septiembre 26, 2023

Barcelona 1773

Barcelona, 1773 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 28 | Barcelona, mayo de 1773 | Pedro | Era el 4 de mayo, día señalado para el sorteo de la quinta de reemplazo, y los mozos barceloneses se echaron a la calle en señal de protesta. Nunca hasta entonces los jóvenes catalanes habían servido al ejército si no era voluntariamente, por el sistema de enganche.

Fueron a reunirse de buena mañana y espontáneamente en la plaza de la Lana. Eran cientos. Entre ellos estaba Pedro Expósito, que había nacido veinte años atrás en la calle de Hércules. Desde hacía año y medio trabajaba en el taller del escultor Francisco Font.

El griterío era tan grande que resultaba difícil entenderse. Unos chillaban que lo mejor era abandonar la ciudad; otros que preferían buscar el amparo sagrado de las iglesias y tocar a somatén. Al final, marcharon la mayoría de ellos, agitados y bulliciosos, por la calle Boria hasta la puerta de Santa Eulalia –señalada por el ángel que remataba el obelisco azul y blanco que allí había– y, desde allí, cada vez en mayor número, pues a los jóvenes se unieron personas de diferentes condición y edad, subieron por la calle Tapinería hasta la catedral.

Un grupo numeroso entró en el principal templo de la ciudad, creyéndose así libres de entrar en el sorteo, mientras que el resto siguió hasta la cercana puerta Nueva, gritando consignas tales como: «¡Fuera quintas!» o «¡Servicio voluntario!».

La puerta se hallaba cerrada y fuertemente vigilada. Un reducido grupo de jóvenes, entre los que estaba Pedro, se acercó al comandante de la guardia, para pedirle que abriera la puerta. Al mismo tiempo, la campana del reloj de la catedral, conocida como Honorata, empezó a repicar, impulsada por los amotinados que habían penetrado en el templo, tocando a rebato.

La llamada a somatén de la Honorata encrespó los ánimos aún más de los amotinados y puso nerviosos a varios de los guardianes de la puerta Nueva, que sin mediar órdenes de su superior y creyéndose amenazados, dispararon sus trabucos contra los jóvenes que se les acercaban.

Una docena de amotinados cayeron heridos por los proyectiles. Uno de ellos murió allí mismo. La herida que sufrió Pedro no fue grave; apenas un rasguño en el brazo derecho. Pero fue arrestado junto con otros cinco muchachos.

La alarma recorrió las calles barcelonesas, soliviantando los ánimos incluso de los que hasta entonces se habían mantenido al margen de la protesta. Temiendo que la revuelta se generalizara y se volviera aún más violenta, las autoridades se apresuraron a publicar un edicto mediante el cual anunciaban que se suspendían todas las diligencias del alistamiento, logrando así que la calma, tensa pero definitiva, volviera a la ciudad antes del anochecer.

Aquel motín de las quintas consiguió su principal objetivo, pues en Barcelona continuó cumpliéndose el reemplazo del ejército por enganche, pero fueron varias las víctimas del conflicto. Además del muerto y los heridos, varios jóvenes fueron condenados posteriormente al destierro –entre ellos Pedro Expósito–, y la campana Honorata, por expresa orden del rey, fue descolgada del campanario de la catedral y hecha pedazos, sin que ninguna otra pudiera sustituirla al servicio del reloj.

Juan

Sabía que se estaba muriendo. La tarde anterior había recibido el viático, pero Juan era consciente de que agonizaba desde hacía una semana. Cada vez se encontraba peor, le costaba más respirar, tenía menos fuerzas… Postrado en su cama, con la espalda y la nuca apoyadas sobre varios almohadones, respiraba con gran dificultad mientras miraba fijamente el pábilo inmóvil de la única vela que había encendida. Era de noche y fuera, en la calle, hacía mal tiempo. A pesar de que la puerta del balcón estaba cerrada y las gruesas cortinas de terciopelo se hallaban corridas, se oía el soplo virulento del viento. Debía también de estar lloviendo, pensó al mismo tiempo que bajaba el embozo de la sábana y las mantas que cubrían su cuerpo hasta el vientre. Creía que así respiraría mejor.

Una semana antes, Juan había llegado a su casa sintiéndose muy enfermo. Había estado por la tarde en el teatro Principal, viendo una ópera italiana. Fue solo, vestido con sus mejores galas: camisa finísima de holanda, corbata de seda, chupa, gregüescos al estilo valón, medias de cuadrillo, zapatos con orejillas hebilladas, espada enganchada al biricú, peluca empolvada, sombrero tricornio, redingote. No le importaba ir solo al teatro; es más, lo prefería, sobre todo cuando se trataba de presenciar óperas italianas. La primera que vio fue precisamente en ese mismo teatro veintitrés años atrás: El amor constante, representada por la compañía de Jaime Panatti, Rosa Testa, las hermanas Tomba… Ah, las hermanas Tomba. Tanto Mariana como Teresa eran encantadoras… Se merecían los ochocientos setenta y cinco duros que cobraban por temporada, así como los numerosos regalos que recibían de sus admiradores, entre los que se encontraba Juan.

Juan había tenido muchas amantes de postín: artistas, damas de alta alcurnia, no pocas de ellas casadas, aunque poco a poco su predilección por la aventura sórdida y arriesgada le llevó a tratar con mujeres mucho menos distinguidas, pero igual de mundanas.

La primera actriz con la que Juan tuvo trato, fue también la primera que conoció. Él tenía veintiún años y ella uno más. Se llamaba Manuela, pero su nombre artístico era Cristina Nina. Trabajaba también en el teatro Principal, como actriz de reparto en comedias previamente examinadas y aprobadas por el obispo, según mandaba la cédula real firmada aquel mismo año de 1725 por el odiado Borbón. Odiado tanto por Juan como por toda su familia y por casi todos los barceloneses.

Aunque Juan había nacido en Alicante, cuando tenía cuatro años sus padres le trajeron a Barcelona junto a su hermano Jaime, tres años mayor que él. El motivo de dicho viaje se debía a la guerra contra el Borbón. Su padre, Domingo Roca, era un destacado seguidor del archiduque Carlos y hubo de huir con su familia de Alicante, para evitar las represalias de las tropas borbónicas que estaban a punto de conquistar la ciudad. Su padre llevaba viviendo en Alicante desde los dieciocho años, cuando su abuelo decidió enviarlo allí para que se hiciera cargo de los negocios de importación y exportación que la familia tenía en esa ciudad, desde cuyo puerto salían y se recibían muchas de las mercancías con las que negociaban en Castilla y en el extranjero, especialmente la barrilla y el guano.

Pero al volver a su ciudad natal con su esposa, Rosario, y sus dos hijos, Domingo Roca se encontró con una Barcelona inmersa también en la guerra por la sucesión en el trono de España, y que sufrió un durísimo y prolongado asedio poco después. Volvió a luchar contra los borbónicos, bajo el mando esta vez de Antonio de Villarroel, y volvió a perder. Las tropas de Felipe V entraron en Barcelona y poco después arrasaron el barrio de la Ribera, tan querido por los barceloneses, para construir en su lugar la odiada ciudadela donde acuarteló a sus tropas. A los Roca no les afectó directamente la desaparición de aquel arrabal marinero, por cuanto no vivían allí, sino en la céntrica calle Volta den Queralt –que daba a las de Puertaferrisa y Riera del Pino–, pero les dolió aquella terrible humillación tanto como a cualquier vecino de la Ribera, pues sabían que sus antepasados habían vivido en aquel barrio.

El padre de Juan no hubo de soportar durante mucho tiempo la mortificación de vivir bajo el yugo borbónico, pues falleció un año después, en 1716, pocos meses antes de que su primogénito empezara a quedarse ciego a la temprana edad de quince años.

Así, pues, huérfano de padre y con su hermano mayor ciego, Juan fue el principal apoyo de su madre a partir de los doce años.

Los negocios de la familia Roca se habían visto muy perjudicados a causa de la guerra –algunos habían quebrado–, pero afortunadamente las rentas por los bienes raíces que poseían dentro y fuera de Barcelona les permitió vivir holgadamente. Buena administradora, Rosario, madre de Jaime y Juan, invirtió con acierto en la compra y venta de tierras rurales y solares urbanos, asesorada por algunos parientes de su desaparecido esposo, y con el paso de los años buscó dos acaudaladas familias con las que emparentar a través de sus hijos. Las encontró, pero le resultó imposible casar a Jaime. Nadie quería desposar a una de sus hijas con un ciego, por mucho que fuera el prestigio que tuviera su apellido y muchos los bienes inmuebles que poseyera su familia. En cambio, con Juan fue todo muy fácil. Rosario halló a su futura nuera en la familia de los Doménech, vecinos por cuanto vivían en una calle paralela a la suya: la de Petritxol, tristemente conocida por haber en ella una casa –por suerte en el otro extremo de donde se hallaba la de los Doménech– en cuya fachada había labrada una gran cara de piedra, que se decía era la señal de un antiguo burdel que allí hubo. Eulalia, que así se llamaba la damisela, era la hija menor y única soltera que le quedaba a Joaquín Doménech, prestigioso abogado. Ambos, Rosario y abogado, acordaron pronto la boda de sus respectivos vástagos. Pero fue entonces cuando intervino el azaroso destino, para poner en riesgo aquel conveniente enlace. Y no lo hizo por medio de una cara de piedra, sino de una realmente humana y hermosa.

Juan se enamoró de la actriz Cristina Nina nada más verla sobre el escenario del teatro Principal, una tarde de primavera de 1725. A partir de entonces la esperó todas las tardes cerca de la puerta –nunca en la misma puerta, puesto que estaba terminantemente prohibido– por la que entraban y salían las artistas, para acercársele cuando estaba sola y ofrecerle algún presente: flores, pasteles, alhajas…, hasta que por fin accedió a conocerle mejor. A sus veintiún años, Juan era un joven risueño, cuyo mayor atractivo ante los ojos de Manuela –nombre verdadero de la actriz– era la autenticidad con que la miraba, le hablaba, la admiraba, la deseaba… Más que su insistencia, su jovialidad o su dinero, fue el brillo de sus ojos cuando la miraba lo que acabó seduciéndola. Era un brillo que hablaba de amor sincero y eterno, que prometía compromiso y fidelidad. Un brillo que, no obstante, desapareció pocos meses después, apagado poco a poco pero implacablemente por los esfuerzos de Rosario que, en cuanto supo del enamoramiento de su hijo y de su decisión de casarse con aquella artistilla, puso en juego toda su voluntad, todo su corazón, todas sus lágrimas maternales, todo su poder de persuasión, todas las amenazas que se le ocurrían, para convencerle del gran y disparatado error que estaba a punto de cometer.

El amor de Juan por Manuela estuvo próximo a resistir los embates maternos, de triunfar por encima del miedo a la pobreza. Hasta que Manuela le confesó que estaba embarazada. Entonces, su amor, en vez de robustecerse, se desinfló. El miedo a la paternidad repentina, a la responsabilidad inesperada y duradera, fue el mejor aliado que pudo encontrar Rosario, y Juan terminó claudicando. Ni siquiera tuvo la gallardía de despedirse de Manuela en persona; se limitó a hacerle llegar una misiva, antes de partir de viaje por Europa durante casi un año. Luego, a su regreso, se casó con Eulalia Doménech.

Casi medio siglo después, todavía se le humedecían los ojos a Juan cuando recordaba aquella cobardía suya. ¿Se arrepentía? No, nunca se había arrepentido. Estaba seguro de que su vida hubiera sido peor si se hubiera casado con Manuela en vez de con Eulalia. Lo que lamentaba era no haber sabido impedir la caída de Manuela, su perdición. Debería haber sido lo bastante hombre como para ayudarla…, pero no fue así.

Su matrimonio con Eulalia Doménech duró año y medio. Ella murió horas después de dar a luz a su hijo, Domingo. Ocupaban un piso del mismo edificio de la calle Petritxol donde vivían sus suegros y Juan decidió poco después regresar a casa de su madre.

Hospital de la Santa Creu – Barcelona

Viudo, sin necesidad de trabajar, viviendo con su madre, su hermano ciego y su hijo, Juan se dedicó a buscar en secreto a Manuela. Muy pronto averiguó que, al estar embarazada y soltera, perdió en seguida su trabajo como actriz. Y como no tenía familia ni nadie que la mantuviera, acabó entregándose a la vida de meretriz, luego de dar a luz una niña que entregó en el hospital de Santa Cruz. La buscó por los lupanares más conocidos de Barcelona, como el que había en la calle Viladalls, así como en otros mucho menos famosos y más miserables, situados casi todos ellos en calles con nombres harto significativos: dels Tres Llits, Na Quintar, Lleona, Na Peyrotona…, pero no la encontró. Algunas burdeleras le contaron que la habían visto pasear por la calle de Trentaclaus con el uniforme característico de las doncellas públicas: vestido de cola y generoso escote, basquiña corta, zapatos de tacón y de punta…, pero tampoco la encontró allí. Supo que había ingresado en la Casa Galera –la penitenciaría de mujeres que había en la calle de San Pablo– debido a una trifulca que había tenido con un cliente, pero allí se enteró de que había sido puesta en libertad al cabo de tres meses. Alguien le comentó que podía estar en la Casa de Retiro de la calle Robador –un convento donde acogían a meretrices arrepentidas– o en el convento para las Hijas Arrepentidas de Santa Magdalena, que las agustinas tenían en la calle de las Arrepentidas –un callejón que cruzaba de la calle de San Pablo a la de la Unión–, pero tampoco estaba en ninguno de los dos sitios. Así que supuso se había ido de Barcelona. Pero, al mismo tiempo que llegó a esta conclusión, se encontró con que se había aficionado a la compañía de estas mujeres de vida licenciosa y a los buenos lugares que frecuentaban, conocidos vulgarmente con este mismo nombre: bon-llochs, y se entregó a la lascivia.

Así vivió Juan hasta 1738, año en que murió su madre, a los sesenta años de edad. Entonces se encontró con la ineludible responsabilidad de educar a su hijo, que a la sazón tenía once años, cuidar a su hermano ciego y administrar los bienes familiares. En consecuencia, moderó su ritmo de vida fuera de casa. También por esas fechas empezó a pensar en su hija, en la hija que Manuela había entregado en el hospital de Santa Cruz, doce años atrás. Hasta que, decidido a encontrarla o saber al menos qué había sido de ella, recurrió a ciertas amistades poderosas y discretas que le ayudaron a informarse a través de las personas adecuadas. Así fue como supo que Juana –pues así dejó apuntado Manuela que se llamaba la niña–, se hallaba aún bajo la tutela de las religiosas del hospital de Santa Cruz, aunque había empezado a faenar como limpiadora en el hostal del Sol.

No le costó mucho conseguir que le cedieran la tutela de Juana, a la que llevó a su casa como sirvienta. Pero a nadie le dijo que era su hija. Ni a su hermano ni a Domingo, su hijo, ni a la propia Juana. Precisamente por ello, y pese a que aún eran unos niños, consciente del riesgo que había al tener bajo un mismo techo a dos chicos de la misma edad y de sexo opuesto –bien conocía él los caprichosos desatinos que a veces tiene el destino–, enfatizó a Magdalena, el ama de llaves que se hizo cargo de la chica en cuanto pisó la casa de los Roca, su deseo de que vigilase que ambos jovencitos no se tomaran confianza, que se trataran solo lo imprescindible. Y así ocurrió, pues Domingo siempre vio y trató a Juana como a una sirvienta.

Nueve años más tarde Domingo contrajo matrimonio con Montserrat Prats, única hija de Francisco de Prats y Matas, acaudalado comerciante que entregó como dote el dinero que el Ayuntamiento le había dado por un edificio que poseía en la bajada de San Miguel. El edificio fue derruido para hacer allí una placita, llamada de San Miguel –entre la bajada del mismo nombre y la calle de Avinyó–, y el propio Prats compró una de las nuevas casas que lindaban en dicha plaza, para regalársela a los recién casados.

De manera que, a finales de 1747, Juan se encontró liberado de las responsabilidades paternas –Domingo estaba casado y tenía a Juana a su cuidado– y con la conciencia tranquila. Su hermano estaba bien atendido por la servidumbre y las rentas daban para vivir muy bien. Así que volvió a buscar con asiduidad distracción fuera de casa, en sitios discretos como el hostal Manresa, situado en una calle sin salida, lugar donde solía citarse con artistas, como las hermanas Tomba, con damas casadas o con damiselas en flor. Jamás pensó en la posibilidad de volver a casarse. ¿Para qué? Tenía todo cuanto podía desear. Incluso la misma tarde que empezó a morirse, casi a punto de cumplir setenta años y pese a las ligeras molestias que comenzaba a sentir, tras salir del teatro Principal tuvo ocasión de consumar un breve pero placentero encuentro con una de las doncellas de la calle de Trentaclaus.

Una semana después, ya agonizante y postrado en su cama, Juan añoraba la compañía de su hijo Domingo. Éste le había visitado esa misma tarde. Fue una visita breve, fría. No le acompañaba su esposa, Montserrat, ni ninguno de sus cuatro hijos. No podía reprochárselo; tampoco él había ido a visitarles con frecuencia. Más bien fueron escasísimas las veces que fue a ver a su hijo y a sus nietos. A lo largo de los años las visitas se habían reducido a la cena de Nochebuena, que siempre se celebraba en casa de Juan. Nada más. Él siempre había puesto como excusa su rechazo, su contraria sensibilidad a los gatos. Montserrat era muy amante de estos animales, por lo que nunca había menos de cuatro o cinco en su casa, y Juan se había indispuesto después de ir por allí las primeras veces: tosía, estornudaba, le costaba respirar, le salían sarpullidos… Era una excusa cierta, pero que no sirvió para mitigar la frialdad que empezó a surgir entre padre e hijo.

Con el único nieto con quien mantenía una relación más fluida –pero siempre fuera de la casa de la plaza de San Miguel– era con el primogénito de su hijo: Juan. Le habían puesto su nombre al bautizarle en 1727. Veinticinco años después, su nieto Juan se había convertido en un hombretón tan atractivo como mujeriego. Su alegría y su uniforme de teniente coronel encendían con pasmosa facilidad las sonrisas femeninas. Pocos días antes de ponerse malo había venido a su casa para despedirse, pues debía partir con su regimiento –era sargento mayor del regimiento de la Princesa– a un nuevo destino, al sur de España. Ahora sabía que no volvería a verle.

Los pensamientos y recuerdos de Juan fueron interrumpidos por Juana, que entró en ese momento en su dormitorio. La llama de la vela bailó durante unos segundos.

–Perdone, señor. No he podido venir antes…

La voz de Juana temblaba como el pábilo y, aunque la penumbra le impedía ver con claridad sus ojos, Juan los adivinó llorosos. Con el transcurso de los años había aprendido a conocer muy bien a su hija. La había visto crecer, hacerse mujer. Ahora tenía cuarenta y siete años –si bien parecía mucho mayor, por su forma de vestir, siempre de negro, su sempiterno moño, su seriedad– y desde hacía mucho tiempo era el ama de llaves, la auténtica dueña de la casa.

–¿Qué ocurre?

–Lo destierran, señor… Se me lo llevan al África.

A dos pasos de la cama, con la cabeza ligeramente inclinada, las manos unidas y los hombros sacudidos por el lloro irreprimible y silencioso, Juana era la viva imagen de una madre desesperada. Dos semanas atrás, su único hijo, Pedro, había participado muy activamente en el motín conocido ya como de las quintas. Arrestado y acusado de ser uno de los cabecillas más violentos de aquella revuelta, le habían condenado al destierro durante cinco años, condena que cumpliría en el presidio de Melilla.

–Veré lo que puedo hacer –murmuró Juan, entornando los ojos. Si hubiese tenido fuerzas, habría añadido con determinación: «Pero lo haré por ti, no por él». No era la primera vez que debía intervenir para proteger a aquel alocado muchacho, para rescatarle de algún problema, peligro o castigo merecido. Era su nieto, pero nadie lo sabía. Nadie más que él. Pero no lo quería como tal. Ni siquiera sentía por ese granuja la compasión que había sentido desde hacía muchos años por su madre, con la que en cambio sí se había encariñado.

Fue precisamente ese cariño paterno el que impidió que la echara veinte años atrás con cajas destempladas de la casa. Tenía veintisiete años cuando Juana se quedó embarazada. Aterrorizada, en cuanto se enteró del estado en que se hallaba se lo confesó a Magdalena, que aún era la ama de llaves. Esta se lo dijo a Juan. «¿Quién es el padre?», quiso saber él, sorprendido de que Juana hubiera podido mantener relaciones carnales con algún varón, puesto que su recato era ejemplar y sus salidas de la casa eran escasas y puntuales. Magdalena, que además de tutora había ejercido con Juana la función de madrina, dudó en responder, pues temía la reacción del dueño de la casa. Pero ante la insistencia de éste no tuvo más remedio que contestar la verdad: «El señor Jaime».

Agonizante, sin poder apenas abrir los párpados, Juan tuvo empero fuerzas para sonreír. Con el paso de los años había aprendido a aceptar y valorar con humor las jugarretas sarcásticas del destino. Su pobre hermano Jaime, reservado, desvalido y ciego, se había aprovechado del cotidiano cuidado que recibía de la joven criada para seducirla. Desde luego, nada sabían de su parentesco. Y él nunca desveló el secreto.

Sin embargo, en aquel momento, Juan encajó la noticia de manera muy distinta. Iracundo, hizo que su hermano se lo confesase de inmediato. «Sí –le dijo–, desde hace unos meses gozo de encuentros carnales con Juanita. Son esporádicos, pero maravillosos…», y como Juan prosiguiera regañándole, le replicó con tono tajante: «¿A qué viene tanto escándalo, hermano? ¿Acaso tú no tienes tus devaneos con mujeres varias y de diversa condición? ¿O es que te crees que no estoy enterado de ello? Estoy ciego, Juan, pero no sordo. Y es precisamente mi ceguera la que me impide vivir como tú, la que no me permite disfrutar de la vida como tú lo haces. Yo no puedo salir de casa, para llevar a cabo mis encuentros amorosos furtivos. Tú sí. No he querido ni podido desaprovechar la ocasión que se me ofrecía, ¿entiendes?». A punto estuvo en aquel momento de revelarle la verdad, de decirle que la mujer con la que se había acostado y había dejado encinta era su sobrina. Pero no lo hizo. Quizá si le hubiera hecho falta para persuadirle…, pero no fue así.

Juana, que de verdad creía haberse enamorado de Jaime –corazón inexperto, había confundido compasión con pasión–, aceptó la resolución que él impuso, después de meditar sobre lo ocurrido fríamente: Como no podía seguir viviendo en esa casa, ocuparía un pisito que los Roca tenían en la calle Hércules. Allí se encerraría hasta que diera a luz. No debía de preocuparse por el dinero, puesto que él correría con todos los gastos de su manutención. Luego, podría volver a servir en la casa de los Roca, pero como externa, siempre y cuando le prometiese que nunca más pondría en riesgo la reputación de los Roca. Y Juana, agradecida, estaba dispuesta a prometérselo, cuando él la atajó: «Espera a tu vuelta para prometérmelo. Aprovecha este tiempo para reflexionar, para aclarar tu mente y tu corazón». Y es que no hay ser más tolerante y magnánimo que el que se sabe pecador.

Talla del escultor Francisco Font (1848 – 1931)

El acuerdo con Jaime fue mucho menos complicado. Como no estaba enamorado de la criada, aceptó en seguida la propuesta de Juan: Nada de intentar seducir nunca más a una sirvienta, a cambio de salidas ocasionales en compañía de su hermano y a lugares apropiados donde desfogar sus naturales impulsos varoniles. Ambos cumplieron este pacto hasta la muerte de Jaime, acaecida en diciembre de 1760.

Juana volvió a casa de los Roca como criada externa y cumplió tan bien con su trabajo que, cuando Magdalena se retiró a causa de su avanzada edad, ocupó su lugar como ama de llaves. Pero su labor de crianza no fue tan bien. Su hijo, Pedro, que heredó su apellido: Expósito, creció en las calles, pues Juana apenas tenía tiempo para cuidarle. Siendo muy niño lo llevaba con ella a casa de los Roca, pero cuando cumplió cinco años sólo podía estar con él por las noches, manteniéndolo recogido en el pisito de la calle Hércules. Lo dejó durante el día al cuidado de una señora, pero se escapaba de su casa; lo apuntó a varios colegios, pero de todos se cansaba; lo llevó como aprendiz a varios obradores, pero de todos huía, hasta que por fin encontró su vocación en el taller del escultor Francisco Font.

–Veré qué puedo hacer –repitió con los ojos cerrados–. Mañana hablaré con…

Pero Juan no pudo hacer esta vez nada por ayudar a su nieto ilegítimo. Murió antes del amanecer.

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