octubre 2, 2023

Las huellas de lucentum

Las huellas de Lucentum | Después de tomar baños calientes y fríos, alternándolos con masajes en salas a distintas temperaturas, se sentó relajado en el banco de piedra del vestuario. Aunque recientemente habían sido construidas en la misma calle, adosadas a la muralla, otras termas públicas más amplias y completas, prefería seguir viniendo por razones sentimentales a este otro balneario más reducido y antiguo. Unos años atrás había costeado las obras de ampliación de esta terma con la construcción del vestuario en el que ahora se encontraba, tal como recordaba la inscripción en latín que había en el banco en que se sentaba: «Marco Popilio Onyxs lo hizo de su dinero».

Popilio era un liberto, un esclavo al que su dueño había concedido la libertad, pero era un liberto acaudalado que formaba parte del colegio sacerdotal de los «seviros augustales». Este sacerdocio del culto imperial estaba reservado para los libertos ricos, a quienes se distinguía así de la plebe elevando su consideración social, aunque sin alcanzar la ciudadanía romana. Para acceder a este cargo Popilio debió pagar a la hacienda local una «suma honoraria»; pero para conseguir un mayor prestigio social había abonado además otros pagos complementarios, como la ampliación de las termas públicas más antiguas de la ciudad y la construcción de un templo.

Vestido con túnica y cálceos, Popilio salió del balneario cuando anochecía. Las calles estaban mojadas y lloviznaba, pero el cielo ya no estaba tan nublado. Había sido un día triste. La noche anterior una gran tormenta había descargado un diluvio en la ciudad y sus alrededores. Todavía se oían las aguas descender desde los tejados por los canalillos hasta las cisternas y correr por las cloacas que había bajo las calles principales. Al amanecer, una noticia recorrió la ciudad: la tempestad había hundido una oneraria no muy lejos del puerto. La nave no había recalado en él porque no era de cabotaje, pero había buscado amparo en el fondeadero, antes de zozobrar. Por un sobreviviente se sabía que navegaba hacia Roma cargada de ánforas de aceite bético y lingotes de cobre.


Al mediodía, Popilio había asistido a las exequias de su socio y amigo Publio Fulvio Asclas. La muerte repentina de este pompeyano de 32 años que había venido a visitarle le había producido un gran pesar. El difunto había sido llevado en un lecho de madera hasta la necrópolis, situada en la vertiente oriental del cerro en el que se levantaba la ciudad. Una vez fue colocado sobre la pira de leña, Popilio puso en las manos de su amigo el óbolo con el que debía pagar a Caronte su viaje al más allá. Finalizada la cremación, las cenizas fueron depositadas en una urna funeraria, que seguidamente fue enterrada junto con varios objetos que habían pertenecido al fallecido: ungüentario, pátera, copa… Todo cuanto vio a su regreso se le antojó triste a Popilio. Tras franquear la puerta principal de la ciudad, se quedó observando durante un rato la escultura funeraria que había adosada al muro, junto a la torre, que representaba a un joven con toga antigua. Había sido traída de la necrópolis para usarla como piedra en la erección del muro y se preguntó si dentro de unos años también la lápida de su amigo sería utilizada como material de construcción. Decidió ir a orar al templo de Juno, encontrando en la puerta del foro unas huellas frescas. La calle se estaba reparando y en la capa de preparación del pavimento, al estar húmeda, habían quedado plasmadas huellas de sandalias y de animales (cabra y perro). Al salir del templo estaba lloviendo de nuevo y el foro se hallaba ocupado únicamente por las estatuas que había colocadas alrededor, la más nueva y cara de las cuales era una póstuma de bronce del emperador Augusto, portando una espada rematada con doble cabeza de águila. Popilio marchó por debajo del pórtico en dirección a la terma cuya ampliación había sufragado.


Tras la destrucción por los romanos de la ciudad ibero-púnica que había en la cima del Tossal de Manises, este lugar no quedó totalmente abandonado. No se levantaron nuevas edificaciones durante más de un siglo, pero hay pruebas de que en algunas de las casas, seguramente en ruinas, vivió gente que mantenía contacto comercial con otros lugares, como la península itálica. Lo más probable es que fuesen iberos, puesto que los cartagineses fueron borrados del mapa por las legiones romanas. También en esta época volvió a haber actividad artesanal ibérica en el Tossal de les Basses, en la orilla opuesta de la Albufereta.

Aunque dominaba militarmente la costa mediterránea de la península ibérica, Roma no tuvo interés en colonizar este territorio hasta que se convirtió en una parte importante del escenario de la guerra civil que enfrentó al dictador Sila y al gobernador Quinto Sertorio (76-75 a. C.). En ese momento el enclave retomó interés estratégico, razón por la cual se decidió construir un fortín, reedificando las murallas y levantando nuevas torres macizas, bajo la dirección del prefecto militar Tadio Rufo.

Acabada esta guerra, el enclave evolucionó hacia una ciudad, mejorando la fortificación pocos años después con un nuevo bastión en el ángulo sureste y reforzando con otro bastión y una torre la puerta principal. Justo en el lado opuesto a ésta se abrió otra puerta que llevaba al muelle, en la Albufereta. Intramuros se reconstruyó el viario urbano, con dos calles principales y manzanas bien definidas, así como un foro rodeado por tres pórticos y dos áreas diferenciadas: la sacra y la civil.

Augusto otorgó el título de municipio a Lucentum (pronunciado Lukentum en latín, que significa «brillante», «luminoso») hacia el 25 a. C. Pero esta promoción jurídica era «latium minus», por lo que sus habitantes pasaban a ser ciudadanos latinos, siendo necesario para obtener la ciudadanía romana (el estatus más deseado) ejercer la magistratura o casarse con un ciudadano de pleno derecho. Como municipio, Lucentum tenía senado local y magistrados, pero siendo una ciudad pequeña (menos de 300 habitantes en el núcleo urbano, de 2’5 hectáreas, y no más de 3.000 con las villas y los barrios suburbanos) no debía contar con más de cuarenta senadores y carecía de miembros de órdenes sociales más altas, como la ecuestre.

Sí que había, naturalmente, plebe; y también esclavos. Se conocen algunos nombres gracias a la epigrafía. Aunque se hizo un relativo esfuerzo para integrar a los indígenas, permitiéndoles por ejemplo acceder al servicio legionario, muy probablemente formaban parte de estas clases sociales más bajas los iberos que vivían en el territorio de Lucentum. A pesar de la progresiva latinización, el ibero se siguió hablando como mínimo hasta el siglo III d. C. No hay constancia de que se produjeran rebeliones de los iberos contra los romanos, pero hace pocos años se hizo un enigmático descubrimiento en el Tossal de les Basses: Varios pozos fuera de cualquier área cementerial con decenas de cadáveres de hombres, mujeres y niños, datados entre 70 y 30 a. C., inhumados y no incinerados, ajeno todo ello por tanto a los ritos funerarios ibéricos de la época. Algunos arqueólogos piensan que tienen un carácter religioso, mientras que otros no descartan posibilidades menos piadosas.

Una visita al Museo Arqueológico de Alicante (MARQ), complementada con un paseo por el yacimiento de Lucentum, es suficiente para que cualquier persona imagine fácilmente cómo era la vida cotidiana en aquella ciudad romana a mediados del siglo I d. C., cuando estaba en su apogeo.

por Gerardo Muñoz Lorente
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