Peligro rojo | Mientras bajaban del carruaje público en la plaza de Joaquín Dicenta, la sensación que reinaba en el grupo era de ligera frustración. Eran cinco personas, tres varones y dos damas, que regresaban de su intento fallido de visitar el castillo de Santa Bárbara. Ya en el primer acceso de la fortaleza, todavía lejos de la cima de la montaña, los carabineros que montaban guardia les dieron el alto y les impidieron entrar. Pese a la insistencia con que le rogaron al sargento que estaba al mando que les permitiera visitar el castillo, éste no accedió. Desde hacía varias semanas tenían órdenes de no dejar pasar a ningún civil, sin permiso previo del gobernador.
Era una lástima porque, a pesar de ser una mañana invernal, hacía buen tiempo. El sol brillaba en un cielo despejado y de un color azul intenso, refrendando así los elogios al clima tan benévolo de la ciudad que el propio Ayuntamiento había vertido en los folletos que este grupo de amigos había encontrado en el lugar donde se hospedaban desde hacía dos días: el hotel Simón, situado en la misma plaza de Joaquín Dicenta, frente al puerto, muy cerca de donde ahora se encontraban. Es la mañana del jueves 12 de febrero de 1920.
En tanto regresaban del castillo, acordaron aprovechar lo que quedaba de mañana paseando por el muelle y la playa próxima, donde había instalados varios balnearios. Con seguridad, había opinado una de las damas, debía ser este un lugar muy agradable donde tomar baños de mar durante la época estival. Lo había expresado en francés, pese a ser madrileña, porque tres de sus acompañantes eran parisinos; y éstos se habían mostrado de acuerdo. Quizá merecería la pena volver por aquí en verano, había dicho la otra dama. Pero la desilusión por no haber podido visitar el castillo y, sobre todo, la brusquedad con que habían sido tratados por los carabineros, había enfriado el ánimo de la turista francesa.
Estaban viajando por varias ciudades españolas. Dos días antes habían llegado de Sevilla y su intención era permanecer en Alicante una semana, si bien ahora algunos de ellos tenían dudas si plantear la posibilidad de adelantar la partida. Sólo una hora después las dudas habían desaparecido y la decisión de anticipar la partida fue tomada unánimemente por los cinco turistas.
Y es que apenas habían recorrido cincuenta pasos desde el lugar donde se habían apeado del carruaje, cuando fueron abordados por un grupo de hombres que les obligaron a detenerse. También eran cinco. Cuatro de ellos les rodearon en silencio, mientras que el quinto se les encaró para identificarse y pedirles que les acompañaran al hotel. Aunque el tono empleado por el desconocido fue correcto, desde luego no se trataba de un ruego, sino de una orden. Vestían de paisano, pero eran policías.
En cuanto le llegó el aviso telefónico de que aquel grupo de extranjeros había tratado de penetrar en el castillo de Santa Bárbara, el comisario del Cuerpo de Vigilancia de Alicante ordenó que fuera interceptado para verificar su identificación y aclarar sus verdaderas intenciones. Se alojaban en el hotel Simón desde hacía dos días y se comportaban como turistas, pero los insistentes rumores apuntaban algo más inquietante: Podía tratarse de un peligroso grupo de agentes bolcheviques en misión de espionaje. Hasta entonces el comisario había preferido mantenerles discretamente vigilados, pero el hecho de que hubieran intentado entrar en el castillo le había alarmado.
Un mes antes, de acuerdo con las autoridades militares, el gobernador civil Dupuy de Lome había ordenado la detención de numerosos dirigentes anarquistas y la clausura de la Casa del Pueblo. Muchos de aquellos sindicalistas habían sido deportados, pero otros estaban desde entonces apresados en las mazmorras del castillo de Santa Bárbara. Todo había sido muy rápido, sin apenas formalismos legales, pero el resultado de aquella operación había sido excelente al haber frenado las huelgas y los altercados públicos. Tanto era así, que los próceres de la ciudad, miembros de la Cámara de Comercio y del Círculo de Unión Mercantil, acababan de mostrarle su agradecimiento al gobernador haciéndole entrega de un simbólico bastón de mando. Pero el peligro seguía estando ahí, palpitante, no en balde la CNT tenía casi treinta mil adherentes en la provincia, según se había acreditado en el congreso que el sindicato anarquista había celebrado en el teatro madrileño de La Comedia a finales del año anterior, y también estaban las manifestaciones de júbilo hacia al revolución bolchevique que expresaban los socialistas alicantinos en su semanario El Mundo Obrero, donde anunciaban que «ha llegado la hora del proletariado».
El inspector de Servicios Especiales del Cuerpo de Vigilancia que dirigió la operación de interceptación e identificación no estaba convencido de que aquel grupo de extranjeros fuera realmente un comando de agitación o espionaje. Más bien parecían ser lo que aparentaban: un grupo de turistas. Vestían como turistas, actuaban como turistas y hablaban como turistas. Pero naturalmente acató la orden de su superior y marchó a cumplirla junto con cuatro agentes, también miembros de los Servicios Especiales, rama del Cuerpo de Vigilancia que había sido creada ocho años después de que Cánovas del Castillo fuera asesinado en 1897 por el anarquista italiano Michele Angiolillo. Desde entonces los Servicios Especiales tenían como misión principal la prevención de actos terroristas, vigilando a los extranjeros sospechosos, inspeccionando el funcionamiento legal de las asociaciones, y vigilando y controlando los depósitos, tiendas y expendedurías autorizadas de armas y sustancias explosivas.
El sobresalto que sufrieron los cinco turistas fue evidente. Una de las mujeres, que hablaba francés, estuvo a punto de padecer un soponcio. Superada la sorpresa, el matrimonio madrileño protestó indignado, pero sin perder los modales. Por supuesto, obedecieron al inspector y fueron al hotel, donde le mostraron sus acreditaciones y, ya con mayor sosiego, respondieron a sus preguntas. Una vez hechas las comprobaciones oportunas, el inspector de los Servicios Especiales se disculpó ante los turistas por el incidente y se despidió de ellos, abandonando el hotel junto con sus compañeros. El ‘peligro rojo’ no había sido más que una absurda confusión, propiciada por los delirios colectivos que padecía un determinado sector de la población española y, por ende, de la alicantina.
El historiador Francisco Moreno Sáez menciona este ridículo incidente en varias de sus publicaciones, recogido de una reseña de prensa. Con su ayuda, el autor de este artículo ha conseguido leer con sus propios ojos dicha noticia, no exenta de ironía, que se transcribe a continuación, extraída del Diario de Alicante, de fecha 13 de febrero de 1920, página 2:
«LOS EXTRANJEROS MISTERIOSOS
Ayer circuló el rumor de hallarse en Alicante unos extranjeros –rusos según unos, italianos según otros– de porte y condición distinguidísimos a los que se atribuía una misión nada tranquilizadora.
El hecho de que esos extranjeros trataran de visitar el castillo de Santa Bárbara, ahora convertido en prisión de agitadores obreros, dio pábulo a que de aquellos se sospecharan planes que, por fortuna, no se han confirmado.
Esos extranjeros, personas de alta alcurnia emparentados con aristocráticas familias francesas y españolas, vinieron de Sevilla a esta capital como turistas que recorren España en viaje de recreo.
Como se dijo que por esta región hay agitadores sindicalistas extranjeros, los fantaseadores y alarmistas vieron en estos burgueses bien avenidos con el sosiego y tranquilidad, a unos temibles bolchevistas.
La realidad a echado [sic] abajo la fantástica novela que ya iba forjándose.»