septiembre 21, 2023

Alicante 1624

Alicante, 1624 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 33 | Febrero de 1624 | Juana | Juana Planelles llevaba nerviosa todo el día. Desde que se levantara estuvo pendiente de todos los preparativos que sus criados y esclavos estaban haciendo para la fiesta que iban a celebrar aquella misma noche. No quería que fallase ni el más mínimo detalle. El motivo oficial de la celebración era el vigésimo quinto aniversario de su boda, que se cumplía en efecto ese mismo día, sábado 10 de febrero; pero la verdadera razón que les llevó a organizar una fiesta de tal magnitud, invitando a la flor y nata de la sociedad alicantina y no solo a sus amistades, era que, según se rumoreaba, su marido, Tomás Martorell, podía ser nombrado próximamente racional e incluso, Dios lo quisiera, justicia. Y tanto ella como su esposo pensaron que un evento de esta calidad –con el implícito reconocimiento social que ello suponía– podría aumentar sus posibilidades de conseguir tal ascenso.

–Como almotacén ya te has granjeado el respeto general. Ahora hace falta que llegue a oídos del virrey lo mucho que te aprecian los caballeros y ciudadanos más insignes de la ciudad –le había dicho esa misma mañana a su marido mientras desayunaban.

Estaban solos, sentados a un extremo de la gran mesa rectangular que ocupaba el centro de la sala principal. Una sala grande –de unas dieciocho varas de largo por ocho de ancho– y recién construida, que estrenarían esa noche como salón de baile. Aunque Dios no había querido bendecir su unión con descendencia, Juana y Tomás habían creído conveniente ampliar la casa en la que vivían desde que se casaran y que ella –hija única– había heredado de sus padres. Aprovechando que Tomás había vendido recientemente a su hermano la parte que le correspondía del edificio que, situado en la plaza de San Cristóbal, ambos habían heredado el año anterior, compraron la casita de un solo piso colindante a la suya y que llevaba abandonada muchos años. Una casita que Juana nunca había visto habitada, ni tampoco sus padres. «Tus abuelos me contaron que vivía en ella una vieja que murió unos años antes de que yo naciera. Su hijo al parecer se había ido a vivir a Valencia», le había dicho su padre. Les había costado, pero, por medio de un apoderado valenciano, encontraron al propietario de la casita y se la habían comprado. Ambas casas tenían la fachada a la calle de la Balseta y en común un grueso muro. Una pared separaba también el patio trasero de la vieja casita del corral de Tomás y Juana. Muro y pared fueron derribados, al igual que el resto de la vivienda recién adquirida, para construir sobre el terreno la ampliación de la casa de los Martorell, que se convirtió en una magnífica casona que nada tenía que envidiar a los palacetes de las calles Mayor o Labradores. De planta rectangular y con dos pisos, la fachada principal seguía dando a la calle de la Balseta, flanqueada por dos callejones en cuesta que llevaban al descampado trasero que formaba parte ya de la falda del Benacantil. El callejón de la izquierda –saliendo de la casa– era una escalera y por el de la derecha se accedía al portón por el que se entraba al corral de la casona, ahora mucho más espacioso, donde se encontraban además la cuadra y el pajar.

La fiesta de aquella noche habría representado un éxito social para el almotacén y su esposa, sino llega a ser por el inesperado y trágico suceso que supuso su final.

Anochecía cuando empezaron a llegar los primeros invitados. Aunque hacía mucho frío y el suelo estaba encharcado, la mayoría llegó andando, pues la casona de los Martorell, pese a no estar en una de las calles principales de la ciudad, se hallaba cerca de los palacetes y las viviendas más señoriales. Aun así, algunos invitados no desaprovecharon la ocasión para hacer ostentación de señorío exhibiendo sus magníficos carruajes.

Juana –peinada con raya al lado y dos caídas de mechones de pelo rizado a los lados de la cara, golilla de tafetán, miriñaque bajo vestido de raso rojo y collar de perlas en el escote, calcetines encarnados de seda, zapatos con lazos– recibió risueña y feliz a los invitados junto a su marido –peluca rizada, anteojos, bigote retorcido, golilla sencilla, lazadas en la ballena del perpunte, calzas flotantes exornadas con pasamanería y líneas de botones a los lados por donde asomaba el forro de seda, calzado a la ponleví–, quien tuvo palabras afectuosas para todos, si bien se entretuvo con alguno de ellos algo más de lo que recomendaban las reglas de urbanidad, según evaluó ella con disimulo e impotencia.

Precisamente una de las parejas con las que Tomás se entretuvo más de la cuenta en el saludo de recepción fue con la formada por Antonio Mingot y señora. Juana comprendió el entusiasmo de su esposo, no en vano este invitado era el actual racional y uno de los caballeros más influyentes de la ciudad, muy conocido y respetado en la Corte y en Valencia –donde tanto éxito tuvieron los versos del célebre poeta Gaspar Aguilar con los que inmortalizó la proeza de Mingot en el valle de Alaguar, cuando participó valientemente en la rendición de los moros rebeldes:

Aunque por todo el mundo es manifiesto

el valor de la gente de Alicante,

Mingot, que está con ellos, va dispuesto

a procurar que al cielo se levante–.

Pero ello no era excusa para que su marido se excediera en sus saludos y lisonjas con un invitado. También a ella le gustaría aprovechar la ocasión para advertirle a la señora de Mingot que una de sus criadas llevaba tiempo merodeando su casa, inquietando a su servidumbre. Ella misma la había visto más de una vez emboscada en una esquina, observando su casa como si estudiara la forma de asaltarla. En realidad parecía inofensiva y más asustada que peligrosa, por eso no había dado aviso al alguacil y ni siquiera se lo había comentado a su esposo; aun así debía acabar con aquello, más para tranquilidad de sus criados y esclavos que por la suya propia. Pero comprendía que no era este el momento apropiado para abordar tal asunto, que ya tendría si acaso oportunidad de hablarlo con su invitada más adelante.

Tomás y Juana recibieron a representantes de las familias más ilustres de Alicante. Además de los Mingot, allí estuvieron los Scorcia, Pobil, Pascual, Bendicho, Bernat, Pina, Martínez de Vera, Canicia de Franqui… Muchos de ellos ocupaban además altos cargos: gobernador, baile, justicia, jurados, racional, clavario, escribano de sala, condestable… También estuvo el deán de la colegiata, que a la mañana siguiente tenía previsto recibirles en el templo –en trance de renovación– para que reiterasen sus votos matrimoniales ante el Altísimo.

Fue todo un desfile de elegancia al son de la música que interpretaban varios maestros que Juana había seleccionado y contratado días antes. Delante de los atentos ojos de la dueña de la casa pasaron todas aquellas gentes sin que se les escapara el más mínimo detalle…

María

María se despertó sobresaltada y febril a medianoche. Había vuelto a tener la misma pesadilla. Una pesadilla que la perseguía desde hacía demasiado tiempo. Hacía ya muchos meses, acaso años, que aquella pesadilla le impedía descansar la mayoría de las noches.

Todo empezó cuando vio por primera vez aquella casa de la calle de la Balseta. Estaba cerca del lavadero adonde iba muchas mañanas para hacer la colada de los Mingot y la de su propia familia –tarea que no le disgustaba, pese a terminar muy cansada, pues después disfrutaba de lo lindo tendiendo la ropa merced al agradable olor a limpio que desprendía–, pero, como no le cogía de paso, tardó un tiempo –quizás años– en pasar por delante de ella. Y cuando lo hizo sufrió tal conmoción que se quedó anonadada durante un buen rato: muy quieta y de pie en mitad de la calle, con la boca abierta y sin poder apartar la mirada de la fachada, hasta que un carretero la espabiló insultándola porque le impedía el paso. No supo explicarse qué era lo que realmente había sentido, fue algo así como un maleficio que cautivó su atención de repente y que la sobrecogió de tal modo que se alejó de la casa asustada y decidida a no volver por allí si podía evitarlo.

Y así fue durante bastante tiempo. Hasta que la casa fue derribada, en beneficio de la casona colindante, que fue ampliada. Sin que hubiera ninguna razón aparente, unas semanas atrás había vuelto a recorrer el medio centenar de pasos que separaban los lavaderos del lugar donde se levantaba la casita que parecía tenerla hechizada, ahora desaparecida, para contemplar la enorme fachada de la casona. Y a partir de entonces las pesadillas se habían hecho más intensas y frecuentes. Un fuerte e inexplicable impulso la llevó una mañana a acercarse a la casona y entonces sintió algo más. Una especie de llamada silenciosa que la obligó a ir hasta el callejón lateral y empinado por hallarse de cara a la falda del Benacantil –el monte coronado por el castillo de Santa Bárbara–, donde estaba la entrada al corral de la casa. El portón se encontraba cerrado, pero María se quedó frente a él durante un rato, observándolo fijamente y desde muy cerca, como una estatua o una loca extraviada, escuchando aquel ruido persistente y monótono, apenas audible al principio, similar al producido por un gong lejano, proveniente de allá adentro y que atravesaba el portón de madera, hasta un instante antes de que éste fuera abierto de pronto por uno de los servidores de la casa, que se la quedó mirando con extrañeza. María reaccionó entonces dándose la vuelta y alejándose de la casa.

Se prometió que nunca más volvería por allí, pero su resistencia fue superada ya al día siguiente, y al siguiente, y al otro. Su voluntad nada podía contra aquella inexplicable necesidad que la empujaba hacia la casa. Una necesidad que se alimentaba de las cada vez más angustiantes pesadillas que padecía.

A oscuras y haciendo el menor ruido posible, para no despertar a su marido e hija, María se levantó de la cama, se quitó el camisón y se vistió con camisa, verdugado y basquiña de tafetán verde. Antes de recogerse el cabello negro y largo en un moño, se colgó un crucifijo férreo del cuello, que quedó encima de la ropa y del amuleto que ocultaba bajo ella. Era un amuleto de marfil, amarilleado por el tiempo, que su madre le había regalado cuando estaba agonizando, allá, en el valle de Alaguar. Un amuleto que siempre había llevado encima desde entonces y que la protegía de todos los males, y que nunca había necesitado tanto como esa noche. Un amuleto que María creía, erróneamente, que era morisco.

Porque María en realidad se había llamado Miriam hasta los siete años. Había nacido y vivido hasta esa edad en el valle de Alaguar, uno de los valles que había en las montañas que se levantaban a mitad de camino entre Alicante y la capital del virreinato, Valencia. El ejército y las milicias efectivas irrumpieron quince años atrás en el valle de Alaguar, donde veinte mil moriscos se habían refugiado para evitar su expulsión del país, y, después de matar a muchos de ellos, se llevaron a los puertos de Denia y Jávea a los demás, embarcándolos rumbo al norte de África, pero quedándose algunos soldados y caballeros con la mayoría de los niños menores de catorce años. Miriam fue uno de ellos.

Junto a cinco morisquillos más, Miriam fue traída en una carreta hasta Alicante. Formaban parte del botín conseguido por los hermanos Antonio y Bernardo Mingot, quienes junto a otro caballero, Juan Bautista Canicia de Franqui, mandaban las dos compañías de milicias alicantinas.

Ya en Alicante, Miriam y otro morisquillo de su misma edad, a quien ella no conocía porque no había nacido en el valle de Alaguar, pasaron a servir en la casa de Antonio Mingot, un palacete que había en la calle Labradores. Ambos fueron llevados al baptisterio de la iglesia de San Nicolás –colegiata desde hacía nueve años–, donde fueron bautizados como María y Vicente. Tomaron el apellido de la familia que los había adoptado, Mingot, a la que sirvieron en la práctica como esclavos más que como criados, pese a que la esclavitud de moriscos estaba oficialmente prohibida.

María y Vicente aprendieron valenciano, la lengua de los cristianos alicantinos; pero, en tanto ella se adaptó paulatina y resignadamente a la nueva sociedad en la que le había tocado vivir –las costumbres cristianas, su forma de vestir y de comer, cumpliendo con los rituales de la fe católica inclusive–, Vicente se mostró desde el principio mucho más renuente, siendo castigado numerosas veces por sus actos de rebeldía, hasta que por fin huyó una mañana otoñal de 1612. No fue el único. María supo de muchos otros morisquillos que se fugaron por aquellas fechas de sus casas de adopción, como Miguel, de doce años –al que ella había conocido como Alí en el valle de Alaguar–, que había estado al servicio de Juan de Avellán, un oficial del Santo Oficio; o Luis Juan, de diecisiete años, nacido en el valle de Albaida y que desde los catorce estaba en casa del notario Francesc Juan; o Antonio, de nueve años, de Gata, que se escapó de la casa de Simón Planelles… Casi todos ellos fueron a reunirse con los moriscos adultos que llevaban tiempo por las montañas, dedicándose al bandolerismo para subsistir. Entre los que se encontraba Cristóbal Millini, el que fuera caudillo de los moriscos rebeldes en el valle de Alaguar y que María recordaba con respeto y admiración. Respeto por la manera como les había ayudado a ella, a sus hermanos y a su madre durante el asedio que sufrieron en la cima del Caballo Verde. Y admiración por haberse dejado morir de hambre luego de que fuera apresado en el puerto de Alicante, cuando trataba de embarcarse en secreto junto a algunos de sus seguidores. Mientras los demás fueron condenados a galeras, el comisario real, Baltasar Mercader, ordenó que Millini fuera encarcelado en una de las mazmorras del castillo de Santa Bárbara de por vida. Pero fue corta su condena al negarse a comer y a beber, pereciendo poco después.

María nunca pensó en rebelarse, ni siquiera cuando aquel mismo año de 1612 estuvo a punto de ser vendida por su amo. Mientras se calzaba las chinelas de corcho sobre las zapatillas de cordobán, recordó aquel día en que escuchó a escondidas la conversación que sobre su futuro el amo mantuvo con su esposa y su madre en la sala principal de la casa.

–Me ofrecen veinticinco ducados por María.

–¿Quién? –preguntó la esposa.

–Un comerciante castellano.

–Pero, ¿por qué quieres venderla? –quiso saber la madre.

–Porque nos vendrá bien el dinero. Y tenemos otros sirvientes. El marqués de Caracena ha ordenado la desaparición o reducción drástica de los salarios de buena parte de los miembros del gobierno municipal. A los jurados les ha quitado las cuarenta libras que cobraban de salario, al racional le ha retirado sus treinta libras anuales y le ha asignado cien para sus gastos y pagar a sus subordinados: clavario, contador, asesores… Y a mí, como justicia, también me afecta y mucho este recorte.

–¿Y por qué ha ordenado tal cosa el virrey? –volvió a preguntar la esposa.

–Por el elevado endeudamiento de la ciudad. También a nosotros nos afecta la grave crisis económica que sufre el país.

–Dicen que todo se debe a la expulsión de los moros –dijo la esposa.

–Pero nosotras estamos muy contentas con María. Al menos yo no estoy dispuesta a prescindir de ella, Antonio. Es una niña agradable, limpia y discreta, que ha aprendido muy bien a servir con rapidez y pulcritud. No quiero desprenderme de ella y tener que enseñar a otra mocosa –protestó la madre, antes de dar por finalizada la conversación con un tajante–: Si es necesario, te daré yo esos veinticinco ducados dichosos, pero María se queda en esta casa.

Doce años después, María seguía estando enormemente agradecida a doña Bernarda por haberla defendido aquel día y por la manera como la había tratado hasta su muerte, más propia de una madre que de una dueña. Había muerto el año anterior y en su testamento había dejado expresada por escrito su voluntad de que se le concediese la libertad a María, a condición de que siguiera siendo una buena cristiana. Un año antes, doña Bernarda había concertado su boda con otro cristiano nuevo, sirviente del escritor Jaime Bendicho, llamado Juan Vicente.

Según el censo de 1611 que el virrey había ordenado hacer para saber cuántos eran los morisquillos que había en el virreinato de Valencia, en la ciudad de Alicante había ciento veintitrés. La verdad es que eran más, pues, además de los fugados, todos los que superaban la edad máxima de catorce años fueron ocultados por sus amos. Uno de aquellos morisquillos censados era Juan Vicente, que había nacido en Novelda con el nombre de Mohammed.

María y Juan Vicente se conocían solo de vista cuando doña Bernarda y la esposa de Jaime Bendicho acordaron su matrimonio. La boda se había celebrado cuando doña Bernarda ya había fallecido y María se había convertido en una mujer libre. Condición esta de libertad que consiguió también Juan Vicente como regalo de boda. No obstante, María y Juan Vicente siguieron trabajando como criados para Antonio Mingot y Jaime Bendicho, respectivamente, cobrando unos míseros salarios.

María se cubrió con un grueso manto negro y salió en silencio de su casa, una pequeña y vetusta vivienda de un solo piso que había en medio del arrabal de San Francisco, a extramuros de la ciudad. La puerta por la que se entraba a ésta –conocida como Portal de Elche– estaba cerrada, por lo que María se dirigió al soldado que montaba guardia en uno de los dos torreones que flanqueaban la entrada, llamados de San Bartolomé, para explicarle que necesitaba pasar para avisar con urgencia a un médico, ya que su padre se hallaba muy grave.

María atravesó la muralla por un portillo que el soldado le abrió tras obtener la autorización de su superior. Dejó atrás la ermita de San Bartolomé y, en vez de girar a la izquierda como hacía cada mañana, para ir al palacete de Antonio Mingot, continuó avanzando por la calle Mayor. Hacía mucho frío y se cubrió la cara con el esbozo del manto. El día anterior Alicante había amanecido cubierto por una capa de palmo y medio de nieve, y ahora las calles estaban llenas de charcos helados sobre los que era peligroso caminar. Aun así, María atravesó a buen paso la plaza de la Fruta, dejando a la derecha la Casa del Consejo. Más adelante pasó por la puerta Ferrisa –final de la calle Mayor y comienzo de la calle Villavieja–, antigua entrada a la medina árabe en cuyo arco de medio punto había grabada una inscripción del Corán. A pesar del estado de abstracción en que se hallaba, no dejó de sorprenderse por la cantidad de coches con los que se cruzó en aquella parte de la ciudad y a hora tan avanzada.

Antes de llegar a la iglesia de Santa María, giró a la izquierda para subir por un callejón oscuro, pero que conocía muy bien, por el que llegó a la calle de la Balseta, llamada así por estar allí ubicada la pequeña balsa que servía de lavadero público y cuyas aguas procedían de una fuente que había en la Goteta, un paraje de extramuros que había al otro lado del monte Benacantil.

También allí se cruzó con varias personas que caminaban con paso rápido pero precavido, y que por la manera tan elegante como vestían, adivinó que venían de una fiesta de alta sociedad. Quizás del mismo lugar de donde provenía aquella música cada vez más cercana, pensó María mientras avanzaba por la calle, compungida por una corazonada que la asaltó de repente y que sus ojos confirmaron pocos pasos después.

Y ahí estaba, en efecto, el lugar donde se estaba celebrando la fiesta: la casona de sus pesadillas, de la cual no brotaba esta vez ningún ruido atrayente y misterioso, sino una música mucho más alegre y estridente producida por atabales, dulzainas, vihuelas y demás instrumentos.

El portón principal de la casa estaba abierto, donde había un lacayo con librea haciendo gestos para avisar al cochero que esperaba en la esquina opuesta a la que estaba María. Una vez el carruaje estuvo frente al portón, el lacayo entró en la casa y volvió a salir en seguida, acompañado ahora por una pareja que se metió de inmediato en el coche. A pesar de la oscuridad –levemente herida por un farol tristemente iluminado que había adosado a la fachada del edificio– y de la rapidez con que actuaron aquellos invitados, a María le pareció que eran sus amos: Antonio Mingot y señora. Luego, amparada por la tenebrosidad del callejón, vio pasar más de cerca el coche y reconoció tanto a éste como al cochero. Se trataba efectivamente de Blas, uno de los criados de los Mingot.

Pensó en desistir, en marcharse y volver si acaso otra noche más propicia, pero cambió de opinión tan pronto escuchó aquel sonido tan característico y, ya, tan familiar. Fue como si de pronto la música se atenuara por arte de magia, para permitir que sus oídos pudieran percibir aquella llamada que le llegaba desde la parte más oscura del callejón, en cuya esquina estaba ella.

Sin dudarlo ni un momento, María avanzó con paso lento pero seguro por el callejón, internándose en una densa oscuridad por la que se ascendía al corral de la casona. El ruido se oía cada vez con mayor intensidad y, al llegar al portón de madera, sin pensarlo, apoyó en él una de sus manos. No le sorprendió notar cómo cedía. Ni se molestó en pensar por qué no le sorprendía. Solo fugazmente una idea recorrió su mente: en una noche con tanto ajetreo no era extraño que un sirviente olvidara cerrarlo por dentro.

La pesada hoja de madera se entreabrió con un ligero crujido, que con seguridad no pudo ser oído desde dentro de la casa. Entonces pensó que tal vez esa era la mejor de las noches para entrar allí, para tratar de averiguar de una vez por todas qué era aquel ruido que tanto la turbaba, para saber por qué soñaba tan a menudo con aquella casa, cuyo interior desconocía, pero donde siempre la esperaba en sus pesadillas una enigmática figura resplandeciente, de ojos muy blancos e inquietantes, que la conminaba en silencio pero de manera harto persuasiva a que la ayudara.

María entró en el corral. Estaba oscuro y la música se oía muy mitigada por los gruesos muros que separaban casa y corral. Se quedó quieta un momento, a la espera de que sus ojos se acostumbraran a aquella oscuridad y pudieran atisbar algo mejor cuanto la rodeaba con ayuda de la luna menguante. En un rincón le pareció ver una puerta por la que debía accederse al interior de la casa, en una de cuyas jambas había, colgada de un clavo, una linterna en la que sobrevivía una debilísima llama. Mucho mejor vio entonces al perro que se le había acercado en silencio y que la miraba con ojos titilantes y la boca abierta. Era un perro guardián enorme, cuyos gruñidos María esperó aterrorizada; sin embargo, para su sorpresa, el can actuó como si la conociese. En vez de gruñir o ladrar, se limitó a mirarla, moviendo el rabo sin cesar, antes de acercársele para olfatear sus ropas. Luego se perdió con paso tranquilo en la oscuridad.

El corral era amplio. En el centro había un carruaje; a la derecha, pegado al muro, había un montón de leña apilada, un gallinero y una pocilga; y a la izquierda, bajo techado, estaban el pajar y la caballeriza. Desde este último lugar provenía el ruidillo que parecía llamarla, cuya sonoridad aumentaba paulatinamente.

María se acercó con sigilo a la puerta y, después de descolgar la linterna, cruzó el corral para adentrarse en la cuadra, atraída por aquel sonido tan misterioso.

Una vez dentro avivó la llama, que creció e iluminó lo que había a su alrededor: el suelo estaba cubierto por una gruesa capa de paja seca; a la izquierda había montones de paja embalada, forrajes de alfalfa verde y seca, sacos de zanahorias y de grano de cebada, avena, algarrobas…; a la derecha, cada uno con su propio comedero y abrevadero, había un caballo y una mula, y más allá, separados por unas tablas, una yegua y su potro; y en el centro del establo, justo delante de ella, había un aljibe rectangular cubierto por una gruesa tapa de madera, con un rehundimiento circular a un lado que servía para limpiarlo –tapado también con una plancha metálica– y un poyete en el otro, sobre el que había dos sillas de montar, varias mantas, alforjas, albardas y otras piezas del aparejo preciso para montar o cargar las caballerías.

Los animales no se inquietaron ante su presencia. Tampoco parecía molestarles aquel ruido monótono que allí dentro se oía con mayor intensidad. Tal vez estaban acostumbrados, pensó María; tal vez ese ruido mantenía calmados a los animales y era la razón por la que el perro no la había atacado.

El ruido parecía provenir del aljibe, pero cuando María se acercó, con la mano donde portaba la linterna ligeramente levantada, se dio cuenta de que no era exactamente de allí de donde salía aquel sonido, sino del poyete aledaño, o mejor dicho, de su interior.

Instigada por aquella llamada insistente e invariable, María dejó la linterna apoyada sobre la tapa del aljibe y empezó a quitar todo cuanto había encima del poyete, dejándolo en el suelo. En su excitación, no se percató de que había arrojado la linterna al suelo con una de las mantas, hasta que fue demasiado tarde.

Con una rapidez endiablada, la llama de la linterna prendió la manta y la abundante paja que había en el suelo, extendiéndose inmediatamente y a gran velocidad en todas direcciones.

Trató de asfixiar las llamas usando otra manta, pero no pudo; el fuego corría por su derecha, internándose en el establo, mientras que por su izquierda se aproximaba peligrosamente a los montones de sacos y forrajes de grano y de paja. Intentando sobreponerse a los nervios y al aturdimiento, decidió entonces usar el agua de los abrevaderos para apagar el fuego, pero todavía no había dado dos pasos cuando se encontró de frente con el caballo y la mula, que emprendían la huida asustados y relinchando.

Empujada por el caballo, María cayó al suelo de espaldas y allí quedó, atolondrada por un momento no muy largo, durante el cual sin embargo el fuego tuvo tiempo de prender el borde de su manto. Logró quitarse el manto antes de que prendiera el resto de la ropa, pero aún estaba de rodillas cuando se le echaron encima la yegua y el potro. La primera saltó por encima de ella, pero uno de los cascos del potro la golpeó en la frente.

María quedó nuevamente tendida de espaldas en el suelo, pero esta vez inconsciente y durante bastante más tiempo. Volvió a ver en sueños aquella figura sedente y brillante que la miraba fijamente con ojos muy blancos, pero esta vez no la llamaba, sino que la instaba a huir, a correr hasta ponerse a salvo.

Cuando volvió en sí se encontró rodeada de llamas. El fuego había alcanzado ya el pajar y estaba llegando al fondo de la cuadra. Pero lo peor era que su ropa también estaba incendiada. Y su pelo.

María se puso en pie de un brinco y, horrorizada ante el dolor que sentía y el olor de su propia carne quemándose, trató de librarse del fuego arrancándose los jirones de ropa que tenía encima. Y allá fueron volando el crucifijo y el amuleto, que cayeron muy cerca uno del otro sobre la tapa llameante del aljibe.

Salió del establo y luego del corral gritando y corriendo, tropezando, cayendo y levantándose, como una antorcha viviente y desorientada.

Tomás

Tomás Martorell era almotacén desde la última víspera de San Miguel, cuando fue elegido entre los insaculados en la bolsa de ciudadanos de mano mayor. Y estaba muy satisfecho de la labor que había desarrollado desde entonces, siempre al margen de las demás autoridades, que nunca se habían atrevido a inferir en sus decisiones. Había actuado implacablemente contra todos aquellos comerciantes que intentaban cometer fraude en la utilización de pesos y medidas –como ese mercader muchamelero, el último al que había obligado a ponerse el sombrero verde– ya fueran clérigos o seglares. Acompañado de su lugarteniente, recorría a diario las tabernas, carnicerías, pescaderías de la ciudad, controlando la calidad de los alimentos que se expedían, la fidelidad de los pesos y medidas que se usaban, los precios…, y después recorría buena parte de las calles y plazas, supervisando la limpieza y salubridad de las mismas, así como su alumbrado por la noche.

Estaba, pues, de acuerdo con su esposa en que se había ganado el respeto y el reconocimiento de los alicantinos más eminentes. Y ciertamente conocía los rumores que le apuntaban como candidato a un puesto superior –se hablaba incluso de que podría ser el próximo justicia–, pero ya no estaba tan seguro de que aquella fiesta que Juana había insistido tanto en organizar pudiera realmente ayudarle para conseguir un ascenso. Al fin y al cabo, tanto el puesto de justicia como el de radical eran ocupados por designación del virrey, y este se hallaba demasiado lejos –en Valencia– y dudaba de que siquiera supiera su nombre, y mucho menos que se hubiera interesado por él.

Aun así, Tomás aprovechó la ocasión que se le ofrecía para tratar de ganarse las simpatías de sus invitados, todos ellos influyentes en la ciudad. No era un hombre muy afable, lo sabía, pero intentó compensar dicha carencia con su atención y entusiasmo, algo que, por las miradas de reojo que le echaba Juana, parecía no ser suficiente… o tal vez todo lo contrario y estaba pecando de exceso.

Y allí estaba Tomás Martorell, cerca siempre de la puerta principal de su flamante salón, formando parte de un corrillo en el que estaban el baile y el condestable –uno tomando tabaco en rapé y el otro fumándolo–, presto a despedir con agradecida sonrisa a quienes decidían abandonar la fiesta –hacía ya un rato que se habían marchado los primeros invitados– cuando le sobresaltó la llegada de uno de sus criados. Más que por lo inesperado de su aparición, fue por el modo como le miraba por lo que se alarmó, antes incluso de oír lo que le dijo en voz baja y que hubo de repetirle por culpa de la música que sonaba demasiado cerca.

Tanta impresión le causó el aviso de su criado, que se separó de sus invitados sin siquiera disculparse y anduvo con premura en dirección a la cocina, empujando incluso a un lacayo con el que tropezó, contratado expresamente para el acto y que se hallaba, bandeja en mano, ofreciendo copas de vino y vasos con refrescos. El ruido que produjeron la bandeja y el cristal al caer al suelo llamó la atención de Juana y de la mayor parte de los invitados, que vieron cómo el dueño de la casa desaparecía por una puerta lateral del salón.

Cuando Tomás, precedido por el criado que le había avisado, atravesó la puerta trasera de la casa que comunicaba con el corral, la música ya había cesado y solo se oían las voces de algunos invitados alarmados.

Varias personas –criados, esclavos y cocheros que esperaban para recoger a sus señores– estaban tratando de apagar el incendio que había en la cuadra y el pajar anejos con baldes de agua que portaban desde la cocina y la balsa que había en el cercano lavadero público.

–Han visto salir a una mujer –dijo el criado, señalando hacia el portón abierto del corral.

Tomás corrió hacia donde indicaba su criado, que le siguió hasta el exterior de la casona.

–¡Aquí, aquí! –gritó una cocinera que había empleado Juana para la ocasión y que se encontraba a unos treinta pasos de la casa, en medio del descampado y en compañía de otras dos personas. Estaban de pie, cerca de un bulto que había caído en el suelo y que, pese a la oscuridad reinante, según avanzaba le pareció a Tomás que se trataba de una persona.

–¿Quién es? –preguntó Tomás antes incluso de llegar adonde estaba el grupo.

–Dicen que es una criada de los Mingot –le respondió su criado, que corría a su vera.

–Ve a avisar a don Antonio a su casa. No hace mucho que se marcharon.

Juan Vicente

Juan Vicente se despertó entre toses y estornudos, jadeos y falta de aliento. Y lo peor fue que despertó también a Isabelilla, su hija de ocho meses.

En la cama no estaba su esposa, María. Su lado estaba frío, por lo que dedujo que debía de haberse levantado hacía bastante tiempo, aunque en la almohada y la sábana permanecía el olor a canela que siempre la acompañaba.

Isabelilla gimoteaba en su cuna, que estaba al lado de la cama.

–¡María! –llamó Juan Vicente, pero nadie le contestó desde la oscuridad; solo se oía el llanto cada vez más bravo de la niña.

La vivienda era demasiado chica como para que María no le hubiese oído, en el caso de que estuviese allí.

¿Adónde habría ido? Juan Vicente no tenía reloj, pero calculó que debían de faltar todavía dos o tres horas para que amaneciese.

Se levantó de la cama y reavivó la llama del candil que había sobre la mesita que había bajo la ventana. Hacía mucho frío. Al mirarse en el espejo que había colgado en la red de una esquina, encima del aguamanil, vio el intenso sarpullido que había aparecido en su cara y su cuello. Se quitó el camisón y comprobó que también tenía urticaria en la parte superior del pecho. No le sorprendió porque no era la primera vez que le ocurría.

Desde hacía años sabía que si estaba demasiado tiempo cerca de un gato, al rato se ponía malo, con urticaria, toses y estornudos, tal como estaba ahora. A su padre le pasaba lo mismo. Según don Jeremías, el médico de sus amos, ello se debía a la debilidad de su piel, que no soportaba el roce de los felinos. Y la casa en la que servía desde hacía quince años estaba llena de estos animales. A doña Amparo, la dueña de la casa, le gustaban mucho y siempre tenía alguno en brazos y estaba rodeada de al menos cuatro o cinco más. Y aunque no siempre estaba él en la casa, el día anterior apenas si había salido de ella, ya que estuvo la mayor parte del tiempo deshollinando las chimeneas, cuyos cañones se habían obstruido o estaban muy sucios a causa de la mucha nieve que había caído. Y los gatos, que campaban a sus anchas por toda la casa, estuvieron merodeándole, atraídos quizás por el olor y el hollín que impregnaban su cuerpo. No recordaba que alguno de ellos le hubiera rozado siquiera, pero tampoco podía estar seguro de ello. Cabía la posibilidad de que alguno se le acercara y se restregara en sus piernas, mientras él se hallaba atareado con la mitad superior del cuerpo metida en la chimenea.

Sintió un escalofrío y se apresuró a ponerse encima el jubón de nesgas, las trucas y las medias de lana. Isabelilla no dejaba de lloriquear y mientras se calzaba los zapatos con hebilla, le dijo Juan Vicente:

–¿Adónde habrá ido la mama a estas horas?

Juan Vicente sabía que su esposa llevaba mucho tiempo inquieta, como preocupada, y teniendo pesadillas. Varias veces le había preguntado qué era lo que le pasaba, pero todas ellas le había contestado que no le preocupaba nada en concreto, y que las pesadillas se debían a los terribles recuerdos que aún conservaba del valle de Alaguar. Él no se había quedado muy conforme, pero la conocía lo suficiente como para saber que no le diría nada más por mucho que insistiera en preguntarle. María era una buena esposa y una buena madre, trabajadora y cariñosa, a quien amaba cada día más, y que en los dos años que llevaban casados no le había dado el más mínimo motivo de queja…, hasta esa noche.

–Habrá que ir a buscarla –siguió diciéndole Juan Vicente a su hija, que había dejado de llorar, distraída con su voz y sus movimientos, mientras se cubría con un capotillo de dos haldas y una montera–. Pero no puedo llevarte conmigo. Así que iremos con la Ambrosia, ¿vale?

Juan Vicente envolvió a Isabelilla con una manta, la cogió en brazos y la besó en el lunar que tenía en la frente. Después mató la luz y salió de la casa. Apenas dio treinta pasos antes de llegar a la puerta que golpeó con sus nudillos. Era la casa de Ambrosia, viuda de un pescador y con tres niños pequeños, con la que María había hecho cierta amistad. Su vivienda era tan humilde como la de ellos.

Ambrosia no tuvo inconveniente en quedarse con Isabelilla, aunque se quedó sinceramente preocupada por el extraño comportamiento de su amiga, y Juan Vicente marchó acto seguido a pasear por las calles del arrabal de San Francisco, con la esperanza de ver alguna señal de su esposa. Pero no la encontró y, al cabo de una hora de vagar por aquellas calles oscuras, solitarias y frías regresó a su casa, para ver si María había vuelto. Durante ese tiempo solo se tropezó con dos pescadores, que marchaban hacia sus barcas. Le dijeron que acababan de salir de sus respectivas casas y que no habían visto ni oído a nadie por las calles.

–Solo he oído, y hace ya bastante rato, un breve campaneo, creo yo que de Santa María –le dijo uno de ellos.

Juan Vicente comprobó que María no había vuelto a casa y decidió entonces ir hasta el portal de Elche. La aurora se anunciaba tímidamente en el horizonte marino, pero la noche todavía era la dueña de la ciudad, sobre la que extendía su manto negro.

Al soldado de guardia le preguntó si una mujer joven había entrado esa noche en la ciudad por esa puerta, y gracias a su respuesta supo que así había sido. Le dijo que casi seguro que era su esposa y le pidió que le dejara entrar, que andaba buscándola. El soldado consultó con el cabo de guardia y luego le abrió el portillo.

Juan Vicente encontró al cabo y a varios soldados conversando muy animadamente junto al baluarte de San Bartolomé. Uno de ellos estaba informándoles de una tragedia que al parecer había acaecido recientemente.

–¿Y está muerta? –preguntaba el cabo.

–No lo sé, pero debe estarlo, tan quemada estaba –contaba el informante.

–¿Qué ocurre? –preguntó Juan Vicente, notando cómo un terrible pálpito oprimía su corazón con la fuerza de una garra.

–Un corral se ha incendiado en la calle de la Balseta. Lo han apagado ya, pero una mujer se ha quemado entera –respondió el cabo.

–¿Una mujer?

El cabo vio la alarma en los ojos de Juan Vicente y, apiadado, se dirigió al soldado:

–¿Se sabe quién es? ¿Su nombre?

El soldado negó con la cabeza, mirando a Juan Vicente con la misma compasión que sus compañeros, tal era el espanto que reflejaba su rostro.

–La han llevado al hospital.

Juan Vicente corrió hacia la calle de San Nicolás. Varias veces resbaló y una de ellas cayó al suelo, pero se incorporó en seguida, sin notar el dolor del golpe que había recibido en las rodillas, y continuó su carrera hacia el hospital de San Juan Bautista, dejando atrás la colegiata de San Nicolás, en obras de renovación desde hacía ocho años.

En el portal del hospital se tropezó con un grupo de hombres alterados pero que hablaban en voz baja. El más alto era el mayordomo del hospital; luego supo que otro, el más rechoncho y con anteojos, era el almotacén de la ciudad. Sí que reconoció a don Antonio Mingot –mentón prominente, mirada altiva–, cuyos ojos empero se volvieron tristes al verle; y el corazón se le encogió aún más, y le volvió la tos, y el jadeo, y la dificultad para respirar.

–¿Es ella? –le preguntó una vez recuperó el aliento.

–Creo que sí –le respondió Mingot, que no fue capaz de mantenerle la mirada.

Juan Vicente fue llevado por el mayordomo hasta la sala donde un cirujano atendía a un hombre de las quemaduras que tenía en ambos brazos. Cruzaron la sala con la mirada de aquellos hombres puesta en el recién llegado y, después de franquear una puerta, entraron en otra salita en la que el olor a carne quemada era casi insoportable.

Allí había un sacerdote que rezaba en voz baja, de pie y con la cabeza gacha, junto a una cama donde había alguien acostado y completamente tapado con un lienzo blanco.

El sacerdote calló, el mayordomo se acercó a la cabecera de la cama seguido de Juan Vicente, que avanzaba con paso lento y con los ojos muy abiertos y fijos en el bulto del que manaba aquel olor tan desagradable.

–Hicimos todo lo que pudimos, pero…

El mayordomo dejó la frase inconclusa tras levantar el cabo de la sábana que tapaba la cabeza. Una cabeza sin cabellos y completamente desfigurada por las quemaduras, que aun así Juan Vicente reconoció como la de su esposa. Sin poder reprimir el llanto, se echó sobre la cama para abrazarla y besarla.

Allí ya no olía a carne quemada, sino a canela.

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