octubre 2, 2023

Castalla 1812

Castalla, 1812 | Donde acaba el tiempo | Capítulo 23 | Castalla, julio de 1812 | Salvadora | Hasta aquel día, Dora había respetado a su marido, a pesar de que no había sabido hacerla feliz.

Se habían casado siete años atrás, cumpliendo con lo acordado entre los primos Tomás Rico Berbegal, su marido, y Salud Berbegal, viuda de Pallarés, su madre. Ella, Dora, acató aquel acuerdo, impulsado por su madre. Nunca se había enamorado de nadie y no le importó casarse con aquel hombre veinte años mayor que ella, viudo y sin hijos, acaudalado –vivía de las muchas rentas que le proporcionaban sus vastas tierras y numerosas casas que poseía en Castalla, Onil e Ibi–, que habitaba una de las mayores casonas de Castalla –en la plaza de Gasparrico–, bajito y regordete, serio, de pocos amigos y tremendamente aburrido.

Porque, a pesar de su gusto por vestir como un petimetre y de comprarle a ella las mejores y más caras ropas que encargaba traer desde Alicante, Valencia o Madrid, Dora no comprendía para qué se gastaba el dinero en tan abundante y caro vestuario si luego no le agradaba exhibirlo –salvo los domingos y festivos cuando iban a la iglesia–, pues rarísima vez consentía que ella organizase alguna fiesta y nunca satisfizo su deseo de viajar a las grandes ciudades europeas o españolas.

Dora se acostumbró a vivir insatisfecha emocional e intelectualmente. Sin hijos, los únicos entretenimientos que entraron en su casa durante los siete años que llevaba casada fueron a través de su madre, de una barragana embarazada y de un viejo maestro de música; y ninguno de estos entretenimientos resultó divertido, sino más bien todo lo contrario:

Tomás accedió a regañadientes a que su suegra, moribunda, ocupase una alcoba de la casa, hasta que falleció al cabo de unos meses. Al entierro vino, desde Villafranqueza –villa muy cercana a Alicante–, Fernando, hermano mayor de Dora. Era sacerdote pero, según le confesó a ella cuando estaban a solas, había dejado preñada a la mujer que cuidaba de su casa. Le rogó que acogiera en su casa a Flora –que así se llamaba la barragana, viuda y sin hijos–, durante unos meses, hasta que diera a luz. Luego podría volver a Villafranqueza, diciendo que había ido a cuidar de una pariente moribunda, que le había confiado su hijo recién nacido. «Es muy posible que nadie se lo crea; pero así al menos cubrimos las apariencias», reconoció Fernando. Ella se escandalizó, se enfadó y se resistió, sucesivamente, pero al final accedió a pedírselo a su esposo. Naturalmente, a éste no le contaron toda la verdad: Flora ciertamente estaba encinta fruto del pecado, pero lo había cometido con un alto funcionario alicantino, el cual había intercedido por ella ante Fernando, al que le había suplicado perdón, comprensión y ayuda. Tomás se mostró remiso, pero acabó cediendo, y Flora vino a Castalla, donde permaneció encerrada en la casa hasta su regreso tres semanas después de dar a luz, pues solo salió para el bautizo del niño, al que puso por nombre Baldomero y por apellidos los de ella: Pellús Cardell. También cedió Tomás ante el empeño de Dora –no sin protestar por el mucho gasto que ello suponía– y compró un piano, que colocaron en una esquina del salón, y contrató los servicios de don Felipe, el único maestro de música que vivía en Castalla. Anciano y taciturno, don Felipe fue dos tardes a la semana durante casi un año a su casa para darle clases, pero su repertorio se ceñía a la música religiosa –había sido organista en Alcoy– y un inoportuno resbalón y grave caída en la calle le obligó a guardar reposo, con una cadera rota. Sin maestro y sin saber algo más que poner los dedos sobre las teclas, Dora terminó por olvidar el piano.

Así pues, sin más compañía que un marido aburrido –compró un bellísimo gato de Angora, pero hubo de regalarlo tras comprobar que su roce le provocaba toses, estornudos y pruritos–, con las labores caseras a cargo de dos criadas y una cocinera –aun así le gustaba de vez en cuando tender la ropa limpia, pues su olor la embelesaba, y cocinar unos deliciosos mantecados de canela que su madre le había enseñado siendo niña–, Dora se pasaba los días enteros entregada a un tedio soporífero.

Pero el aburrimiento en la vida de Dora desapareció con la llegada de las tropas napoleónicas a Castalla. A lo largo de los primeros meses de aquel año de 1812, el ejército francés fue ocupando las gobernaciones del antiguo reino de Valencia. Sólo la ciudad de Alicante se libró de aquella invasión, tras soportar un breve asedio. Ya en julio, el capitán general José O’Donnell planeaba, desde su cuartel general en Orihuela, desalojar al frente de su ejército a las tropas francesas que ocupaban la comarca llamada Hoya de Castalla –donde estaban las localidades de Onil, Ibi y Castalla–, de gran importancia estratégica por ser paso obligado para llegar a La Mancha y Madrid desde Alicante. En Valencia, el mariscal Suchet supo de estos planes y, a través de sus espías, se enteró de que O’Donnell no estaba dispuesto a esperar los importantes refuerzos que debían llegar al puerto alicantino, para iniciar el ataque. De manera que, con vistas a hacer frente a esta ofensiva, Suchet encargó al general Harispe, con cuartel general en Alcoy, que reforzase los destacamentos franceses que tenía diseminados por la Hoya y alrededores.

La irrupción de las tropas francesas alteró la vida de los tres mil castallenses. La tropa vivaqueó a las afueras, pero los oficiales de más alta graduación se hospedaron en casas particulares. El general Delort, jefe del destacamento, eligió como su residencia una de las casonas de la calle Mayor de Castalla, concretamente la que era propiedad de Tomás Rico Esteve, primo hermano del marido de Dora. Por fortuna para ella y su esposo, ningún oficial eligió su casa para hospedarse.

El 20 de julio llegaron a Castalla noticias de que el ejército español se estaba acercando. Encerrado con sus principales oficiales en el salón de la casa que ocupaba –bien custodiado para evitar que escucharan oídos españoles–, el general Delort planeó su estrategia: Aunque la situación elevada del castillo y del pueblo animaba a defenderse a su amparo, al final eligió otra estrategia, pues no sabía durante cuanto tiempo podrían resistir un posible asedio. Decidió esconder su caballería cerca de Onil y llevar su artillería a lo alto de un cerro que había en el camino de Ibi.

En la madrugada del día siguiente, 21 de julio, los batallones españoles que se encontraban a las afueras de Castalla, rompieron el fuego. Los primeros en hacerlo fueron los de La Corona y Guadix, seguidos por los de Bailén, Alcázar y Lorca. Avanzaron hacia Castalla, en cuyas calles entraron en tanto los franceses retrocedían hasta abandonar el pueblo.

Los castallenses, encerrados en sus casas, ni siquiera se atrevían a mirar por las ventanas. Sólo cuando los franceses salieron del pueblo y los soldados españoles se adueñaron de las calles, se atrevieron algunos a asomarse por sus puertas y balcones, para expresar su alegría con vítores y aplausos.

Pero la infantería española no se conformó con apoderarse del pueblo y continuó avanzando. Entusiasmada por lo que creía una rápida victoria, persiguió a los huidizos franceses. Los coraceros del 13.º Regimiento simularon huir hacia la ladera suroeste del Cabezo del Plá –un cerro que había en la carretera de Ibi–, seguidos de sus compañeros del 7.º Regimiento en Línea. Detrás de ellos marcharon los batallones españoles, camino del lugar elegido por Delort para la batalla –entre el armajal que había al norte, junto a Onil, y el Cabezo del Plá–, con dos puentes sobre el río Verde que debían cruzar si querían continuar persiguiendo al enemigo. En uno de aquellos puentes, cruce de los caminos a Ibi y Onil, junto a la Casa del Pont, los artilleros españoles colocaron dos cañones, mientras los batallones de Bailén y Alcázar cruzaban dicho puente. Entretanto, los batallones de La Corona y Guadix hacían lo propio por el otro puente. Detrás quedaba el batallón de Lorca, ocupando Castalla. Ya frente al Cabezo del Plá, en el Llano de Flores, los batallones de La Corona y Guadix se desplegaron para continuar su avance, pero fueron batidos por la batería francesa que había en lo alto del cerro, cuyos artilleros habían ensayado el tiro durante la tarde anterior. Simultáneamente, la infantería francesa del 7.º Regimiento en Línea dejó de aparentar que huía para enfrentarse a los españoles en formación, apoyados por los coraceros del 13.º Regimiento. El resultado fue una auténtica masacre. Los españoles huyeron en desbandada perseguidos por los coraceros, jinetes corpulentos y con corazas sobre monturas pesadas, que les fueron aniquilando con sus sables.

Mientras esto ocurría en el Llano de Flores, los dragones franceses del 24.º Regimiento, que habían permanecido escondidos en el olivar que había junto a la ermita onilense de la Virgen de la Salud, rodeó el armajal para sorprender por el oeste a los batallones españoles de Bailén y Alcázar, así como los dos cañones que había junto a la Casa del Pont. Los españoles resistieron la primera embestida, pero los dragones terminaron por cruzar el puente y se apoderaron de las dos piezas. A continuación, y a semejanza de lo que sucedía en el Llano de Flores, la caballería francesa persiguió a los soldados españoles que huían desesperados hacia Castalla, acuchillándolos a placer.

Incluso los despavoridos soldados españoles que lograron llegar en desbandada a Castalla, fueron masacrados en las calles por la caballería e infantería gala. Algunos de ellos trataron de refugiarse en el castillo, pero fueron hechos prisioneros. Muy pocos lograron salvar la vida.

Encerrados de nuevo en sus casas a cal y canto, los castallenses fueron testigos de esta matanza, aunque muy pocos fueron los que se atrevieron a asomarse por sus ventanas enrejadas y muchos menos aún los que abrieron sus puertas para dar refugio a los soldados españoles. Sin embargo, los gritos desesperados de éstos sí que fueron escuchados por la totalidad de los habitantes de Castalla.

Acorralados en el Portal de Onil, más de un centenar de españoles del batallón de Bailén acabaron muertos, tras oponer resistencia al mando de su sargento mayor, Antonio Merlo. Y en la plaza de Gasparrico fue el coronel Juan Pirez quien murió atravesado por el sable de un dragón francés, después de haberse rendido. Tomás y Dora fueron testigos de esta última tragedia, pues el coronel Pirez murió en la puerta de su casa. Compadecida por los chillidos del militar español, que golpeaba el portón al mismo tiempo que trataba de evitar las cuchilladas de los jinetes franceses, Dora corrió a socorrerle, pero no pudo abrir el portón porque se lo impidió su marido.

–Si abres, nos matarán –advirtió Tomás en voz baja y aterrorizado, mientras la separaba del portón. Al otro lado se oían los golpes y forcejeos de quienes mantenían tan desigual lucha, así como los gritos del coronel Pirez, que rogaba su auxilio:

–¡Abran, por el amor de Dios!

Dora intentó de nuevo abrir el portón, pero su marido volvió a impedírselo. Entonces corrió escaleras arriba hasta el balcón del dormitorio principal, que estaba en la fachada que daba a la plaza. Desde allí vio cómo el coronel español –sin gorro y desmelenado, casaca y pantalón manchados de sangre–, acosado por tres dragones franceses armados con lanzas y sables –dos de ellos a caballo; la tercera montura yacía en el suelo malherida–, se rendía por fin, arrojando su espada al suelo. Pero el dragón que había perdido su caballo no dudó un instante en atravesarle el vientre con su sable.

Jamás le perdonaría Dora a su marido aquel acto de cobardía.

A partir de aquel momento, cada vez que tenía a Tomás ante sus ojos, o pensaba en él, Dora no veía más que a un ser despreciable. Hasta entonces había sobrellevado su falta de sensibilidad, de afabilidad, de ternura; le había perdonado su incapacidad para hacerla feliz. Pero su respeto por él, como marido y como hombre, desapareció definitivamente aquella mañana del 21 de julio de 1812.

 

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