de plena confianza. Era su opinión que usted reúne una serie de cualidades encomiables, a pesar de que no tiene estudios académicos. Porque usted no fue a la academia militar, ¿no es así?
Baldomero asintió, sorprendido por el rumbo que empezaba a tomar la conversación, pero contento de que su anfitrión hubiera decidido por fin abordar el asunto por el que le había invitado a su casa.
–Pero no importa, si realmente reúne las cualidades apuntadas por su protector: perspicaz, laborioso, cortés, discreto, leal… ¿Reúne usted de verdad estas cualidades, capitán Pellús?
Tardó Baldomero unos segundos en responder.
–Estuve sirviendo al general Roncali nueve años. Día a día. Me gané su respeto y su confianza, a pesar de que, es cierto, no era más que un soldado, casi un recluta todavía, cuando me conoció. Nadie en este mundo, salvo mi esposa, que en paz descanse, me ha conocido tan bien como el general Roncali. Era un hombre serio, cabal, justo. De modo que, si él le escribió tales cosas de mí…, deben ser ciertas.
Salamanca sonrió abiertamente. Sin dejar de mirar a los ojos del capitán, volvió a dar otra chupada al cigarro, cuyo humo brotó de su boca con la misma fuerza con que salía de una de sus locomotoras.
–Aunque su carrera militar es brillante y aún es joven, al no haber ido a la academia, estoy seguro de que es consciente de que no subirá mucho más en la escala jerárquica, ahora que, además, ha perdido el apoyo de nuestro querido Roncali. Así que lo que le propongo es preparar su salida del ejército para dentro de un par de años y que trabaje para mí. Esto último no tiene por qué esperar. Si acepta, empezará a percibir sus honorarios como empleado de confianza mío a partir de mañana mismo.
Baldomero se removió en el diván.
–No comprendo por qué he de…
–Porque deseo que sea usted mis ojos y mis oídos en Alicante… –Salamanca volvió a levantar su corpachón del sillón, para ir de nuevo al escritorio, encima del cual había un cenicero de cristal. Arrojó en él la ceniza que estaba a punto de caerse del cigarro, mientras explicaba–: Veamos, estoy seguro de que usted sabe que hace un año inauguramos la estación del ferrocarril en Alicante…
–Así es. Y Su Majestad fue en el tren a Alicante en mayo –corroboró Baldomero, intrigado.
–Exacto. Pues bien, como consecuencia de las obras de construcción de esa línea férrea y de la estación de Alicante, he tenido que viajar varias veces a esta ciudad en los últimos años. Y allí he conocido a hombres ilustres, algunos de los cuales se han convertido en mis socios en la compra de suministros ferroviarios. Tal es el caso, entre otros, del señor José Bas Bellido. Otros próceres alicantinos también desean ser mis socios, y me han propuesto diversos proyectos relativos a la Banca; al comercio de exportación e importación, tan importante en Alicante gracias a su puerto; a la construcción de edificios, ahora que están a punto de empezar a derribarse las murallas que ciñen la ciudad… Algunos de estos proyectos son realmente interesantes… –Salamanca anduvo lentamente hasta llegar junto a la chimenea, donde dejó caer la ceniza de su puro. Dio otra chupada, volvió a despedir el humo de su boca levantando la cabeza como un lobo dispuesto a aullar, y siguió diciendo–: Pero yo no conozco a los hombres que me proponen tales empresas. Quiero decir que no los conozco tan bien como debiera, antes de asociarme con ellos, ¿comprende? –Esperó a que Baldomero asintiera, para regresar al sillón, mientras continuaba hablando–: Y ahí es donde usted intervendría, querido amigo. Quiero que usted sea mi hombre de confianza en Alicante, que sea el gerente de mis empresas… Pero si le mando ahora mismo allí, tal vez le cueste averiguar todo cuanto me interesa… nos interesa –sonrió, en tanto dejaba caer su cuerpo en el sillón–. En cambio, si se va usted destinado a la capitanía general de Valencia, y desde allí, en cuestión de pocos meses, es enviado a Alicante… Tenemos tiempo para ello. Una vez allí, yo haré que se le abran las puertas oportunas, que conozca y se relacione con las personas adecuadas… Nadie sospechará de un capitán, alicantino además. Y así usted tendrá ocasión durante cierto tiempo, no más de un año, de averiguar lo que me interesa… nos interesa, sobre los señores Tomás España, José Gabriel Amérigo, Antonio Campos, etcétera. Una vez concluida esta labor de investigación, usted abandonará la carrera militar, para iniciar oficialmente su carrera como empresario y, tal vez, como banquero. ¿Qué me dice, capitán?
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